Retrato de Diges durante el rodaje de Madrid, Costa Fleming |
José María Forqué era un prolijo y versátil director de cine. Fue para mí una gran satisfacción que quisiera tenerme en el elenco de la película Madrid, Costa Fleming, rodeada de un reparto importantísimo y permitiéndome disfrutar de un precioso papel. Eso me hacía confiar en que mi camino en el cine español estaba consolidándose.
Claudia Gravi, Mabel Escaño y yo. Foto Diges |
En una ocasión, durante una
escena en la que no participaba, se me ocurrió dar un paseíto por los pasillos,
intentando ejercitar un poco aquellas
piernas mías que llevaban toda la mañana inmóviles mientras filmaba una
secuencia en la que debía permanecer sentada. De pronto, al acercarme a una
puerta entreabierta, oí unos sollozos femeninos. Segura de que era alguien del equipo, ya que
nadie más tenía acceso a esa planta, pregunté con suavidad, “hola, ¿te pasa
algo? ¿puedo pasar?”, pero viendo que mis palabras solo lograban incrementar
los sollozos, decidí entrar.
Allí dentro, sentada sobre la cama, se hallaba una muchacha muy joven, con el rostro oculto entre las manos.
Me acerqué a ella mientras le decía “hola, soy Yolanda y pertenezco al grupo de los actores, ¿quieres contarme qué te sucede?” ¡Fue lo mismo que destapar una botella de champán! Como en explosiones simultáneas las lágrimas brotaban de sus ojos a igual velocidad que las palabras surgían de su boca. Me confesó que era muy desgraciada, que no le gustaba nada ser actriz, que las cámaras la asustaban, pero que su padre la obligaba a seguir la tradición familiar y que su nombre era Verónica Forqué, la hija casi adolescente de nuestro director. Conmovida ante su angustia, me quedé un rato a su lado, intentando calmarla. Le aconsejé seguir sus impulsos y negarse a que nadie, ni siquiera su familia, la forzase a tomar un camino que no era de su agrado. “Ya no eres una niña, Verónica, impón tu voluntad. Esta profesión es demasiado dura para dedicarle tu vida sin sentir por ella una devoción casi sacerdotal”. Al poco tiempo la muchacha se calmó y yo abandoné la habitación sin darle al hecho mayor importancia. ¿Quién iba a imaginar que aquella frágil criatura que con tanto dolor renegaba de la profesión de actriz se convertiría, unos años después, en una gran estrella?
Allí dentro, sentada sobre la cama, se hallaba una muchacha muy joven, con el rostro oculto entre las manos.
Verónica Forqué |
Me acerqué a ella mientras le decía “hola, soy Yolanda y pertenezco al grupo de los actores, ¿quieres contarme qué te sucede?” ¡Fue lo mismo que destapar una botella de champán! Como en explosiones simultáneas las lágrimas brotaban de sus ojos a igual velocidad que las palabras surgían de su boca. Me confesó que era muy desgraciada, que no le gustaba nada ser actriz, que las cámaras la asustaban, pero que su padre la obligaba a seguir la tradición familiar y que su nombre era Verónica Forqué, la hija casi adolescente de nuestro director. Conmovida ante su angustia, me quedé un rato a su lado, intentando calmarla. Le aconsejé seguir sus impulsos y negarse a que nadie, ni siquiera su familia, la forzase a tomar un camino que no era de su agrado. “Ya no eres una niña, Verónica, impón tu voluntad. Esta profesión es demasiado dura para dedicarle tu vida sin sentir por ella una devoción casi sacerdotal”. Al poco tiempo la muchacha se calmó y yo abandoné la habitación sin darle al hecho mayor importancia. ¿Quién iba a imaginar que aquella frágil criatura que con tanto dolor renegaba de la profesión de actriz se convertiría, unos años después, en una gran estrella?
El rodaje transcurría con
facilidad y ligereza, gracias a la gran profesionalidad del director y de los
actores.
Alfred Hitchcock |
Mari Carmen Yepes y yo. Foto Diges |
Mabel Escaño y yo. Foto Diges |
Un día, a mediados del rodaje, tuve la desafortunada idea de comentar con Forqué dicha historia, al tiempo que le afirmaba mi total discrepancia con Hitchcock y lo absurda que la misma me parecía. Y esta fue su reapuesta a mis palabras: “¿de verdad crees que es absurda? Podría demostrarte con qué facilidad, sin quitarte una escena, ni siquiera una frase del diálogo, conseguiría que tu bonito papel quedara relegado ante las cámaras a un oscuro segundo o tercer plano.” Como todo esto fue dicho con una relajada sonrisa en su rostro no di demasiada importancia a aquella conversación. Sobre todo porque en días posteriores nada anómalo noté en mis rodajes ni en nuestra cortés relación profesional.
Tan solo al ver Madrid, Costa Fleming en el cine, meses después, comprobé hasta qué punto aquello había sido una velada amenaza . Yo estaba en la pantalla, sí, pero con demasiada frecuencia de escorzo. Si tenía un plano medio detrás venía un primerísimo plano de alguna de las otras chicas. Varios de mis parlamentos mas importantes estaban rodados en un distanciador plano general. De una forma sutil e inteligente había logrado deslucir mi personaje por el simple medio de enfatizar el de las actrices que me rodeaban. De aquellas preciosas imágenes mías que el fotofija de la película, Diges, había tomado, muy poco o nada quedaba reflejado en el celuloide. Para colmo mi nombre ni siquiera figuraba en los carteles de promoción. Muchas veces me he preguntado la razón por la que José María Forqué hizo esto, si fue una ilógica y desmesurada reacción de soberbia ante mi pretensión de colocar a los actores al mismo nivel de importancia que a los directores o si fue por los consejos de rebeldía que, en una ocasión, había dado a su hija Verónica. La cuestión es que, sin duda, aquel hombre me dio una lección magistral de por qué nunca puede uno contradecir o molestar a un director. Sobre todo de cine.
Al poco tiempo de terminar este rodaje Arturo Fernández, el eterno galán de galanes, se ponía en contacto conmigo con el fin de contratarme, como primera actriz, en su próxima obra. Es decir que en septiembre de ese año debutábamos en el teatro Beatriz de Madrid con Una percha para colgar el amor, extraña adaptación del título original de Samuel Taylor, Avanti.
En el reparto, además de
Arturo Fernández y yo, absolutos protagonistas, estaban mi buen amigo Juan José Otegui, Pepa
Ferrer, Ventura Oller y Guillermo Hidalgo. Durante los arduos ensayos Ángel
Montesinos, el director, realizó un trabajo de la más fina orfebrería. Su empeño
principal fue que el primer actor, un auténtico divo acostumbrado a
llevar todos los personajes que interpretaba al mundo de sus estereotipos y “muletillas”,
abandonara sus tics y le impartiera a aquel Wendel Jr. toda la ternura y
humanidad de las que su autor le había dotado. De hecho, en los ensayos
generales, el actor logró demostrarnos que podía hacer un trabajo serio y eficaz. Todos estábamos entusiasmados con la obra y con el descubrimiento
de ese Arturo Fernández tan distinto, seguros de que aquella nueva manera de enfocar
el trabajo le quitaría el sambenito de actor efectista y superficial.
Unos días antes del estreno, Montesinos, en un aparte, me rogó que, pasara lo que pasara, no permitiera a mi coprotagonista retomar los viciados caminos que, hay que admitirlo, le habían hecho famoso. Que intentara, de todas las maneras posibles, tirar de él hacía lo logrado en los ensayos de aquel medio melodrama, medio comedia que teníamos entre manos: Avanti o, como se llamó en su versión cinematográfica en España, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?
En un principio, las estupendas
críticas y tal vez un rescoldo de satisfacción interior por el trabajo bien
hecho, le mantuvieron contenido dentro de la humanidad de aquel tierno
personaje que había interpretado en cine nada menos que Jack Lemmon.
Entrevista con el crítico Lorenzo López Sancho
Es decir que era desolador saberte flanqueada por abundante público y sentirte totalmente abandonada, estar junto a una luz tan potente que tu trabajo se volvía invisible.
Arturo Fernández y yo |
Así que, con toda la humildad que me fue posible, acepté esa lección y dejé, durante los seis meses que trabajamos juntos, de luchar por una causa que en realidad nadie apreciaba.
En mi próxima Instantánea
seguiré hablando de Arturo Fernández y de algunos defectillos suyos que a veces
hacían muy difícil trabajar con él.
Próximo capítulo. Adioses y bienvenidas.
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