Madrid. Un amor correspondido.

Madrid me ama. Yo amo a Madrid.


Madrid es una hermosa y aristocrática ciudad, al menos una gran parte de ella.  Además de la tan celebrada zona de “Los Austria”, tiene esas calles Gran Vía y Alcalá que podrían destrozar las cervicales de cualquiera que se dedicara a pasearlas observando, asombrado, las infinitas estatuas y ornamentos que coronan sus azoteas. Es impresionante la sobria magnificencia arquitectónica de su Museo del Prado, de su Biblioteca Nacional o de su catedral de la Almudena, que por ese año 70 en el que aún se desarrolla  esta parte de mi historia, estaba en precarias condiciones  pero cuyas líneas se adivinaron siempre majestuosas e inspiradas. 
El Arco de Cuchilleros y Luis Candelas

O la grandiosa Plaza Mayor que da acceso, por una de sus nueve puertas, al Arco de Cuchilleros,  lugar que     conserva , según se dice, efluvios de Luis Candelas, famoso bandolero nacido el año 1804 en el muy castizo barrio de Chamberí y condenado a morir por garrote vil en 1837. Se cuenta que este individuo nunca utilizó la violencia en sus muchísimos latrocinios y que, siendo un hombre aficionado al buen vivir, con asiduidad frecuentaba las tascas de esa emblemática zona madrileña. De hecho la mayor y más famosa taberna del lugar lleva por nombre, en su honor, Las cuevas de Luis Candelas. Sí, Madrid es una ciudad llena de historia y hermosa, sobre todo cuando se mira con unos ojos de los cuales las  sombras de la soledad y la miseria han sido borradas gracias al trabajo, la amistad y el amor. Es decir, mis ojos en aquel último mes del año 70.

A partir del 19 de diciembre yo me dirigía cada día al teatro Maravillas, ubicado en la calle Malasaña. En  él había debutado con la función “El escaloncito”, de David Turner, dirigida por Antonio Amengual, y en  la cual los críticos me trataron muy bien a pesar de ser una desconocida para ellos. Las protagonistas de la misma eran una pareja de actrices que  se había hecho famosísima a consecuencia de un exitoso programa de televisión; Los Martínez. Como suele pasar en esta profesión desde el invento de “la caja tonta”, un artista puede haber dedicado toda su vida al teatro, como era el caso de ambas, y no alcanzar la popularidad hasta que la TV le acoge y promociona. Ellas eran Florinda Chico y Rafaela Aparicio. Dos grandes profesionales y personas adorables. Bellos recuerdos guardo de ambas y del resto del reparto, Montserrat Blanch y Alberto Bové, prestigiosos veteranos, y Ana María Simón, Pepe Lara y Ramón Reparaz, jóvenes y prometedores. Todos me brindaron el apoyo que  necesitaba una “cubanita” recientemente exiliada.
Foto de El Escaloncito. De izquierda a derecha Pepe Lara, Ramón Reparaz, Montserrat Blanch, Yolanda Farr
Florinda Chico, Alberto Bové, Eduardo Martínez, Rafaela Aparicio y Ana María Simón
Solo al comienzo de los ensayos tuve un conato de problema. Alguien denunció al empresario por contratar a una extranjera indocumentada. Pero aquello era totalmente falso.  Ese Gianini, para el que nunca tendré suficientes palabras de agradecimiento, me había conseguido tiempo atrás el carnet de “teatro, circo y variedades” del Sindicato Vertical del Espectáculo. Se suponía que para obtenerlo era necesario pasar una prueba y haber cumplido el Servicio Social, equivalente en las mujeres a la mili de los hombres, pero en realidad se entregaba, en muchos casos, por “amiguismo”. Confieso que así pasó conmigo.
Carnet del Sindicato Vertical del Espectáculo
La cuestión  es que en el momento de la denuncia yo llevaba más de un año trabajando sin problema alguno pero, según parece, alguien me había tomado ojeriza y verme en un importante reparto y en Madrid despertó sus iras nacionalistas. Siempre ha existido y existirá este tipo de “personajillo”.

A finales de octubre de ese año 70 se había presentado en casa Antonio Collado y Mari Carmen Calleja,.un matrimonio que se convertiría en mis  eficaces representantes durante mucho tiempo;  Por desgracia Gianini ya no me era de utilidad pues  estaba en exclusiva relacionado con el mundo de la música. La pareja en cuestión me habían visto en Soria haciendo El sereno debajo de la cama,  les había interesado mi trabajo y tras ponerse en contacto conmigo  me consiguieron el esperado debut madrileño. Su fe en mí fue la llave que me abriría muchas e importantes puertas. Antonio provenía de una familia dedicada al espectáculo por generaciones y Mari Carmen, su esposa, era una abogado apasionada por todo lo que tuviese que ver con el mundo de la farándula.

Los Collado eran tres hermanos, Salvador, Antonio y Manolo y todos siguieron los derroteros familiares. Salvador se dedicó a la producción, Antonio a la representación y Manolo Collado pasó de productor a ser un  importante director  que convirtió a su esposa, la actriz María José Goyanes,  en una de las principales figuras del teatro en las décadas de los 70 y 80.  

Antes de terminar mi aventura con El escaloncito ya estaba contratada para hacer, bajo la producción de Manolo Collado,  la dirección de José Manuel Garrido, en el Teatro de La Comedia y casi con el mismo elenco de la gira, Tiempo del 98, aquella obra tan comprometida políticamente que, formando parte del repertorio de La Segunda Campaña Nacional de Teatro, pocas veces pudimos representar en provincias a causa del veto de las “autoridades”.

Su autor, Juan Antonio Castro, había fusionado con maestría trozos de poemas y textos críticos  escritos por personajes de la Generación del 98 como Unamuno, Azorín,  Machado o Baroja, fragmentos que encajaban a la perfección  con los problemas de la España del momento, añadiendo al montaje  canciones antiguas. Básicamente se trataba de una serie de escenas que iban desde el aguafuerte goyesco hasta la sátira quevedesca, pero todo muy bien engarzado. El resultado fue un producto revulsivo que entre los progresistas despertaba ovaciones y bravos y entre los conservadores repulsas y hasta pateos. Ah, los famosos pateos, ya desaparecidos del panorama teatral, pero que durante años lograron retirar de los escenarios a actores mediocres, a cantantes desentonados y a obras por algún motivo fallidas.
Yo llevaba  la parte musical de la pieza y más de una vez, mientras entonaba, vestida de cupletista, una versión caricaturizada de la famosa canción Soldadito Español, fui víctima de insultos  por parte del sector  ultraconservador del público. En una ocasión, un señor muy de derechas arremetió, paraguas en mano,  contra mí desde el patio de butacas al tiempo que un “caballero español” saltaba de su asiento para defenderme. Ambos se liaron a gritos reivindicatorios y puñetazos lo cual nos obligó a bajar el telón. Aquella noche no se pudo terminar la función.  Esto sucedió en Madrid y  tras haber sufrido en mis carnes, antes del estreno y por primera vez, el despiadado mordisco de la censura, como narro a continuación.
Tiempo de 98 durante la gira.
De izquierda a derecha Carlos Canut, Juan Jesús Valverde, Julia Tejela. Emilio Berrio, Terele Pavez, José Hervás, Yolanda Farr, Mariasun Sordo, Francisco Valdivia, Concha Hidalgo y Eusebio Poncela
Durante las pocas ocasiones en que habíamos representado en provincias Tiempo de 98, aquella escena de la cupletista era  mucho más provocadora. En la versión original yo salía envuelta en la enseña nacional y cantando La Banderita Española, un pasodoble que se había convertido en una especie de himno usado  en las “juras de bandera” y los desfiles militares, exaltando con su letra los ánimos más patrioteros y nacionalistas del   pueblo. Lo que poca gente sabía era que la pieza en cuestión pertenecía a una revista llamada Las Corsarias, estrenada en el año 1919. La cuestión es que los militares franquistas se habían apoderado, para uso exclusivo, de ese pasodoble, a semejanza de lo que los nazis habían hecho en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, con la canción Lili Marlene. Por tal motivo y a causa de la forma grotesca en la que,  por supuesto a instancias del director y del autor, yo lo interpretaba, los censores decidieron, que aquello era una “ofensa a la bandera”, acto penado por ley, y o se eliminaba esa escena o prohibirían el estreno.  Esto sucedió durante el inevitable pase privado que toda función pretendiente a entrar en un teatro de Madrid debía ofrecerles. Como el autor no estaba dispuesto a permitir esa estúpida poda de su obra, tras largas conversaciones entre censores, autor y director, llegaron a un acuerdo; yo cambiaría la canción y prescindiría de usar la bandera como vestuario.
Así que se me vistió con un  traje de vedette lleno de plumas y me tuve que aprender en dos días Soldadito Español, canción que por algún motivo parecía no ofender la sensibilidad patriótica del régimen. Este hecho me hizo comprobar los desconcertantes designios de esos inevitables y temidos censores. (Y como estos individuos merecen una descripción mucho más detallada, en próximos capítulos seguiré narrando futuros encontronazos con esos prepotentes, en cuyas generalmente incultas manos se encontraba la profesión).  

Tiempo de 98 nos proporcionaba a los actores  emociones extremas, pues nunca sabíamos lo que íbamos a provocar en el espectador, contagiándonos a veces tensiones que llegaron a afectarnos personalmente. Terele Pavez, por ejemplo, cayó en una de sus primeras crisis paranoides. Un día, en escena y sin motivo alguno,  lanzó a la cabeza de un compañero una máquina de escribir que era parte de la utilería, pero con tal suerte para ambos que el proyectil no llegó a su destino. Otro día faltó a la primera función, alegando que se había quedado dormida. Cosa insólita en un actor. Una compañera primeriza tuvo un ataque de nervios en escena  ante su primer pateo. Con delicadeza y tratando de conservar nuestros personajes, la sacamos del escenario en medio de unos gritos y lloros que  el publico debió tomar como parte del montaje pues ni se inmutó. En fin, que hubo  a veces momentos impactantes para todos.

Esta obra se estrenó el 22 de mayo de 1971 en el Teatro de La Comedia con un controvertido pero apoteósico éxito.

Y acabo de darme cuenta que he saltado olímpicamente al año 71, pasando por alto mis navidades del 70 y, sobre todo, mi primer fin de año sobre un escenario español. Y os aseguro que aquella fue una experiencia maravillosa.
Fotografía de Jesús Alcántara

El día 24 de diciembre, según la costumbre, los teatros solo hacían la función de la tarde, de esa manera los artistas teníamos la oportunidad de pasar aquella fiesta tan familiar con los seres queridos.  Pero el día 31 no tan solo se trabajaba, sino que la función era una gran fiesta que se compartía con los espectadores. En la taquilla, junto con la entrada, los que acudían eran  obsequiados con una bolsa conteniendo las doce uvas pertinentes, serpentinas, matasuegras, pitos y un botellín de sidra El Gaitero. Fuese la obra un drama o una comedia, diez minutos antes de las 12 se cortaba la representación, se conectaba con Radio Nacional de España, se pasaba el sonido a la sala por megafonía y ya fuese vestidos del siglo XV, con la ropa más actual o en el semidesnudo propio de las revistas, los artistas se mezclaban con el público y el intercambio de serpentinas o confeti era continuo. Hasta que llegaban aquellos famosos y complicados “cuartos” con los que el reloj de la Puerta del Sol intentaba avisar a toda España que iban a dar comienzo las 12 campanadas dedicadas a  transportarnos a un nuevo año. Y en medio del jolgorio general, todos nos esforzábamos en lograr lo prácticamente imposible; ingerir las doce uvas al al tiempo que sonaban  unas campanadas que siempre resultaban  demasiado largas o demasiado cortas. . Después, durante otros diez minutos, se armaba una locura de botellas descorchadas, lluvia de sidra, gritos, estruendo de pitos y matasuegras y demostraciones indiscriminadas de afecto. Pasada esa festiva interrupción se apagaban las luces de la sala, se bajaba el telón y comenzaba el “más difícil todavía”; recobrar el espíritu de la obra y el interés del respetable. Continuar el espectáculo.

Y así de mágico fue para mí el fin de año de un 1970 que daría paso a un 1971  lleno de trabajo,  sorpresas y alegrías. Garrafales alegrías, como pronto veréis

 ¡Al fin, Dios mío, al fin!



Foto de Jesús Alcántara
Fue algo inenarrable. Una semana antes había recibido el telegrama anunciándomelo y desde entonces mi corazón no había bajado de las 120 pulsaciones por minuto. Morfeo, por su parte, había adoptado hacia mí una actitud desdeñosa.
Ya llevaba más de un mes ensayando Romeo y Julieta, en versión del reciente nobel de literatura Pablo Neruda, cuando llegó la ansiada noticia. Ni siquiera podía concentrarme en mi personaje. Hasta tal punto que Morera, el director de la obra, llegó a preguntarme qué era lo que me sucedía. No estaba acostumbrado a mis "ausencias" ni a la tontorrona media sonrisa que llevaba  puesta desde unos días atrás. 

Durante las representaciones de Tiempo del 98 en el Teatro de la Comedia, Manolo Collado, el productor, me había ofrecido hacer el papel de la madre de Julieta, en este caso María José Goyanes.  “No te sientas ofendida, Yolanda, según el texto de Shakespeare la señora Capuleto tenía 13 años al parir a su hija”, me dijo a manera de excusa inútil pues una actriz está dispuesta incorporar personajes de toda índole, mayores o menores, castos o impúdicos y cuanto más dispares o ajenos al propio yo más apetecibles nos resultan. Al menos en mi caso.

El supuesto problema estribaba en que María José y yo éramos contemporáneas, aunque ella tenía, y tuvo durante mucho tiempo, un aspecto adolescente y yo, siendo alta y angulosa, siempre había aparentado mayor. Estaba previsto estrenar en el Teatro Fígaro el 9 de octubre de ese 1971, justo el día después de la llegada a Madrid de las bellas mellizas alemanas y del estoico gallego de mi alma, es decir de mi madre, mi tía y mi padre.

¿Cómo podría describir mi estado mientras, aquella mañana del día ocho en el aeropuerto de Madrid, esperaba el siempre retrasado arribo del avión de Cubana? Los minutos se me hacían  horas que se enrollaban alrededor de mi cuello como una soga, impidiéndome respirar. Jesús, a mi vera, con su brazo sobre mis hombros, intentaba contener los temblores que me azotaban. Inútilmente.

Casi cuatro años me separaban de  aquel diciembre de 1967 en el cual mi cuerpo, que no mi corazón, abandonase a la fuerza familia, amigos y vivencias en mi patria adoptiva, Cuba, obligada al exilio, como tantos y tantos cubanos, por los desatinos e injusticias de un lobo con piel de cordero que nos había engañado a todos; Fidel Castro. Casi cuatro años había soportado la ausencia y ahora, aquellos minutos  esperando el desembarco,  se me hacían inaguantables. Ay, la relatividad del tiempo…

Y entonces, desde una de las terrazas del aeropuerto, los vi descender por la escalerilla del avión. ¡Señor! No recuerdo cómo llegué  a la sala de espera. Ignoro quién o qué puso alas a mis pies pero la cuestión es que, mucho antes de que traspasaran la aduana, yo estaba ya ahí,  flotando sobre una nube de ansiedad, desligada de todo lo que no fuese devorar con los ojos y el alma aquella puerta.

Ante mis súplicas, los “comuneros” y los adictos habían quedado en casa, preparándolo todo  para darles la gran la bienvenida, me temo que picados por el mosquito de la envidia. Pero esta iba a ser una experiencia que yo quería vivir en la intimidad. 

Al fin,  vi que los viajeros, mayormente cubanos exiliados, tras pasar el control de aduanas y recoger el mísero equipaje que estaban autorizados a sacar de Cuba, comenzaban a salir por esa puerta que para ellos era como la frontera  entre la opresión y la libertad. Decenas de rostros desconcertados cruzaban ante mi cuando, de pronto, tres frágiles figuras aparecieron entre la gente y una explosión de deslumbradora  luz celestial eclipsó todo lo que me rodeaba. Con paso inseguro, agarrados del brazo, como niños temiendo perderse, mis amores intentaban atravesar la barrera de cuerpos que nos separaba.

Dos segundos tardé en llegar a su lado. Quince minutos tardamos en dejar de llorar y abrazarnos.  Así estuvimos hasta que la voz de Jesús nos hizo reubicarnos en el tiempo y el lugar. Eran las 11 y media de la mañana. Solo entonces tuvieron lugar las temidas presentaciones pero Jesús, con su rostro angelical y su dulce y embaucador acento andaluz, se ganó desde el primer instante el cariño de esa familia mía tan proclive  al afecto.

A pesar del cansancio que sabíamos les embargada, decidimos, tal y como estaba planeado, llevarlos a la “comuna” donde comuneros y adictos estaban ansiando recibirles. Mi intención era que, desde el primer momento, se sumergieran en un baño de amistad, que sintieran como todos los que me querían, y eran bastantes, también les querían.
Primera foto de mi madre, mi padre y mi tía
en la "comuna"

Tras momentos emocionantes, a las 5 de la tarde les llevamos al apartamento que Jesús y yo habíamos alquilado y habilitado para ellos. Era un lugar muy cercano a la “comuna”, en la zona de Ventas, franqueado por árboles y de fácil comunicación. Desde allí, cuando estuviesen repuestos y centrados, podrían desplazarse hacia el Madrid de su juventud en busca de los lugares y las personas que hubieran sobrevivido  al paso del tiempo.   Como la fecha de la  esperada llegada no había resultado idónea, aquella misma tarde, a las 6, hube de dejarles. “Jesús se quedará con vosotros hasta que os acostéis, y mañana por la mañana estaremos aquí de nuevo,” les dije al salir. 
La familia Mariño-Pfarr, al fin, en Madrid
Con el corazón oprimido me dirigí hacia el Teatro Fígaro para atender a la ineludible obligación de participar en un ensayo general que duraría sabe Dios hasta qué hora de la madrugada, ya que al día siguiente, 9 de octubre del 71, estrenaríamos  el tan complicado y carísimo montaje de la obra Romeo y Julieta.

Pero aquello no me preocupaba. Lo único  importante era que la familia Mariño-Pfarr, vencedora de tantas escaramuzas, estaba nuevamente reunida y ya nada malo podía pasarnos.


 Ni el mayor fracaso podía afectarme.



La noche del 9 de octubre de 1971 participé en el estreno más desconcertante de mi carrera.



El día que nos encontramos por primera vez con aquella complicada y gigantesca estructura, hecha de tubos de hierro y cromo, creímos habernos equivocado de teatro. No podía existir una ambientación más hostil y amedrentadora para un texto más sutil y a la vez complicado de interpretar como el de Romeo y Julieta.  El primer ensayo general, vestidos con unos maravillosos y carísimos trajes de la época hechos de seda cruda forrada y bordados a mano, con coturnos en los pies y un sombrero cónico y alto, tan pesado que era casi imposible de sostener en la cabeza, debíamos subir y bajar, a la vista del público, por unas escalerillas de mano que conectaban los dos pisos de aquel decorado.

Una mitad de la estructura metálica simbolizaba el palacio de los Capuleto y la otra mitad el de los Montesco. El romántico balcón, donde transcurría una de las más bellas escenas de la obra y a la cual, en un momento determinado yo, la madre de Julieta, debía asomarme y largar algunas parrafadas, era  una escueta plataforma de los mismos materiales, ligeramente inclinada hacia el público para facilitar su visión, y SIN BARANDILLA ALGUNA DE PROTECCIÓN. Y yo era la primera persona en tener que utilizar aquella parte del decorado. Durante ese ensayo enloquecido, mientras intentaba decir mi texto, a duras penas sosteniéndome  en el centro de aquel peligrosísimo espacio, oí a Morera gritar desde el público “¡ponte más adelante, Yolanda, que desde las primeras filas casi no se te ve!” Queriendo obedecer sus instrucciones me acerqué  hacia el vacío tan solo unos centímetros. Aquello provocó que la orden del director se repitiera con más apremio, “¿no me oyes, Yolanda? Más adelante”. Entonces, por primera vez en mi vida, me enfrenté a un director de escena: “Por favor, Morera, ¿quiere usted subir aquí y ver lo que me está pidiendo?” El ensayo se suspendió por unos momentos, Morera subió a la plataforma y una vez allí se oyeron tronar en todo el teatro estas palabras, “¿pero a quién se le ha ocurrido construir esta barbaridad?”.

Eusebio Poncela y María Jose
Goyanes

Como resultado, desde ese momento en adelante, yo fui una voz en off  para los espectadores de las primeras filas, Goyanes-Julieta dedicó la larga escena del balcón a un Romeo que, estando en el escenario  bajo el supuesto balcón, ella no podía ver y Romeo-Poncela dirigió sus inspiradas palabras de amor a una Julieta invisible para él, escondida como estaba tras una techumbre de vigas. 

Si las mujeres lo teníamos dificilísimo, los chicos, subiendo y bajando por aquellas escaleras, a veces en medio de luchas con unas espadas que cuando colgaban de sus cintos chocaban escandalosamente contra los hierros,  intentaban de forma inútil dar fluidez a sus movimientos y aplicar las innumerables clases de esgrima que habían recibido durante los ensayos. Si no hubo accidentes durante las representaciones fue por un milagro.

La noche del estreno, nada más alzarse el telón, hubo un conato de risas y abucheos. De ahí en adelante todo fluyó lo mejor que las condiciones  lo permitieron, pero la certeza del fracaso era inminente para todos los actores. Pensábamos que los dos meses de arduos ensayos se nos iban a pique por la “gran obra de ingeniería” ideada por Gerardo Vera y Andrea D´Odorico, diseñador y escenógrafo respectivamente. Y no nos equivocábamos. El día después del estreno ya éramos más los actores sobre la escena que el público asistente. En esas condiciones Collado aguantó tan solo 17 días la función en cartel. A pesar del magnífico reparto, María José Goyanes, Eusebio Poncela, Rafaela Aparicio, Yolanda Farr, Luis Peña, Francisco Guijar, Ernesto Aura, Narciso Rivas, Concha Lluesma, José Hervás, Juan Jesús Valverde, Modesto Fernández, además de una nutrida figuración, aquellos bellos versos de Shakespeare,  adaptados por Pablo Neruda, no lograron superar el garrafal error de montaje. Es decir que antes de terminar el mes de octubre estábamos todos en la calle.

Por otro lado mis padres trataban de ubicarse en un Madrid que, tras tantos años, les resultaba casi desconocido. Jesús y yo les llevábamos a direcciones que recordaban, buscando aquellos lugares donde habían transcurrido  sus antiguas reuniones artísticas. Pero ya casi ninguno existía. El tiempo y la “modernidad” habían convertido los entrañables cafés tertulianos en frías y desangeladas cafeterías.

Menos mal que entre Jesús y los siempre dispuestos  comuneros y amigos  no les faltaron amigos y “guías turísticos” durante los 17 días que yo asistí a la agonía de Romeo y Julieta

Bobby, el Fox Terrier
Salmerón, nuestro  veterinario, que ya había conseguido revalidar su título y trabajar en su profesión, un día se apareció en casa de mi familia con el mejor regalo que se podía esperar: un joven y precioso Fox Terrier que había encontrado perdido por la calle. Ni que decir tiene que a esos empedernidos amantes de los perros aquello les vino como caído del cielo. Bobby se convirtió en la alegría de la casa.

Por otro lado en la “comuna” había hecho su entrada apoteósica,  un nuevo personaje; Mequi Herrera.

Mequi Herrera

Mequi era una  bellísima actriz cubana con la que, por esos caprichos de la profesión, yo nunca había tenido relación directa en la isla. Pero eso no era óbice para que hubiese admirado su labor  en las obras La pérgola de las flores o La esquina peligrosa. 

Inmediatamente se estableció entre Mequi y yo una hermosa e imperecedera relación. Ella es una mujer de una sensibilidad y un sentido de la amistad exacerbado. Esas virtudes, combinadas con una gran entereza, la convierten en un ser especial.

Mequi y yo años más tarde.

Poco duró mi ausencia de los escenarios tras el "defenestramiento" de Romeo y Julieta . Tan solo unos días después de aquella experiencia con Shakespeare que casi fue, como se dice en la profesión, “debut, homenaje y despedida”, todo unido, me llegó una oferta de trabajo maravillosa: José María Rodero, uno de los primeros y más prestigiosos actores españoles, me contrató para ser su coprotagonista en una gira que duraría cuatro meses. Aquello era un regalo de los cielos pues elevaría  mi prestigio artístico. Llevaríamos dos obras de repertorio, A dos barajas, de Martín Descalzo y La Pereza, (La galbana) de Talesnik y fue con esta última que comenzamos los ensayos. El director resultó ser mi admirado Fernando Fernán Gómez. Cada noche yo me dirigía en autobús al teatro María Guerrero donde, tras terminar la función que se representaba, comenzaba nuestro trabajo. Y allí permanecíamos hasta altas horas de la madrugada.




Con Rodero la relación fue buena aunque agitada, por motivos que explicaré más tarde. Con Fernán Gómez la sintonía resultó perfecta. De aquellos primeros ensayos tengo una divertida anécdota que describe  a ese especial personaje: en una ocasión Rodero le preguntó a Fernando cuales eran los antecedentes de su personaje, si debía interiorizar o no determinada escena a lo cual él  director contestó, con aquella profunda y cortante voz tan suya, “José María, yo trabajo con actores profesionales para que no me pregunten tonterías. Haz lo que tú sabes hacer. Actúa y no divagues.” Por supuesto, a partir de ese momento me libré muy mucho de intentar otra cosa que aprender el texto "de pe a pa" y decirlo con sentimiento y lógica. Gracias a eso el gran Fernando y yo tuvimos unas pacíficas y fructíferas relaciones laborales. Se cuenta que, mientras él y su compañía estaban representando Un enemigo del pueblo, de Ibsen, estrenada en el Teatro Reina Victoria, pasaba cada día por los camerinos preguntando si alguien se sentía enfermo. “Si estáis malos decidlo y suspendemos. Recordad que esto no es la guerra.” Según parece no era muy adicto al trabajo.

La segunda obra, A dos barajas, estaba escrita por un cura, Martín Descalzo, y planteaba la dicotomía entre la devoción sacerdotal y el amor carnal. Era un “melodramón” que entusiasmaba a Rodero, el cual se sentía como pez en el agua entre lágrimas, gemidos y muerte. Los gemidos corrían de mi parte, pobre mujer enamorada de un cura, víctima de un amor imposible, y las lágrimas, de la suya pues nadie en el mundo podría superar su grosor o la violencia y constancia con que podían brotar de sus ojos ante la mínima sugerencia.  Un verdadero prodigio. En cuanto a la muerte,  "justo castigo" por las dudas del señor cura,  aquel era el momento álgido tanto para Rodero como para la función, pues, ante su rotundo y sonoro desplome en escena el público irrumpía  en aplausos y bravos. Creo que nadie ha muerto en el escenario más veces y con más entusiasmo que él. Esta función fue magistralmente dirigida por Vicente Amadeo.



Fotografía Jesús Alcántara


Estupenda fue mi experiencia durante los ensayos. Pero como nada es perfecto, el inicio de la gira fue bastante triste: debimos viajar a Las Palmas de Gran Canarias el día 24 de diciembre, ya que el debut tendría lugar el 25. Es decir que, aquellas primeras navidades de mi familia en España las vivimos, forzosamente, de nuevo separados.

Yolanda Mariño inició esa nueva aventura con el corazón dolorido por tener que estar cuatro meses lejos de su recién recuperada familia.
Yolanda Farr sabía, ilusionada, que tenía por delante, durante esos meses, un sin fin de vivencias que enriquecerían su vida y su carrera.



 ¡Ay, los grandes divos...!



Frente al mar de Canarias
Siempre que he visitado las islas canarias me ha sucedido lo mismo; el suave viento insular ha transportado mi espíritu hacia el pasado, haciéndome navegar sobre uno de esos antiguos bergantines que,  cargados de guanches ansiosos por realizar la zafra habían cruzado el mar con destino a Cuba. Ignoro en qué extremo del océano se originó el contagio, si esas tremendas similitudes existentes entre ambas islas viajaron del Caribe  al otro extremo del Atlántico o viceversa. El caso es que estar en Canarias tiene como resultado infalible que me se sienta embelesada con aromas, colores y sabores, tan semejantes a los que alimentaron mi infancia y adolescencia cubana,  que se produce  en mí una potente sensación de “déjà vu”. Y para completar el encantamiento está el dulce acento de su gente, sus  terminologías tan semejantes a las de mi isla de adopción, la guagua,  la papaya, el anón, el aguacate, el mango, el mojo, el tasajo, “mi niño”, “oye vieja”,  “¿pero qué "apurasión" tú tienes..?”

La cena de Nochebuena que nos ofreció el Cabildo de Las Palmas de Gran Canaria fue un combinado de sabores que sorprendió a mis compañeros de teatro al tiempo de despertaba en mí  placeres gustativos dormidos pero en absoluto olvidados. Aquel cochinillo asado “al ast”, tan semejante al que aromaba en ocasiones los jardines cubanos, me trajo a la memoria  la entrañable imagen de Sira, la madre de mi Lucy, inclinada sobre esas brasas semienterradas en el suelo de su pequeño jardín. (Ver instantánea 42). El recuerdo de sus curtidas manos girando regularmente el cuerpo ensartado de ese lechón que, poco a poco, iba tomando un apetitoso color a oro viejo, me conmovió. Incluso creí oír el crepitar de su grasa goteando y fundiéndose sobre el fuego. Memorias pertenecientes, por supuesto, a una época en la que Cuba era una tierra bendita, creada por Dios para el disfrute de TODOS sus habitantes, nacionales o extranjeros. Un retrato hace tiempo eliminado de la cotidianidad cubana.

Bodegón de Jesús Acántara
Tras una opípara cena, cuya intención era introducirnos en la gastronomía canaria, la llegada de varios carritos rebosantes de un fauvismo totalmente tropical, fue el perfecto colofón. Frondosos montes de frutas amarillas, rojas, verdes, marrones, exacerbaron la curiosidad de mis compañeros peninsulares y enloquecieron mis papilas. Fue largo el tiempo que pasé presentando a esos  "infelices ignorantes” los jugosos y rojizos mangos, las verdes guanábanas, las anaranjadas y provocativas papayas o aquellas piñas, engañosamente agresivas y con un corazón de pura miel que en el resto de España tan solo se conocían en su insustancial versión del enlatado. Grande fue, en esa Navidad, la hospitalidad canaria.

 A la noche siguiente comenzó, en el Teatro Pérez Galdós, mi trabajo en la compañía de José María Rodero y mis experiencias con  ese contradictorio actor.

El prestigio de Rodero era enorme y sus admiradores incontables. Mencionar su nombre provocaba  un despliegue de flores y loas. Sin embargo creo que nunca he trabajado con alguien más inseguro e hipocondríaco que él. Y la primera flagrante demostración la tuvimos aquella  noche del estreno de La pereza, comedia con tintes ácidos del argentino Talesnik en la que,  por cierto, él estaba genial.

Por aquellos tiempos en los proscenios de todos los escenarios había un pequeño habitáculo llamado “la concha”, el cual se cubría con una balda de madera cuando no se utilizaba y  desde donde un apuntador seguía los textos de los actores, siempre dispuesto a ayudar en el caso de que alguien perdiera la letra o se metiera en uno de esos “jardines” tan temibles. Esta costumbre, necesaria en los días en que las compañías llevaban un repertorio de varias obras, representando cada día una distinta, hacía años que había desaparecido. Pues bien, tras unos perfectos ensayos lo menos que esperábamos ver al levantarse el telón era, erguida entre nosotros y el público, aquella  reliquia del pasado. La concha abierta y con habitante.  Así que el desconcierto inicial fue grandioso. En ningún momento de la representación resultó necesaria la intervención del apuntador pero la ya mencionada inseguridad de Rodero era tal que,  durante el tiempo que duró la gira, aquella espantosa joroba afeó el proscenio de nuestros escenarios. Y este fue tan solo el primer síntoma de su “enfermedad”.

Casi un mes estuvimos saltando de isla en isla y de triunfo en triunfo. Un tiempo durante el cual me convertí en una mujer pluriempleada: primera actriz, sucedánea de enfermera y sobre todo paño de lágrimas de aquel pobre gran actor. Cada vez que Rodero me mandaba a decir con el regidor que fuese a su camerino yo temblaba pensando  cual sería el problema esta vez. Si esto tenía lugar antes de empezar la función A dos barajas el mal solía ser un cólico, una jaqueca o un dolor de garganta, afecciones que al poco tiempo descubrí  eran psicosomáticas. Si reclamaba mi presencia durante el intermedio era para comentarme angustiado que un espectador se había movido inquieto durante ese primer acto o que alguien del público había tosido mientras interpretaba  su escena más dramática. “Esta función no interesa”, afirmaba a pesar de las grandes ovaciones que brotaban del patio de butacas y de las estupendas críticas que los periodistas le dedicaban. “Estoy haciendo el ridículo. Esto no gusta, esto no gusta”, repetía con ese dramatismo que por lo general conservaba incluso fuera del escenario. Estoy segura de que todos soportábamos estas tensiones por tres motivos; en primer lugar porque, libre de sus “neuras”, en su trato cotidiano, Rodero resultaba un ser entrañable, segundo porque,   sin discusión, era un gran actor y tercero y fundamental porque sabíamos que, al finalizar los cuatro meses de gira, nos esperaba una larga temporada  en el prestigioso teatro La Comedia de Madrid.

A dos barajas en el estreno de Sevilla
Mientras volábamos hacia Sevilla con el fin de hacer nuestro estreno peninsular en el teatro Álvarez Quintero, nuestro divo, en medio de uno de sus peores ataques de inseguridad y aprovechando que tenía reunida a toda la compañía en el avión, nos confesó que no quería representar más el papel de aquel cura “disoluto” de A dos barajas. Empero, dijo, los empresarios de provincias,  a cuyos oídos había llegado el gran éxito de Rodero  en esa escena de la muerte del sacerdote, desplomándose frente al altar como fulminado por un rayo justiciero entre bravos y ovaciones,  desdeñaban nuestra segunda obra, La pereza.Por lo tanto estaba pensando  en disolver la compañía. No entiendo cómo o porqué, pero se le había metido en la cabeza que estaba haciendo el ridículo con aquel melodramático papel y que eso iba a ser su  “ruina profesional”.
Estreno de La Pereza en Sevilla

Todos quedamos apabullados por lo que el posible rescindir de nuestro contrato significaría. Y en ese peligroso instante tomé una drástica decisión. Nada más llegar a Sevilla, a primera hora de la mañana, llamé a Madrid a su esposa, la también actriz Elvira Quintillá y le conté todo lo que estaba ocurriendo. Antes de levantar el telón aquella brava mujer estaba ya encerrada con Rodero en su camerino y, no sé gracias a qué sortilegios,  esa tarde pudimos disfrutar de la más brillante representación del actor. Elvira continuó gran parte de la gira con nosotros, para sosiego de intérpretes, técnicos y empresarios y, sobre todo, para mi descanso. A partir de ese momento  se acabaron las convocatorias en su camerino.

En Madrid la situación familiar se iba estabilizando. Ellos habían logrado localizar  a un par de amigos de su época dorada  con los que recorrían a menudo las  pocas tascas  que habían sobrevivido al paso del tiempo,  reviviendo éxitos, resucitando a compañeros muertos, todo con esa alegría con que la memoria suele exaltar los buenos momentos y amortiguar los malos.

Jesús había establecido contacto con una Galería de Arte en Jerez y trabajaba entusiasmado en una nueva exposición pero sin abandonar la diaria atención  a esa familia mía que ya le adoraba.


A que te pillo. Cuadro de Jesús Alcántara
En cambio la comuna estaba atravesando por un estado de inestabilidad. Escarpanter había notificado la próxima llegada de su novia cubana, Gina,  y su intención de contraer matrimonio,  lo cual  supondría para él una nueva vida lejos de nosotros.
El comunero Carlos Álvarez y su novia, Jesús y yo


También Carlitos Álvarez iba a recibir a una novia, de la cual desconocíamos la existencia, pero que venía con firmes intenciones de casarse. Estaba claro que, cuando faltaran esos dos miembros de la comuna y no estando en disposición de admitir a nuevos compañeros esta tendría que desaparecer.  Sabíamos que nunca íbamos a encontrar personas con las que se estableciera una tan perfecta compenetración. Había que ir aceptando, pues,  que las maravillosas experiencias vividas comunitariamente pasarían  a formar parte, como tantas otras de nuestras vidas, del mundo de los recuerdos. Por mucho que nos doliera.

La gira con Rodero continuó en un principio por Andalucía, Granada, Córdoba, Jeréz y Málaga, donde Jesús se unió a nosotros por unos días. Al fin mi “familia política” pudo verme realizando un buen trabajo. Quedaron tan encantados que nuestras relaciones se volvieron cálidas y respetuosas. Me parece que a partir de ese momento dejé de ser para ellos una “pilingui” y me convertí en una ACTRIZ.

Luego la compañía se dirigió al norte, este y centro del país. Y fue en Salamanca donde el divo nos comunicó oficialmente que había rescindido el contrato con el teatro de La Comedia y que, por lo tanto, el tan ansiado debut en Madrid nunca tendría lugar. 
José Vivó, Jesús, Hervás, yo, Estanis González y Luis Porcar.
Ágape en el ayuntamiento de Córdoba

Aquello fue un palo garrafal para todos, pero sobre todo para mí. No fue solo por quedarme en la calle sin proyecto de trabajo alguno y con la responsabilidad de mantener a mi recién llegada familia. El debutar en la capital como primera actriz con Rodero      hubiese       sido    subir de categoría un gigantesco escalón. Pero aquellos “esto no gusta”, “estoy haciendo el ridículo”, “será mi ruina profesional” se habían grabado a fuego en la frágil autoestima del actor y ni siquiera los consejos de su esposa Elvira pudieron con su enfermiza inseguridad. Como resultado José Vivó, Estanis González, José Hervás, Luis Porcar, Laura Ripoll, José Pagán , María del Carmen Pagán y yo, esa compañía que con tanta paciencia había sobrellevado las histerias de nuestro divo, quedó varada en las inhóspitas playas del desempleo.
En mi caso, por poco tiempo ya que, unos días después de mi regreso a Madrid, otro gran divo de la farándula solicitó mis “servicios”: El galán de galanes Alberto Closas.


 ¡Pues anda que las grandes divas...!



Foto Jesús Alcántara

Al llegar a Madrid, el primero de abril de 1972, tras el malogrado proyecto teatral con José María Rodero, me esperaban un par de experiencias importantes. En primer lugar la “comuna” se desmembraba sin remedio. Pepe Escarpanter había contraído matrimonio con Gina y vivían, desde hacía unos días,  en otro apartamento, por aquello de que “el casado, casa quiere”. Del todo comprensible. Pero, para más inri, Carlitos Álvarez iba a recibir a su novia la próxima semana y el proceso sería el mismo. Así que el resto de los comuneros, Carlos Rodríguez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos vimos forzados a lanzamos en busca de unos alojamientos BBB, es decir buenos, bonitos y baratos, ya que debíamos dejar la casa al finalizar el mes corriente.  Los “asiduos” tendrían que repartirse o jubilarse, pues los tiempos de “vino y rosas” iban a desaparecer y con ellos una época de algarada juvenil que nunca se volvería a repetir.


Jesús y yo barajábamos la posibilidad de tomar un apartamento  grande para poder traer con nosotros a mi familia pero mi querido padre, con esa humanidad e inteligencia que siempre le habían caracterizado, nos convenció de que siguiéramos en pisos separados, “pero eso sí, muy cerquita, Yolincita”. Ellos sabían que nuestra ajetreada vida no compaginaba con la de ellos, tranquila y ordenada. Sin duda estaban en lo cierto. Por fortuna, tras pocos días de búsqueda encontramos una vivienda muy adecuada, de alquiler moderado. Lo más maravilloso, y que tanto había echado de menos en la “comuna”, era que el edificio contaba con  agua caliente y calefacción central. Todo un lujo.  Los  gastos se iban a incrementar bastante, pero la juventud y el conocimiento de nuestros valores nos hacía afrontar el futuro sin demasiada inquietud. Dios proveería y nosotros lo aprovecharíamos.


Alberto Closas
Y efectivamente parecía que Dios iba a proveer. No había pasado más de una semana desde mi regreso cuando mis representantes, Mari Carmen Calleja y Antonio Collado, me comunicaron que Alberto Closas me solicitaba para su próxima producción. Yo estaba exultante. Desde mi adolescencia había admirado a ese  galán de voz profunda, potente y embrujadora, algunas de cuyas películas viera, conmovida y hasta enamoriscada, allá en Cuba. Trabajar con él en Madrid sería tan importante como el frustrado estreno con Rodero en A dos barajas. Era una justa compensación.


Closas me había citado para la primera lectura en el teatro Club y allí me presenté  sin información previa.  El proyecto me parecía tan interesante que ni siquiera se me ocurrió preguntar cual sería mi salario, cosa que nunca se debe hacer. La cuestión es que aquella tarde sufrí una  nueva decepción. ¡Closas no sería mi galán si no el director de la obra! Mi papel era, de nuevo, el de la mala, la amante, es decir “la segunda”, pero  eso no me molestaba.  Lo mejor  era que tendría la oportunidad de ser la antagonista de una de las actrices que más admiraba en esos momentos, Lola Herrera. Su pequeña y delicada figura, su tierna vena dramática y su versatilidad  me parecían formidables. Lejos estaba de suponer lo que aquella mujer me haría sufrir.

Desde el comienzo de los ensayos algo andaba mal entre la diva y el director, aún más divo. El carácter de Alberto no se podía catalogar ni remotamente como dulce y controlado. De hecho sus indicaciones estaban llenas de palabras como ”¡joder!”, “esto es una mierda” o “¿en qué coño estás pensando?”, es decir que más que obedecer sus órdenes lo mejor intentar leer su pensamiento  para  anticiparse a sus indicaciones y así evitar irritarle. Aunque sus correcciones estaban llenas de razón, la forma de expresarlas resultaba brutal. Como ya dije antes, era y se comportaba como un "gran divo". 

Pero por alguna desconocida razón ambos congeniamos desde el primer momento y para mí nunca hubo una voz altisonante. Parece que eso ya comenzó a molestar a Lola Herrera y a su compañero en la vida y primer actor de la función Manuel Tejada, al cual Closas, no  considerándole  en absoluto un verdadero galán, atosigaba sin clemencia.

Los ensayos se sucedían cargados de tensión,  hasta que llegó el punto de eclosión. Por desgracia fui yo, sin quererlo, el detonante. En medio del momento clímax de la obra, en la escena en que el trío amoroso que formábamos en la ficción Lola, Manuel y yo nos debatíamos en un  ingenioso maremágnum de encuentros y desencuentros, reproches y mentiras, se oyó la atronadora voz del director gritando, “¡ya está bien! ¿Es que no tenéis idea de lo que es la alta comedia? Pues bastaría con que os fijarais en la señorita Farr.” Eso fue lo peor que podía haberme pasado. Aquellas desafortunadas palabras me buscaron la animadversión de la pareja protagonista.

Al día siguiente, faltando tan solo diez para el estreno, Alberto Closas renunció a la dirección, supongo que considerando sus esfuerzos inútiles, y Ramón Ballesteros ocupó su lugar. Es decir, simbólicamente, pues ya no hubo más correcciones o indicaciones, ni para bien ni para mal.

El viernes 19 de Mayo se estrenó en el Teatro Club aquella obra, El amor propio, de Marc Camoletti, con un reparto compuesto por Lola Herrera, Manuel Tejada, Marta Puig, Pedro Valentín, Mariluz Olier, Antonio Cerro y una Yolanda Farr  tratada por la cabecera de cartel con un desprecio que nunca había sufrido y por fortuna nunca volvería a soportar.

Manolo Tejada y yo.                                                        Antonio Cerro y yo
Fotos tomadas por  Manuel Martínez durante el ensayo general   
Las funciones se convirtieron para mí en travesías de hora y media por el infierno. Cada día era víctima de algún desmán. Cuando había una entrevista radial ni se me convocaba ni se me mencionaba en ella. Los periodistas jamás llegaban a atravesar la alambrada de púas con la que habían rodeado mi camerino. Y lo peor era que, aquella diva con la que tenía mis más importantes momentos, contraviniendo todas las leyes teatrales, me trataba en escena como si yo fuese un holograma. Tejada, a instancias de Lola, entraba con frecuencia en mi camerino para darme,  de malos modos, alguna absurda corrección. Pero una tarde la cosa se volvió en verdad intolerable.

Miguel Picazo
Miguel Picazo, el inolvidable artífice de la película  La tía Tula, me había ofrecido un  papel de continuidad en una serie televisiva que estaba dirigiendo. El compaginar TV o cine con el teatro era algo muy frecuente en la profesión, siempre presionada por los a veces tan largos impases entre trabajo y trabajo. La cosa es que, cada mañana a las 7, yo debía estar en el salón de maquillaje de Televisión Española y cada tarde a las 5 me ponían un coche de producción para que pudiera llegar con tiempo sobrado a las representaciones. Esto último fue una deferencia de Picazo, ese hombre maravilloso,  de cuya amistad disfruté  durante largo tiempo. A mis jóvenes años y con excelente preparación física aquel doblete estaba para mí “chupao”, como se dice por estos lares.

Sentada ya en mi camerino del teatro y arreglándome para la función, una tarde sentí abrirse la puerta con brusquedad y escuché, desde el umbral, a Manuel Tejada, el “mensajero real”, lanzarme con tono destemplado estas palabras: “¡esto no puede seguir así! Llegas al teatro con “cara de culo” y las facultades mermadas. Eso está perjudicando no solo a tu trabajo, si no al resultado total de la obra. Has bajado muchísimo el tono y la intensidad de tu interpretación, lo que obliga a Lola a esforzarse intentando recuperar el ritmo en sus escenas contigo. O dejas la televisión o se te despedirá de la compañía.” Y con un portazo tan violento que tuvo “efecto bumerang” puso broche final a su perorata. Yo me quedé  petrificada.  Los rostros descompuestos de los compañeros que iban entrando en mi camerino y sus indignados comentarios me fueron sacando del trance. Por supuesto lo habían oído todo.

“Esto es increíble, son celos”, decía Mariluz Olier, “no hagas puto caso, lo que dice es pura falsedad”, afirmaba Antonio Cerro mientras mis encantadores amigos Marta Puig y Pedro Valentín, abrazándome  exclamaban “si se les ocurre despedirte nosotros también nos vamos.” En fin que sin sospecharlo “los jefes” habían provocado un mini “alzamiento del 2 de Mayo”, solo que en este caso no era contra los franceses sino contra la absurda injusticia que cometían dos personas cuya aversión hacía mí era obvia e incomprensible.   

Sin duda alguna, Lola era una importante figura, una gran actriz y encarnaba a la perfección el papel de aquella elegante y culta mujer que, con ingenio y educación, se enfrentaba a la casquivana amante de su marido. ¿Qué sombra podía hacerle una actriz novata en España, a pesar de las buenas críticas que hubiera recibido en el estreno? Como empresarios que eran ¿no consideraban ideal que todos los miembros de la compañía fuesen brillantes y celebrados? ¿Era posible que el exabrupto de Alberto Closas durante los ensayos, admitamos que muy exagerado y fuera de lugar, hubiera herido tanto el orgullo de la Herrera?


El caso es que sacando fuerzas de flaqueza, me dirigí al camerino de la diva para hablar con ella del asunto. “Lola, quiero que me digas qué pasa conmigo”. Solo pude llegar hasta ahí pues con esa increíble frialdad que era capaz de impartir a su voz, sin dirigirme ni una mirada me soltó esta frase: “a mí no me digas nada. Si tienes alguna queja dirígete al director o al primer actor”. Es decir que no había comunicación posible. Aquello no tenía arreglo. Así que mis últimas palabras fueron, “a partir de este momento me despido de la compañía. Te lo notifico con las  dos semanas prescritas por ley.”

Lola Herrera, Antonio Cerro
yo y Manolo Tejada.
Foto Manuel Martínez.

Los siguientes  días de espera fueron espantosos, aunque al menos las visitas de Tejada a mi camerino cesaron. No veía el momento de abandonar aquel teatro Club al que con tanta ilusión me había dirigido poco tiempo  atrás. Pero el problema era que  las jornadas pasaban y no había señal alguna de que mi sustituta hubiese comenzado a ensayar. Cuando faltaban escasos días para que se cumpliera el plazo que les había dado, recibí una satisfacción impagable: Tejada me suplicó que les concediera una prórroga pues no encontraban a la “actriz adecuada”. Entonces me dí el gusto   de concederle una semana más. “Una semana, solo una semana improrrogable, Manolo”, afirmé.

Lo que sucedía era que, conocedores de la inicua actitud de la pareja hacía mí, nadie quería contratarse con ellos. De nuevo en mi vida comprobaba aquello de que “en el pecado está la penitencia”.

Una semana después mi tortura terminó. Ana Marzoa, recién llegada de su patria, Argentina, sin duda con  más necesidades de trabajo que yo, aceptó el papel. Pero su permanencia en la compañía no fue larga. También acabó despidiéndose. Sin duda el mal ambiente reinante le fue insoportable.

Lola Herrera
Nunca más se me volvió a plantear la posibilidad de trabajar con Lola Herrera, por fortuna,  pues no me ha gustado jamás rechazar un trabajo. ¡Y vaya si lo hubiera hecho!

Manuel Tejada
Manolo Tejada y ella rompieron sus relaciones sentimentales un tiempo después y Lola continuó en solitario una exitosa carrera.

Manolo sobrevive en esta profesión, arrepentido sin duda por la forma en que se comportó conmigo ya que, cuando hemos coincidido en algún acto me mira con ojos de carnero degollado e intenta infructuosamente establecer  una conversación. No volví a dirigirle la palabra. Lo siento. Hay cosas que no se pueden olvidar ni perdonar.

Y hasta aquí esta historia de cómo el divismo mal entendido puede transformar a  una mujer con indiscutible talento, en un ser  insoportable.


Cuando una puerta se cierra un portalón se abre.



Foto Jesús Alcánta
Agitadillo fue ese año 1972. El decepcionante final  de la gira con Rodero, la dolorosa disolución de mi querida “comuna”,  nuestra mudanza al apartamento de la calle Virgen del Sagrario, mi participación en la obra de teatro El amor propio, en la cual solo había resistido un mes a causa de los ataques del enfermizo divismo que padecía la pareja de actores protagonistas  o mi primera y decepcionante aparición oficial en Televisión Española gracias all descubrimiento de la terrible mediocridad que reinaba allí,  sangrante sobre todo en lo referente a los luminotécnicos del medio. Yo, que venía de trabajar en Cuba con los mejores iluminadores y camarógrafos, me asombré al ver la falta de respeto por los artistas de la que hacían gala estos señores. Primeros planos sin casi retocar las luces, decorados con innecesarias zonas oscuras, sombras que las figuras de los actores proyectaban sobre los decorados  y encima un despotismo que te impedía dar una sugerencia o hasta hacer una pregunta. Referente a la absurda “especialización” imperante en aquel medio tengo una anécdota  de la que fui víctima durante aquellas grabaciones.   En una ocasión un gentil camarógrafo  me dijo, “Yolanda, échate unos veinte centímetros a tu derecha porque estás fuera de luz”. Puesto que me encontraba en esos momentos sentada, siguiendo su indicación moví mi silla esa casi  imperceptible distancia. De pronto  un desagradable grito me alertó; “¡señorita, no se le ocurra tocar la escenografía. Para eso están el regidor o el decorador!” Como resultado hubimos de esperar alrededor de veinte minutos, todos en stand by , a que uno de esos dos “super especialistas” apareciese por el plató.

Ni siquiera Miguel Picazo, el director de esa serie en la que yo participaba podía luchar contra la desidia y estrechez de miras de aquellos “funcionarios” que solo estaban interesados en que se respetaran estrictamente los cortes para su “cafecito”, uno cada dos horas, y el horario estipulado para finalizar la grabación, llegando incluso a cortar un rodaje cuando faltaban cinco minutos para completar una escena . Esos casos, de más de uno fui testigo, suponían un problema para el director. Teniendo  fechas limitadas para completar su trabajo,  una jornada de retraso le causaba grandes problemas de cara a la dirección general de Televisión Española, en esos tiempos la única del país, y que como pertenecía al gobierno, estaba  bajo su control político y hasta moral. Es decir que la  archimencionada censura también tenía allí clavadas sus garras. Por cierto que, durante la grabación de un posterior programa tuve que soportar  las babosas manos de uno de esos “señores” rozándome los senos con el pretexto de colocar en mi   escote ese famoso, púdico y odiado “pañuelito”. ¡Había que proteger las “virtudes teologales" del televidente,  tan frágiles ante la visión de unos centímetros de carne fresca! Como veréis, agitadillo el año, hasta aquel momento, y bastante desagradable.

En los departamentos de maquillaje y peluquería de TVE había dos clases sociales muy delimitadas a la hora de ser atendidas; los primeros actores y “el resto”. Si pertenecías al segundo grupo solo te quedaba el recurso  del  “amiguismo”, es decir, poder intimar con algún maquillador o peluquero y que así te colara en el grupo de los “preferidos”. De no ser así esperar tu turno podía ser agotador. Yo tuve una gran suerte en ese sentido pues logré la amistad de los dos mejores profesionales del medio; Esther, peluquera, y Johnny, maquillador. De ese modo, a lo largo de toda mi posterior  participación en televisión, fueron siempre ellos los que se encargaron de mis caracterizaciones.


A los pocos días de despedirme de la compañía de Herrera y Tejada finalizó también mi participación en la serie de Picazo, aunque no nuestra amistad, como más tarde se demostraría. 

Pero aquello no fue un gran problema. Desde hacía algún tiempo, mientras aún estaba en el Teatro Club, me había entretenido hilvanando la trama de un espectáculo basado en los cuplés de principios del siglo XX, buscando antiguas grabaciones e imitando esas voces nasales y atipladas de  cancioneras como La Chelito, La Fornarina o La bella Otero y divirtiéndome con las pícaras letras  que con tanta gracia interpretaban. Con el “monstruo” del show  terminado, es decir, las canciones ensayadas, gracias al gentil acompañamiento del pianista Luis Villa Landa, y los textos esbozados con la ayuda de mis compañeros y amigos Luis Corominas y Juan Llaneras, les hablé del proyecto a mis representantes y tan solo días más tarde me consiguieron la oportunidad de estrenar el mini espectáculo en la sala Top Less, lugar de gran prestigio ya que era,  desde hacía tiempo, el reino de los grandes cómicos Tip y Coll.
 y
Tip y Coll

Casualmente ellos habían exigido, días antes, dos semanas de descanso y nosotros llenaríamos  ese hueco en la programación.

Dada la relativa escasez de trabajo, en contraposición con la profusa cantidad de jóvenes actores y actrices ansiosos por “currárselo” en los escenarios, en aquellos días se comenzó a poner de moda el “café-teatro”. 

Autores entusiastas y prolíficos como Juan José Alonso Millán, Vizcaíno Casas, Adrián Ortega, Jorge Llopis o Enrique Bariego, dedicaron gran parte de su ingenio a estos menesteres. 

Era una experiencia aleccionadora trabajar  a nivel de un público por cuyas bocas y cerebros  el whisky corría en abundancia. Eliminada la tan protectora “cuarta pared” teatral el contacto directo con los espectadores era a la vez estimulante y aterrador.

Titulé  mi espectáculo “cupletero” Camp a go-go y con la coreografía de  Nadine Boisaubert y cuatro bailarinas, a partir de junio estuvimos cubriendo con éxito las dos semanas que Top Less nos había ofrecido.


Durante los días veraniegos de inactividad que siguieron a mi aleccionador descubrimiento del café-teatro, dividido mi ánimo entre la consabida inseguridad que el paro crea en los artistas y la satisfacción de  poder estar al fin con mi familia, dediqué todo mi tiempo a mis seres queridos. Aquellos fueron días felices. Pero como todo lo bueno, con sabor a poco. Casi antes de darme cuenta ya recibía una oferta de trabajo imposible de rechazar, así que me integré de inmediato a los ensayos de una obra que batiría el record de permanencia en las carteleras madrileñas,  más de diez años. Sé infiel y no mires con quién  se estrenó a  mediados de agosto del 72 en el teatro Maravillas  con un reparto de lujo; Pedro Osinaga, Licia Calderón, Pepe Sacristán, Julia Caba Alba,  José Cerro, Manuél Salguero, Bárbara Lys, Paquita Villalba, Romero Godoy y Yolanda Farr  luciéndose en un divertido papel y con un sueldo que se iba incrementado  al tiempo que  su prestigio.  


En la foto, de izquierda a derecha, José Sacristán, Romero Godoy, Bárbara Lys,
Pedro Osinaga, Julia Caba Alba, Licia Calderon y yo
Después de que una puerta  se me cerrara en junio, al despedirme  de  la compañía de Lola Herrera y Manolo Tejada,  un portalón se estaba abriendo ante mí, ¿cómo no iba a lanzarme a la "conquista de la plaza” con todo mi entusiasmo?

Próximo capítulo. España de convulsiona.



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