sábado, 29 de marzo de 2014

Instantánea 113 - Los últimos años del siglo XX. (2ª parte).


Foto Jesús Alcántara

Como os contaba en el capítulo anterior, la noche en que Jesús y yo vimos actuar al grupo Elé, la sorpresa y la emoción que nos embargaron fueron enormes. No solo por la calidad de las polifonías que Lucy había conseguido en canciones tan conocidas como El manisero, Siboney, La Macorina o Alfonsina y el mar, sino también por la divertida e inteligente manera en que los cantantes imitaban el sonido de tumbadoras, contrabajos y hasta   de una armónica que no existían más que en la garganta de alguno de los integrantes del grupo.

Actuación del grupo Elé

En un principio el público los recibió con cierta frialdad. Era obvio lo que esperaban de un grupo de jóvenes cubanos: salsa y meneíto. Pero tras un par de interpretaciones los aplausos eran  entusiastas. Lo cual demuestra que lo bueno acaba abriéndose paso entre la mediocridad, es decir, que los espectadores, capaces de tragarse casi todo lo que se les echa, en el fondo de sus almas conservan la virtud de reconocer  la belleza y la calidad. Solo hay que abrirles las puertas a su disfrute y dejar de adocenarlos con productos basura.  

Mi amigo Pedro
Los componentes de Elé eran Tamara, soprano, Tatiana, contralto, Lucy, soprano o mezzo, según se terciara (y como ya he dicho, directora), Luis, tenor, Franquel, tenor, Denis, barítono y como bajo Pedro, que años más tarde vino a vivir a España y con quién mantengo una buena amistad: siete cubanos de pura cepa llenos de vitalidad, simpatía y, como era de esperar, deslumbrados por el mundo que estaban descubriendo.

La emoción con que se enfrentaban a esta experiencia los llenaba de una fragilidad que me hacía temer por ellos, así que intenté informarles someramente sobre las peligrosas alucinaciones, los espejismos que la opulencia del capitalismo solían producir. Todo lo imaginable estaba al alcance del pueblo, pero nada era gratis. Las tensiones que imponía el consumismo eran en realidad frustrantes y agotadoras.  Pero sobre todo quise abrirles los ojos a la despótica forma en que algunos empresarios trataban a los artistas de la isla, traídos por medio de un “intercambio cultural” que les dejaba  desprotegidos y  explotados. 


CD del grupo

Por fortuna ellos tuvieron suerte. Salvo el  hacerles viajar cada día a una plaza distinta de la geografía nacional, apretados los siete y el representante en una furgoneta con capacidad para seis, el tener que actuar en jardines públicos, polideportivos sin condiciones, centros culturales donde desconocían el significado de la palabra cultura, sin tiempo para un ensayo o para familiarizarse con la megafonía, en el caso que la hubiese, salvo por la dificultad de alimentarse con la escuálida dieta que tenían asignada, ellos se declaraban felices y agradecidos por la experiencia. Sobre todo en los frecuentes casos en  que, a causa de las exigencias del público, una representación que debía durar hora y media, pasaba de las dos a consecuencia de bisar y bisar.

Mi Lucy

En las dos semanas que estuvieron en España tuvimos la oportunidad de volver a verles actuar en Cuenca, con el mismo éxito rotundo. Pero poder gozar de la compañía de Lucy fue imposible. A ellos los tenían demasiado ocupados y para mí el desplazamiento a Zaragoza era imposible. Ya conocéis el forzoso enclaustramiento al que la salud de mi madre me tenía sometida. Cuando marcharon a Cuba en mi alma quedó una mezcla de desazón y alegría. Lucy se había convertido en una estupenda músico y su corazón se conservaba tan cálido y puro como cuando, recién llegada a la isla a finales de los 40, yo descubriera gracias a ella que existían “niñas de chocolate y ojos de miel”. 

La cuestión es que, en agosto de 1998, la compañía en pleno de La rosa tatuada estaba de nuevo actuando en el teatro Alcázar de Madrid. Pero la zozobra convirtió para mí los meses que duró nuestra rentrée en una tortura. 


Mami y yo en su último cumpleaños
A partir del 88 cumpleaños de mi madre los síntomas de su depauperación se iban acentuando  con una  agresividad aterradoras. La primera constancia que tuve fue comprobar que ya no reconocía a los amigos de siempre cuando la visitaban. Personas que habían formado parte de nuestras vidas desde hacía años se convirtieron de pronto en desconocidas para ella. Pero solo cuando perdió el apetito vi con claridad precipitarse el final. Aquella mujer que tanto disfrutara de cualquier plato, mientras más picante y sabroso mejor, comenzó a rechazar la comida. Su incontinencia urinaria me obligaba a ponerle durante todo el día unos pañales  humillantes para ella pues por aquel entonces aún tenía consciencia de lo que le estaba pasando. Su angustia era patente y mi dolor al no poder ayudarla, una corona de espinas sobre mi corazón.


Yo como Miss Yorke en
La rosa tatuada

A consecuencia las horas que debía pasar  en el teatro me resultaban una agonía. A pesar de que contratamos una enfermera para que permaneciera a su lado durante mis horas de trabajo, ni un segundo logré recuperar, durante ese periodo, mi usual disfrute del escenario. Los compañeros,  conociendo  mi situación, intentaban inútilmente solidarizarse con un dolor cuya magnitud les era imposible aquilatar. 

No os debe, pues,  sorprender mi alivio cuando Paco Marsó nos comunicó que a principios de noviembre se disolvería la compañía. Concha Velasco había decidido terminar antes de tiempo en Madrid y suspender la gira para irse a rodar la película París-Tombuctú, dirigida por Berlanga, con Michel Piccoli y Amparo Soler Leal. Eso resultó un palo inesperado para los compañeros, ilusionados con la promesa de una larga y exitosa temporada de bolos. Para mí, en cambio, fue un alivio.

Visto eso, en el mes de noviembre Yolanda ya estaba en casa, acompañando las veinticuatro horas del día a su madre en su desmoronamiento, siendo testigo de cómo esa catedral de fortaleza y coraje iba convirtiéndose en ruinas. Y fue entonces cuando comenzó la peor parte de esta historia.

El brillante cerebro de Dora comenzó a sufrir micro infartos cerebrales. Hasta dos veces en una semana fue ingresada en urgencias, estabilizada y dada de alta. Pasaba de confundirme con su madre a mascullarme palabras en su idioma natal, un alemán que poco tiempo antes  ella aseguraba no recordar en absoluto. Y ni siquiera se daba cuenta. En uno de esos ingresos, durante los cuales yo permanecía  sujetando su mano toda la noche, un joven médico, el único que  nos había prestado la debida atención, quiso tener una conversación conmigo. Una vez en el pasillo me explicó que los micro infartos de mi madre serían cada vez más frecuentes y devastadores.

Me mostró entonces una radiografía cerebral que me dejó pasmada; de los dos hemisferios en que se divide el cerebro el izquierdo presentaba una imagen mucho más pequeña y arrugada, algo parecido a una nuez seca. Me aseguró estar sorprendido de que la portadora de ese cerebro aún conservara la consciencia y me aconsejó ingresarla en un hospital donde estuviera debidamente atendida durante el poco tiempo que le quedara de vida. Me habló entonces de uno administrado por la Seguridad Social, poseedor de dos plantas especializadas en enfermos terminales y me prometió que, a pesar de la larga lista de espera para los ingresos, él me conseguiría una plaza. Nunca supe por qué, pero aquel muchacho se preocupó por nuestra situación con un interés encomiable. Demasiadas veces había comprobado  en esos días la frialdad, cuando no la incompetencia, con que los pacientes eran tratados en Urgencias y aquella actitud me conmovió.

La idea de alejar a mi madre de mí me parecía espantosa, pero estaba claro que yo no podía atenderla como ella necesitaba y que ni mi cuerpo ni mi alma eran lo suficientemente fuertes para soportar por mucho tiempo el esfuerzo físico de manejarla y el desgaste espiritual de verla irse sin poder hacer nada al respecto.

El hospital en cuestión se llamaba La Fuenfría. El único problema era que estaba en Cercedilla, pueblo situado en la sierra de Guadarrama y a sesenta kilómetros de Madrid.

El camino hacia el hospital
Cuando a la mañana siguiente comenté todo esto con Jesús, aprovechando que aquel médico-ángel había logrado ingresar a mi madre en planta, lo cual nos daba libertad de movimiento, decidimos inspeccionar el lugar antes de tomar una  decisión tan drástica. Y, tras un viaje de  casi una hora por carretera  hasta Cercedilla y una corta subida a los montes por un camino bordeado de hermosos pinos y abetos, nos topamos  con un gran y luminoso edificio que parecía dejado caer entre la frondosa vegetación por las hadas del bosque. (Continuará).


Hospital de La Fuenfría

Necrológica.

Los que viajan a Madrid por avión, a partir del 24 de este mes de marzo, ya no aterrizan en el aeropuerto de Barajas, sino en el de Adolfo Suárez-Madrid-Barajas, homenaje del pueblo y el gobierno español al que se reconoce, desgraciadamente tras su muerte, como el mejor y más honesto de nuestros presidentes democráticos. 

Adolfo Suárez

El fallecimiento de este hombre nacido en Cebreros, Ávila, en 1932, ha convulsionado a España entera, uniendo a antiguos detractores y seguidores en un sentido duelo. Las colas frente a Las Cortes madrileñas, lugar donde se veló durante dos días su cuerpo, tuvieron una longitud de varios kilómetros. Todos querían despedir al que fuese artífice y sustento de la afortunada Transición Española.



A pesar de provenir de las entrañas del franquismo, durante los 5 años que se mantuvo como presidente del gobierno, realizó grandes y arriesgadas jugadas que garantizaron para el país un futuro dentro de la democracia. Fue uno de los padres de la nueva Constitución Española, y de la importantísima Carta Magna, refrendada por el pueblo en 1978.  Restauró  la Generalidad de Cataluña, en la figura de su presidente Josep Tarradellas, limando así graves asperezas con esa autonomía. Y legalizó, tras años de clandestinidad, el partido comunista. Todo esto provocó las críticas y la aversión de la ultra derecha, hasta tal punto que su propio partido, compuesto por una derecha moderada y algunos centristas, UCD, (Unión de Centro Democrático) acabó dándole la espalda.

Pero por lo que será mayormente recordado es por la valentía que demostró enfrentándose en Las Cortes a las armas de Tejero y sus secuaces durante el intento de Golpe de Estado militar el 23 de febrero de 1981. (En la Instantánea 90 hablo extensamente sobre esa intentona).

Tal fue el acoso que soportó  de la ultra derecha, de los grupos terroristas ETA y GRAPO y hasta del grupo de la oposición, el PSOE (Partido Socialista Obrero Español), tal fue su desilusión al verse abandonado por el partido que él mismo había creado, que en febrero del 81 presentó su irrevocable dimisión. Para la ultra derecha resultaba demasiado liberal, para los conservadores demasiado joven e inexperto y para los socialistas era demasiado flagrante  su pasado franquista.

Todos coinciden en señalar como sus mayores virtudes un espíritu dialogante y un encanto personal que cautivaba. También su vida personal estuvo jalonada de obstáculos y tragedias. Su esposa Amparo murió de cáncer en 2001 y su hija Miriam le siguió tres años después.

Totalmente alejado de la política, se le diagnosticó una enfermedad de Alzheimer tan agresiva que en poco tiempo había olvidado incluso su condición de expresidente del gobierno español y de adalid de la Transición.

Próximo capítulo. Los últimos años del siglo XX. (3ª parte).


sábado, 22 de marzo de 2014

Instantánea 112 - Los últimos años del siglo XX (1ª parte.)



Foto Jesús Alcántara

Tras cuatro meses de exhaustivos ensayos, en enero de 1998, se estrenaba  en el teatro Alcázar de Madrid  la obra La rosa tatuada, de Tennessee Williams, bajo la dirección de José Carlos Plaza, producida por Paco Marsó y protagonizada por Concha Velasco. El amplio reparto estaba compuesto por Paco Morales, “Mangiacavallo”, Cristina Arranz, “Rosa”, Paca Ojea, “Assunta”, Fidel Almansa, “el padre De Leo”, Tina Sainz, “Flora”, Pilar Ballona, “Betsy”, Concha Hidalgo, "Peppina", Yolanda Farr, “Miss Yorke” en los papeles más preeminentes y diez experimentados actores más en roles secundarios. El estreno fue clamoroso y a él asistió la flor y nata de la burguesía, del arte y  de la política, incluyendo al presidente del gobierno José María Aznar, quien tuvo a bien subir al escenario, una vez terminada la función, para felicitar a todo el elenco. Por cierto, creo que esa fue la primera y última vez que el mandatario acudió a un estreno teatral. (Y puede que hasta al teatro en general).


Cristina Arranz, yo, Concha Velasco y Paca Ojea en La rosa tatuada

Pero la  reacción del público dejó mucho que desear. Concha se había empeñado en interpretar aquel dramón con visos de neorrealismo italiano, pero sus admiradores, que eran muchísimos, preferían verla en esos lujosos musicales a los que últimamente les tenía acostumbrados y no en la piel de la desgarrada  y maltrecha Serafina. No se podría tachar  a la obra de fracaso pero sin duda no fue el éxito al que la gran diva estaba acostumbrada.

Osky Pimentel y yo en La rosa tatuada

En cuanto al montaje, me temo que de nuevo los actores fuimos sufridas víctimas de la técnica. Carras que entraban y salían de los hombros del escenario, otras que avanzaban y retrocedían, decorados corpóreos subiendo y bajando del telar hicieron que la labor actoral se viese  entorpecida de continuo, sometida a los errores y tropiezos de la mecánica. Solo cuando Concha y el director decidieron limitar al mínimo esos movimientos la obra consiguió el ritmo y la fuerza dramática que Plaza había exigido de los actores durante los ensayos.

Con el director José Carlos Plaza 

Y hablando de José Carlos Plaza he de confesar que ese director es uno de los pocos con el que nunca llegué a tener buena comunicación. Su sistema de trabajo, exhaustivo pero veleidoso, no encajaba conmigo. Su forma de dirigir me resultaba mareante: solía darte instrucciones contradictorias, intentando encontrar, gracias a tu creatividad y agotamiento,  la versión del personaje que más le gustase. Lo cual, para colmo,  no garantizaba una aceptación definitiva pues al día siguiente podía cambiar de opinión y obligarte a recomenzar la búsqueda. Aquella era una forma de trabajo que algunos directores utilizaban pero que yo consideraba una gran pérdida de tiempo y energía. Mi método ideal consistía en analizar el personaje durante el trabajo de mesa e ir confrontando mis opiniones con las del director.  De esto ya he hablado con anterioridad. Pero el gran prestigio de Plaza hacía que todos, crítica incluida, respetasen y admirasen su trabajo, así que tal vez mi juicio sobre su método no tenga valor alguno.

Con Concha Velasco

Durante esos ensayos pude comprobar fehacientemente la capacidad de  trabajo y la gran disciplina de Concha Velasco. Siendo protagonista absoluta de la función, salía de cada larga sesión agotada y a veces hasta deprimida por las exigencias de Plaza. Aun así, al día siguiente era la primera en llegar al ensayo, llena de la más exultante energía. Aquello despertaba  asombro en el resto de la compañía. Ni siquiera los más jóvenes podían equipararse a esa mujer en ímpetu y perseverancia.

Yo, Concha Hidalgo y Paco Marsó
Fueron seis los meses que duró nuestra primera estancia en el teatro Alcázar, tiempo durante el cual admiré su disciplina en escena a la vez que descubrí  su descontrol en los camerinos. La razón  de su desequilibrio era que las relaciones entre Paco Marsó, su marido,  y ella estaban en una fase de amor-odio capaz de enloquecer a cualquiera. Cada vez que tenían una bronca o Paquito llegaba tarde a casa, las quejas más íntimas y los lamentos más fervientes de Concha rebotaban por las paredes de los camerinos sin pudor alguno. Pero si alguien cometía el error de apoyarla en sus críticas a su esposo se la podía oír gritar indignada, “¡oye, un momento, nadie puede insultar a mi hombre más que yo!”. Ni soy quién ni pretendo tener la capacidad para juzgar aquella conflictiva relación. Solo intento dejar constancia de la tensión que esos problemas personales creaban entre los actores.

El primer día de Alex en la casa
Aquella primavera en casa sufrimos una pérdida irreparable; nuestro  adorable perro Labrador Alex enfermó de legmaniosis, mal que en aquellos momentos no tenía ni cura ni posible prevención, así que, tras una  serie de intervenciones quirúrgicas, viendo el patente deterioro físico del que había sido un potente animal de cuarenta kilos, con el fin de evitarle más sufrimientos nos vimos forzados a sacrificar a nuestro querido amigo. 

Con Alex a los seis años

Ya que nunca habíamos tenido una mascota más cariñosa, dócil y alegre, su muerte fue para nosotros, más que nunca,  semejante a la de un familiar. Además mi madre perdió al compañero cálido y sumiso que solía yacer a sus pies, haciéndole compañía, durante los pocos momentos en que yo me permitía dejarla sola. Tras ese trauma me juré que, a partir de entonces, definitivamente no volvería a tener un perro.

Llegado el verano se nos propuso interrumpir el trabajo durante un mes, renunciando a nuestro sueldo pero con la garantía de regresar, cumplido ese lapso, al mismo teatro y con las mismas condiciones del debut. Por supuesto, aunque sin mucho entusiasmo, todos aceptamos. No estaba la cosa para ser tiquismiquis.

Concha, Paco y sus hijos, Manuel y Paco junior, deseaban aprovechar ese descanso para hacer un viaje de 15 días a New York, al cual no podían llevar a su revoltoso Yorkshire enano. Así que, impulsados por la buena amistad que nos unía a Marsó, Jesús y yo decidimos ofrecerles una solución; nosotros nos quedaríamos con Leo, la perrita, durante el tiempo que ellos estuvieran fuera. Pero ni remotamente sospechábamos en lo que nos estábamos metiendo. Aquel animal, aparte de estar malcriado, tenía un genio demoníaco. Yo estaba asombrada pues nunca me había relacionado con un perro tan arisco y caprichoso. La peor de sus manías era que cada vez que mi madre intentaba moverse por la casa,  se colocaba delante de su andador ladrando cual posesa. Aunque eso a mami, amante de los perros, no la amilanaba mi temor era que en algún momento el animal  le provocase una caída. Así que durante los 15 días que la tuvimos hospedada jamás los dejamos solos, con lo cual quedaron suprimidas nuestras a visitas a cines o a restaurantes en los cuales estuviera prohibida la entrada con animales.  Tan solo podíamos acudir a terrazas. Pero eso no era lo peor.

Leo resultó ser una noctámbula empecinada. Durante las horas del día daba gloria verla dormir envuelta en su largo, dorado  y supercuidado pelaje. Pero al llegar la noche se convertía en Mister Hyde. Cualquier mínimo ruido en la calle o en la escalera era respondido con una retahíla de agudísimos y desagradables ladridos a consecuencia de lo cual dormir se convirtió para nosotros en una misión imposible. Era tan marcada su actitud de “furioso perro guardián nocturno” que Jesús y yo llegamos a una conclusión; Concha la había adiestrado de esa manera para saber con exactitud a qué hora de la madrugada volvía Paco de sus frecuentes escarceos.

En fin que,  a la vuelta de la familia Velasco-Marsó, despedirme de un perro fue, por primera vez en mi vida,  una auténtica liberación. 

Lucy y yo frente al teatro Alcázar
Pero algo maravilloso ocurrió durante esas vacaciones de verano. Después de tantos años Lucy y yo volvimos a encontrarnos. Había venido a España por medio de ese “intercambio cultural” del que hablo en mi Instantánea anterior.

El cazatalentos de una asociación artística zaragozana, durante una visita “de prospección” a Cuba, descubrió a un grupo musical llamado Elé y, al quedar prendado por su buen hacer, tramitó de inmediato con el INIT la contratación. El coro lo componían cuatro chicos y tres chicas que, a capella, cantaban música cubana e internacional con una depurada polifonía. Pues bien, la directora, arreglista y una de las sopranos era mi Lucy del alma, a la que no veía desde mi única visita a Cuba en el año 85. (Ver instantáneas 99 y 100).

Aunque radicando todos en la ciudad de Zaragoza, donde sus contratantes cumplían con el compromiso de brindarles hospedaje gratuito, Lucy aprovechó su primera dieta y un par de días sin actuaciones para venir a visitarme. Y en casa se presentó una tarde dándome la inesperada alegría de poder compartir con ella momentos que se me hicieron demasiado cortos. Por fin Jesús conoció a la entrañable persona de la que tanto le había hablado, y mi madre derramó lágrimas de emoción al volver a ver, hecha una bella mujer, a la muchachita que, tantos años atrás, había dejado en Cuba.

Al informarnos Lucy que, unos días más tarde, Elé actuaría de madrugada en la cercana ciudad de Getafe decidimos  estar presentes.

Lucy, yo y Jesús

Excuso decir que tanto Jesús como yo ardíamos en deseos por verles actuar. Lo que no podíamos ni imaginar era el gran impacto que su trabajo iba a tener  en nosotros y en un público que, abarrotando el local, celebró al septeto dándoles una emocionante ovación final, puestos en pie y llenando la noche de sonoros bravos.

La próxima semana continuaré con esta emotiva historia.

Próxima Capítulo: Los últimos años del siglo XX. (2ª parte).

sábado, 15 de marzo de 2014

Instantánea 111 - Cuba y el “intercambio cultural”


Fotos Jesús Alcántara

Por aquellos años noventa era algo bastante usual encontrar, diseminados por  los clubs, discotecas y hasta teatros madrileños, combos, orquestas y solistas cubanos. Se había puesto de moda algo llamado “intercambio cultural”, una nueva forma de explotación inventada por el gobierno castrista.

Una rama del INIT (Instituto Nacional de Industria y Turismo), organismo gubernamental que desde tiempos pretéritos regía y controlaba en Cuba el trabajo y hasta la vida de los artistas, era la encargada de gestionar leoninos contratos con el extranjero, en especial  para cantantes y músicos. Los cubanos, ansiosos por traspasar el muro tras el que la dictadura había aislado  al pueblo, hambrientos de mundo y nuevas experiencias, aceptaban eufóricos las increíbles condiciones implícitas en esas contrataciones. A grandes trazos el sistema era este: los contratos con el extranjero se estipulaban, firmaban y cobraban íntegramente por el estado cubano mientras que los empresarios foráneos se limitaban a garantizar a los artistas,, una vez llegados a su país de destino, el hospedaje  y una dieta tan exigua que  llegaba tan solo para mal alimentarse. Según me han contado, a pesar de esto, muchos sacrificaban una de las comidas diarias con el fin de poder regresar a la isla y a sus hogares con algo de dinero que aliviase  las penurias familiares.

A pesar de esto los cubanos consideraban un regalo divino aquella oportunidad de extender al fin sus anquilosadas alas. Muchos fueron los que, al no pasar la criba política, nunca lograron participar en uno de esos “intercambios”, al tiempo que gran parte de los que lo consiguieron, al llegar a su destino laboral, pidieron y lograron asilo político.


Fotos Tropicana

Por aquellos tiempos un decadente “Show del cabaret Tropicana” hacía casi el ridículo sobre el escenario del teatro Alcalá de Madrid. Los que habéis tenido la suerte de conocer el Tropicana en sus días de esplendor, ¿os imagináis a aquellas emblemáticas y explosivas modelos intentando evolucionar, en lugar de por las pasarelas que rodean la exuberante arboleda del “Salón bajo la Estrellas”, por un frío escenario o entre  desangeladas filas de butacas, tan cerca del público y tan despiadadamente iluminadas que se podía apreciar a la perfección  lo desplumado de sus penachos y los infinitos desgarrones y zurcidos de sus mallas? Jesús y yo, en compañía de varios amigos, fuimos a ver el espectáculo y no puedo expresar la tristeza que tal visión me provocó. Estaba demasiado vívido en mi memoria el recuerdo de Tentaciones, (ver Instantánea 35), ese show del que yo había sido una de las figuras en el año 64 y el cual Armando Suez, su director y coreógrafo, a pesar de las ya obvias carestías, lograra llenar del lujo digno del famoso cabaret habanero.

Aunque no conocía a los para mí nuevos artistas (treinta años habían transcurrido desde mi salida de la isla) al finalizar el pase quise compartir con ellos unos minutos y creedme que me impactó su actitud, esa mezcla de asombro, miedo e ilusión que dominaba a los  cubanos cuando, por primera vez, respiraban el aire de libertad y bienestar reinante en España.

Poco tiempo después tuve sobradas ocasiones de comprobar e indignarme por el injusto trato que algunos empresarios de mi país tenían para con esos  cubanos.

Un día recibí una llamada de un hombre llegado de Cuba que decía traerme una carta de  Lucy. El hombre se identificó como Peruchín, director de una orquesta de salsa. Me contó que, formando parte de ese “Intercambio Cultural”, había venido a España con sus músicos y cantantes para trabajar durante dos semanas en un restaurante-espectáculo de Madrid. De inmediato le pregunté donde estaba parando con el fin de hacerle una visita y atenderle como solía hacer con todo aquel que invocara el nombre de mi hermana de sangre.

Y a la mañana siguiente Jesús y yo salíamos en su busca. Largo tiempo estuvimos dando vueltas en el coche hasta localizar, en medio de una aislada urbanización a unos 20 kilómetros de Madrid, el cochambroso chalet donde los empresarios habían hospedado a los músicos.

El lugar, aunque cercano al restaurante donde iban a tocar, carecía de comunicaciones municipales Así  que enclaustrados vivieron los pobres durante sus dos semanas de estancia en España. Cada tarde una camioneta de la empresa los recogía y los trasladaba al trabajo y allí, amenizando las cenas y las sobremesas, permanecían hasta altas horas de la madrugada. Pues bien, a pesar de esas injustas condiciones, aquellos cubanos estaban felices, siempre sonrientes y agradecidos cada vez que Jesús y yo, o algún otro recién adquirido amigo, los recogía para presentarles a una ciudad de Madrid que de otra manera nunca hubiesen conocido. Aunque quizá esta sea una situación extrema, en mayor o menor medida, con esa displicencia eran tratadas las “afortunadas” víctimas de ese mal llamado “intercambio cultural”.

Por otro lado mi vida transcurría en medio de una tremenda monotonía. La salud de mi madre se había asentado en una meseta, sin altos ni bajos, lo cual a la vez que seguía impidiéndome alejarme por largo tiempo de su lado, me permitía continuar con esas escapadas de algunas horas que dedicaba a reuniones con amigos, paseos y a asistir a representaciones y estrenos, 

Y fue durante esos eventos teatrales cuando pude comprobar que, poco a poco, el mundo de la farándula y sus aledaños estaban experimentando una drástica transformación. Aquellas impactantes noches de estreno, llenas de flashes y cámaras de televisión, de actores y público vestidos de gala, se iban convirtiendo en vulgares actos  en los que primaban los pantalones vaqueros, los niquis y el calzado deportivo. Si algún fotógrafo vigilaba la entrada del “respetable” desde el hall  era tan solo para dedicar su atención a personajes políticos o de la “jet set”. Me asombraba advertir como grandes actores de toda la vida pasaban totalmente ignorados para ellos.  Los rostros archiconocidos de Cuenca, Trialasos o Amilibia, entrañables periodistas que durante años nos habían parecido el imprescindible complemento de nuestras vidas artísticas, desaparecieron para dejar sitio a los de jóvenes e inexpertos free lance. ¿La causa? Las populares revistas del corazón Hola, Diez Minutos, Pronto y otras tantas, esas que antaño nos dedicaran páginas y portadas, se centraban ahora en reportajes sobre ”la marquesa de tal” y su fastuosa residencia o sobre la top model de actualidad y sus aventuras amorosas.

Era como si el mundo nos estuviese despojando de nuestro glamour en un intento por acabar con un “star system” que, de pronto, estaba mal visto, tendencia que siempre me pareció absurda. Yo creo  que el público necesita ídolos y los artistas, a la vez, precisamos ser idolatrados, aunque quizá esto suene pretencioso. Hacía ya tiempo que los programas de entrevistas a personas de la farándula, dirigidos por grandes cronistas como José Luis Uribarri o Tico Medina, habían desaparecido de la parrilla televisiva dejándonos huérfanos de su efectiva y gratuita promoción. Concretando, parecía como si mi profesión, tal y como yo la había vivido durante décadas, se estuviese desmoronando.

Pero de pronto comprobé toda la verdad que encerraba aquel dicho de “Dios aprieta pero no ahoga”. En el transcurso de 1998 un par de regalos maravillosos reverdecerían mis esperanzas.

En el mes de septiembre del 97  Paco Marsó, ese muchachote del que he hablado a menudo  en mis Instantáneas, me  ofreció un papel en el montaje de La rosa tatuada, de Tennessee Williams, producida por él y por supuesto protagonizada por su esposa Concha Velasco. Aquello me garantizaba una larga y exitosa temporada en Madrid al tiempo que estaba eximida, en honor a nuestra amistad, de una posterior gira para la cual sería sustituida.

Pero no solo con la satisfacción de verme de nuevo sobre un escenario empezaría el año 88. Una maravillosa sorpresa me iba a llegar de Cuba, llenándome de alegría y  emoción.

De todo esto hablaré extensamente en el próximo capítulo.

Necrológica.

Hada Béjar. Foto del New Miami Herald


Mis entrañables amigos Arias Polo y Cueto-Roig me han enviado desde Miami comunicados sobre la muerte, a los 83 años, de una gran actriz cubana, exiliada desde 1964: Hada Béjar. Desde que en Cuba la descubrí en uno de sus muchos trabajos televisivos se hizo poseedora de mi total admiración. Su naturalidad, su buen hacer convertían sus interpretaciones en creíbles y conmovedoras. Que Dios la acoja como la buena persona que siempre fue.


Próximo capítulo: Finales del Siglo XX  (1ª Parte).