Foto Nanín |
Pues bien, el último día de mi
participación en el rodaje de Gulliver,
iba a convertirse en la ponzoñosa guinda que coronara el pastel de cemento en
que se habían convertido los 14 días consecutivos de doblete. ALGO estaba a
punto de lograr que las madrugadas viajando en el coche de producción, tras las
agotadoras dos horas de show en el Music-Hall,
parecieran un agradable juego de niños.
Al llegar aquella mañana a
locación, tras mi incursión en el barreño donde la encantadora scrip, me dejaba “pasada por agua”, cubo va, cubo viene, tras
mi siempre reconfortante paso por las manos del maquillador Goyo y regresada ya
a la vida gracias a sus generosos masajes, Alfonso Ungría se presentó en el
cuarto de maquillaje diciendo que tenía algo importante que consultarme.
Fernando Fernán Gómez y yo |
Según la versión original,
en un acto de rebelión del pueblo contra su dictador cuatro de los enanos violaban a su amante, es decir a mí. Era la última
secuencia que me quedaba por rodar. Varias veces habíamos hablado Ungría y yo
sobre ese momento, aun más desagradable de lo normal por la reciente
experiencia sufrida en la filmación de El
Perro, a lo que mi director me repetía que no tenía nada que temer, que confiara en él. Durante los
precedentes días de trabajo yo había entablado buena relación con mis futuros violadores y,
siendo los cuatro unos profesionales en los cuales podía confiar, mis preocupaciones no eran demasiadas.
Pero mira por donde, de
repente me encuentro sentada en maquillaje, con mi mano cálidamente sujeta por
la de mi director, con sus límpidos ojos azules mirándome en actitud casi
suplicante mientras me intentaba vender, todo sonrisas y amabilidad, sus
últimas elucubraciones. “He llegado a la conclusión que la película ganará en
intensidad dramática si son los veinte enanos en tropel los que te agreden”. ¡Los
veinte enanos! Un montón de personas descontroladas
a la caza y captura de mi integridad física.
Enrique Fernández y yo |
Apuesto, queridos amigos, que estáis convencidos de mi rotunda negativa ante la locura de esa proposición. Pues os diré que media hora más tarde, tras la renovada promesa de Ungría de que sólo los cuatro profesionales, tal y como estaba planeado, fingirían la violación, tras reiterarme que ellos me protegían con sus cuerpos de cualquier posible desmadre, mi buen criterio flaqueó. Sí señor, tras su rotunda afirmación de que el resto del grupo estaba instruido para limitarse a hacer bulto y crear algarabía alrededor, Yolanda Farr, la disciplinada, la devota amante de su trabajo, entre escalofríos y retortijones, por el bien de la película, aceptó la proposición.
Un par de horas más tarde mi
cuerpo se dirigía al plató mientras mi cerebro intentaba detenerle con todo tipo de advertencias.
El elenco de enanos |
Una vez allí, ante la visión
de aquel montón de pobres seres deformes que esperaban el momento para
abalanzarse dentro de la habitación y rodearme mi desazón llegó a límites increíbles. Por
más que me decía que todo estaba controlado, que tenía que confiar en el buen
juicio y autoridad de Ungría, mi cuerpo temblaba como si mis entrañas fuesen el
epicentro de un terremoto semejante al de San Francisco.
Alfonso Ungría |
Llenándome de valor me
coloqué en mi marca, y un momento después escuché las familiares palabras de
“¡silencio!”, “¡preparados!”, “¡cámara!”, “¡claqueta. Toma uno. Violación!” Pero
en lugar de la consabida orden de “¡acción!”, el oír un grito de “¡a
por ella!”, hizo que me sacudiera hasta la médula de los huesos. Y eso es lo
último que recuerdo con claridad. Tengo una lejana consciencia de mi cuerpo
aplastado por una bulliciosa masa, la sensación de decenas de zarpazos en mi
piel, una voz que podía ser la mía gritando una y otra vez, “¡basta ya, por
favor!” y luego un potente aullido masculino; “¡joder Ungría, corta ya, me cago
en la leche!” Después llegó la oscuridad. Más tarde supe que aquel exabrupto
provino de Goyo, nuestro maquillador, que indignado ante lo que pasaba, había zarandeado al director, sacándole de una especie de éxtasis contemplativo y
conminándole a dejar de grabar.
Estuve un par de días
ingresada en una clínica, más por el shock
que por las heridas, ya que, sin duda gracias a la fuerte musculatura de mis
piernas largamente trabajadas por el
ballet, aquellas pequeñas manos no habían logrado traspasar esa barrera,
dejándome tan solo arañazos y moratones en los muslos y el pecho. Y por
supuesto, en el alma. En el Music Hall hubieron de sustituirme de urgencia y eliminar mis solos.
Mis compañeros, los cuatro enanos
que debían haberme protegido, vinieron a verme bastante maltrechos
y jurando no haber podido contener la avalancha. Ungría acudió asegurando no
tener ni idea de por qué o de dónde había surgido el grito de “¡a por ella!” y
felicitándose por haber tenido la inspiración de dejar esa escena para el final
de mi participación. ¡Pues que bien!
Pero aquel demoníaco Gulliver no había cesado aún de darme disgustos. Cuando sentí mi cuerpo recuperado fui a la productora para cobrar los honorarios por mi trabajo. Allí me dieron una palmadita en la espalda, a modo de condolencia por lo sucedido, y un cheque. Al ir el día siguiente a cobrarlo me encontré con que no tenía fondos así que sorprendida, pues nunca me había pasado algo igual, llamé por teléfono a la oficina. La secretaria que respondió a la llamada se excusó diciendo que habían tenido un retraso en los pagos, pero que pronto todo estaría solucionado, que esperara una semana a la total finalización del rodaje y entonces volviese por allí para cobrar, en efectivo, mi salario “tan duramente ganado”. No lo sabía ella bien.
Fernando Fernán Gómez y yo |
A la semana siguiente la
cola para entrar a una productora que ya no existía casi daba la vuelta a la
manzana. El local estaba vacío y empleados y cualquier otra señal de vida
anterior, desvanecidos. No me sorprendió demasiado notar la ausencia en
el lugar de Fernando Fernán Gómez, de nuestro director de
fotografía, José Luis Alcaine, ni de Alfonso Ungría. Estaba claro que tan solo
a los débiles, a los ingenuos cooperantes nos habían engañado. En una España donde estafadores y
trabajadores sin derechos eran el pan nuestro de cada día, nunca llegué a
cobrar por mi trabajo en Gulliver. Por aquellos tiempos las empresas fantasmas surgían y desaparecían como su mismo nombre
indica: fantasmagóricamente.
La película, ya terminada y
montada, fue secuestrada por la censura. Decían que, a consecuencia del mensaje político, aún después de la muerte de Franco, su exhibición no era recomendable. Tuvieron que pasar dos años, hasta 1979, para que se estrenara a
bombo y platillo en el Cinema Palace de Madrid. Solo entonces pude ver el film
y comprobar, con tristeza, que mi agonía en la famosa escena de la violación había resultado inútil. Todo lo que quedaba plasmado en el celuloide era una masa de veinte
cuerpos deformes ensañándose sobre algo que yacía en el suelo, algo que bien podría
ser yo o un maniquí pues ni una sola vez
se logró captar claramente mi rostro. Es posible que, de todos mis
infortunios relacionados con ese rodaje, aquél fuera el que más me entristeció.
La
cuestión es que tras aquella experiencia y el agotamiento acumulado durante los
días en que logré simultanear el Music-Hall
y Gulliver, quedé tan machacada que me vi forzada a
despedirme de ese Top Less que tantas
satisfacciones me había proporcionado durante un año. Eso sí, tras prometer a
su propietario, Jordi, que regresaría en cuanto recuperara mis fuerzas, cosa que
por aquellos días se me antojaba un objetivo inalcanzable.
Pero ya que la depresión es un lujo que tanto los artistas como los pobres no nos podemos permitir, unas semanas después me unía al rodaje de Los claros motivos del deseo, una película dirigida por Miguel Picazo, ese preclaro ser humano y gran director con el que, años atrás, había participado en varios programas de TVE. Por supuesto asegurándome con anterioridad de que no habría en mi papel ni una escena que remotamente oliese a sexo.¡Faltaría más!
En realidad fue una suerte
volver a la actividad bajo la batuta de Miguel. No creo haber trabajado nunca, ni antes ni después, tan relajada y satisfecha. La sensibilidad y bondad del
director de La tía Tula, se convirtieron
en un paliativo para mi resentido corazón.
Luego vino Madrid, Costa Fleming, basada en la
novela homónima de Ángel Palomino, una comedia ligera y risueña, dirigida por José María Forqué. A pesar de
que su argumento se basaba en la vida de un grupo de “call girls”, el tema estaba tratado con tal buen
gusto y cándido sentido del humor que podría haberse catalogado como “para
todos los públicos”. En el amplísimo reparto figuraba la mayoría de las grandes
figuras del momento, Juanjo Menéndez, Rafael Arcos, Ismael Merlo, Agustín
González y Francisco Cecilio, entre el equipo masculino y Claudia Gravi, Mabel Escaño, Mary Carmen Yepes, África
Prats, Mari Carmen Prendes, y una chica debutante, Verónica Forqué, joven hija
del director. Y por supuesto también estaba yo, en vías de recuperación total, en un tierno papel, que a pesar de ser
secundario, prometía resultar de gran lucimiento.
De izquierda a derecha Yolanda Farr, Mari Carmen Yepes, Pepe Ruíz África Prats y Claudia Gravi Foto fija de Madrid, Costa Fleming. Fotógrafo A. Diges |
Y fue durante este rodaje
que su director, José María Forqué, me dio una desoladora pero irrefutable “lección
magistral”.
Necrológica.
Hoy viernes 21 de junio, ha fallecido uno de los grandes directores teatrales de España; Miguel Narros. En el año 1983 tuve la suerte de que me dirigiera en una de las obras más difíciles que he interpretado en mi vida: El rey de Sodoma. Una experiencia estupenda para solo dos actores, enfrentados a seis personajes cada uno, afortunadamente bajo la batuta de este director preciosista,
Su dedicación y amor al teatro fueron, durante muchos años, absolutos, como podemos afirmar los miles de actores que le acompañamos durante su labor. Por siempre para él mi agradecimiento por todo esto. La capilla ardiente con los restos mortales del director está instalada en el Teatro Español de Madrid.
Necrológica.
Miguel Narros. Foto Jesús Alcántra |
Su dedicación y amor al teatro fueron, durante muchos años, absolutos, como podemos afirmar los miles de actores que le acompañamos durante su labor. Por siempre para él mi agradecimiento por todo esto. La capilla ardiente con los restos mortales del director está instalada en el Teatro Español de Madrid.
Cómo es posible que no hayas cobrado tu trabajo por un filme en el que fuiste tan maltratada! Indigna la falta de solidaridad de tus colegas "famosos". Qué mundo cruel este del arte. Admiro tu entereza Yolanda!
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