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Foto Jesús Alcántara |
Arturo Fernández, Ventura Oller y yo en Una percha para colgar el amor |
Durante mi permanencia en la obra de teatro Una percha para colgar el amor, Arturo Fernández resultó ser una persona de trato agradable en la vida cotidiana pero un compañero de escena muchas veces insoportable. Tenía algunas costumbres que atacaban los nervios de los que con él trabajaban. Por ejemplo en plena actuación, volviéndose de espaldas al público y hablando entre dientes, daba indicaciones y a veces regañaba a los actores por los motivos más peregrinos; el pantalón no estaba planchado con esmero, el nudo de la corbata estaba chapuceramente hecho, la melena no lucía bien peinada…Aunque no lo creáis esto lo hacía a menudo.
Yo nunca recibí una de esas regañinas pero sí me tocó a menudo ser testigo. Lo cual ya era harto desagradable. Otras veces, durante una escena, su mirada se perdía hacia un punto fijo del decorado, es decir que mientras uno intentaba hablarle, Arturo se ausentaba de tal manera que era como tener enfrente a un maniquí. En esos casos, en su próximo mutis, se podía escuchar la bronca que les estaba echando, entre cajas, al regidor o al utilero. Les reprochaba, por ejemplo, que en los listones de cobre que bordeaban la puerta del decorado se vieran huellas de dedos o que en los grandes colmillos de elefante que adornaba el salón hubiese trazas de polvo.
Juan José Otegui, Arturo Fernández y yo en Una percha para colgar el amor |
Una percha para colgar el amor |
Lo más
irritante para mí era, durante aquel emocionante monólogo en el cual le confesaba entre lágrimas mi
amor y todas las miserias de mi vida, oírle "jalearme" con palabras como “¡eso es, chatina,
hazles llorar, a por ellos, dales fuerte”. Aquello era capaz de desorientar al
más pintado. Resignada ya a que Arturo hubiese convertido su emotivo
personaje en otro de sus estereotipos, mi afán era solamente
conservar inmaculado el espíritu del mío.
Pero las soporté con estoicismo. No era cuestión de jugarse seis meses de trabajo y, tras aquel rapapolvo que me había dedicado, como relato en mi capítulo anterior, estaba claro que mi permanencia en la compañía dependía de mi sumisión y de que en escena “cruzara las piernas y sonriera, que eso nadie lo hacía como yo”. Ah, y que “me olvidara de Stanislavsky”.
Estábamos preparándonos para
la función cuando, el 21 de diciembre de ese 1977, un pequeño grupo de actores
entró en los camerinos conminándonos a secundar la huelga que, a partir de ese
mismo día, habían convocado. Naturalmente nos sumamos y aquel día el teatro Beatriz no abrió sus
puertas al público.
Albert Boadella |
Aún estaba en vigor en
España, la Ley de Orden Público, dictada durante el franquismo en julio de
1959, y en la cual rezaba que serían castigados los que participaran en, "manifestaciones y reuniones públicas ilegales
o los que alteren la paz pública o la
convivencia social”, estipulando en el artículo 28 que la facultad de las
autoridades gubernativas iba desde las detenciones sin intervención de los
órganos judiciales hasta la censura previa de los medios de información. Y suspender
un espectáculo sin previo aviso era considerado alteración del orden público y, por lo tanto,
un delito grave.
Cartel de La Torna |
Ahora haré un resumen de este
importante hecho que tuvo lugar en medio de la incipiente transición española: doce
teatros en Madrid se sumaron a la huelga. Tan solo tres abrieron sus puertas,
el Calderón, el Barceló y el Centro Cultural. Otro tanto sucedió en Barcelona y
grupos teatrales de toda España se solidarizaron realizando actos de protesta. Albert Boadella efectuó una
espectacular y misteriosa fuga el día anterior a su juicio. No se tomaron represalias
contra los huelguistas y cuatro miembros de Els
Joglars, también arrestados, fueron puestos en libertad. Todo un éxito para nuestra movida, para la recién nacida democracia Española y para la libertad de expresión.
Pero esa huelga de marcado
tinte político me hizo recordar y apreciar más aquélla anterior,
en febrero del 75, con Franco aún gobernando el país y con los actores también
como protagonistas.
Es cierto que en los
últimos tiempos del franquismo ya se notaban ciertos aires de apertura, pero sólo para los que
aceptasen las “reglas del juego” del régimen. Y entonces los actores decidimos “jugárnosla”
para reivindicar nuestras leoninas condiciones laborales. Esa sí fue una
bella y pacífica huelga a la cual se unieron, en apoyo de nuestras
reivindicaciones, técnicos, bailarines y músicos de todo el país. Lo que
comenzó como una canica de nieve rodando por la cuesta de una montaña acabó
convirtiéndose en un alud de tal magnitud que ni las autoridades se atrevían a
contenerlo. Al menos en un principio. Creo que les tomamos por sorpresa.
Nuestras peticiones no podían ser más sensatas; conseguir el día de descanso
semanal, el cobro de los ensayos y el pago de dietas en los desplazamientos. Pero ante la actitud de rotundo rechazo por parte de los empresarios y de nuestro Sindicato
Vertical iniciamos unas pacíficas manifestaciones
frente a la puerta del sindicato. Yo estuve en ellas, y puedo asegurar que el
espíritu reinante era de una hermosa y pacífica solidaridad y de un
compañerismo ejemplar.
Como por ensalmo aquel
pequeño número de manifestantes iniciales que éramos fue incrementándose hasta llegar a
abarrotar día y noche la calle. Estábamos dispuestos a no movernos hasta que nuestras
peticiones fuesen oídas. Miembros de grupos de aficionados de toda España se
habían desplazado a la capital para apoyarnos y engrosaban nuestro inicial número de
profesionales. Y de pronto surgió la osada idea de la huelga. Aún no comprendo
bien de donde sacamos la valentía para enfrentarnos con tanta rotundidad a las
fuerzas policíacas pero el caso es que, desde el 2 de febrero hasta el 14, veintiuno de los teatros y salas de fiesta de Madrid
tuvieron este cartel colgado en la taquilla: “Por incomparecencia de los
artistas se lamenta informar que la sesión de hoy queda suspendida”. Prácticamente
la totalidad de la oferta cultural de Madrid. El coup de grace fue cuando Televisión Española, estamento oficial y el único canal que existía en esos tiempos, se unió a nosotros suspendiendo sus
trasmisiones. ¡Qué gran triunfo! Pero pronto comenzaron las represalias.
Ocho compañeros actores fueron arrestados en nombre de la ya mencionada Ley de Orden Público. Nuestras manifestaciones frente al Sindicato se fueron llenando de policías de la secreta infiltrados que intentaban armar jaleo para justificar la intervención de las fuerzas armadas. Así que, tras 12 días de huelga, se decidió volver al trabajo, sobre todo en consideración a los actores encarcelados y a que nuestra rebeldía provocara el empeoramiento de su situación. El día 15 de febrero cada uno de nosotros se reintegró a su puesto de trabajo, con el corazón apretado por temor a la venganza de nuestros empresarios. Gracias a la intervención de una comisión formada por grandes figuras como Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez, José María Rodero, Sara Montiel, Rocio Durcal y algunas prominentes personalidades del mundo de la cultura en general, los ocho actores que continuaban en prisión fueron puestos en libertad, pero no sin antes ser obligados a pagar altísimas multas.
Tina Sainz, Pedro Mari Sánchez, Rocío Durcal y José Carlos Plaza |
Estos
eran Rocío Durcal, Enriqueta Carballeira,
Tina Sainz, Yolanda Monreal, Pedro Mari Sánchez y los directores Antonio Malonda
y José Carlos Plaza. Y la vida, poco a poco, regresó a la normalidad.
Casi nula fue la información que
llegó al público sobre aquella huelga. La censura impidió un seguimiento
periodístico. Pero al menos una parte del pueblo dejó de ver a los artistas
como seres privilegiados, viviendo en un mundo de lujos y disipación. Incluso
en muchos casos hasta logró sacarnos de las pantallas o bajarnos del escenario
para convertirnos a sus ojos en seres de carne y hueso y politicamente concienciados.
En cuanto a Una
percha para colgar el amor, seis meses duró en cartel, dos de gira y cuatro en Madrid. Pero como todo
lo que empieza tuvo su final, y no puedo decir que el de aquella obra me entristeciera demasiado.
Aunque debo admitir que había sido una gran lección trabajar junto al gran
divo Arturo Fernández, luchando en cada representación para no ser aplastada
por su arrolladora personalidad y por la devoción de su público.
Y como, sinceramente, aquella experiencia había sido bastante dolorosa para mi amor propio, decidí acceder a las continuas ofertas de Jordi y del Music Hall Top Less y reintegrarme al espectáculo que tantos éxitos y prestigio me había dado tiempo atrás. (Ver Instantáneas de la 78 a la 81) Estábamos ya en 1978. Un año y pico había pasado desde mi nefasta experiencia con la película Gulliver y la sensación de aquellos veinte cuerpos deformes, de aquellas pequeñas pero malévolas manos ultrajando mi cuerpo, comenzaba a convertirse tan solo en el recuerdo de un mal sueño. (Ver Instantánea 81).
Próximo capítulo: Un año de glorias.
Excelente documento Yolanda, esto es mucho más que un Blog, estás historiando un período conturbado de la historia de España de la cual falta aún mucho por decir.
ResponderEliminarCrónica profesional y política. Brillante.
ResponderEliminarEmilio