sábado, 23 de febrero de 2013

Instantánea 64 - Bolos de ida y vuelta y algunas “verduras”. (1ª parte).




 Bolos de ida y vuelta y algunas verduras.

Durante la semana que le había ofrecido de plazo a Cecilio Valcárcel para darle una respuesta y viendo que nada nuevo surgía para mí en la profesión,  lancé a dos “detectives” con el encargo de que me averiguaran quién era en realidad ese estrafalario ser; a Gianini, el “Representante de Artistas” que había sido mi ángel protector durante casi un año y que seguía siendo mi amigo,  y a mi compañero de la gira Pepe Hervás. Para mi sorpresa, por ambos lados me llegó una información tranquilizadora. Valcárcel era un individuo dedicado al teatro desde el año 50. En un principio había sido un director muy respetado en Madrid, montando obras de prestigio con importantes actores. Incluso llegó a crear un grupo llamado Teatro del Arte.  Pero a mediados de los sesenta el hombre se perdió  entre una selva de ausencias, silencios y sombras impenetrables. Algunos lo achacaron a conflictos sexuales, otros a graves desavenencias con el régimen, llegando a especularse sobre una depresión y un intento de suicidio  que lo habían convertido en lo que ahora era; un personaje maldito al que todos rechazaban y del que la profesión huía.

Cecilio Valcárcel y yo en Un sereno debajo de la cama

La cuestión es que, pese al nefasto título de la obra, Un sereno debajo de la cama, acepté su oferta. Los ensayos transcurrieron sin novedades. Puesto que se precisaba un primer actor, recomendé, y fue aceptado, a Pepe Hervás, quién también estaba parado. Así los papeles principales estaban bien cubiertos. Pastora Peña, la "genérica", había sido una actriz muy solicitada y seguía siendo una gran cómica. Su hija, Pastora Mejías, que hacía la "damita", cumplía su cometido y, para sorpresa de todos, Cecilio, que se adjudicó el papel de sereno, construyó un personaje, basado principalmente en su estrafalario físico, que resultó de una tremenda eficacia. Tan solo verle entrar en escena con el “chuzo” típico de su oficio en la mano provocaba hilaridad en el público.


( En aquellos tiempos el sereno era un empleado  del ayuntamiento encargado de velar por la paz nocturna y, sobre todo de abrir esos portales que, a partir de las diez de la noche, permanecían  cerrados por obligación. Ya que muchos de los moradores de la ciudad, siendo solo realquilados o huéspedes, no poseían las llaves de los mismos, este personaje, gracias a una propina, se encargaba de su apertura. Durante muchos años fueron notorios los gritos en la noche madrileña  de, “¡sereno!” y las más o menos raudas respuestas de “¡va!”. El chuzo era una especie de larga porra, única arma que  portaban para  su protección y con la que amedrentaban a los pusilánimes cacos de aquella época).

El 10 de mayo del 1970 debutamos en el teatro Cervantes de Málaga. ¡Nada más y nada menos que en Málaga, donde residía la familia de Jesús que, muchos meses atrás, nos había “desheredado”!  Pensar que me verían trabajar por primera vez en una obra con tan poca clase me provocaba un gran desasosiego. 
Con la familia de Jesús.
De izquierda a derecha su hermana Meli, su madre Carmen, su hermano Salvador, Jesús, yo y Jesús padre.
Ellos ya me conocían personalmente, gracias a una visita que les había hecho algún tiempo atrás, y confieso que me  había sorprendido  encontrarme con una familia compuesta por seres tan auténticos como su madre, Carmen, tan sensibles como su hermana Melita, tan tiernos como su hermano menor, Salvador y con  un hombre de una generosidad  insospechada como la que demostraba ese patriarca, Jesús padre. Pero de esos asuntos familiares hablaré en otro momento.

La cuestión es que, plaza donde trabajábamos, público satisfecho y hasta, para mi sorpresa, buenas críticas. Tal era el éxito de Un sereno... que, aunque llevábamos otra función de Antonio Paso, Cómo conquistar al marido, tan solo la pudimos representar dos veces en todo el tiempo que duraron los bolos, pues los empresarios pedían "esa otra divertida en que sale un sereno con un chuzo y la actriz enseña las piernas".   

El hecho de que actuáramos con el sistema de un día aquí y días más tarde allá, no era un problema para mí. Las idas eran suficientes como para cubrir las necesidades económicas y las constantes vueltas me permitían regresar a los brazos de Jesús y al gozoso ambiente de la “comuna”.

En los seis meses que estuve en la compañía muchas cosas sucedieron, algunas divertidas y otras  desastrosas. La "damita" fue sustituida dos veces. Alberto Crespo, el “galancete” que inició con nosotros la gira tuvo una gran discusión con Cecilio y se largó, dejándonos colgados para la próxima fecha que era tan solo tres días después. Entonces apareció en nuestra vida Cesáreo Estévanez. Cuando nos lo presentaron Pepe Hervás y yo casi morimos del susto. ¡Era totalmente tartamudo! Hicimos un par de ensayos con el corazón en un puño.  En la destartalada ranchera de Cecilio, que era el medio de transporte de toda la compañía (siete personas apiñadas en los asientos y el escaso decorado en el maletero y en la baca), fuimos hasta Valencia repasando el texto con el debutante.  Todo lo cual hizo aún más tremenda la sorpresa de ver que, en el momento de subirse al escenario,  su tartamudez había desaparecido y que su actuación resultase estupenda. Uno de los milagros del teatro.

La llegada a las ciudades o pueblos era  digna del  cine de los Hermanos Marx. Debía ser un espectáculo para los viandantes ver bajarse de ese vehículo, que sin duda era de goma, a siete figuras con sus correspondientes bolsas de mano y tras eso advertir como se descargaba de la baca un paquete conteniendo un telón de fondo y los  forillos,  el bastidor de una cama y un colchón. Ese era todo el decorado que transportábamos. El resto de la utilería, unas sillas, una mesita y algunos adornos, se buscaban en la plaza, ya pidiéndolo prestado a cualquiera de los organizadores. o  yendo de casa en casa solicitando ese original préstamo. Y de todo esto se ocupaba nuestro regidor y “chico para todo”, un señor de Tudela llamado Pedro, un amante del teatro dispuesto a pasar por cualquier vicisitud con tal de estar en ese adictivo ambiente.

Y fue gracias a él que logramos solucionar el mayor problema que surgió durante la gira.

José Hervás, Cecilio Valcárcel, yo y
nuestro "chico para todo" Pedro.
Una tarde, hallándonos ya todos en el teatro y el "casi decorado" montado, nos dimos cuenta de que no habíamos visto a Valcárcel desde nuestra llegada. Como la hora de la función se acercaba y el teatro estaba todo vendido, nos lanzamos en pleno a buscarle. Inutilmente. Cuando, ya desesperados, acudimos a la comisaría de policía nos comunicaron que el hombre estaba detenido. Lo habían pillado en las afueras del pueblo, dentro de su ranchera y  en situación muy comprometida con un joven de la localidad. Por más que rogamos su liberación, con nuestras más depuradas actitudes histriónicas, nos aseguraron que hasta al menos el día siguiente no lo iban a soltar. Entonces le dijimos al desagradable policía que nos atendía que tendríamos que suspender la representación, ya que Cecilio era el protagonista. La respuesta fue apabullante; “pues incurrirán ustedes en escándalo público, con multa y encarcelamiento incluido. No se puede suspender un acto sin notificarlo a la comandancia veinticuatro horas antes”: El tío ni siquiera intentaba disimular la satisfacción que esto le provocaba.

Salimos de allí sumidos en la más tremenda angustia, ¿qué íbamos a hacer?  De pronto, la voz de Pedro nos sacudió como un rayo; “yo me sé la obra de pe a pa. Yo puedo hacer  del sereno.” Y así fue. Bueno, casi fue. No quiero recordar esa noche. Por supuesto Pedro no se sabía la obra  ni por asomo y nos pasamos toda la función diciendo parte de sus textos y empujándolo con disimulo para que estuviese en la posición adecuada. Pero salimos del apuro, en este caso gracias a uno de esos forofos del teatro que, por aquellos días, aún se encontraban. No quiero ni pensar que opinaría el público y el gerente del local pero no hubo que echar el telón. Otro milagro teatral.

La moral del grupo se fue deteriorando a partir de ese momento. Ya no nos fiábamos de Cecilio Valcárcel.




Mientras estuvimos en su compañía pudimos decir, remedando al Tenorio, "yo a los castillos subí, yo a las cabañas bajé..." Hoy estábamos en importantes ciudades como Bilbao o Vitoria y dos días después en pueblos que ni siquiera figuraban en el mapa. Lo mismo actuábamos en grandes  salas del prestigio del Principal de Valencia o el Álvarez Quintero de Sevilla que en antros que eran lo menos parecido a  teatros, como aquella vez que hicimos la función en los escasos dos metros que quedaban delante de la pantalla del único cine del pueblo. En otra inolvidable ocasión, al no disponer de camerinos el local de turno, hubimos de cambiarnos en un pajar cercano de donde salimos rabiando  por los picores que nos produjo el maldito "piojo de las gallinas". La consecuencia fue una semana de antihistamínicos y alcohol alcanforado.

Tras casi seis meses de bolos, agotada de tanta ida y vuelta y tanta desorganización me despedí y conmigo lo hicieron Hervás y Cesáreo, por lo que la compañía se disolvió.   Los tres habíamos llegado a la conclusión de que mientras estuviésemos fuera de Madrid nadie nos iba a contratar para futuros montajes, por lo tanto, a pesar de los insistentes ruegos de nuestro director y primer actor, abandonamos la empresa. (Poco tiempo más tarde yo volvería a ser objeto de las urgencias de Cecilio Valcárcel y su Un sereno debajo de la cama)

El regreso a la comuna fue gratificante para mí. Las anécdotas se sucedían y tanto las nuevas como el recuerdo de las ya vividas, alimentaba cada día el fuego de nuestra felicidad.  Anécdotas, a veces algo verdes,  como las que pasaré a contar  en el próximo capítulo.

y ahora, algunas “verduras”. (Segunda parte).

sábado, 16 de febrero de 2013

Instantánea 63 - Una “comuna” en la época franquista.



Era increíble que en tan solo seis meses hubiese olvidado la decrepitud  de aquel ascensor de madera y cristales y su desesperante lentitud. Había marcado el cuarto piso pero el ritmo del vetusto y estrecho artefacto me hacía sentir que no iba a llegar nunca. Sumida en el amodorramiento del cansancio, aferrada  a esa pesada maleta que me había acompañado durante toda la Segunda Campaña Nacional de Teatro, el salto producido por  el brusco y habitual frenazo  me anunció que  había llegado a mi destino;  el cuarto piso, letra  D del número ocho de la calle Fuente del Berro en Madrid. “La Comuna”.

 Miré mi reloj de pulsera adquirido en Canarias durante la gira y vi que eran las cinco y media de la madrugada. La alegría de regresar se mezclaba con la prematura nostalgia por los escenarios y los compañeros, produciéndome  un marcado aturdimiento. Con esa sensación salí del ascensor. Con esa misma sensación busqué la llave en mi bolso, la introduje en la cerradura y noté como giraba con una facilidad que demostraba su alegría al darme la bienvenida.  Y tras un suave empujón la puerta se abrió . Al fin estaba en casa, aunque sin Jesús, que aún hacía la mili y dormía en el campamento. Yo  no quería despertar a los compañeros, así que mi  intención era atravesar en silencio el pasillo que conducía a nuestra habitación y allí esperar que los amigos fuesen despertando para dirigirse a sus trabajos mañaneros. Pero la cosa no iba a ser tan fácil.

Al abrirse la puerta, el rostro de una mujer desconocida, vestida con un largo camisón y rulos en la cabeza, me miró con sobresalto. Lo próximo que recuerdo es  oír mi voz diciendo “ay, perdóneme” y recular dando  un portazo. Permanecí con mi mano en el picaporte unos segundos que me parecieron eternidades, paralizada.   Sin duda me había equivocado de puerta, pero una D de cobre clavada sobre la madera decía lo contrario. Entonces me había equivocado de piso. Miré a mi alrededor pero el letrero sobre la pared decía con claridad CUARTO. Llegué incluso a contemplar la posibilidad de que, en medio del cansancio y el aturdimiento, hubiese entrado en otro edificio. 

Estaba totalmente desconcertada cuando la puerta se abrió de nuevo y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola, Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto,  aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, o “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
Maruja Calvo

Y esta es la historia de algo que, durante nuestra convivencia en la comuna se repetiría, con algunas variaciones, infinidad de veces. A Marujita por supuesto la conocía de Cuba ya que pertenecía al grupo de artistas españoles adoptados por aquella generosa isla, como Ana Lasalle, Adela Escartín o yo pero no la había identificado tras su logrado disfraz de ama de casa. Esa mañana ella y su marido se fueron pero muchos cubanos más llegaron, algunos pernoctando durante días, recién arribados y buscando donde ubicarse, otros tan solo acudiendo para los frijoles negros o las “timbitas”, es decir, en busca del alimento que, como buenos exiliados, no podían pagarse. Y todo esto porque mi querido amigo Carlos  se dedicaba, en sus horas de asueto, a recoger a todo cubano con cara de exilio que encontraba vagando por la inmensa ciudad que es Madrid.

También recibíamos con regularidad a un grupo selecto y variado de visitantes que participaba en  nuestros “saraos nocturnos”. En ellos, todos en círculo y la mayoría sentados en el suelo nos pasábamos,  como si fuese la pipa de la paz, una enorme copa de cristal llena de brandy del más barato, celebrando  así el milagro de estar vivos. En esas tertulias se hablaba de lo humano y de lo divino.

Gloria Fuertes, José Bergamín y Carlos Miguel Suárez Radillo

Por allí pasaron intelectuales como José Bergamín y Gloria Fuertes, grandes poetas españoles, el escritor Suárez Radillo (aún conservo con amor libros dedicados por estos personajes), el cineasta Roberto Fandiño, la inolvidable soprano Sara Escarpanter… Y parte importante eran  los “adictos” como José María Salmerón, veterinario, Gustavo del Valle Carral, pintor, Charles, psiquiatra del equipo de López Ibor, Pepe Hervás, el actor que durante los meses de gira se había convertido en mi mejor amigo, así como cualquier eventual que por allí se descolgase o fuese la súbita aportación de algún inquilino fijo. Así era aquella maravillosa casa de locos.


Sara Escarpanter
Foto extraída de
vivalavoz.net
También asistía de vez en cuando Ramón García Arana, ese gran amigo que, en la época de mi alocada fuga de la Residencia para Señoritas Iberoamericanas, se había portado conmigo como un padre, atendiendo a mis necesidades materiales y dándome el apoyo y comprensión que mi familia costarricense no quiso darme. 

Fueron muchas las historias que estos entrañables personajes protagonizaron, algunas tan divertidas que merecen ser narradas en otro capítulo. Y es que el tema de aquella comuna en la España franquista podría dar  para infinitos folios de divertida escritura.
Roberto Fandiño

Memorables solían ser las disertaciones de los intelectuales que nos visitaban, como también lo eran las discusiones de Hervás, que se proclamaba comunista, con Fandiño, ese cubano tan culto e informado, y en las cuales mi pobre amigo actor quedaba siempre a la altura del zapato. Pero durante este gran mejunje la sangre jamás llegó al río y la madrugada solía terminar entonando a coro, pero a media voz, para molestar lo menos posible a los vecinos, La guantanamera, Asturias patria querida o algo por el estilo.


Tan solo un problema tuvimos en aquella época. Y no fue moco de pavo. La inquilina del apartamento colindante..

En pérfida venganza matutina, esta anciana mujer, además de poner a las 7 de la mañana a todo volumen en  la radio un programa de Zarzuela que casi nos hizo detestar el género, llegó a hacer algo mucho más peligroso para ese convulso 1970 en el que las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas por ley; nos denunció a la policía por escándalo y reunión ilegal. Pero con tal mala suerte para ella que el joven policía que acudió a investigar llegó en una noche de relativa calma y, tras ser agasajado con una “timbita”, (para el que no lo sepa, pasta de guayaba entre dos galleticas), y un vasito de jugo de guanábana que alguien había encontrado en un supermercado y aportado a la “comuna”, terminó entablando con nosotros una amistosa conversación y haciendo preguntas sobre Cuba.  “Allí tengo un tío al que le han quitado una tienda en Belascoaín y, además, ahora no le dejan salir”, nos contó. Así que nos hicimos íntimos y más de una vez acudió a nuestras tertulias, por supuesto vestido de paisano. Esa fue la condición que le impusimos. Es bien sabido  que los uniformes siempre coartan y nosotros  éramos, sobre todo, espíritus libres.

El caso es que la Doña Vecina había ya denunciado a todo el edificio por una causa u otra y en  la comisaría del barrio estaban hartos de ella. Hasta tal punto debía ser insoportable la convivencia  con esa señora que tenía  como mascota una tortuga suicida. El pobre galápago, cada dos por tres se arrojaba desde el balcón a la calle y más de una vez hubimos de recogerlo en la acera, patas arriba y boqueando. Entonces le reparábamos el destrozado caparazón con esparadrapo y, con la mejor de nuestras sonrisas, se lo devolvíamos a su dueña la cual   nos lo agradecía con un gruñido y un sonoro portazo.

En aquellos días era corriente oír a algún compañero de trabajo despotricar, en la calle o en alguna cafetería,  sobre la “terrible dictadura franquista”. Al principio intenté hacerles comprender que lo que en España se vivía  era una “dictablanda” en comparación con lo que el pueblo cubano llevaba años soportando, que sin duda Franco había sido, y era aún, un dictador pero que, por ejemplo,  en la isla nadie se atrevería a criticar a Fidel en público y los que lo hacían  sencillamente desaparecían.

El emblemático edificio que fue la temida
Dirección General de Seguridad

Cierto que aquí  existía represión, que quien era llevado a la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol de Madrid, sabía cuando entraba pero no cuando o como salía, que con frecuencia a los peatones se les obligaba a  presentar sus papeles de identidad, que la censura "estrangulaba" aún a autores y actores, pero que todo eso no podía compararse con la represión y falta absoluta de respeto a los derechos humanos que reinaba en Cuba. Yo intentaba hacerles ver que por muy dura que fuese una dictadura de derechas jamás se podría comparar con una de izquierdas, pues en la primera siempre tenías la opción de ser neutral.  Pero ni me creían ni querían hacerlo. Había una sublimación incomprensible a todo lo que tuviese que ver con el castrismo.

La cuestión es que, a pesar de los gratos momentos vividos en la “comuna”, al poco tiempo mi sangre y mi bolsillo añoraban los escenarios.

Una tarde llamó a la puerta el más estrafalario personaje que imaginarse pueda. Altísimo, desgreñado y desarrapado, nuestra primera impresión fue que se trataba de un mendigo y casi soltamos la  carcajada cuando, con gran educación,  me dijo desde el umbral; “señorita Farr, la vi trabajar en Badajoz y me dije que en cuanto terminase su gira me pondría en contacto con usted para ofrecerle ser la protagonista de mi próximo proyecto, Un sereno debajo de la cama. Y aquí me tiene, libreto en mano”. Aquello parecía de cachondeo. Con toda la cortesía que me fue posible le contesté que tenía algún que otro proyecto pero que sopesaría su oferta y le contestaría en una semana. Confiaba en que se le pasase el arrebato  y me dejara en paz, pero, al mismo tiempo, me daba lástima aquella figura tan parecida a la del Quijote en sus peores momentos y no quería ser ruda con él. Por supuesto no había ningún otro proyecto para mí, Por desgracia. Ni lo hubo en los próximos días.

Una semana más tarde, cuando el individuo en cuestión, Cecilio de Valcarcel, se presentó con su desafortunada imagen  en la puerta de la casa, yo ya había tomado una decisión. 


Necrológica. 
Maritza Rosales
Con su acostumbrada amabilidad mi amiga Nancy me envía, desde Miami, la noticia de la muerte en La Habana de una admirada compañera; Maritza Rosales.  Varias veces coincidimos en programas de televisión y su gran sensualidad y bella voz me cautivaron, (como al resto del público). Sin grandes detalles, el Diario de Cuba, con fecha 13 de febrero, anunciaba el fallecimiento de esta cienfueguera que hizo arder los corazones de tantos hombres desde las pantallas televisivas.  Deseo de corazón rendirle mi pequeño homenaje desde este blog.  
Próximo capítulo. Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”.

sábado, 9 de febrero de 2013

Instantánea 62 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro (2ª parte).





En Orense, la máñana de nuestra separación

Y entonces, nuestra peor pesadilla se hizo realidad. Sucedió en Orense, el mes de noviembre de 1969.   Puede que sea   cierto el viejo refrán de que “guerra avisada no mata soldados”, pero  en nuestro caso no lo fue. Yolanda y Jesús, los dos aguerridos y entusiastas soldaditos del amor, quedaron destrozados, aplastados por la inevitable separación. Jesús dejó la gira  para comenzar el servicio militar obligatorio en Madrid.  Ahora tocaba, por más que a dos pacifistas como nosotros el hecho nos repateara, “servir a la patria con las armas”.   El día de aquel adiós, que debía durar veinte meses, cien vampiros hubieran podido intentar beber mi sangre sin lograr extraer ni una gota de mi exangüe persona. 

Los compañeros-amigos fueron un sostén inestimable. Sobre todo Juan Jesús Valverde, José Hervás, Julia Tejela  y Emilio Berrio, Esther Farré y Carlos Canut, con los que habíamos tenido una relación más cercana,  se empeñaron hasta el agotamiento en hacerme más llevaderos los días iniciales de soledad y angustia. Las “primeras figuras”, por supuesto, existían en otra dimensión y se empeñaban en demostrar que nuestras vidas pasaban desapercibidas para ellos .
Maruchi Fresno

Con la magnífica excepción de Maruchi Fresno. ¡Qué entrañable personaje! Conocida entre los profesionales con el apodo de La reina santa, a consecuencia de una película del mismo nombre que había rodado, dirigida por Rafael Gil, muchos años atrás, sus maneras nobles y su dulce y generoso carácter la hicieron merecedora, “per sécula”, de ese título. De buena familia pero aquejada del virus del teatro, siendo muy joven había contraído un desgraciado matrimonio con el director teatral Juan Guerrero Zamora. Nadie comprendía esa unión entre un ser tan espiritual y otro carnal hasta la médula. Aquello estaba destinado al fracaso. En alguna de nuestras conversaciones durante la gira ella me aseguró estar aún   enamorada de ese conflictivo ser, a pesar de lo sufrido durante la convivencia y del tiempo que ya llevaban legalmente separados. (En aquellos días no existía el divorcio).

Tal vez por esa nostalgia del ser amado que ambas compartíamos, quizá también por nuestra adicción a la poesía, nos buscábamos con frecuencia para compartir estados de ánimo. El día de la partida de Jesús, Maruchi me hizo un regalo de tal ternura que   resultó algo inolvidable: un libro anónimo, de una ingenuidad apabullante, que había encontrado en una librería “de usado”, y cuyo contenido era, como su nombre indicaba, sencillas y tiernas “Cartas de amor”.  Entre los muchos recuerdos que guardo de esa mujer tan rica en matices hay uno que sobresale por su originalidad: durante nuestros interminables viajes en autocar por las depauperadas carreteras españolas de la época, solo teníamos permitido hacer una parada y la  aprovechábamos  para vaciar las sufridas vejigas y para tratar de ser atendidos, en la barra de algún restaurante-bar de carretera, por el único camarero que a esas horas de la madrugada solía llevar el lugar. Una manada de joven ganado bajaba entonces en tropel del autocar para intentar cubrir sus necesidades y estirar las piernas.

En una de esas ocasiones, siendo alrededor de  las cuatro de la madrugada, con una temperatura exterior de cero grados y mínimamente superior en el interior de nuestro transporte, en esa única parada  la troupe en pleno nos abalanzamos sobre la barra, asaeteando al pobre camarero con gritos de “¡un café con leche!”, “¡un chocolate caliente”, “¡un bocadillo de tortilla calentito!”. Tal era el griterío que las peticiones eran casi ininteligibles. A mi lado, Maruchi, alzando un delicado  dedo de su blanca mano intentaba llamar la atención del camarero inútilmente. El vocerío era impenetrable. Su actitud demasiado comedida. Así que, con la intención de ayudarla, le pregunté qué es lo que intentaba pedir a lo que me respondió, con su educadísima voz, “un orujo, hijita, un orujo, a estas horas de la madrugada, siempre un orujo”.  A gritos   logré conseguírselo . Ver a  esa sutil criatura saborear la fortísima bebida alcohólica de más de 45 grados mientras la jauría de lanzados jovencitos devoraba sus croisants a la placha, sus bocadillos de chorizo frito, sus cafés con leche y sus ardientes chocolates con churros fue una imagen inolvidable. Y aquello sorprendía aun más puesto que   durante el día nadie la vio jamás ingerir alcohol. Eso sí, a partir de aquella madrugada, durante nuestras tan esperadas paradas en bares de carretera, Maruchi y yo nos convertimos en una pareja inseparable, ambas codo con codo y  apoyadas en la barra, yo con mi vaso de leche caliente y ella con ese orujito que yo le pedía y ella saboreaba con delectación.

Pero volviendo a la condena a la que Jesús y yo nos vimos sometidos, he de admitir que no fue tan terrible como esperábamos. Al haberse presentado voluntario a la mili  tuvo la opción de escoger un destino cercano a Madrid. Terrible en cambio era el caso de pobres pueblerinos, moradores de la "España profunda” que, al ser sometidos al sorteo de destinos, eran desplazados  a Melilla, Ceuta, El Sahara o, cuando menos, a cientos de kilómetros de sus casas y familias. O de esos otros que se veían forzados a abandonar los estudios y los trabajos con los que ayudaban a la manutención familiar. La mili fue y sigue siendo un tema muy controvertido.

Aunque Jesús nunca tuvo grandes problemas durante su servicio, era de dominio público que cosas terribles ocurrían. Crueles abusos de poder, accidentes mortales con armas de fuego en manos de ineptos, y hasta suicidios de jóvenes sensibles que no habían sido capaces de soportar la implacable dictadura que implica el militarismo.  La milicia obligatoria fue abolida, tras doscientos años de estar en vigor, el 31 de diciembre del 2001.
Ante el Puente Romano y La Casa de las Conchas.
 Zamora y Salamanca

Y la larga campaña Nacional continuaba. Fueron infinidad las ciudades recorridas y dignas de  admiración las bellezas naturales y arquitectónicas que descubrí en  España. Costas bravías, como las de Cantabria o Asturias, playas casi tropicales como las de Alicante, Andalucía o Castellón, zonas de vegetación umbría como las de Galicia, contrastando con otras desérticas, como las de Almería, elegida en esos años por los italianos para rodar sus “espagueti westerns”... Y luego estaban las Islas Canarias, tan parecidas a Cuba  en el hablar de sus gentes y en su flora. En fin, que una polifacética España mostraba ante mis ojos bellezas que no lograban atemperar la nostalgia por mi familia, por Cuba y, ahora también por Jesús. Sin embargo, algo con lo que no contábamos en el momento de su partida, los permisos militares, hicieron a la vez más soportables y más terribles los meses de separación.

En Alicante

Maravillosas eran sus llegadas pero desoladoras sus partidas.  Tres veces, durante esos seis meses de gira, tuvimos la oportunidad de compartir cama y vivencias durante unos días que  se nos hacían demasiado cortos. Verlo irse de nuevo se convertía en una experiencia siempre  traumática.

Tan solo el arduo trabajo teatral me recompensaba. Eso y las múltiples anécdotas que me aportaba el diario vivir. Por ejemplo aquella noche en que, durante la representación de Águila de Blasón, tras pisarme los largos faldones que llevaba, perdí el equilibrio y me precipité desde el primer piso del decorado hasta el escenario, dando una vuelta de carnero en el vacío y yendo a parar, para mi sorpresa sentada con donaire sobre el suelo del escenario. El público, no sé si creyendo que era parte del montaje o como paliativo a mi vergüenza, prorrumpió en un cerrado aplauso. Por fortuna solo mi amor propio resulto herido. Nada más terminar la función el representante de compañía, Carpena, entró en mi camerino y me comunicó que, dado el éxito obtenido, Marsillach me pedía repetir el acto cada día. Naturalmente aquello era solo una broma pero durante los segundos que tardé en darme cuenta lo pasé fatal.
En Córdoba y en Sevilla, ante la Giralda

En Después de la caída me sucedió algo sorprendente y muy desagradable. Ya he comentado que en esa obra tenía a mi cargo el papel de Olga, un hermoso personaje torturado por sus recuerdos del tiempo pasado en un campo de concentración nazi. Mi escena estrella consistía en un conmovedor monólogo de muchos minutos durante el cual relataba a Quintín (Luis Prendes) mis dolorosas experiencias. Marsillach la había montado  centrando toda la luz sobre mí y dejando a Prendes de espaldas al público y en penumbras.



Aquella era una escena muy difícil que precisaba gran concentración y yo, como es natural, buscaba a menudo el apoyo en los ojos de mi compañero. Ojos que en realidad nunca estaban ahí. Es decir estaban pero no estaban. En una ocasión, para mi total desconcierto, vi a Luis salir del escenario en medio de mi monólogo y encenderse  un pitillo entre cajas, dejándome sola y abandonada ante el “respetable”. Actitud inexplicable en un compañero. Nunca le dije nada al respecto pero alguien debió hacerlo pues el hecho no volvió a repetirse.
Terele Pávez y yo

Mucho más divertida fue mi anécdota con Terele Pávez, convertida desde entonces en un chascarrillo en el mundo del teatro. Tras uno de esos agotadores viajes de cientos de kilómetros y ya en  nueva plaza, Terele y yo nos cruzamos una mañana en la calle, de camino al teatro. Habíamos llegado a la ciudad siendo casi mediodía  y en el proceso de encontrar alojamiento se había hecho la hora de comer.  Hacía dos noches que no catábamos una cama. Sin duda en aquellos momentos estábamos ambas hechas unos “zorros”, así que intentado hacer una "gracieta" le dije, “hombre, Terele Pávez ¿cómo estás?”, a lo que, en uno de esos prontos que la caracterizaban me respondió llena de furia, “¡pues anda que tú, hija de puta.!” Sin duda ella convirtió las interrogaciones de mi pregunta en signos de admiración y está claro que no suena lo mismo un ¿cómo estás? que un ¡cómo estás! La riqueza del énfasis.

Yo no di más importancia al exabrupto ya que esa temperamental mujer y yo nos habíamos hecho bastante amigas, cosa de la que muy poca gente de la compañía podía presumir. Su personalidad exaltada hacía que muchos huyeran de ella. Otro día, estando en el teatro sentí abrirse, de un empujón, la puerta de mi camerino y en el dintel apareció una airada Terele.
Yo- “Hola cariño, ¿quieres algo?”
Ella- “Sabes, Yolanda, te odio,”
Yo- “¿Por qué, Terele?”
Ella-  “¡Porque eres la única persona en esta compañía con la que no he logrado discutir!”
Yo-  “Es que para discutir hacen falta dos, cielo, y yo no estoy por la labor”.

La cuestión es que, casi sin darme cuenta, ya estábamos en 1970. Las fiestas navideñas habían pasado casi desapercibidas, lejos de Madrid, de Jesús y de mis nuevos amigos, trabajando cada día en alguna distante y bella ciudad española. Al Grupo Teatro 70, montado tan solo para la campaña, ya le quedaba pocos meses de vida, con lo que eso conllevaba de tristeza y a la vez de alivio. Seis meses de ajetreo, casi la mitad del tiempo en la carretera, era algo agotador.
Haciendo malabares lograba que mi sueldo de 700 pesetas me diera para vivir  y hasta que quedara lo suficiente para enviar a Madrid la parte que me correspondía en los gastos de aquel apartamento al que Carlos Rodríguez, José Escarpanter, Carlos Álvarez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos habíamos mudado en agosto del 1969.  Afortunada decisión  pues el tiempo pasado en aquella “comuna” resultó   uno de los más felices de mi vida y hay muchas cosas interesantes y divertidas que contar sobre esa etapa.

 Próximo capítulo. Una comuna en la época franquista.

sábado, 2 de febrero de 2013

Instatánea 61 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro.(1ª parte).


Adolfo Marsillach

Adolfo Marsillach y Leonardo Echegaray, director y productor, respectivamente, de la Segunda Campaña Nacional de Teatro consideraron, con gran acierto, que Galicia era el mejor  lugar para iniciar esa turné que duraría seis meses. Otro acierto fue hacerlo con la obra Águila de Blasón, del insigne autor gallego Ramón María del Valle Inclán. Así que, tras arduos ensayos de las tres piezas que llevábamos en el  repertorio, el dos de octubre de 1969 debutábamos, con un montaje espectacular, en el teatro Rosalía de Castro de La Coruña. 
Valle Inclán



Valle Inclán había sido un personaje genial, furioso y controvertido. Nacido en Compostela en 1869 abandonó sus estudios de medicina por la literatura. De tendencias anárquicas, en el año 31 recibió con entusiasmo   la llegada de la Segunda República. Por ese motivo tras el triunfo franquista, se convirtió en un autor prohibido y el sufrido pueblo español hubo de permanecer muchos años sin disfrutar de tan impresionantes textos. Su carácter irascible está más que demostrado por la absurda manera en la que perdió un brazo: una jornada, durante esas famosas tertulias de intelectuales de la época, Valle se enzarzó en una acalorada discusión con otro escritor, Manuel Bueno, la cual terminó con una mutua y desgraciada agresión física. Al ver que Valle empuñaba contra él una botella, Bueno le propinó un bastonazo en la muñeca causándole una herida  que se fue infectando hasta llegar a gangrenarse, lo que hizo necesaria la amputación del brazo.

La trilogía de Las Comedias Bárbaras, Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata fueron la gran realización "valleinclanesca". Con posterioridad dio el nombre de “Esperpentos” a cuatro imperecederas piezas; Luces de Bohemia, Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán, consiguiendo en ellas su propósito de plasmar la deformación grotesca de la civilización europea.

En aquellos días  no cabía en mí de gozo. Codearme con actrices y actores del prestigio de Marisa de Leza, Luis Prendes, Arturo López o la inefable Maruchi Fresno, y además bajo la dirección del famoso Adolfo Marsillach,  era más de lo que había soñado para mis inicios teatrales en España. Yo cubría, junto con Terele Pávez, los papeles que solemos llamar de “las segundas”, siempre apetitosos y hasta a veces más lucidos que los de “las primeras”. Interpretaba “la Pichona” de Águila de Blasón, la maravillosa Olga de Después de la caída, esa obra que Arthur Miller escribiera inspirándose, tras su conflictivo divorcio, en Marilyn Monroe, hecho que muchos consideraron  de un mal gusto supino.  También llevábamos  Tiempo del 98, de Juan Antonio Castro, en la que, interpretando a “La cupletista”,  llevaba el peso de toda la parte musical de la obra.
Parte de la compañía junto al autocar en nuestro primer viaje
Hicimos el interminable viaje de once horas de Madrid a La Coruña en un autocar sin calefacción, de duros y estrechos asientos, como era usual en esos años. Más de veinte personas apiñadas en el afán de darnos mutuamente calor, algunos desplomando las agotadas cabezas sobre el hombro del sufrido compañero de asiento, otras, más previsoras y generosas,  intentando compartir pequeñas mantas con quien les hubiese tocado al lado.  Fue allí donde aprendí la arcaica  jerarquía que aún reinaba  en el teatro, incluso en los autobuses: los asientos eran ocupados según  la categoría y el puesto  del actor en la compañía, es decir los "primeros papeles" tenían adjudicados  los  delanteros, siendo los únicos con derecho a dos plazas, a los "segundos" les tocaban los  siguientes y el resto se apiñaba en lo que quedara de espacio. El intentar alterar este orden podía proporcionarte un buen rapapolvo, ya por parte de las propias primeras figuras o  por la del representante de compañía. 

Aquella era una empresa importantísima. No solo por la calidad artística de la cabecera y del director, no solo por el mérito de las obras que íbamos a representar, sino también porque seis meses de trabajo continuado constituían un regalo celestial. Casi todos los componentes éramos muy jóvenes, muchos hasta neófitos, pero incluso los más curtidos resultaron  absolutos devotos de esta profesión.

El viaje sin duda resultó agotador. Pero al día siguiente de nuestra llegada nos esperaban reconfortantes experiencias.


Por entonces, recibir a grandes compañías de teatro en provincias  era celebrado por alcaldes y concejales con actos honoríficos. Así que esa primera mañana en La Coruña, habiendo sido convocados la noche anterior en el autocar por el representante de compañía, José Carpena, todos nos dirigimos al ayuntamiento y allí fuimos obsequiados con un ágape. Yo había pedido permiso al mencionado Carpena para que mi Jesús viajara con nosotros así  que juntos iniciamos aquella gira, buscando, al bajarnos del autobús y tras una paliza de largas horas de traqueteo, alguna pensión  barata, por lo general recomendada por uno de los compañeros más experimentados, o alguna fonda fiable para comer, cosa en la que los técnicos eran auténticos expertos. Eso de las giras lo tenían ya muy trillado.

No era fácil afrontar los gastos de dos personas con el diminuto sueldo que yo percibía, 700 pesetas diarias,  descuentos no incluidos, (no olvidemos que Jesús ya no recibía ayuda económica de su familia) pero hasta la choza más humilde era preferible a cortar el lazo físico que nos unía.
En el ayuntamiento de Santiago de Compostela
con el inevitable retrato del Generalísimo Franco al fondo
Fueron muchas las plazas que cubrimos en aquella primera parte de nuestro tour  y en todas, Pontevedra, Vigo, Orense, Santiago de Compostela,  autoridades, público y crítica nos  recibieron con entusiasmo.   Pero es de  Santiago de donde guardo los contrapuestos sentimientos de admiración e indignación que me provocó la visita, guiada por el señor alcalde, letrado Paz Sueiro, a los tesoros escondidos en las entrañas de la suntuosa catedral.

Frente a la Catedral de Santiago de Compostela

No podía evitar pensar en la  miseria  que  una ínfima parte de tanto oro, piedras preciosas y obras de arte, podían mitigar en una España aún llena personas que vivían situaciones de total precariedad. Nunca había entendido las incoherencias de la Iglesia Católica pero  en esa ocasión pude aquilatar su magnitud.

Allí  tuvimos la fortuna de conocer a un personaje maravilloso: Carlos Luis del Valle Inclán, hijo del afamado autor.

Imagen de una queimada
La misma noche del estreno de Águila de Blasón,  don Carlos convocó a la compañía para que asistiera tras la última función (en aquella época hacíamos dos diarias y  los siete días de la semana), a una “queimada” en plena campiña, rito típico de Galicia desde el Medioevo,  acariciados por la luz de la luna y con pronunciación de conjuro incluido. Al ser informados de que el mismo tenía la finalidad de proteger contra los maleficios y los malos espíritus a todo el bebiese del brebaje, rodeados por aquella envolvente atmósfera de misterio, ¡cualquiera se abstenía de  participar!

A pesar del frío y el cansancio fue una experiencia sublime. Un momento en el cual ese 50 por ciento de sangre celta que trasiega por mis venas, se unió a las “meigas” invocadas y danzó alrededor de la gran fogata y de aquel recipiente de barro donde la bendita "queimada"  bullía sin cesar y en apariencia sin mermar, como si los dedos invisibles de las brujas que habitaban ese bosque lo rellenaran de continuo. Fue una noche de ensueño por la cual, al día siguiente, muchos pagamos con la consecuente resaca. Por la mañana me contaron  que  el líquido ardiente que habíamos bebido de aquella olla cubierta de azules y bellísimas llamas  estaba compuesto de orujo, azúcar, cáscara de limón y granos de café. Sin duda, una pócima mágica.
 En casa de don Carlos del Valle Inclán. (Marcado con una flecha)

El día de nuestra despedida,  Carlos Luis del Valle Inclán tuvo el detalle de invitarnos a Jesús, a mí y a unos cuantos más de la compañía a visitar su casa y allí  estuvimos, casi hasta la hora de la función, escuchando  anécdotas y viendo fotos de su padre.

Aquella  etapa  gallega fue placentera e ilustrativa pues, aparte de las magnas recepciones de las que éramos objeto, del descubrimiento de gentes y monumentos esplendorosos,  los viajes, entre plaza y plaza eran bastante cortos. Momentos mucho más terribles llegarían cuando, a las tres de la mañana, tras el arduo trabajo teatral, hubiésemos de recorrer cientos de kilómetros en aquel autocar, desprovisto de cualquier comodidad, hasta llegar a la próxima ciudad concertada.

Toda esa primera parte de la gira está llena de  hermosas y hospitalarias ciudades gallegas que recuerdo con amor.  ¡Salvo aquel  Orense  inolvidable! Esa ciudad donde la vida clavó de nuevo  en mi pecho un puñal cuyo dolor me parecía imposible de soportar.  La ciudad en la que mi Jesús y yo hubimos de separarnos.


Próxima Instantánea. La Segunda Campaña Nacional de Teatro. (Segunda parte)