Como decía al finalizar el capítulo anterior, una noche, Alfonso Ungría se presentó en Top Less Music-Hall para ofrecerme la protagonista de una película que podía resarcirme de mi intrascendente presencia, hasta ese momento, en el cine español. Aquellos papelitos en Con ella llegó el amor, de Ramón Torrado, Zorrita Martínez, de Vicente Escribá, El libro del buen amor II, de Jaime Basarri, El espiritista, del portugués Augusto Fernando o Mauricio mon amour, de Juan Bosch no tenían valor alguno en mi carrera. Habían sido participaciones en films que, dado su brevedad, pude compaginar sin problemas con el teatro o, últimamente, con el show El ángel azul. Tan solo El Perro, de Antonio Isasi Issasmendi, rodada a mediados de 1976, había sido importante y satisfactoria.
El director Isasi me había
escogido, por primera vez en mi vida, para hacer de una sufrida campesina, cosa
que me ilusionaba pues ya me sentía un poco harta de interpretar mujeres
sofisticadas o prostitutas con clase. Aunque las horas de peluquería y maquillaje eran largas, a causa de la transformación que el director quería de mí, la posibilidad de interpretar un personaje distinto me ilusionaba. El papel de aquella campesina era clave en la huida del
protagonista a través de la campiña, perseguido por militares y por un perro
pastor alemán que nunca le perdía el rastro.
Jason Miller y yo |
A pesar de mi
profesionalidad y la de los actores que interpretaban a mis verdugos, la secuencia
de marras tardó dos días en rodarse. Dos días en los que todos lo pasamos muy mal, sobre todo yo, esposada de tobillos y muñecas a una cama de
hierro mientras seis malévolas manos se movían por mi cuerpo arrancándome la
ropa al tiempo que yo forcejeaba desesperada. Las muestras de dolor en mi rostro resultaban muy
reales, ya que los hierros de las esposas que me sujetaban me
laceraban la piel con saña.
Estas escenas de violación en el cine son muy traumatizantes pues exigen un realismo que acaba dejándote la sensación de haber sido verdaderamente ultrajada. Por mucho que los compañeros se deshagan en disculpas y el equipo técnico intente minimizar la cosa con mimos o disimulos.
La escena de la violación. Película El perro |
Estas escenas de violación en el cine son muy traumatizantes pues exigen un realismo que acaba dejándote la sensación de haber sido verdaderamente ultrajada. Por mucho que los compañeros se deshagan en disculpas y el equipo técnico intente minimizar la cosa con mimos o disimulos.
Para colmo de desgracias la
censura cortó esos dramáticos momentos y
mi papel, después de tanto sufrimiento,
quedó reducido a un par de insulsas escenas.
Tan solo una cosa buena saqué de aquellos agotadores días de filmación. Conocí a Jason Miller,
el protagonista. Este culto hombre, al que recordareis como al padre Karras de la famosa película El exorcista, resultó un ser encantador
y, puesto que tan solo el director y yo hablábamos inglés, acabamos, a pesar de
la sordidez de aquel rodaje, convirtiéndonos en tan amigos como nos permitió el
poco tiempo que trabajamos juntos.
En aquellos gloriosos días
de las coproducciones era necesario para los actores españoles hablar inglés, incluso si las películas eran
mayormente nacionales. No en balde era el idioma de los protagonistas, que
siempre eran traídos del extranjero. El caso es que, de pronto, todos los
actores del país aseguraban dominar el idioma de Shakespeare, y siendo esto en
la mayoría de los casos falso, durante los rodajes se formaban auténticos problemas.
En una ocasión Jason vino a mí con
este ruego; “Yolanda, por favor, me es imposible seguir así. Este actor no
solo no habla inglés sino que tampoco entiende una palabra de lo que digo. Como el sonido
no es en directo se pasa todo el tiempo repitiéndo ante la cámara, con
variadas inflexiones, one, two, three, four, five, y yo no sé dónde insertar mi texto ni como
demostrarle, cuando lo logro, que he
terminado y que le toca a él hablar. No quiero recurrir a nuestro director, Isasi,
para no perjudicar a ese muchacho, aunque bien podía haberse aprendido sus
“bocadillos” fonéticamente, así que he encontrado una solución. Como estamos
trabajando la escena con dos unidades en primer plano y contraplano, dile que
cuando yo haya terminado mi parlamento me pondré la mano en la cintura para
indicarle que puede empezar el suyo y que él haga a la inversa para darme la
entrada. De esa forma no nos pisaremos los diálogos.” Y así se
rodó una escena de enfrentamiento entre “el bueno” y uno de los “malos”. Durante
años este caso, verídico al cien por cien, fue, con variaciones, una constante en las
coproducciones españolas. Las escenas se rodaban sin que hubiese real
comunicación verbal entre los actores de distinta lengua, amparados en que
luego, unos maravillosos dobladores profesionales colocarían, como por milagro,
cada palabra del verdadero texto en esos labios que se movían, sí, pero al
tuntún.
Jason Miller y yo durante una pausa en el rodaje |
Ya que se solían hacer dos versiones, una en castellano y otra en inglés para la exportación, Jason pidió a Antonio Isasi que yo fuese a EE.UU. para doblar mis escenas con él. Por desgracia, al estar trabajando en el Music-Hall, me fue imposible. Durante un corto tiempo estuvimos intercambiándonos amistosas misivas. Luego, el contacto se rompió, pero siempre recordaré con afecto a ese gran caballero y actor, Jason Miller, desgraciada y prematuramente fallecido en el año 2001.
Pero volvamos a finales de 1976, al exitoso Top Less y al día en que Alfonso Ungría se presentó en el local "poniendo ante mi boca una tarta de los más exquisitos y exóticos frutos, servida nada más y nada menos que por mi admirado actor Fernando Fernán Gómez", como describo en mi capítulo anterior..
La oferta era tentadora. Protagonizar junto a Fernando un film era ya un
regalo, pero si el director era Ungría y el tema una ácida crítica al poder
destructivo que un dictador ejerce sobre el pueblo la cosa no podía ser más
apetecible. Lo malo del asunto era que yo no estaba dispuesta a abandonar ese “Ángel azul”, que tantas satisfacciones me proporcionaba, y pensar en hacer un doblete de más
de seis o siete sesiones era algo que merecía ser meditado..
Pero a Alfonso, perfecto encantador de serpientes, no le costó demasiado trabajo convencerme de que participar en Gulliver era mi “gran oportunidad”. Me prometió un sueldo sustancioso que me sería abonado al terminar la película, concentrar todas mis secuencias en 14 días, recogerme cada noche al finalizar la función, o sea, a la una de la madrugada, en un amplio coche de producción y traerme de vuelta a Madrid con tiempo sobrado para reintegrarme al show de Top Less.
Pero a Alfonso, perfecto encantador de serpientes, no le costó demasiado trabajo convencerme de que participar en Gulliver era mi “gran oportunidad”. Me prometió un sueldo sustancioso que me sería abonado al terminar la película, concentrar todas mis secuencias en 14 días, recogerme cada noche al finalizar la función, o sea, a la una de la madrugada, en un amplio coche de producción y traerme de vuelta a Madrid con tiempo sobrado para reintegrarme al show de Top Less.
Me contó por encima la trama: un recluso fugado llegaba a un pueblucho abandonado desde hacía décadas por sus
moradores originales y en el que un amplio grupo de enanos se reunía durante el
invierno con el fin de ensayar y preparar sus números para las eventuales actuaciones veraniegas. Allí, oh casualidad, se encontraba con su examante, vedette venida a menos, que se había convertido en concubina del jefecillo del clan.
Fernando, en complicidad con la mujer, se hacía pasar por un famoso empresario y se iba apoderando, con falsas promesas y utilizándome a veces como moneda de cambio, de la voluntad de los enanos, hasta llegar a convertirse en un déspota.
Fernando, en complicidad con la mujer, se hacía pasar por un famoso empresario y se iba apoderando, con falsas promesas y utilizándome a veces como moneda de cambio, de la voluntad de los enanos, hasta llegar a convertirse en un déspota.
Lo que no me explicó en ese momento fue que el rodaje sería en Granadilla,
¡a casi trescientos kilómetros de Madrid!, lo cual me obligaría a intentar dormir
cada noche en el auto durante las horas de viaje, es decir, que no volvería a
ver mi cama mientras durara la filmación. ¡Catorce noches con sus
correspondientes días! En realidad la culpa fue mía al aceptar el proyecto antes
de estudiarlo en profundidad, sobrestimando
mis fuerzas y dejándome llevar por mi entusiasmo artístico. Y aquello
resultó ser agotador.
Tampoco supe, en un principio, que entre los veinte enanos del elenco había un ínfimo grupo de profesionales. Para conseguir el resto
se habían puesto anuncios en los periódicos solicitando personas de esa
condición que deseasen trabajar en el cine. El resultado, como es de esperar,
fue que la inmensa mayoría eran mendigos o indigentes totalmente incultos,
personas sin la más mínima idea de que eso del “cine” precisaba de conocimiento,
disciplina e incluso amor.
El grupo "Los bomberos toreros" |
Fernando Fernán Gómez, al que tanto gustaba disertar, tras dormir toda
la noche en un cómodo albergue de carretera, llegaba al rodaje animoso y parlanchín mientras que
yo me iba “desinflando” a ojos vista.
En una pequeña habitación anexa a maquillaje, la scrip me tenía preparado cada mañana un barreño y nada más bajarme del coche me introducía en él, lanzado sobre mi dolorido cuerpo baldes de agua
fresquita. Puesto que en aquel pueblo deshabitado no había agua corriente, lo del balde y el cubo era indispensable Terminado el proceso pasaba yo a maquillaje, sin
duda el momento más placentero, pues
allí me esperaba Goyo, el maquillador, uno de los seres más encantadores y
eficientes que he conocido. Sin mediar otra palabra, al verme entrar me decía,
“hala, a trabajar”, me sentaba en el sillón de maquillaje y durante largos
minutos me regalaba el más maravilloso masaje en hombros, cabeza y cara. Luego, con esas enormes manos que increíblemente
poseían a la vez habilidad, fuerza y delicadeza, pasaba a intentar reparar los
destrozos que la falta de sueño iban dibujando cada día con
más profundidad sobre mi rostro.
Fueron días de los que, tan solo gracias a mi juventud y a un milagro de disciplina y amor a mi profesión, pude sobrevivir. Sacar cada noche las energías necesarias para enfrentarme a dos horas de show trepidante en el Music Hall era una tortura que, para mi sorpresa, a medida que iba cogiéndole el ritmo, desaparecía.
Y así logré llegar a la última de aquellas 14 jornadas de mis angustias.
A pesar del terrible agotamiento, esa mañana una llamita de felicidad iluminaba mis ojos y una satisfacción por la labor cumplida aligeraba el peso que se acumulaba sobre mis
extenuados huesos. ¡Hurra! ¡Ese iba a ser mi último día de rodaje!
¿Cómo iba a suponer que lo peor de aquella pesadilla estaba aún por
llegar?
Foto Cotarelo |
Próximo capítulo. Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)
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