sábado, 10 de noviembre de 2012

Instantánea - 53 - El señor Matías Colsada (y nuevos amigos).


La Puerta de Alcalá
El 8 de Enero de 1968  amaneció hermoso y soleado. Desde mi dormitorio me dediqué a observar como los rayos del sol invernal iban derritiendo la nieve acumulada sobre la calle y sobre las escuálidas ramas de ese árbol que, desde mi llegada, había estado  rozando los cristales  de mi ventana en un intento por penetrar en mi cuarto, sin duda en busca de un poco de calor.

¡Qué angustia la de aquella nieve cayendo durante tres días, sobre la ciudad de Madrid! En esas nevosas jornadas  había podido comprobar cómo el matutino manto, del más impoluto albor, se iba convirtiendo, con el paso del tiempo, las pisadas y las rodadas de los coches, en sucios, resbaladizos y peligrosos pegotes. Pero presentí que aquella mañana el sol, durante tanto tiempo ausente, se dedicaría a limpiar las calles, arrastrando con su calidez, no tan solo la suciedad ambiental, sino también la morriña que me dominaba.

Matías Colsada
Aún faltaban  interminables horas para mi cita con Matías Colsada. Eternidades  de espera. Pero debo contaros que, desde unos días atrás, mi existencia había adquirido un inesperado aliciente.

Aquella chica costarricense, compañera de habitación y, según propia confesión, persona  asignada por mi tía como espía de mis actos, era un ser amable y acogedor. Con ella podía tener momentos de comunicación  y eso nos convirtió en lo más parecido a dos íntimas amigas. La muchacha tenía “novio oficial”, que también estudiaba en Madrid, y cuando ambos me invitarona un Pub situado justo debajo de nuestra Residencia, desencadenaron  un cambio en mi vida que yo no podía sospechar cuán importante  iba a llegar a ser. 

“Quique”, como el pub se llamaba,  era centro de reunión de  las estudiantes que vivían arriba, así como de sus pretendientes y amigos. Por un lado la algarabía juvenil que allí reinaba me resultaba molesta  pero, por otro, mi alma agradecía esos momentos que espantaban de mí  la melancolía.

Entre los asiduos, un hombre era el centro de atención de todas las jovencitas, nenas que pululaban a su alrededor y se beneficiaban de su  forma de ser generosa y caballeresca. Su nombre era Ramón García Arana. Su madurez e interesante aspecto hicieron que desde el principio me fijara en él. Y la atracción fue recíproca. Desde que me invitó a su mesa me convertí, sin pretenderlo, en ahuyentadora de los moscones que le asediaba, cosa que afirmaba agradecerme.

Ramón había nacido en España y,  tras el triunfo del franquismo, siendo un adolescente emprendió  el exilio hacia Chile.  La similitud entre nuestras vivencias nos facilitaba largas conversaciones, ora comparando experiencias, ora contándonos  cosas sobre  nuestras  patrias adoptivas. Aquel hombre era un conversador maravilloso. Así que cada tarde yo esperaba con ilusión el momento de nuestro encuentro.

Jesús Alcántara
1968
Ese 8 de Enero que señalo al principio, al entrar en el pub, vi sentado junto a él a un muchacho muy joven que me fue presentado como “Jesús Alcántara, mi buen amigo, que acaba de volver de Málaga para reiniciar los estudios”. Sin duda el malagueño era un chico atractivo y, a causa de su origen andaluz, lleno de gracejo, pero no pertenecía en absoluto al tipo de hombres maduros que me atraían. La cuestión es que  la llegada de aquel muchacho alteró nuestra rutina. Su juvenil ímpetu nos arrancó de la mesa de “Quique”.  Los tres juntos íbamos al cine o a bailar a esos lugares llamados “discotecas” que tanto proliferaban por Madrid. 

Y así pasó con más levedad el tiempo de la espera. El día anterior a mi encuentro con el empresario de La Latina  ni siquiera aparecí por el pub. Mis nuevos amigos no conocían mi profesión ni, por supuesto,  mi cita con Colsada y no estaba segura de poder disimular mi nerviosismo.  Por lo  intuido en el breve tiempo que llevaba en España, ser artista estaba aquí visto con malos ojos y suspicacias, así que había optado por dejarles creer que yo era una más de aquellas estudiantes latinoamericanas que moraban en la residencia.

La que sí estaba informada de todo, convirtiéndose con ello en mi cómplice, era mi amiga y compañera de habitación. Ese día  fue de una tensión insoportable. Dado que yo no tenía ropa adecuada para la audición ella me ofreció uno de sus bañadores, desangelada pero única opción, así que con esa prenda, los zapatos de vestir que pude traer de Cuba, la parte de piano de uno de los pocos arreglos musicales que habían viajado conmigo desde la isla, me preparé para el importante momento que se aproximaba.

Fachada del Teatro La Latina

Y de nuevo, el día señalado llegó. El teatro La Latina tenía una fachada estupenda, un hermoso escenario y un patio de butacas amplio y cómodo que a esas horas de la mañana estaba, como es lógico, vacío. El hombre que me había recibido al llegar, tras entregarle yo mi atesorado álbum de recortes, me condujo a un camerino  para que pudiese cambiarme. Al ver aquella habitación  llena de plumas multicolores y maillots de fulgurantes lentejuelas comprendí lo ridícula que iba a resultar mi imagen en ese gran escenario, acompañada por un piano vertical al cual daría vida algún desconocido pianista y vistiendo un usado bañador que ni siquiera era de mi talla. Pero no era momento para amilanarse. Mi intuición me había dicho que ese día se iba a abrir la puerta que conduciría a mis futuros éxitos, así que, partitura en mano, medio desnuda y tiritando de frío, subí las escaleras que daban acceso al escenario. Y, empujada por una ráfaga de valor, penetré en él intentando caminar como Cyd Charisse y  sonreír  como Betty Grable,   bueno, en realidad, intentando  tan solo no desmayarme.
Betty Grable y Cyd Charisse
Puesto que en esta audición  el patio de butacas estaba iluminado, pude ver a un grueso individuo sentado en tercera fila, así que a él me dirigí con estas palabras: “Hola, supongo que usted es el señor Colsada. Gracias por recibirme. Confío en que le haya sido entregado mi álbum y ya sepa algo de mi trayectoria en Cuba. Si le parece bien voy a comenzar mi actuación.”  Así que me acerqué al pianista y le entregué aquella partitura de piano perteneciente a un arreglo para 30 músicos  que yo había grabado en CMQ, allá en La Habana, con la grandiosa orquesta dirigida por Mario Romeu, y puse toda mi alma en mi trabajo. 

Al terminar el número, tras unos suaves aplausos, oí la voz de Colsada diciéndome, “Muy bien, señorita, cámbiese y venga a mi despacho. Allí hablaremos”.

¿Qué se escondía tras esas palabras? Yo había hecho alarde de mis facultades, tanto vocales  como "danzantes", en un “Et Maintenent” con un puente musical  convertido para la ocasión  en un "adagio" lleno de “grand battements y piruettes”. En ese sentido estaba tranquila. Pero   la duda volvía a dominarme.
Posters de revistas de Colsada

Al llegar al lugar donde se estaba cocinando mi futuro me encontré con el amable señor Colsada y sus descorazonadas palabras. “Yolanda,  tienes estupendas condiciones pero no encajan con lo que es en España pedimos de una vedette. Te invito a quedarte a ver la función para que lo compruebes.  Además, y muy importante, tendrías que engordar tres o cuatro kilos.” Sin duda los últimos días en Cuba, aquel primer tiempo en mi país, los nervios y la pena me habían hecho perder peso pero sin convertirme,  ni mucho menos, en una anoréxica. Así que sus palabras me parecieron absurdas excusas. Pero acepté su invitación y  me quedé a ver el espectáculo. Y Dios, vaya si entendí a Colsada.

La vedette, de la que no se podía decir que cantara y mucho menos que fuese  bailarina, sin duda se podía decir una cosa; estaba “maciza”. En cuanto al resto del espectáculo, los textos eran inconsistentes y de las vicetiples, para qué hablar. Eso que estaba viendo no era ni remotamente lo que en Cuba considerábamos una revista musical. Así que intenté calmar la desilusión ante mi segundo fracaso diciéndome que aquello en realidad no era para mí, que cosas mejores vendrían. Que, sin duda, cosas mejores vendrían. Pero mientras tanto ¿qué sería de mi vida?


P.D. Queridos seguidores y amigos, me temo que durante un par de semanas os mantendré a dieta. Estamos en plena mudanza a Málaga y entre seleccionar, empaquetar, desempaquetar y colocar no vamos a tener mucho tiempo para escribir. Os ruego paciencia pues lo mejor está aún por llegar. ¿Podreis vivir sin mis historias algunos días? En estás fechas se cumple un año desde que comencé esta aventura. Muchos de vosotros estais conmigo desde el principio, otros os habeis unido a  mí lo a largo del camino. Para todos mi agradecimiento. Me encanta comprobar que las entradas han ido creciendo .¡Y ni mencionar la satisfacción que  siento cuando dejáis algún comentario en mi blog! Os amo a todos.

Yolanda Farr

Proximo capítulo: Las cosas se precipitan.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Instantánea 52 - Hasta los genios pueden equivocarse.


Valle Inclán
Aquella noche, al llegar a la Residencia, ni siquiera pude sentarme a cenar. La “separata” de la obra que me habían entregado, la cual resultó pertenecer a  la pieza Águila de Blasón, del insigne escritor gallego Ramón María del Valle Inclán, me quemaba en las manos y la voz estruendosa del autor me asaeteaba  reclamando mi total atención.

El lugar bullía con el alegre cacareo de aquellas jóvenes gallinitas, recién regresadas de sus países de origen e impregnadas aún del amor familiar y del espíritu navideño. Como todas  eran  unas desconocidas para mí, opté por encerrarme en mi particular sala de lectura  Y allí permanecí casi toda la madrugada, sumergida en el estudio de esa dramática escena que, a la tarde siguiente, sin duda sería el pasaporte de entrada a mi futuro teatral.

Y la mañana llegó. Y llegó la tarde. Con el cuerpo agotado por la falta de sueño pero con la mente diáfana y los textos memorizados en su totalidad, me presenté  en el teatro Bellas Artes. 

De nuevo me recibió el ayudante de Tamayo,  Díaz Merat,  rogándome que esperara en el hall a que llegara mi turno para la audición. Puesto que en los teatros de Madrid tan solo se encendían la calefacción y las luces generales a la hora de la función, el lugar estaba helado y en penumbras. Las voces que me llegaban del escenario, atravesando puertas y cortinas, me sonaban estentóreas y falsas. “Así no es”, pensaba, “no es ese el espíritu de la Pichona,  no es lo que Valle quiso contar de esa pobre prostituta”. Pensé que sin duda Tamayo, al oír mi versión, apreciaría el profundo estudio del personaje.  La cosa  estaba “chupada”.
Jamás olvidaré lo que siguió. Nunca se borrará de mi mente  aquel desconcertante y crucial momento. El escenario estaba iluminado con brillantez pero en el reinaba una soledad apabullante. Deslumbrada por las luces intenté  penetrar, con ojos ansiosos, en el pozo de espesa sombra que era el patio de butacas. Fue inútil. Después de unos segundos de absoluto silencio,  una extraña voz con una dicción difícil de entender, rompió las tinieblas dirigiéndome estas palabras: “¿Está lista, señorita? Los pies se le darán desde aquí abajo. Abra su “separata” y lea.”  De nuevo ese corazón, al que tanto esfuerzo estaba exigiendo últimamente, comenzó a galopar a marchas forzadas dentro de mi pecho.

Aquellas eran las condiciones menos adecuadas para hacer la primera audición de mi vida, sola sobre un inhóspito escenario y con la voz sin rostro de mi antagonista  brotando desde la helada oscuridad.  Con la garganta seca por la emoción y tras contestar “estoy lista, señor”,  comenzó una de las más desconcertantes experiencias de mi vida artística. Al finalizar la escena, con la expectación  irradiando de todo mi ser escuché de nuevo la tan particular voz que iba a leer mi sentencia: “Muy buena memoria y excelente pinta, señorita, pero tiene usted demasiado acento argentino. Gracias y que pase la siguiente”. 

No puedo describir el huracán que azotó  mi alma en esos momentos ni como aquellas palabras afectaron la endeble autoestima que por aquellos días tenía. ¡Y para colmo aquel "genio del teatro" tachaba mi acento de argentino!  He de anticiparos que, menos de dos años después, durante la Segunda Campaña Nacional de Teatro y dirigida en este caso por Adolfo Marsillach, F.J. Alcántara, crítico del periódico El ideal gallego, a propósito de mi actuación en la misma obra de Valle  escribiría;  “Yolanda Farr   en el papel de La Pichona, dio la impresión de suma naturalidad en la incorporación de su personaje. Sobre todo es de señalar su acierto al añadir a su trabajo el dulce acento gallego.”
En primer plano, de izquierda a derecha Luis Prendes, Terele Pávez,  Marisa de Leza,
el alcalde Paz Sueiro, Yolanda Farr y Julia Tejela

La cuestión es que  al salir aquella tarde del teatro Bellas Artes hecha un guiñapo humano, me sentía incapaz de volver a la Residencia con la carga de mi fracaso, así que decidí llegarme a casa de los Ortega, en busca del consuelo y la comprensión de personas amables.
Doña Rosa y su hija me recibieron con la calidez de siempre y después de un rato de conversación, ante mi evidente desánimo, Enriqueta me dijo, “no te preocupes, Yolanda, tengo una amiga muy influyente en la redacción de la revista Telva que sin duda te conseguirá trabajo en su “staff”.
Y de nuevo tuve que rechazar la oferta.  Y nuevamente observé que ese hecho era recibido con incomprensión y desagrado. No lo podían entender. Con toda la buena fe que sin duda les guiaba, no podían asimilar que la vida, fuera del mundo del espectáculo, no poseía sentido alguno para mí. Además, tan solo llevaba días, largos y dolorosos  pero al fin y al cabo tan solo días, en España. Mi camino en la búsqueda de trabajo acababa de comenzar y la seguridad de que mi profesión y yo aún teníamos por delante un fructífero intercambio de experiencias, me hacían desdeñar cualquier otra posibilidad.

Se me ocurrió que, si mi acento era un obstáculo a vencer no tenía  más que emprender a la inversa el ejercicio al que me había sometido en Cuba antes de mi debut  teatral, es decir pasar del ceceo al seseo y ahora volver al ceceo. Hasta conseguir ese objetivo siempre me quedaba  mi  experiencia en el musical. Así que decidí que mi próximo intento sería con la revista.
En ese campo era famoso en Madrid el Teatro de la Latina, dirigido por Matías Colsada. Allí se representaban revistas de larga duración en cartel y estupenda aceptación del público. Ese sería el próximo paso y así se lo comuniqué a mis interlocutoras. Solo algún tiempo más tarde comprendí el porqué de la lividez que cubrió los rostros de esas buenas mujeres al conocer mis planes.

Así que tras buscar aquella noche  en un periódico el teléfono de La latina,  me dispuse a pedir  cita con su director, Colsada. Por desgracia me dijeron que dicho señor estaba fuera de Madrid y que no regresaría hasta finalizar las fiestas navideñas, es decir, hasta después del 6 de enero, aquella fecha entrañable cuya cercanía se me había pasado  por alto: Los Reyes Magos. 

Cabalgata de Los Reyes Magos,  con la Puerta de Alcalá al fondo

Es decir que nuestra cita se concertó para el día 10. Eso iba a causar que mis planes se postergasen y me obligaba a domeñar mis premuras. ¿Qué haría durante esas jornadas que me parecían eternas ? Seguramente la velada del  5 de enero la pasaría de nuevo en casa de los Ortega y sin duda mi primo Oscar mantendría hasta entonces el silencio y alejamiento que estaba caracterizando nuestra no-relación. Tal vez volviera a ver a mi “primo putativo”  Juanjo, y, tal  como me  prometiera la noche de mi serenata, me acompañara a la guitarra algunas  canciones típicas españolas que la “tuna” solía cantar y que yo aún recordaba de mi infancia.  Poco más podía esperar de aquella  Noche de Reyes que con tanta ilusión había celebrado Cuba entera durante la época pre-castrista. En cualquier caso, ¿en qué ocuparía mis horas hasta entonces?
Celia Gámez, María de los Ángeles Santana, las hermanas Ethel y Gogó Rojo y Addy Ventura
Como siempre, la colección de periódicos de la residencia fue mi salvación.. Rebuscando en antiguas ediciones encontré valiosa información sobre las vedettes que triunfaban, o lo habían hecho, en España y me llevé una grata sorpresa. Entre ellas había muchas extranjeras. Comenzando por la venerada Celia Gámez, argentina, continuando con mi admirada amiga María de los Ángeles Santana, cubana, con Gogó y Ethel Rojo, dos hermanas también argentinas,  en la actualidad con Addy Ventura, puertorriqueña y con Anne Marie Rossier, francesa.  
Resultaba obvio que en ese campo no podrían rechazarme por mi acento. Segura de mi amplia experiencia en cabaret y musicales en la isla, la esperanza que, como bien dicen “es lo último que se pierde”, se me subió a la cabeza,   prometiéndome un futuro exitoso como vedette de revista.  
PD. Queridos, un amigo gentil donde los haya, Tony Pisani, me ha enviado un link con un antiguo reportaje sobre el rodaje de la película muda cubana que he mencionado en anteriores capítulos, “El veneno de un beso”. Deseo compartir con vosotros mi sorpresa: A parte de mi tía Mercedes Mariño, ¡en una breve secuencia aparecen las Pfarry Sisters, mis mellizas del alma! Os paso  estas imágenes  para que comprobéis  que no he exagerado al loar la delicadeza y hermosura de mis madres  alemanas.  






Próximo capítulo: El señor Colsada y nuevos amigos.