Los grandes avatares del exilio.

Hasta los genios pueden equivocarse.


Valle Inclán
Aquella noche, al llegar a la Residencia, ni siquiera pude sentarme a cenar. La “separata” de la obra que me habían entregado, la cual resultó pertenecer a  la pieza Águila de Blasón, del insigne escritor gallego Ramón María del Valle Inclán, me quemaba en las manos y la voz estruendosa del autor me asaeteaba  reclamando mi total atención.

El lugar bullía con el alegre cacareo de aquellas jóvenes gallinitas, recién regresadas de sus países de origen e impregnadas aún del amor familiar y del espíritu navideño. Como todas  eran  unas desconocidas para mí, opté por encerrarme en mi particular sala de lectura  Y allí permanecí casi toda la madrugada, sumergida en el estudio de esa dramática escena que, a la tarde siguiente, sin duda sería el pasaporte de entrada a mi futuro teatral.

Y la mañana llegó. Y llegó la tarde. Con el cuerpo agotado por la falta de sueño pero con la mente diáfana y los textos memorizados en su totalidad, me presenté  en el teatro Bellas Artes. 

De nuevo me recibió el ayudante de Tamayo,  Díaz Merat,  rogándome que esperara en el hall a que llegara mi turno para la audición. Puesto que en los teatros de Madrid tan solo se encendían la calefacción y las luces generales a la hora de la función, el lugar estaba helado y en penumbras. Las voces que me llegaban del escenario, atravesando puertas y cortinas, me sonaban estentóreas y falsas. “Así no es”, pensaba, “no es ese el espíritu de la Pichona,  no es lo que Valle quiso contar de esa pobre prostituta”. Pensé que sin duda Tamayo, al oír mi versión, apreciaría el profundo estudio del personaje.  La cosa  estaba “chupada”.
Jamás olvidaré lo que siguió. Nunca se borrará de mi mente  aquel desconcertante y crucial momento. El escenario estaba iluminado con brillantez pero en el reinaba una soledad apabullante. Deslumbrada por las luces intenté  penetrar, con ojos ansiosos, en el pozo de espesa sombra que era el patio de butacas. Fue inútil. Después de unos segundos de absoluto silencio,  una extraña voz con una dicción difícil de entender, rompió las tinieblas dirigiéndome estas palabras: “¿Está lista, señorita? Los pies se le darán desde aquí abajo. Abra su “separata” y lea.”  De nuevo ese corazón, al que tanto esfuerzo estaba exigiendo últimamente, comenzó a galopar a marchas forzadas dentro de mi pecho.

Aquellas eran las condiciones menos adecuadas para hacer la primera audición de mi vida, sola sobre un inhóspito escenario y con la voz sin rostro de mi antagonista  brotando desde la helada oscuridad.  Con la garganta seca por la emoción y tras contestar “estoy lista, señor”,  comenzó una de las más desconcertantes experiencias de mi vida artística. Al finalizar la escena, con la expectación  irradiando de todo mi ser escuché de nuevo la tan particular voz que iba a leer mi sentencia: “Muy buena memoria y excelente pinta, señorita, pero tiene usted demasiado acento argentino. Gracias y que pase la siguiente”. 

No puedo describir el huracán que azotó  mi alma en esos momentos ni como aquellas palabras afectaron la endeble autoestima que por aquellos días tenía. ¡Y para colmo aquel "genio del teatro" tachaba mi acento de argentino!  He de anticiparos que, menos de dos años después, durante la Segunda Campaña Nacional de Teatro y dirigida en este caso por Adolfo Marsillach, F.J. Alcántara, crítico del periódico El ideal gallego, a propósito de mi actuación en la misma obra de Valle  escribiría;  “Yolanda Farr   en el papel de La Pichona, dio la impresión de suma naturalidad en la incorporación de su personaje. Sobre todo es de señalar su acierto al añadir a su trabajo el dulce acento gallego.”
En primer plano, de izquierda a derecha Luis Prendes, Terele Pávez,  Marisa de Leza,
el alcalde Paz Sueiro, Yolanda Farr y Julia Tejela

La cuestión es que  al salir aquella tarde del teatro Bellas Artes hecha un guiñapo humano, me sentía incapaz de volver a la Residencia con la carga de mi fracaso, así que decidí llegarme a casa de los Ortega, en busca del consuelo y la comprensión de personas amables.
Doña Rosa y su hija me recibieron con la calidez de siempre y después de un rato de conversación, ante mi evidente desánimo, Enriqueta me dijo, “no te preocupes, Yolanda, tengo una amiga muy influyente en la redacción de la revista Telva que sin duda te conseguirá trabajo en su “staff”.
Y de nuevo tuve que rechazar la oferta.  Y nuevamente observé que ese hecho era recibido con incomprensión y desagrado. No lo podían entender. Con toda la buena fe que sin duda les guiaba, no podían asimilar que la vida, fuera del mundo del espectáculo, no poseía sentido alguno para mí. Además, tan solo llevaba días, largos y dolorosos  pero al fin y al cabo tan solo días, en España. Mi camino en la búsqueda de trabajo acababa de comenzar y la seguridad de que mi profesión y yo aún teníamos por delante un fructífero intercambio de experiencias, me hacían desdeñar cualquier otra posibilidad.

Se me ocurrió que, si mi acento era un obstáculo a vencer no tenía  más que emprender a la inversa el ejercicio al que me había sometido en Cuba antes de mi debut  teatral, es decir si había pasado del ceceo al seseo y ahora debía volver al ceceo. Hasta conseguir ese objetivo siempre me quedaba  mi  experiencia en el musical. Así que decidí que mi próximo intento sería con la revista.
En ese campo era famoso en Madrid el Teatro de la Latina, dirigido por Matías Colsada. Allí se representaban revistas de larga duración en cartel y estupenda aceptación del público. Ese sería el próximo paso y así se lo comuniqué a mis interlocutoras. Solo algún tiempo más tarde comprendí el porqué de la lividez que cubrió los rostros de esas buenas mujeres al conocer mis planes.
Así que tras buscar aquella noche  en un periódico el teléfono de La latina,  me dispuse a pedir  cita con su director, Colsada. Por desgracia me dijeron que dicho señor estaba fuera de Madrid y que no regresaría hasta finalizar las fiestas navideñas, es decir, hasta después del 6 de enero, aquella fecha entrañable cuya cercanía se me había pasado  por alto: Los Reyes Magos. 

Cabalgata de Los Reyes Magos,  con la Puerta de Alcalá al fondo

Es decir que nuestra cita se concertó para el día 10. Eso iba a causar que mis planes se postergasen y me obligaba a domeñar mis premuras. ¿Qué haría durante esas jornadas que me parecían eternas ? Seguramente la velada del  5 de enero la pasaría de nuevo en casa de los Ortega pero poco  podía esperar de aquella  Noche de Reyes que con tanta ilusión había celebrado Cuba entera durante la época pre-castrista. En cualquier caso, ¿en qué ocuparía mis horas hasta entonces?
Celia Gámez, María de los Ángeles Santana, las hermanas Ethel y Gogó Rojo y Addy Ventura
Como siempre, la colección de periódicos de la residencia fue mi salvación.. Rebuscando en antiguas ediciones encontré valiosa información sobre las vedettes que triunfaban, o lo habían hecho, en España y me llevé una grata sorpresa. Entre ellas había muchas extranjeras. Comenzando por la venerada Celia Gámez, argentina, continuando con mi admirada amiga María de los Ángeles Santana, cubana, con Gogó y Ethel Rojo, dos hermanas también argentinas,  en la actualidad con Addy Ventura, puertorriqueña y con Anne Marie Rossier, francesa.  

Resultaba obvio que en ese campo no podrían rechazarme por mi acento. Segura de mi amplia experiencia en cabaret y musicales en la isla, la esperanza que, como bien dicen “es lo último que se pierde”, se me subió a la cabeza,   prometiéndome un futuro exitoso como vedette de revista.  


El señor Colsada y nuevos amigos.




La Puerta de Alcalá
El 8 de Enero de 1968  amaneció hermoso y soleado. Desde mi dormitorio me dediqué a observar como los rayos del sol invernal iban derritiendo la nieve acumulada sobre la calle y sobre las escuálidas ramas de ese árbol que, desde mi llegada, había estado  rozando los cristales  de mi ventana en un intento por penetrar en mi cuarto, sin duda en busca de un poco de calor.

¡Qué angustia la de aquella nieve cayendo durante tres días, sobre la ciudad de Madrid! En esas nevosas jornadas  había podido comprobar cómo el matutino manto, del más impoluto albor, se iba convirtiendo, con el paso del tiempo, las pisadas y las rodadas de los coches, en sucios, resbaladizos y peligrosos pegotes. Pero presentí que aquella mañana el sol, durante tanto tiempo ausente, se dedicaría a limpiar las calles, arrastrando con su calidez, no tan solo la suciedad ambiental, sino también la morriña que me dominaba.

Matías Colsada
Aún faltaban cuarenta y pico de horas para mi cita con Matías Colsada. Eternidades  de espera. Pero debo contaros que, desde unos días atrás, mi existencia había adquirido un inesperado aliciente.

Aquella chica costarricense, compañera de habitación y, según propia confesión, persona  asignada por mi tía como espía de mis actos, era un ser amable y acogedor. Con ella podía tener momentos de comunicación  y eso nos convirtió en lo más parecido a dos íntimas amigas. La muchacha tenía “novio oficial”, que también estudiaba en Madrid, y cuando ambos me invitarona a un Pub situado justo debajo de nuestra Residencia, desencadenaron  un cambio en mi vida que yo no podía sospechar cuán importante  iba a llegar a ser. 

“Quique”, como el pub se llamaba,  era centro de reunión de  las estudiantes que vivían arriba, así como de sus pretendientes y amigos. Por un lado la algarabía juvenil que allí reinaba me resultaba molesta  pero, por otro, mi alma agradecía esos momentos que espantaban de mí  la melancolía.

Entre los asiduos, un hombre era el centro de atención de todas las jovencitas, nenas que pululaban a su alrededor y se beneficiaban de su  forma de ser generosa y caballeresca. Su nombre era Ramón García Arana. Su madurez e interesante aspecto hicieron que desde el principio me fijara en él. Y la atracción fue recíproca. Desde que me invitó a su mesa me convertí, sin pretenderlo, en ahuyentadora de los moscones que le asediaba, cosa que afirmaba agradecerme.

Ramón había nacido en España y,  tras el triunfo del franquismo, siendo un adolescente emprendió  el exilio hacia Chile.  La similitud entre nuestras vivencias nos facilitaba largas conversaciones, ora comparando experiencias, ora contándonos  cosas sobre  nuestras  patrias adoptivas. Aquel hombre era un conversador maravilloso. Así que cada tarde yo esperaba con ilusión el momento de nuestro encuentro.

Jesús Alcántara
1968
Ese 8 de Enero que señalo al principio, al entrar en el pub, vi sentado junto a él a un muchacho muy joven que me fue presentado como “Jesús Alcántara, mi buen amigo, que acaba de volver de Málaga para reiniciar los estudios”. Sin duda el malagueño era un chico atractivo y, a causa de su origen andaluz, lleno de gracejo, pero no pertenecía en absoluto al tipo de hombres maduros que me atraían. La cuestión es que  la llegada de aquel muchacho alteró nuestra rutina. Su juvenil ímpetu nos arrancó de la mesa de “Quique”.  Los tres juntos íbamos al cine o a bailar a esos lugares llamados “discotecas” que tanto proliferaban por Madrid. 

Y así pasó con más levedad el tiempo de la espera. El día anterior a mi encuentro con el empresario de La Latina  ni siquiera aparecí por el pub. Mis nuevos amigos no conocían mi profesión ni, por supuesto,  mi cita con Colsada y no estaba segura de poder disimular mi nerviosismo.  Por lo  intuido en el breve tiempo que llevaba en España, ser artista estaba aquí visto con malos ojos y suspicacias, así que había optado por dejarles creer que yo era una más de aquellas estudiantes latinoamericanas que moraban en la residencia.

La que sí estaba informada de todo, convirtiéndose con ello en mi cómplice, era mi amiga y compañera de habitación. Ese día  fue de una tensión insoportable. Dado que yo no tenía ropa adecuada para la audición ella me ofreció uno de sus bañadores, desangelada pero única opción, así que con esa prenda, los zapatos de vestir que pude traer de Cuba, la parte de piano de uno de los pocos arreglos musicales que habían viajado conmigo desde la isla, me preparé para el importante momento que se aproximaba.

Fachada del Teatro La Latina

Y de nuevo, el momento llegó. El teatro La Latina tenía una fachada estupenda, un hermoso escenario y un patio de butacas amplio y cómodo que a esas horas de la mañana estaba, como es lógico, vacío. El hombre que me había recibido al llegar, tras entregarle yo mi atesorado álbum de recortes, me condujo a un camerino  para que pudiese cambiarme. Al ver aquella habitación  llena de plumas multicolores y maillots de fulgurantes lentejuelas comprendí lo ridícula que iba a resultar mi imagen en ese gran escenario, acompañada por un piano vertical al cual daría vida algún desconocido pianista y vistiendo un usado bañador que ni siquiera era de mi talla. Pero no era momento para amilanarse. Mi intuición me había dicho que ese día se iba a abrir la puerta que conduciría a mis futuros éxitos, así que, partitura en mano, medio desnuda y tiritando de frío, subí las escaleras que daban acceso al escenario. Y, empujada por una ráfaga de valor, penetré en él intentando caminar como Cyd Charisse y  sonreír  como Betty Grable,   bueno, en realidad, intentando  tan solo no desmayarme.
Betty Grable y Cyd Charisse
Puesto que en esta audición  el patio de butacas estaba iluminado, pude ver a un grueso individuo sentado en tercera fila, así que a él me dirigí con estas palabras: “Hola, supongo que usted es el señor Colsada. Gracias por recibirme. Confío en que le haya sido entregado mi álbum y ya sepa algo de mi trayectoria en Cuba. Si le parece bien voy a comenzar mi actuación.” 

Tras terminar el número escuché unos suaves aplausos y oí la voz de Colsada diciéndome, “Muy bien, señorita, cámbiese y venga a mi despacho. Allí hablaremos”.¿Qué se escondía tras esas palabras? 
Posters de revistas de Colsada

Al llegar al lugar donde se estaba cocinando mi futuro me encontré con el amable señor Colsada y sus descorazonadas palabras. “Yolanda,  tienes estupendas condiciones pero no encajan con lo que es en España pedimos de una vedette. Te invito a quedarte a ver la función para que lo compruebes.  Además, y muy importante, tendrías que engordar tres o cuatro kilos.” Sin duda los últimos días en Cuba, aquel primer tiempo en mi país, los nervios y la pena me habían hecho perder peso pero sin convertirme,  ni mucho menos, en una anoréxica. Así que sus palabras me parecieron absurdas excusas. Pero acepté su invitación y  me quedé a ver el espectáculo. Y Dios, vaya si entendí a Colsada.

La vedette, de la que no se podía decir que cantara y mucho menos que fuese  bailarina, sin duda se podía decir una cosa; estaba “maciza”. En cuanto al resto del espectáculo, los textos eran inconsistentes y de las vicetiples, para qué hablar. Eso que estaba viendo no era ni remotamente lo que en Cuba considerábamos una revista musical. Así que intenté calmar la desilusión ante mi segundo fracaso diciéndome que aquello en realidad no era para mí, que cosas mejores vendrían. Que, sin duda, cosas mejores vendrían. Pero mientras tanto ¿qué sería de mi vida?



 Las cosas se precipitan.
(Primera parte).




Mi primer retrato profesional en Madrid
Después del gran pinchazo sufrido con Matías Colsada y su "revista musical"  mi necesidad de apoyo y comunicación me llevó de nuevo a casa de los Ortega. Allí fui recibida  por Doña Rosa con esa dulzura que la caracterizaba. En esta ocasión estaba sola y tuvimos oportunidad de hablar más larga e íntimamente. El marido estaba atendiendo  su consulta de dentista y la hija, Enriqueta, estaba ausente. Fueron, en un principio,  momentos de una gran ternura pero de pronto pronunció las palabras que me abrieron  los ojos a la situación que estaba viviendo y a la inseguridad de mi futuro inmediato. “Cariño, alégrate de que te rechazaran para la revista. Nos tenías a todos asustados, pues ese es un género muy mal visto y las vedettes son mujeres de mala reputación. Con todo el afecto que siento por ti voy a darte un consejo; reconsidera tu actitud y acepta alguna de las proposiciones de trabajo que se te han brindado. En tus condiciones no debes rechazarlas. Oscarito teme que tu intención sea depender económicamente de la familia de forma indefinida y amenaza con comunicar su opinión a tus tíos. Como ellos  confían  en su juicio, puedes encontrarte ante un grave problema. ” ¡Así que esa era la mentalidad ultra conservadora de mi familia y adláteres! Aquello me hizo sentir como si  la soga que rodeaba mi cuello se estrechara hasta límites insoportables.

Una vez en la oscuridad de mi habitación llegué a pensar que el destino me estaba haciendo la malvada  jugarreta de  despojarme de todo lo que amaba, mi familia, mis amigos, mi querida isla y,  también ahora de mi profesión. Y estaba ya  casi decidida a darme por vencida, a no entablar una lucha inútil con los Hados cuando tuve de nuevo una demostración de que los milagros existían. Oí unos nudillos llamando  a la puerta y una voz que decía, “Yolanda, tienes una llamada de Cuba”.

No sé como lo lograron, pues comunicarse desde la isla hacia el exterior era casi imposible, pero, de pronto, en mi oído estaba resonando el dulce acento gallego de mi adorado padre. Ni siquiera voy a intentar describir aquel momento. No encontraría jamás  palabras con suficiente enjundia. El caso es que, cuando al fin logramos ambos dominar nuestra emoción pasé a narrarle los últimos acontecimientos, mi fracaso con Colsada y las recientes  palabras de Doña Rosa. En ese momento mi padre estalló en una cólera de la que nunca lo hubiera considerado capaz. ¿Cómo era posible que, a escaso un mes de mi llegada, Olimpia me pudiera presionar de esa manera, sobre todo siendo la situación de ellos en Costa Rica más que desahogada? ¿Acaso olvidaba los sacrificios y esfuerzos  por los que él había pasado para poder traer a Cuba a las tres hermanas y a la madre? ¿No recordaba el ahínco con que el jovencísimo Arsenio  logró dar estudios a cada una de las tres, Mercedes, Carmen y Olimpia, así como  un hogar confortable y hasta un buen estatus social? Que ni se me ocurriera abandonar mi carrera, dijo. Que en mis genes estaba el teatro y que renegar de eso sería como hacerlo de mí misma y de mi familia. Me afirmó que escribiría a su hermana explicándole todo esto y exigiendo, si fuese necesario, una retribución justa por todo lo que él había hecho por ellos. Y entonces, los diabólicos geniecillos de la telefonía, decidieron cortar la comunicación, dejándonos a ambos el amargo regusto de la frustración pero a mí, al mismo tiempo, el impulso para seguir, pasase lo que pasase, buscando mi lugar en el mundo del espectáculo español.


Fachadas de los Teatros María Guerrero y Español
Así que ocupé  los días siguientes en ir de teatro en teatro con mi consabido álbum de recortes, ya mareado el pobre de tanto ir y venir, rogando porque a alguien no le importara tanto mi seseo como al señor Tamayo o mi delgadez como al señor Colsada. Pero los locales que visité estaban en plena temporada y con obras de éxito. En ellos no había manera de introducirse. Mi intención de establecer contacto  con los directores resultaba vana pues nadie le facilitaba sus direcciones o teléfonos a una desconocida.  Así pasaba el tiempo y, para mi angustia, nada lograba.

Tan solo mis reuniones en Quique con Ramón y Jesús aliviaban mi desesperación. Con el contacto diario llegué a apreciar al joven andaluz que había surgido en mi vida y con la proximidad física empecé a notar que mi aletargada sexualidad se despertaba. Y así comenzamos un flirteo que acabó convirtiéndose en lo que en España llamamos  “magreo”. Es decir, lo más lejos que una chica decente podía llegar con un chico: besuqueos y tímidas tocaciones.

Una  mañana  Jesús se ofreció a llevarme al gran Parque del Retiro. Aquel hermosísimo lugar que junto con La Casa de Campo eran los dos pulmones de Madrid. 

Nuestra romántica ruta por El Retiro
Jesús y yo llegamos al parque agarrados de la mano y recorrimos la preciosa avenida de entrada admirando aquellos grandes árboles cubiertos de nieve, conmocionados por tanta belleza. Su mano aportaba a la mía una tibieza que me llegaba al corazón y  viajaba con alevosía por mi cuerpo hasta entibiar  mi entrepierna.

El lago frente al Palacio de Cristal
Y así llegamos al estanque, frente al majestuoso Palacio de Cristal.  En el agua semicongelada se abrían grietas surcadas por hermosos cisnes blancos y negros y en el cielo unos tímidos rayos de sol se filtraban entre las nubes…Allí, solos ante tanta belleza, sentí brotar en mí el dulce fuego del romanticismo y, sin pensármelo dos veces, comencé a entonar un “Summer time” al estilo de mis admirados Ella Fitzgerald o Sammy Davis Jr., adornado con esos “do-doddle-do” o “wuabara-ba”,  ese scat  improvisado que tanto había admirado en la voz de  aquellos maravillosos jazzistasJesús me escuchó en un reverencial silencio. Al terminar mi “descarga” le miré con chiribitas de  amor en los ojos. Él  a su vez me dirigió una de sus irresistibles miradas azules, abrió su apetecible boca y me dijo con su encantador acento andaluz, “¡anda niña, que si te tuvieras que ganar la vida cantando...!" Y, ¡crash!, el cristalino globo de mi romanticismo se desplomó sobre la nieve rompiéndose en mil pedazos. Otro batacazo más para mi autoestima.

Ella Fitzgerald y Sammy Davis Jr.
Aun sabiendo que ninguno de mis nuevos amigos conocía mi condición de artista y que en España el Jazz era un género nada apreciado en esos años, que los estilos Dixiland,  New Orleans o,el inspirado scat, eran términos que solo tenían significado para los muy escasos diletantes, aquellas palabras de Jesús me hicieron reflexionar. No es que me molestara su incultura musical, de pronto comprendí que no podía seguir ocultando mi realidad a los amigos ni continuar escondiéndome entre jóvenes estudiantes universitarios. Fuese como fuese debía desprenderme de la falsa protección que me daba la Residencia y afrontar mi profesión y mi futuro sin subterfugios, antes de que aquel ambiente burgués limara las aristas, absorbiera las luces y las imprescindibles sombras que configuraban a una verdadera artista.

Pero la cuestión era que, sin yo saberlo, la vida muy pronto me iba a dar el empujón definitivo. Bueno, he de admitir que un empujón demasiado brusco.



Las cosas se precipitan.
(Segunda parte)


Mi segunda foto profesional en España
(postizo incluido)
A la mañana siguiente, muy temprano, me dijeron de nuevo que tenía una comunicación telefónica. Me lancé, descalza y en pijama hacia  el teléfono, creyendo que volvería a oír, viajando  desde Cuba, como en un milagro, las voces de los que tanto amaba, pero no fue así. “Hola Yolanda, perdona que te llame a estas horas pero estoy a punto de emprender vuelo hacia Canadá y no volveré en un par de días.  Soy Ana Esther. Nos conocimos este Año Viejo en casa de los Ortega. Quiero que sepas cuanto entiendo y admiro esa fidelidad que le guardas a tu profesión.  Durante mis vuelos, he tenido la oportunidad de establecer contacto con muchas personas, algunas  muy importantes.  Una de ellas es un gran manager de artistas, el señor B. Me he puesto en contacto con él,  le he hablado de ti y quiere conocerte. Dice que ya que tú aún  no te desenvuelves bien por Madrid él está dispuesto a desplazarse a la cafetería Scorpio que está cerca de tu residencia. Si estás de acuerdo le llamo y concierto la entrevista.” ¿Que si estaba de acuerdo? Le dije que incluso estaba dispuesta a besar sus pies como muestra de agradecimiento y que concertara esa reunión para LO ANTES POSIBLE. 

Unos minutos más tarde Ana Esther me comunicaba que el señor en cuestión me esperaría en dicha cafetería el día siguiente a las 6 de la tarde. Aquella era una oportunidad de oro pues yo sabía que tener un manager o un representante, en los países capitalistas, era la mejor manera de introducirse y consolidarse en el mundo del espectáculo. Cierto que ellos se llevaban un jugoso tanto por ciento de tu sueldo pero precisamente por eso eran los más interesados en conseguirte abundante trabajo.

Al entrar a la tarde siguiente en Scorpio quedé  sorprendida al ver que aquel importante “manager de artistas” estaba ya esperándome. No me fue difícil identificarle gracias a la descripción que de él me había dado Ana Esther. Rollizo, de escaso cabello teñido y cincuentón. Mientras me dirigía a su mesa mis piernas temblequeaban de tal manera que temí ser tomada por una borracha. “Una nueva oportunidad, Dios, te ruego que esta sea la definitiva”, aullaba mi corazón.

El señor B y yo estuvimos varios minutos conversando. En un principio todo versó  sobre Cuba y Fidel. Sus preguntas eran simples y mis repuestas cautas, pues en mi cerebro  estaba vigente esa prevención que, a pesar de la distancia, aún coartaba mi libertad de expresión. Pero hasta ese momento todo iba bien. Fue más tarde, al decirme el hombre  que le era importante saber  si tenía novio en España, y tras lanzarme   esta peliaguda pregunta “¿hasta dónde eres capaz de llegar para retomar tu profesión con garantía de éxito?”, cuando el ambiente comenzó a enrarecerse. Pero el colofón lo puso el hecho de que rechazara mi querido álbum con estas palabras; “mira niña, aquí eso no te va a servir para nada, a nadie le interesa lo que hayas hecho en esa isla perdida. Quémalo.” Si, en aquel momento en mi cerebro comenzó a sonar una sirena anunciando el inminente desastre. 

Pero, parece ser que la cara de póquer que conseguí lucir le animó a seguir hablando. “Estoy dispuesto a representarte pero con cuatro inexcusables condiciones. Primera, abandonarás de inmediato la residencia y te trasladarás a un apartamento que yo alquilaré para ti. Segunda, estarás siempre preparada, cuando yo te llame, para ser acompañante en Madrid de quien yo te indique y hasta que yo decida. Por supuesto nada te obliga a realizar el sexo con el individuo en cuestión. Eso lo  harás si quieres y cobrarás o no por ello, según decidas, sin que sea asunto de mi incumbencia. Solo ten presente esto;  es imprescindible que el personaje  quede plenamente satisfecho con tu compañía. Tu dominio de varios idiomas puede serte muy útil a la hora de atender a directores, productores o actores extranjeros. A cambio de eso te garantizo trabajo en cine y televisión. Tercera condición, yo seré tu representante en exclusiva, es decir que no tendrás contacto con ningún otro y, si te llaman  para algún trabajo,  dirigirás las solicitudes siempre a mí. Y cuarta, lleguemos o no a un acuerdo, todo lo que esta tarde hemos hablado quedará  para siempre entre nosotros. Para demostrarte mi seriedad y eficacia te conseguiré un programa de televisión en días muy próximos. Ah, por cierto yo cobro el veinticinco por ciento de comisión en cada contrato.” Aquello parecía una pesadilla. ¡Esa inusitada proposición!  En un estado de total aturdimiento solo atiné a decirle que aquella era una decisión muy importante y que me diera unos días para pensármelo. Y así nos despedimos.

Huelga decir que aquella noche la pasé en blanco, dudando entre si aquel hombre era  un proxeneta o si ese era el proceso inevitable para conseguir trabajo en la tan denostada por el régimen castrista, “democracia corrupta”. En mi afán por conservar mi profesión, ¿qué precio estaba en realidad dispuesta a pagar? Aquello que B me proponía ¿no era una forma segura de perder  mi libertad y mi dignidad? La situación con mis protectores costarricenses estaba de una tirantez peligrosa (ver Instantánea 53) pero en absoluto me veía soportando el total sometimiento que implicaba la  propuesta del mánager. Por supuesto a nadie conté el resultado de la entrevista. Eso era algo que tenía que decidir por mí misma.

El showman Torrebuno

Para mi sorpresa, al día siguiente recibí una llamada de Televisión Española instándome a grabar el play back de la canción que yo eligiese para el  programa de Torrebruno que se emitiría el sábado próximo.  B. sin duda era una persona poderosa en el medio y había cumplido su promesa con gran premura, pero,  era  tal la inseguridad y la vergüenza que me provocaba la drástica disyuntiva a la que me veía abocada que no les comuniqué a los Ortega lo de mi próxima aparición televisiva. Tan solo informé sobre ello a Ramón, a Jesús y a la familia Bobadilla, de la que hablaré más adelante, ya que,  a partir de aquella anécdota en el Parque del Retiro, (ver instantánea 54)  había decidido contarles a mis nuevos amigos, con pelos y señales,  la verdad sobre  mi profesión.  Por fortuna  esa verdad fue tomada por ellos con absoluta naturalidad e incluso con admiración. ¡Esas personas sí eran de mentalidad abierta!

La mañana que llegué al plató mi desazón eclipsaba la alegría que mi primer trabajo en la tele de mi Patria debería haberme producido.

Salomé en Eurovisión
Torrebruno era un showman italiano con tanta fama en España que vivía más tiempo aquí que en su país. De simpático físico, buena voz, agradable carácter y pequeña estatura se convirtió en una importante figura de la televisión española. En aquella ocasión la estrella de su programa musical era Salomé, quién un año después ganaría  el Festival de Eurovisión).

También paticipada un joven, novato  y muy meloso asturiano que, acompañado de su guitarra, cantaba composiciones propias, es decir, un cantautor llamado Víctor Manuel. 

Durante el ensayo de cámara aquel  "asturianin" y yo nos dedicamos a esperar  nuestro turno inmersos en una amena charla que, en un principio, versó  sobre naderías  pero que, como siempre, finalizó centrándose en Cuba. Él confesó ser un gran admirador de Fidel y  yo me abstuve de hacer comentario alguno al respecto. No era el momento ni el lugar. De todos modos, ya había comprobado, para mi sorpresa, que  Castro estaba idealizado por la mayoría de mis compatriotas. La frase “lo que España necesita es un Fidel" “,  me había horrorizado varias veces. El caso es que Víctor Manuel me pidió mi número de teléfono, de lo que  me escabullí con la excusa de que acababa de llegar y aún no lo tenía memorizado. ¡Lo que menos necesitaba yo en esos momentos eran complicaciones sentimentales! (Tiempo más tarde aquel muchachito se convertiría en un gran compositor y amante esposo de la cantante y actriz Ana Belén)

El cantautor Víctor Manuel

Estábamos inmersos en nuestro inocente flirteo cuando oí a uno de los cámaras dirigirse a  otro con estas palabras y en tono socarrón, “¿y esta putita quién es, otra de las “niñas” de B?” Por supuesto se refería a mí. Aquello fue como una bofetada, una afortunada bofetada que  disipó  las dudas que pudiera tener referentes a mi futuro. Yo NO iba a ser la “niña” de nadie. Yo no había viajado tantos kilómetros para convertirme en la “putita” de nadie. Cuando me llegara el momento  sería “la artista” Yolanda Farr. En trabajos pequeños y esporádicos, como  “figuración con frase”, si era necesario, con unas letras diminutas en las carteleras que ya me ocuparía yo de hacer crecer  poco a poco, pero siempre  Yolanda Farr, ni la protegida de…, ni la enchufada por…, ni la comerciante de mi cuerpo y mi libertad.

Al terminar la emisión del programa llamaría al famoso mánager, le daría  gracias  efusivas pero rechazaría su propuesta de un futuro juntos que no me interesaba en absoluto. 
Pero, como ya dije en mi Instantánea anterior, la vida venía empujando con demasiada brusquedad hasta para una “superviviente” como yo.

 El ultimátum.



La noticia de mi rechazo al “importante mánager de artistas”, el señor B, llegó con rapidez a conocimiento de mis tíos costarricenses. Era inevitable. Sin duda Ana Esther, ignorante de las consecuencias que me iba a acarrear, lo había comentado con la familia Ortega y esta, desconociendo los escabrosos detalles de la  humillante oferta de aquel “señor”, comunicaron  mi decisión  al “querido” primo Oscar.  Y así se encendió la mecha, así tuvo lugar la explosión que arrasaría con esa ayuda que se me había brindado durante  menos de dos meses. 

Oscar se apareció  en la residencia  una mañana de mediados de febrero del 1968, pero no para preguntar cómo me iba, no para darme su apoyo o compañía, cosa que nunca hizo, ni siquiera para indagar sobre lo que me había impulsado al drástico rechazo. Tácitamente me comunicó este ultimátum; tenía hasta finales de ese mes para aceptar alguno de los trabajos que se me ofrecieran o mis tíos me retirarían toda ayuda económica. Es decir, que debería abandonar la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas y prescindir de las miserables 75 pesetas  que constituían mi asignación mensual. En ese momento hubiese podido explicar a mi primo la causa de mi rechazo a B,  contarle en qué consistían las condiciones de la oferta rechazada, pero una mezcla de vergüenza y amor propio mantuvo mis labios sellados. Por otra parte la duda de que las palabras de una desconocida tuvieran la credibilidad para llegar a macular el prestigio de aquel  mánager, ese hombre que en su faceta pública y respetable representaba a grandes artistas, contribuyó a un silencio que, tan solo ahora, pasados tantos años, he decidido  romper. La cuestión es que, al marcharse mi primo, en un arranque de orgullo tomé una drástica decisión. Con la inconsciencia de la juventud aquella misma tarde hice mi famélico petate, me despedí de la residencia y sus habitantes, y trasladé mis pocas pertenencias a casa de los Ortega, con la petición de que me las guardaran hasta que pudiera recogerlas. Sin un plan específico, obnubilada por la decepción y la humillación, me lancé a la calle en uno de los febreros más gélidos que en Madrid se recordaba.

Aquella infernal noche la pasé en el metro, recorriendo de norte a sur su línea más larga: la Uno. Bajándome y subiéndome de los trenes según llegaban al final de su trayecto y escondiéndome en el suelo del último vagón cuando, a las 2 de la mañana, cesó el tráfico normal y los trenes fueron a reposar, vacíos y agotados de tanto ajetreo, en los oscuros hangares.

Supongo que, en algún momento, el sueño me vencería, pues lo próximo que recuerdo es la sacudida de una súbita arrancada. Tan solo tardé unos segundos en aquilatar mi situación y recapacitar sobre mi reacción del día anterior. “Dios, qué he hecho, Dios, qué voy a hacer” eran las palabras que martillaban incesantes en mi cerebro. Durante bastante tiempo reanudé aquel subir y bajar de vagones de la noche anterior, esperando una hora prudencial para dirigirme al pub Quique (ver Instantánea 53)  donde mis únicos amigos, Ramón y Jesús, solían desayunar y así poder contarles mis desventuras y mi, cada momento más angustiada, decisión de vivir en la calle.

La primera foto de Jesús y mía
Allí estaban ambos cuando llegué al local. Preocupados por la noticia de mi súbito abandono de la residencia que mi amiga costarricense les había comunicado.  A ellos sí les informé, con pelos y señales, de mis recientes avatares. Fue entonces cuando pude comprobar que mi eterno  “ángel de la guarda” seguía a mi lado.

Al conocer mi infortunio Ramón, como impulsado por un resorte, fue a la barra a pedir el periódico del día mientras el que se convertiría en mi eterno compañero, Jesús oprimía mi mano en demostración de apoyo. Y allí, en la mesa de “Quique”, buscando en las páginas de anuncios clasificados, entre los tres escogimos la dirección de una pensión, basándonos tan solo en su céntrica ubicación; la calle Fuencarral. Ya que todos los teatros y salas de fiesta de Madrid estaban en esa zona, se haría más fácil mi deambular en busca de trabajo. Ramón, que disfrutaba de una desahogada posición económica y que se distinguía por su  generosidad, se brindó a pagarme el hospedaje durante el tiempo que fuese necesario.

Juntos fuimos a casa de los Ortega, recogimos mi único bártulo y nos encaminamos a la pensión que yo pretendía convertir en mi refugio hasta que se normalizara mi situación laboral. Mi hospedaje incluía desayuno y una comida. A pesar de que mi habitación era austera y muy estrecha aquella esa noche dormí como un tronco, arropada por el acogedor calorcillo de la calefacción central. Solo a la mañana siguiente pude  apreciar el lugar donde me encontraba. 

Un solo baño de uso común se hallaba al final de un oscuro pasillo con puertas a ambos lados. Al otro extremo  había un salón comedor donde se servían las comidas. Hacia él dirigí mis pasos en busca de ese desayuno que levantara mis fuerzas y mi ánimo. Solo cinco personas rodeaban la mesa, un matrimonio y tres individuos, ancianos y bastante desarrapados. Ante mi entrada y mi saludo, durante tan solo un segundo, los diez pares de ojos se clavaron en mí con una extraña expresión que no llegué a comprender. Inmediatamente sus cabezas parecieron hundirse en los humeantes tazones de café con leche y, de sus bocas, más que una respuesta a mis buenos días, salió un desganado farfullo.  Pero no estaba yo para suspicacias y detallismos así que ingerí mi frugal desayuno y tomé la puerta de salida, ansiosa por sumergirme en la libertad y la vida de aquella gran ciudad que era Madrid. Cinco días transcurrieron así, cinco jornadas en las cuales, tras mis caminatas por las calles de mi niñez que ahora me eran  desconocidas y tras los diarios encuentros con Jesús en la cafetería Nebraska de la calle Gran Vía,  cercana a mi alojamiento, llegaba a la pensión tan agotada que mi sueño se parecía más a una enfermiza modorra que a un reparador descanso.

Foto de 1969

Ese sábado, la  quinta noche de mi estancia en la pensión,  se convirtió  en una pesadilla. Violentos golpes en la endeble puerta de mi habitación me despertaron sobresaltada y una voz masculina que gritaba “¡ábreme, puta!” me llenó de terror. Acurrucada en mi lecho oí acercarse los gritos de la dueña y poco a poco,  los golpes y el jaleo se fueron alejando. No atreviéndome a abrir permanecí hasta el amanecer sobre la cama, hecha un ovillo. Cuando la siguiente mañana, ya  en el comedor, pedí a la “dueña” explicaciones sobre lo ocurrido, sus burdas evasivas y la sarcástica sonrisa de los huéspedes presentes me hicieron comprender.  Aquello era, los fines de semana, una casa de citas. Eso explicaba el porqué del silencio diurno, de las muchas y pequeñas habitaciones. Así que, ante el temor de que alguna aciaga noche un despistado y enardecido borracho lograra derribar los miserables muros de mi "vetusto castillo", salí de allí tarifando en busca de mis caballeros andantes, Ramón y Jesús, con la confianza de que ellos me ayudarían a solucionar mi nuevo problema. ¡Y   con qué premura lo hicieron!

Foto de 1969
De nuevo con las páginas de anuncios clasificados del periódico sobre la mesa de Quique encontramos esta vez un prometedor anuncio: "señora viuda respetable alquila habitación a señorita de igual moralidad”. Aquello sonaba muy bien. Una habitación para mí sola en casa de una “señora viuda respetable”. Estupendo. Siendo la dirección de la calle  Hortaleza igual de céntrica que la “pensión” de la calle Fuencarral,  recogimos mis bártulos y hacia mi nuevo albergue nos dirigimos.

La habitación que se me asignó era amplia y con un balcón a la calle que, en mi inconsciencia, me pareció algo maravilloso. Tan solo al llegar la gélida noche invernal pude comprobar como el frío  entraba por los viejos y desajustados batientes. Aquella “señora viuda respetable” resultó tan ahorrativa que no solo no encendía jamás la calefacción central, si no que me prohibía usar un pequeño calentador eléctrico que mis amigos me habían conseguido, a resultas de lo cual pasaba las noches en la cama envuelta en papeles de periódico, remedio usado en invierno por los "sin hogar". Es decir que mi escaso sueño estaba acompañado por el cric-crac de los papeles al moverme. Otro indicio de su férrea economía era que cobraba por el uso de la ducha. A causa de mi costumbre del baño diario  la buena señora llegó a  preguntarme, algo mosca, si mi necesidad de tanta limpieza obedecía a alguna enfermedad.

Una mañana mi “ángel de la guarda” me susurró al oído, “vamos, Yolanda, levántate, demos un paseo por las calles adyacentes”. Así que, guiada por su mano invisible, comencé a callejear. Sin duda fue él quien me hizo girar por la Calle del Desengaño y quien alzó mi rostro hacia la fachada de aquella casa en cuyo segundo piso lucía un gran letrero que rezaba “Gianinni. Representante Artístico”. Sin duda fue mi ángel pues solo de su divina protección pudo surgir ese impulso, ese hallazgo que cambiaría  mi vida de forma radical.



 Nunca llovió que no escampara. 
(Primera parte)



Quiero dedicar este capítulo a uno de los hombres más humanos y generosos que he conocido: “Gianinni, Representante Artístico”

Aquella gélida mañana  de febrero de 1968, al descubrir ese letrero sobre la fachada de la Calle del Desengaño 14, y a pesar de la mala experiencia sufrida hacía poco con el peligroso mánager señor B, presentí que algo bueno estaba a punto de ocurrirme. Al fin. A pasos agigantados deshice el corto trayecto de vuelta a mi hospedaje en busca del sufrido álbum de recortes en el cual, como ya he dicho antes, estaba reflejada toda mi trayectoria artística cubana. Mientras ascendía los escalones que me conducían al despacho de Gianinni, mi ansiedad se incrementaba en progresión geométrica.  Con la historia de mi vida  apretada contra mi pecho, toqué a esa puerta que, confirmando mi presentimiento me iba a dar acceso a la esperanza, a la calidez y al inicio de mi recuperación profesional.

Frente a mí, sentado tras un gran buró de caoba, me recibió una imagen llena de ternura; un hombre de unos sesenta años, grande y rollizo, de mejillas adornadas por  saludables rosetones, vivarachos ojos azules y que devoraba, con el entusiasmo de un niño, una enorme ración del cake de chocolate más apetitoso que había visto en mi vida. Nunca olvidaré sus primeras palabras, “jovencita, ¿ya has desayunado?” Tal vez había notado el invisible hilillo de saliva que  mis jugos gástricos debían estar deslizando  por mi barbilla. “Sírvete un café con leche de ese termo y comparte conmigo este pecado de gula que va a acabar con mi salud.” Así comenzó nuestra relación.


Una vez dimos cuenta del improvisado desayuno, comenzaron una serie de preguntas a las que respondí como si ese hombre y yo nos conociéramos de siempre. Le hablé de mi vida en Cuba, de mi hispanidad, le conté el exilio de la familia hacia la isla en el año 48, del tiempo pasado por mi padre en un campo de concentración franquista, de mis planes de traérmelos a todos en cuanto las posibilidades económicas me lo permitieran…  Por su parte, él me dijo que su padre, a causa de sus ideas liberales, había sido fusilado durante la guerra civil y me habló de los esfuerzos de su madre por sacar a la familia adelante, allá en Galicia, tras ese suceso.
Pero fue cuando mencioné a las “Pfarry Sisters” que su rostro se iluminó con una increíble sonrisa. “¿Que tú eres la hija de las Pfarrys? ¡Pero si siendo yo un adolescente me colaba en los teatros para verlas bailar..! Ellas fueron mis dos primeros amores platónicos. Tal era mi adoración que nunca me hubiese atrevido a acercarme  a las mellizas alemanas. ¡Y ahora tengo ante mí a su hija, tan bella y resplandeciente como ellas! Esto es un milagro.” Esas palabras sellaron nuestra amistad.


Gianinni se especializaba en el mundo de las variedades y tan solo días después me consiguió la primera actuación. Fue  en el hotel Samil-Vigo, situado en la maravillosa playa del mismo nombre, con las bellas islas Cies de fondo, pero cuyas heladas aguas atlánticas no me permitieron ni siquiera introducir en ellas mis pies ávidos de mar.  Allí en  Galicia, de donde procedía el 50 por ciento de mi sangre, me sentí conmovida y aceptada por un público y unos periodistas  que me recibieron con entusiasmo.

A pesar del obstáculo que entrañaba la irrebatible condición que figuraba  en los contratos,“la cantante NO ALTERNA”, Gianinni me procuró un invierno bastante ocupado. Canté en  El Dragón Rojo, de Pamplona, en la Sala Marruecos, de Villena, Valencia, en el Rio Club, Murcia, en Las Redes, de Santurce, al que volví en más de una ocasión, en Los Tres Peces, de Alicante, donde tuve la agradable sorpresa de coincidir con un antiguo y querido amigo de la familia; el gran cantante Pepe Blanco. En ese club fui contratada por una semana y me quedé tres “a petición del público”.
Con Pepe Blanco en Los Tres Peces

Aquello de "alternar" en las salas de fiesta era casi obligatorio. Solo las grandes figuras se libraban de ello y yo no estaba en ese grupo. Incluso los cabarets importantes solían tener, como reclamo, a bonitas y jóvenes muchachas que, sentadas en la barra, esperaban pacientes a que algún cliente las solicitase como acompañante. Su labor consistía en consumir y hacer consumir a su compañero la mayor cantidad posible de bebidas, de lo que ellas obtenían un tanto por ciento.  Lo que hiciesen con el “caballero” al finalizar el espectáculo era de su libre albedrío. Fuese como fuese, tan solo el tener que ingerir cada  noche grandes cantidades de alcohol mientras soportaba a algún baboso individuo, era algo que me negaba a hacer. Mucho más hubiese podido trabajar en aquella época sin esa traba pero Gianinni no solo aceptó mis condiciones sino que me  apoyó.

Nuestra relación artística ya duraba más de un mes cuando, en una de mis casi diarias visitas a su despacho, me preguntó preocupado a qué se debía el empecinado catarro con el que "cargaba" desde hacía largos días. Entonces le conté la historia de mi casera, esa ahorrativa “viuda respetable” que parecía querer conservarse en hibernación entre las paredes de su gélida casa, de su rotunda negativa a que pusiera en mi habitación aquel pequeño calefactor que Ramón me regalara y de como  yo dormía arrebujada entre papeles de periódicos mientras el vaho de mi respiración empañaba los cristales del balcón. Su reacción fue inmediata. Frente por frente a su despacho Gianini tenía un apartamento que usaba como desván y archivo de viejos papeles. Me ofreció que lo utilizara gratis por el tiempo que quisiera, y, puesto que aquel edificio poseía calefacción central tendría garantizada una grata temperatura y una absoluta libertad, ya que  me entregaría las llaves para mi uso único y personal. ¿Era posible una oferta más generosa y apetecible?

Así que, tras consultarlo con mis protectores Ramón y Jesús, volví a recoger mis pertenencias y me dispuse a tomar posesión de la habitación más atiborraba de trastos que imaginarse pueda. Viejos archivos polvorientos, desmantelados sillones apilados unos sobre otros, una antigua mesa de despacho y un catre de 80 centímetros  ocupaban la  totalidad del espacio. La encantadora esposa del representante y su  hija adolescente me trajeron, ese mismo día,  una pequeña lámpara y la colocaron sobre una caja que haría las veces de mesilla de noche. Trajeron también sábanas, una almohada y una gruesa manta de divertidos dibujos con lo que lograron mitigar la aridez de aquel camastro que, sin ellos sospecharlo,  a partir de ese momento se iba a convertir en el reino de mi más total felicidad.


Allí, por la noche, tras cerrarse la oficina del representante, Jesús y yo iniciamos una relación amorosa que duraría hasta hoy. ¡Fue increíble el provecho que supimos sacar a esos 80 centímetros de superficie!  De contorsionistas o funámbulos fueron las variaciones que nuestros jóvenes cuerpos lograron  componer sobre tan pequeño espacio. Nuestras uniones solían terminar al amanecer,  encajados ambos en posición fetal, como dos piezas de rompecabezas. Entonces Jesús partía hacia facultad de Ingeniería Aeronáutica donde estudiaba y yo intentaba borrar de mi rostro los signos de la avasalladora pasión nocturna.

Tan solo algunas veces, cuando por algún motivo Jesús no era mi  compañero de catre, yo cobraba consciencia de mi tremendo desamparo y las oscuras siluetas de los trastos que me rodeaban adquirían agresivas formas que alteraban mi sueño. Hasta una madrugada en la que descubrí que mi soledad no era absoluta, que tenía un tímido compañero de habitación: un ratoncillo. Aunque parezca increíble, aquel ser y yo terminamos teniendo una muy buena relación. Yo le traía restos de mi cena que él devoraba silenciosa y educadamente cuando se apagaba la luz. La cuestión es que, en esas eventuales vigilias, el ruido de sus patitas correteando en la oscuridad, siempre a una prudente distancia, me servían de  compañía. Nunca conté lo de su existencia. Nadie hubiese comprendido nuestra “amistad”.


En cuanto al trabajo, llegado el verano la cosa se animó aún más. Maleta en mano y en vetustos trenes  recorrí las ferias de gran parte de los pueblos de Castilla y Levante. En cada pueblo una sola actuación.  Siempre en improvisados escenarios montados al aire libre y acompañada por pequeños combos compuestos casi siempre por músicos “de oído”, es decir que no sabían leer ni una nota de mis partituras. Ese problema de trabajar con músicos “iletrados” se solucionaba comparando, antes del primer pase, las canciones que todos nos sabíamos y adaptándome  al tono que me daban. Aun así, muchos buenos recuerdos tengo de aquellos días. Como también algunos intentos de agresión de un público masculino borracho al que mis minifaldas excitaba, un pianista que no apareció a la hora del espectáculo, motivo por el cual yo hube de ocupar su puesto y al cual, ya de madrugada, encontró la policía,   drogado hasta las cejas, en una esquina del recinto ferial. También en una ocasión sufrí el chasco de que un alcalde  se negara a pagarme tras mi actuación, aduciendo que le habían vendido a una cubana, que él supuso  negra, y que le habían endilgado a una insulsa walkiria.

O esta otra surrealista anécdota. Una tarde, en una de mis experiencias feriales, tuve la precaución de preguntar al organizador del evento si los componentes de la orquesta que me acompañaría eran profesionales, a lo que, con actitud ofendida, el hombre me contestó, “¡naturalmente”! Así que cogí varios de mis arreglos, seleccioné las partes para los seis instrumentos que componían la orquestina, y con ellas me dirigí al parque donde íbamos a actuar. Nunca había hecho ese experimento y me corroía la duda de cómo sonaría la cosa. Pero alguna vez tenía que probarlo. Era una tarde cálida y de sol esplendoroso. Un hermoso día de verano. Al llegar al escenario vi cinco atriles, lo cual me tranquilizó, y a un joven muy rubio y con gafas de sol, sentado a un  piano vertical. “Hola, soy el director y pianista”, me dijo, “el resto de los músicos no puede acudir al ensayo porque el horario de sus  trabajos se lo impide. Dime qué piensas cantar”. Aquello comenzaba a ser inquietante pero el verdadero mazazo lo recibí cuando, tras entregarle las partituras, el rubiales me dijo: ”mira, muchacha, es inútil. Soy albino y no veo nada durante el día. Déjame los papeles y yo se los entregaré a los compañeros cuando lleguen esta noche. Date una vuelta por el recinto y diviértete. Nos veremos a las 10”. El resultado, como supondréis, fue un desastre. Sin un ensayo, con partituras escritas a mano, cosa a la que no estaban acostumbrados, y con canciones para ellos desconocidas,  la actuación resultó la más espantosa de mi vida. Aunque, por fortuna,  la bulliciosa, excitada y poco atenta audiencia no pareció advertirlo.  (Había en Madrid una casa que editaba y vendía pequeños y sencillos arreglos de las canciones más conocidas y con ellos solía trabajar la mayoría de los cantantes)

Pero lo importante de aquella agotadora etapa era que el dinerito empezaba a entrar engordando poco a poco el apartado para los viajes de mi familia 

           
Nunca llovió que no escampara. 
(Segunda parte).


La guerra de Vietnam
Comprensiblemente, ese año 1968 pasó casi desapercibido para mí en lo que a sucesos mundiales se refiere. Por ejemplo, no me enteré de que el ataque de soldados del Vietcom a la embajada americana en Saigón había encendido aún más el fuego de aquella guerra que duraba ya desde el año 64, enardeciendo al límite los ánimos patrióticos de los norteamericanos, o de que en Checoslovaquia se estaba desarrollando la hermosa  Primavera de Praga.  En esos momentos todos mis esfuerzos se centraban en intentar sobrevivir y en digerir los múltiples nuevos acontecimientos que me golpeaban desde los cuatro puntos cardinales de mi nueva vida.  Estos sucesos habían tenido lugar  en el mes de enero, uno de los periodos más negros de mi existencia.

En el mes de febrero, en la Biblioteca Nacional de España se había descubierto un volumen de 700 páginas con anotaciones y dibujos realizados por el propio Leonardo da Vinci. Pues bien, a pesar de la cercanía y la importancia cultural del hecho, tampoco me había enterado. Problemas de mi absoluta concentración en superar el día a día.
Martin Luther King

En abril y en EE.UU., un tal James Earl Ray asesinaba al líder negro Martin Luther King  provocando una reacción mundial de rechazo. Mis   circunstancias me hicieron no darle la justa importancia a tan tremenda noticia ni  detenerme a contemplar sus posibles consecuencias.

Pero cuando en abril la cantante Massiel ganaba el festival de Eurovisión con el La La La, de Ramón Arcusa y Manuel de la Calva, fue tal la repercusión nacional del hecho que resultó imposible no enterarse. Sobre todo por lo rocambolesco de la historia. Resulta que el artista escogido para acudir al festival había sido Juan Manuel Serrat, un cantautor catalán.  Según se comentaba, el cantante había exigido interpretar la canción en el idioma de su comunidad, Cataluña, a lo que los organizadores españoles se negaron, decidiendo pasarle la gran oportunidad a una vocalista  nada exigente en esos momentos; Massiel. 
París. Mayo de 68

En Francia, una revolución universitaria, seguida de huelgas generales, conduciría al famoso Mayo Francés que iba a conmocionar al mundo y pondría de moda frases como “prohibido prohibir” o “la imaginación al poder”. Tan solo  leves murmullos de esto llegaron a España, pues  a la dictadura de Franco no le interesaba hacer públicas  noticias libertarias. Como estaba descubriendo, en este país también existía la diabólica censura.

En junio, en Norteamérica, Shirhan Shirhan disparaba al senador Robert Kennedy, hermano del también asesinado J.F.K. Robert moriría al día siguiente, dando esto  inicio a la leyenda sobre la "maldición de los Kennedy", en España la banda terrorista ETA cometía su primer asesinato en la persona de J. A. Pardines Arcay. (El primero en una lista  de crímenes que llegaría a ser  abrumadora).

En agosto las tropas soviéticas invadían Checoslovaquia, poniendo así un drástico fin a la Primavera de Praga. Otro sueño de libertad aplastado por los tanques.

Invasión de Checoslovaquia
Y en diciembre el Apolo VIII entraba en órbita lunar convirtiendo a sus tripulantes, los astronautas F. Borman, J. Lovell y W. A. Anders, en los primeros seres humanos que veían la cara oculta de la luna.  También en ese mes fallecía el gran escritor John Steinbeck, ganador del premio Pulitzer y autor de novelas que tanto me habían impactado como Las uvas de la ira o De ratones y hombres.



El dúo dinámico y Juan y Junior
Pero me temo que, por  aquellos tiempos me sentía obligada a estar  informada sobre todo del mundo musical en España, Había en esos momentos  estupendos grupos como Los canariosLos Pop TopsLos bravos o Los pekenikes, dúos como Juan y Junior o Manolo y Ramón, de nombre artístico El dúo dinámico, cantantes de esplendidas voces como Mikaela o Rosalía y jovencitas entrañables como Karina, Marisol o Rocío Durcal.

Karina, Marisol y Rocio Durcal

Las canciones que arrasaron en ese año fueron Hey Jude, de los Beattles, Light my fire, de José Feliciano,  Delilah, de Tom Jones y una Guantanamera que yo incluía en mis actuaciones siempre que podía y a la que incorporaba, para delicia del público, varios de los Versos Sencillos de José Martí.

Y en el cine, el séptimo arte,  se estrenaban películas memorables como El apartamento, con Jack Lemmon y Shirley Maclain, Belle de Jour, con una bellísima Catherine Denueve, la sobrecogedora La semilla del diablo (Rosemay´s baby), con Mia Forrow, la revolucionaria Barbarella, con Jane Fonda o la conmovedora Charly, protagonizada por un magnífico Cliff Robertson. En España el cine, salvo en el caso  del musical lleno de buenas intenciones de los Bravos, Dame un poco de amor, seguía siendo de una mediocridad aplastante. Raphael, ese cantante de hermosa voz que tanto habíamos admirado los cubanos, rodó un film, El golfo, que resultó un éxito de público pero un fracaso a nivel de crítica.


Mi vida seguía en su proceso de mejoría. Las relaciones humanas y laborales con Giannini funcionaban muy bien y el círculo de mis amistades se iba ampliando. (Ver instantánea 57). Durante ese año Ramón (ver instantánea 53) me había presentado a Mariana Bobadilla, hija del dueño de las bodegas del Coñac 103, una mujer hermosa en todos los sentidos de la palabra, con tres preciosos hijos y un marido belga por desgracia demasiado aficionado al elixir familiar. No todo iba a ser perfecto. Estoy segura que nuestra amistad seguiría vigente si no hubiese sido por la absurda y desorbitada inclinación que aquel individuo desarrolló por la “artista cubana”.   Ese fue el motivo por el cual, para evitar un conflicto familiar que ni Mariana ni sus hijos merecían,  en cierto momento  decidí poner distancia de por medio, corriendo el riesgo de que por ello me tacharan de  ingrata. Ramón y Jesús, conocían mis motivos pero les hice prometer absoluto silencio al respecto. Y así fue.

El día 24 de diciembre llegó y, siendo una fecha familiar y religiosa, la pasé con los Ortega. (Ver instantánea 50). El hecho de que estuviese trabajando y manteniéndome sin ayuda de nadie había logrado granjearme su respeto y justificado mi renuencia a aceptar cualquier opción laboral no relacionada con mi profesión.  Mi primo Oscar y su novia brillaban por su ausencia, lo cual, confieso,  no me causó disgusto alguno. Ese año, para él, las navidades correspondía pasarlas con sus padres en Costa Rica.

El fin de año de 1968 estuve en casa de los Bobadilla y, entre risas y bromas, Mariana, sus dos hermanas y su marido, que aún no había enseñado las garras, los tres preciosos niños, Ramón y yo,  nos atragantamos, como es menester, con las doce uvas.  Aunque mi corazón  lloraba de añoranza por mis seres queridos de Cuba, siendo nuestra correspondencia bastante frecuente y percibiendo en sus cartas la alegría que mis pequeños éxitos les causaban, aquella noche mi pena fue más llevadera. Ellos sabían, sin duda alguna,  que mi empeño en traerlos a España era cada día más fuerte.

Si en mi desglose de aquella noche  echáis en falta algún nombre importante no os preocupéis. En mi próximo capítulo os narraré los eventos y aventuras que ese año viví con un Jesús Alcántara que cada día era más importante para mí..
Foto de la obra Genusie, (Lola y la campana). Cuba 1966.
En la foto Jorge Cao, Yolanda Farr y Miguel De Grandy.

PD. Acabó de recibir, de Jorge Cao, actor cubano  que se ha convertido en estrella de telenovelas latinoamericanas,  compañero y querido amigo en Cuba, una foto entrañable, constancia de mis  tiempos en la isla. La función, Genusie, (Lola y la campana)  de René de Obaldía, dirigida por Rubén Vigón para su sala Arlequín, había contado con un espléndido reparto, Miguel De Grandy, Jorge Cao y yo, en la foto, así como con la maravillosa María de los Ángeles Santana como primera actriz. Aunque extempore quiero incluirla en este blog en homenaje a tan grandes actores y a ese devoto y culto hombre de teatro; Rubén Vigón.
Gracias, querido Jorge.


Próximo Bloque: Se alza el telón


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