sábado, 27 de abril de 2013

Instantánea 73 - Increíblemente, la vida sigue.





Foto Jesús Alcántara
Una parte de aquel 1973 fue para mí cuando menos monótono. Durante todo el año continué haciendo Sé infiel y no mires con quién, venciendo la rutina de repetir día tras día los mismos diálogos, en el mismo teatro y con los mismos compañeros. Esas cosas que personas no dedicadas a esta profesión aseguran que no podrían soportar. La incesante repetición de unas situaciones y textos, que acababan hasta por sonarnos falsos, nos llevaba a una  lucha por huir de la mecanización que cada cual sostenía a su manera. 


Al llegar la hora de desplazarme al teatro le ponía a mi cerebro el piloto  automático y mis piernas me llevaban, sin que mi voluntad consciente participara, hasta la calle Malasaña. La cuestión es que al penetrar por la puerta de actores,  una vez dentro del teatro Maravillas, el automático se desbloqueaba como por milagro.  El peculiar efluvio que habita en el interior de los teatros, mezcla de polvo, maquillaje y ropa usada,  hacía despertar de nuevo en mí el  amor por las tablas y mi labor escénica se llenaba de una frescura entusiasmada.Y así fue durante casi dos años.

Con alguna frecuencia mi eventual trabajo en televisión rompía la monotonía. En estos casos no era nada fácil levantarse a las 5 y media de la mañana, cuando  aún era de noche, dirigirse a los  lejanos estudios de Televisión Española en Prado del Rey y pasar por el largo proceso de vestuario, maquillaje y peluquería antes de que comenzara la grabación de algún Teatro Estudio o de alguna Novela del Mediodía. Una vez en actividad, el cansancio se evaporaba, los nervios se tensaban y, estoy segura que gracias a mi juventud, así se mantenían durante el tiempo pasado en el plató e incluso a lo largo de las posteriores dos funciones que solían terminar a la una de la mañana. Lo peor era saber que el proceso de la jornada siguiente sería el mismo. 

Pero estas convocatorias televisivas no tenían la suficiente frecuencia y el incremento de los gastos había hecho que los ingresos extra fueran indispensables. Acabábamos de comprobar, tras el fallecimiento de mi tía,  que en este país morirse era más caro que vivir, (ver Instantánea 72). El precio del sarcófago, aunque fuese de los sencillos, era astronómico, la parcela para el entierro casi como la compra de un apartamento y la indispensable lápida de mármol costaba un potosí. Aquellos trámites mortuorios  nos habían dejado el bolsillo tiritando de frío. Era inhumano y desmesurado el negocio establecido a costa de la muerte.

Tras la ausencia de Jenny yo había trasladado a mis padres a un apartamento  en mi mismo edificio. En su anterior vivienda los pobres languidecían rodeados de su espíritu. El pobre parecía no querer abandonar ese lugar en el cual, después de tantos años de sufrimiento y carencias en Cuba, recién había comenzado a disfrutar de su nueva vida. Ahora, lo que restaba de mi familia y yo vivíamos tan solo a unos pisos de distancia.  Con mami salía  a comprar al mercado,  sacaba muchas veces a su perro Bobby a pasear, Jesús y papi se tomaban su chatito o su café en un bar cercano y aquello parecía aliviar en todos el terrible dolor por nuestra  perdida.

Una mañana de aquel verano del 73 recibí una esperanzadora llamada. Un tal Jess Frank, director de cine, me ofrecía el papel protagónico en su próxima película y solicitaba mi presencia en su oficina al día siguiente por la mañana. Ante mi petición de una explicación telefónica más detallada me dijo que el sueldo sería sustancioso, el tiempo de rodaje de 20 días, y los horarios se compaginarían con los de mi trabajo en el teatro, una paliza que estaba dispuesta a soportar. El resto quería hablarlo personalmente conmigo.


Jesús Franco
Al serme desconocido su nombre, aquella tarde pedí a mis compañeros de Sé infiel... referencias sobre ese director. La información fue que su verdadero nombre era Jesús Franco, que estaba en activo  desde largo tiempo atrás , que su obra era muy irregular y de segunda o tercera clase y que abarcaba desde el género de terror hasta el cine musical. Pero puesto que la oferta de veinte días de trabajo era tentadora, a la mañana siguiente estaba yo en la oficina de ese personaje tan especial: Jess Frank.

Su  pequeña  oficina, decorada con afiches de sus películas, era un fiel exponente de su larga trayectoria.  El ver en ellos a  actores de prestigio  como Klauss Kinski o Christofer Lee me tranquilizó. 

Franco, o Jess, como le gustaba ser llamado, resultó ser una persona  encantadora, extrovertida y surrealista. En la larga hora que duró nuestra entrevista me contó casi toda su vida; desde jovencito había sentido un amor fu por el cine, pertenecía a una prestigiosa familia de intelectuales, había trabajado como ayudante de dirección de Orson Wells en Campanadas a medianoche... Al ser un acérrimo detractor de la dictadura franquista, en los años sesenta se había exiliado a París, realizando allí y en Alemania infinidad de películas. Tan extensa era su labor que los productores, para no saturar el mercado con su nombre, habían decidido lanzar al mercado sus obras bajo distintos seudónimos. Pero eso no le importaba pues para él el cine no era un vehículo hacia la fama si no básicamente “una cuestión de amor”. Luego, como colofón de aquel semimonólogo,  me aseguró que moriría “con la cámara al hombro”.

Pero, las palabras que pronunció a continuación me llenaron de desazón;  “ y ya que para mí el cine es una cuestión de amor, he decidido dedicar en mis películas, de ahora en adelante,  al sexo. Quiero rodar un film centrado en el excitante mundo del lesbianismo, “La perversa Emanuelle”, y que tú seas la protagonista. Solo una cosa más, ¿te importaría enseñarme tus pechos?” Mis ilusiones se fueron al suelo como un castillo de naipes azotado por el  sentido  de aquellas palabras. La cosa tenía gracia, la primera vez que un director español me ofrecía una protagonista en el cine, ¡y se le había ocurrido iniciarse en el mundo casi porno precisamente ahora y conmigo!

Como es de suponer rechacé  la oferta. Varias fueron las insistentes llamadas que recibí en días posteriores y siempre mi respuesta fue la misma. No.

Tiempo más tarde supe que Jess Frank había rodado la película en Francia bajo el título de Tendre et perverse Emanuelle.

A pesar de que, como dije en un principio, aquel 1973 había sido para mí monótono, cosas importantes sucedieron en el mundo.


Elvis Presley
En enero Elvis Presley había llevado a cabo el primer concierto trasmitido a todo el mundo en directo vía satélite. En Méjico se inauguraba Televisa, la compañía de comunicaciones más grande en el mundo de habla hispana. Y en EE.UU., el presidente Richard Nixon anunciaba un acuerdo de paz con Vietnam. ¡Al fin terminaría esa cruenta guerra que tantas vidas había segado!

Lanusse y Franco
Alejandro Agustín Lanusse,  aún presidente de Argentina, había visitado España, siendo aquí recibido y agasajado por Francisco Franco. Meses después ganaría las elecciones de ese país Héctor José Campora.

El World Trade Center
En abril se inauguraba en Nueva York el World Trade Center, las torres gemelas que, muchos años más tarde, serían víctimas de uno de los más crueles atentados de la historia. 

Ese mismo mes, la OMS (Organización Mundial de la Salud) excluía a la homosexualidad de la Clasificación Internacional de Enfermedades. ¡Así que hasta 1973  la homosexualidad era considerada una enfermedad.!Increíble.

Salvador Allende y Fidel Castro

En septiembre, Salvador Allende, aquel que fuese gran partidario y apoyo de la dictadura castrista, sufría un golpe de estado militar. Refugiado con sus últimos colaboradores en el Palacio de la Moneda, decidió poner fin a su vida antes que rendirse. Y en Argentina, por las mismas fechas, Juan Domingo Perón era elegido  presidente.

Pero lo más trascendente para España, algo que marcaría el futuro de este país, sucedió en el mes de diciembre. La banda terrorista ETA asesinaba al presidente del gobierno Luis Carrero Blanco. Aquel magnicidio tuvo tal repercusión, despertó tan diversos sentimientos y ocasionó tales cambios políticos posteriores que merece ser relatado mucho más ampliamente. Cosa que haré en el próximo capítulo.

Necrológicas.

Mi amigo Rey González me acaba de enviar desde Bulgaria la noticia de la muerte en Caracas del gran Joaquín Riviera y se me ha encogido el corazón. ¡Cuantos recuerdos de aquella mi vida en Cuba ligados a ese nombre! El Tropicana, el Salón Rojo del Capri, el Internacional de Varadero fueron algunos de los testigos de su gran imaginación y buen hacer. Poco puedo añadir al magnífico reportaje que  Arturo Arias Polo ha publicado en el Nuevo Herald de Miami. Leedlo. Merece la pena. Que en paz descanse ese gran artista, creador de tantos mundos de ilusión, Joaquín Riviera.

Jesús Franco, el director cinematográfico del que hablo en este capítulo, falleció a principios de este mes de abril en Málaga. No pudo cumplir su sueño de "morir con la cámara al hombro" pero en el 2009 había recibido el Goya de Honor por su extensa carrera y se fue con la satisfacción de que Quitin Tarantino declarase que era fiel seguidor y admirador de sus películas.

Próximo Capítulo :España se convulsiona.

sábado, 20 de abril de 2013

Instantánea 72 - El primer desgarro definitivo.





Foto Jesús Alcántara
Qué hallazgo magnífico fue conocer a Víctor Andrés Catena, el hombre que dirigió Se infiel y no mires con quién,  éxito clamoroso que en agosto del 72 estrenamos en el teatro Maravillas. El título era una burda pero comercial adaptación del que los ingleses, Cooney y Chapman, habían dado a su delicioso vodevil Not know, Darling. Nuestros empresarios invitaron a estos autores  al estreno de la función y  quedaron encantados con la versión española, hecha por Artime y Azpilicueta. Como buenos comerciantes, intuyendo el éxito que su obra tendría en España, no pusieron ni una pega al montaje o a una adaptación  cuyos textos, naturalmente, no entendían en absoluto. Los pocos días que estuvieron en Madrid, al igual que otras tantas veces a lo largo de mi vida, hube de ser yo quien realizara la traducción simultánea, pues, como ya he comentado con anterioridad, escasísimas personas hablaban aquí el idioma de Shakespeare.  Aquello no fue ningún engorro pues ambos autores eran encantadores y amantes del “typical spanish”. (Frase creada por el político Fraga y que siempre me ha mosqueado.)

Pero volveré a Catena. El primer encuentro con él solía ser algo chocante. Pequeño y regordete, mayor, con una voz de “tenorino” y un constante e irónico sentido de un humor muy andaluz, la gente tendía a subvalorarle. Por el contrario yo, desde que durante la primera reunión de compañía escuché su memorable discurso de presentación, comprendí que había encontrado un alma gemela. Estas fueron sus palabras: “compañeros, no os preocupéis que no vengo a dirigir actores. Ya sabéis que desde hace tiempo  solo me contrato para dirigir el tráfico”. Víctor quería decir con eso que él se dedicaría tan solo a marcar las entradas, salidas, el ritmo y nuestro  movimiento escénico, cosa que hizo con destreza. Tras esas palabras los varios divos que había en la compañía quedaron  tranquilos y encantados. Incluyéndome a mí, aunque por motivos bien diferentes. Al oír su afirmación intuí que mucho más se escondía dentro de esa humildad  rezumante de  sutil ironía. Como se demostró durante los ensayos.

Víctor Andrés Catena
En el transcurso de uno  de ellos, tras haberle repetido varias veces una indicación de movimiento a nuestra primera actriz, Licia Calderón, con la cual sin duda  la actriz no estaba de acuerdo, ya que no le hacía ni "repajolero" caso,  Víctor, en el más tierno de los tonos le dijo; “mira, preciosa, te lo voy a repetir muy despacio, pues empiezo a darme cuenta de que eres rubia natural”. En otra ocasión, le dijo a Romero Godoy, actor argentino, “¿ves esa percha que hay a tu izquierda? La he mandado poner ahí para que cuando entres a escena cuelgues en ella tu bombín, tu bastón y tu acento.” Otra de sus salidas que no olvidaré fue la que tuvo  un día con el protagonista de la obra, Pedro Osinaga, famosísimo actor polifacético; “Pedro, cariño”, le dijo, “luego pasaré por tu camerino para que me des las correcciones”. Ironías  de tal sutileza que a veces ni siquiera eran comprendidas.

Con el pasar del tiempo y el afianzarse de nuestra amistad supe que Catena había sido, en los años cincuenta, quién hizo llegar  las vanguardias culturales europeas a su Granada natal, atreviéndose  a representar  autores prohibidos por la dictadura como Alberti, León Felipe o Pablo Neruda. Sometido en su terruño a toda clase de rechazos y presiones, debidos tanto a sus ideas progresistas como a sus tendencias sexuales, a principios de los 60 había “emigrado” a Madrid, haciéndose al tiempo la promesa de no volver a meterse en problemas políticos. En ese momento nació el Víctor Andrés Catena que la profesión madrileña conocía, director de comedias insustanciales y enemigo de tertulias y fiestas. Así que el teatro de la capital se perdió el gran bagaje cultural de aquel pequeño, muchas veces sarcástico  pero siempre maravilloso ser humano.


Licia, Pedro y yo el día del estreno.
Foto Gyenes
En cuanto a mi relación profesional con Pedro Osinaga, con fama de divo insoportable, no pudo ser más grata. Tras mi experiencia anterior con Lola Herrera y Manuel Tejada, me había temido lo peor pero quedé  sorprendida ante su amabilidad y compañerismo. Durante los casi dos años que estuve en la compañía ni una sola queja tuve de él. y estaba claro que ni él mía.


Con Licia Calderón no tuve relación alguna, ni buena ni mala. Ella era muy suya. Bueno,  suya, de sus dos caniches blancos, a los cuales llevaba a todas partes, y del que en esos momentos aún era su amante, el actor y director Jesús Puente. Años más tarde contraerían matrimonio. Licia era una hermosa mujer de la cual emanaba una frialdad distanciadora.


Pepe Sacristán, en medio de aquella dictadura franquista que yo había bautizado como “dictablanda”, proclamaba libremente ser un comunista convencido. Sus ideas políticas habían provocado en un principio algunos enfrentamientos entre nosotros, eso sí, de una manera muy educada. Yo intentaba abrir sus ojos a una realidad cubana que él estaba empeñado en ignorar. Como tanta otra gente. La cuestión es que, a causa de eso,  solía llamarme “gusanita”, lo cual, dicho siempre en tono “apastelado”, resultaba tan solo un inocente intento de coqueteo.

Julia Caba Alba, miembro de una larga y prestigiosa dinastía teatral, era, aparte de estupenda actriz, un ser entrañable y la tía de tres actores que yo admiré toda la vida; Julia, Irene y Emilio Gutiérrez Caba. En mis ausencias de escena, que afortunadamente coincidían con las suyas, mi mayor placer era ir a su camerino y sonsacarle historias de aquel brillante pasado  teatral que ella y su familia habían colaborado  en gran medida a crear.

Pepe Cerro, José Santamaría, Manuel Salguero,
yo, Julia Caba Alba, Licia Calderón,
Paquita Villalba, Pedro Osinaga y Bárbara Lys
En fin que, incluidas las simpáticas y bellas Bárbara Lys y Paquita Villalba, Manuel Salguero y el argentino Romero Godoy,  formábamos  lo más parecido a una familia.

Meses después del estreno Pepe Sacristán y Romero Godoy quisieron dejar la compañía y fueron sustituidos por  Pepe Cerro y José Santamaría. Sacristán había recibido una oferta teatral que le interesaba más y Godoy decidió regresar a su patria, Argentina.Y la función se mantuvo en pie y exitosa durante varios años.

Mis ilusionados planes para las navidades de 1974 consistían en pedir permiso para que mi familia subiera a escena y celebrara con nosotros y con el público el 31 de diciembre. Mi intención era obsequiar a las Pfarry Sisters con la emoción de volver a pisar un escenario, de volver a sentir el calor del público, de participar los cinco juntos, por supuesto Jesús incluido, de ese divertido rito de serpentinas y champán con el que, como ya informé en otro capítulo, espectadores y artistas aguardábamos el sonido  de las  esperanzadoras doce campanadas de fin de año. 

Cómo iba a suponer que un rayo hendiría de tal manera el árbol familiar que ya nunca más sus hojas recuperarían totalmente el pujante verdor. 

En los últimos días  de septiembre del 74 moría mi querida tía Jenny, esa que había sido tan madre para mí como mi madre genética, el platónico amor de mi padre, la inseparable melliza de mamá, la mitad más etérea de las Pfarry Sisters. Debíamos haber adivinado que su tierna fragilidad no resistiría mucho tiempo los embates de la vida pero el amor te vuelve ciego, sobre todo ante esas cosas de la muerte. Una mañana amaneció con “un pequeño ictus ya superado”, según palabras del médico. La siguiente semana tuvo otro ictus que al cabo de un par de días parecía también superado.  Según afirmó el médico. A la tercera semana, con una hemiplejia que rompía el corazón,  tras recorrer varios hospitales de Madrid en una ambulancia alquilada, tras ser rechazada hasta en La Cruz Roja con el pretexto de que su problema no era de ingreso, al llegar al hospital Francisco Franco pedí que su camilla fuese bajada, y a voz en grito hice el solemne juramento de no moverme de esa puerta hasta que mi Jenny fuese atendida e ingresada. No sé si por miedo al escándalo o porque toqué alguna fibra sensible, mi tía fue admitida casi con el tiempo justo para que yo pudiese llegar a la función de la tarde del Se infiel y no mires con quién. Así estaba en aquellos años el sistema sanitario del país. Aunque yo llevaba un par de años cotizando a la Seguridad Social, según las leyes tan solo el titular tenía derecho a asistencia médica. Es decir que ni siquiera mi madre o mi padre estaban cubiertos.

Durante el tiempo que estuvo ingresada, cada día antes de acudir al teatro, Jésus y yo nos pasábamos por el hospital para darle de comer, para acicalarla, para que nuestro amor y apoyo la ayudara a superar la tremenda depresión en la que la sumía una total consciencia de su estado. Yo cepillaba su suave cabello rubio, masajeaba sus blancos pies que, a consecuencia de la falta de ejercicio, se iban llenando de azules ríos de sangre estancada. Una tarde, justo a la hora en que yo debía salir hacia el teatro, entró en una especie de crisis de ansiedad. El médico me dijo que no debía preocuparme pues sus constantes vitales eran buenas y que saldría sin problemas de ese estado. De cualquier modo Jesús se quedó con ella para que supiera que, a pesar de la  ausencia a la que la terrible esclavitud de mi trabajo me obligaba, estaba y siempre estaría acompañada.

Jenny Pfarr, mi adorada tía
Aquel día,  el cual quisiera no  recordar, entre función y función, me avisaron que en taquilla tenían para mí un recado de Jesús: mi tía había muerto. Entonces comprendí el porqué de aquel ataque de ansiedad del que había sido víctima justo al despedirnos: ella sabía que no volveríamos a vernos. Jenny, sin capacidad para comunicarse con palabras, había intentado de esa manera avisarme que debía quedarme a su lado,  que estaba a punto de romperse el entrañable lazo físico y espiritual que siempre nos había unido y que era necesario que mis manos sujetasen los cabos para que su alma no se perdiera en el oscuro laberinto de la muerte. Yo no supe entenderlo. Yo no estuve a su lado. Yo nunca me lo perdonaré.

El golpe que sufrieron mi madre y mi padre fue inenarrable. Es decir, que no puedo ni intentar describirlo.

Próximo capítulo:  Increiblemente, la vida sigue.

sábado, 13 de abril de 2013

Instatánea 71 - Cuando una puerta se cierra un portalón se abre.




Foto Jesús Alcánta
Agitadillo fue ese año 1972. El decepcionante final  de la gira con Rodero, la dolorosa disolución de mi querida “comuna”,  nuestra mudanza al apartamento de la calle Virgen del Sagrario, mi participación en la obra de teatro El amor propio, en la cual solo había resistido un mes a causa de los ataques del enfermizo divismo que padecía la pareja de actores protagonistas  o mi primera aparición oficial en Televisión Española y el descubrimiento de la terrible mediocridad que reinaba allí,  sangrante sobre todo en lo referente a los luminotécnicos del medio. Yo, que venía de trabajar en Cuba con los mejores iluminadores y camarógrafos, me asombré al ver la falta de respeto por los artistas de la que hacían gala estos señores. Primeros planos sin casi retocar las luces, decorados con innecesarias zonas oscuras, sombras que las figuras de los actores proyectaban sobre los decorados  y encima un despotismo que te impedía dar una sugerencia o hasta hacer una pregunta. Referente a la absurda “especialización” imperante en aquel medio tengo una anécdota  de la que fui víctima durante aquellas grabaciones.   En una ocasión un gentil camarógrafo  me dijo, “Yolanda, échate unos veinte centímetros a tu derecha porque estás fuera de luz”. Puesto que me encontraba en esos momentos sentada, siguiendo su indicación moví mi silla esa casi  imperceptible distancia. De pronto  un desagradable grito me alertó; “¡señorita, no se le ocurra tocar la escenografía. Para eso están el regidor o el decorador!” Como resultado hubimos de esperar alrededor de veinte minutos, todos en stand by , a que uno de esos dos “super especialistas” apareciese por el plató.

Ni siquiera Miguel Picazo, el director de esa serie en la que yo participaba podía luchar contra la desidia y estrechez de miras de aquellos “funcionarios” que solo estaban interesados en que se respetaran estrictamente los cortes para su “cafecito”, uno cada dos horas, y el horario estipulado para finalizar la grabación, llegando incluso a cortar un rodaje cuando faltaban cinco minutos para completar una escena . Esos casos, de más de uno fui testigo, suponían un problema para el director. Teniendo  fechas limitadas para completar su trabajo,  una jornada de retraso le causaba grandes problemas de cara a la dirección general de Televisión Española, en esos tiempos la única del país, y que como pertenecía al gobierno, estaba  bajo su control político y hasta moral. Es decir que la  archimencionada censura también tenía allí clavadas sus garras. Por cierto que, durante la grabación de un posterior programa tuve que soportar  las babosas manos de uno de esos “señores” rozándome los senos con el pretexto de colocar en mi pronunciado  escote ese famoso, púdico y odiado “pañuelito”. ¡Había que proteger las “virtudes teologales" del televidente,  tan frágiles ante la visión de unos centímetros de carne fresca! Como veréis, agitadillo el año, hasta aquel momento, y bastante desagradable.

Quizá por ser la serie de Picazo de bajo presupuesto trabajábamos con tan solo dos cámaras, una para planos generales y otra para primeros planos, con la inevitable demora que aquello significaba cuando el director quería hacer uso del plano y contra plano.

En los departamentos de maquillaje y peluquería había dos clases sociales muy delimitadas a la hora de ser atendidas; los primeros actores y “el resto”. Si pertenecías al segundo grupo solo te quedaba el recurso  del  “amiguismo”, es decir, poder intimar con algún maquillador o peluquero y que así te colara en el grupo de los “preferidos”. Yo tuve una gran suerte en ese sentido pues logré la amistad de los dos mejores profesionales del medio; Esther, peluquera, y Johnny, maquillador. De ese modo, a lo largo de toda mi posterior  participación en TVE, fueron siempre ellos los que se encargaron de mis caracterizaciones.


A los pocos días de despedirme de la compañía de Herrera y Tejada finalizó también mi participación en la serie de Picazo, aunque no nuestra amistad, como más tarde se demostraría. 

Pero aquello no fue un gran problema. Desde hacía algún tiempo, mientras aún estaba en el Teatro Club, me había entretenido hilvanando la trama de un espectáculo basado en los cuplés de principios del siglo XX, buscando antiguas grabaciones e imitando esas voces nasales y atipladas de  cancioneras como La Chelito, La Fornarina o La bella Otero y divirtiéndome con las pícaras letras  que con tanta gracia interpretaban. Con el “monstruo” del show  terminado, es decir, las canciones ensayadas, gracias al gentil acompañamiento del pianista Luis Villa Landa, y los textos esbozados con la ayuda de mis compañeros y amigos Luis Corominas y Juan Llaneras, les hablé del proyecto a mis representantes y tan solo días más tarde me consiguieron la oportunidad de estrenar el mini espectáculo en la sala Top Less, lugar de gran prestigio ya que era,  desde hacía tiempo, el reino de los grandes cómicos Tip y Coll.
 y
Tip y Coll

Casualmente ellos habían exigido, días antes, dos semanas de descanso y nosotros llenaríamos  ese hueco en la programación.

Dada la relativa escasez de trabajo, en contraposición con la profusa cantidad de jóvenes actores y actrices ansiosos por “currárselo” en los escenarios, en aquellos días se comenzó a poner de moda el “café-teatro”. Eran estos unos pubs, acondicionados con un pequeño escenario, gracias a los cuales artistas y escritores noveles y veteranos tenían la oportunidad de ver sus nombres "en el candelero". Surgieron multitud de esas salas,  algunas de las cuales se hicieron famosas y longevas como Long Play, King Club, Picadilly, La Fontana...


Autores entusiastas y prolíficos como Juan José Alonso Millán, Vizcaíno Casas, Adrián Ortega, Jorge Llopis o Enrique Bariego, dedicaron gran parte de su ingenio a estos menesteres. (Con el primero, poco tiempo después mantendría una estrecha labor profesional en obras como Bailando se entiende la gente, Los misterios de la carne o El Decamerón; con guiones del segundo trabajaría en películas como La boda del señor cura, Los hijos de papá o ¡Niñas, al salón!; de Bariego estrenaría la obra Camas separadas, un éxito tan grande que hubimos de reponerla, en otro teatro, un año después, y con textos de A. Ortega y del genial J. LLopis, montaríamos la única revista en la que he participado a lo largo de toda mi carrera artística española. Pero de todo eso escribiré en su momento).

Era una experiencia aleccionadora trabajar  a nivel de un público por cuyas bocas y cerebros  el whisky corría en abundancia. Eliminada la tan protectora “cuarta pared” teatral el contacto directo con los espectadores era a la vez estimulante y aterrador.

Titulé  mi espectáculo “cupletero” Camp a go-go y con la coreografía de  Nadine Boisaubert y cuatro bailarinas, a partir de junio estuvimos cubriendo con éxito las dos semanas que Top Less nos había ofrecido.

Citröen Dos Caballos

Durante los días veraniegos de inactividad que siguieron a mi aleccionador descubrimiento del café-teatro, dividido mi ánimo entre la consabida inseguridad que el paro crea en los artistas y la satisfacción de  poder estar al fin con mi familia, dediqué todo mi tiempo a mis seres queridos. Jesús, que con las ventas de su exposición en Jeréz había comprado un adorable y viejo coche Citröen Dos Caballos, nos llevaba al vasto campo que rodeaba Madrid, a veces a zonas frescas y boscosas, otras a la orilla de algún río, y allí, entre risas y chorritos del rico vino nacional,   extraídos  de una típica bota española, dábamos cumplida cuenta de la tortilla de patatas hecha por mi tía o de los escalopes que, con mejor voluntad que sapiencia,  yo había preparado. Mientras Bobby, aquel foxterrier regalo de  mi amigo Salmerón a la familia, disfrutaba entusiasmado con la libertad de corretear a nuestro alrededor  mientras descubría su instinto de cazador persiguiendo moscas y mariposas.

A la inevitable hora de la siesta, cuando los estómagos estaban saciados y los corazones agotados de tanta felicidad, mi familia descabezaba un sueñecito bajo la sombra de los pinos o los abetos. ¡Entonces era nuestro momento! Con sigilo Jesús y yo nos internábamos entre los árboles o la maleza y, una vez perdido visualmente todo contacto con la civilización, hacíamos el amor a la manera de los faunos y las ninfas, en pleno contacto con una naturaleza que recibía gustosa nuestra efervescente pasión.

El regreso a Madrid, cinco personas y un perro apretujados en el pequeño Dos Caballos, al que bautizamos con ironía “El Furia” ya que no alcanzaba, a pesar de su conmovedor entusiasmo, más de los 70 kilómetros hora, era un espectáculo. 
Esos fueron días felices. Pero como todo lo bueno, con sabor a poco. Casi antes de darme cuenta ya recibía una oferta de trabajo imposible de rechazar, así que me integré de inmediato a los ensayos de una obra que batiría el record de permanencia en las carteleras madrileñas,  más de diez años. Sé infiel y no mires con quién  se estrenó a  mediados de agosto del 72 en el teatro Maravillas  con un reparto de lujo; Pedro Osinaga, Licia Calderón, Pepe Sacristán, Julia Caba Alba,  José Cerro, Manuél Salguero, Bárbara Lys, Paquita Villalba, Romero Godoy y Yolanda Farr  luciéndose en un divertido papel y con un sueldo que se iba incrementado  al tiempo que  su prestigio.  


En la foto, de izquierda a derecha, José Sacristán, Romero Godoy, Bárbara Lys,
Pedro Osinaga, Julia Caba Alba, Licia Calderon y yo
Después de que una puerta  se me cerrara en junio, al despedirme  de  la compañía de Lola Herrera y Manolo Tejada,  un portalón se estaba abriendo ante mí, ¿cómo no iba a lanzarme a la "conquista de la plaza” con todo mi entusiasmo?

 Necrológica.
Sara Montiel
Ha muerto Sara Montiel, "Saritísima", sin duda la primera y más internacional de nuestras actrices cinematográficas. Triunfadora en el Hollywood de los años dorados con películas como Veracruz, Yuma o Serenade  logró tras esa etapa lo "más difícil todavía"; ser profeta en su tierra. Films como La violetera, El último cuplé, La reina del Chanteclair y muchos otros se han convertido en piezas de adoración y han hecho  de ella la fulgurante estrella que continuó siendo hasta su muerte, a los 85 años. Las veces que la traté personalmente tuve la oportunidad de comprobar que, tal y como decían sus amigos, en el trato normal  su comportamiento nada tenía que ver con aquel personaje, distante y un poco simple que, con gran ojo, había asumido para su trabajo y de cara a sus fans. En paz descanse el ídolo de multitudes. En paz descanse esa manchega nacida en Campo de Criptana,  cálida e inteligente, que algunos tuvimos la suerte de conocer fuera de la pantalla.

Próximo capítulo. El primer desgarro definitivo.

sábado, 6 de abril de 2013

Instantánea 70 - ¡Pues anda que las divas…!




Foto Jesús Alcántara

Al llegar a Madrid, el primero de abril de 1972, tras el malogrado proyecto teatral con José María Rodero, me esperaban un par de experiencias importantes. En primer lugar la “comuna” se desmembraba sin remedio. Pepe Escarpanter había contraído matrimonio con Gina y vivían, desde hacía unos días,  en otro apartamento, por aquello de que “el casado, casa quiere”. Del todo comprensible. Pero, para más inri, Carlitos Álvarez iba a recibir a su novia la próxima semana y el proceso sería el mismo. Así que el resto de los comuneros, Carlos Rodríguez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos vimos forzados a lanzamos en busca de unos alojamientos BBB, es decir buenos, bonitos y baratos, ya que debíamos dejar la casa al finalizar el mes corriente.  Los “asiduos” tendrían que repartirse o jubilarse, pues los tiempos de “vino y rosas” iban a desaparecer y con ellos una época de algarada juvenil que nunca se volvería a repetir.

Los que quedábamos en convivencia, con el corazón encogido, no podíamos evitar que en los momentos más insospechados, al cruzarnos en el pasillo o al compartir las tareas culinarias,  el repentino surgir de una lágrima o un sollozo nos fundiera  en un abrazo. Eran muchos los ratos buenos y malos, muchas las experiencias vividas en esos improvisados saraos,  con la complicidad de aquella inefable y enorme copa de cristal llena de coñac. Todo muy emotivo y triste.

Jesús y yo barajábamos la posibilidad de tomar un apartamento  grande para poder traer con nosotros a mi familia pero mi querido padre, con esa humanidad e inteligencia que siempre le habían caracterizado, nos convenció de que siguiéramos en pisos separados, “pero eso sí, muy cerquita, Yolincita”. Ellos sabían que nuestra ajetreada vida no compaginaba con la de ellos, tranquila y ordenada. Sin duda estaban en lo cierto. Por fortuna, tras pocos días de búsqueda encontramos una vivienda muy adecuada, de alquiler moderado, dos dormitorios, un amplio salón comedor, una cocina, un baño y una radiante luz que entraba por  grandes ventanales. Lo más maravilloso, y que tanto había echado de menos en la “comuna”, era que el edificio contaba con  agua caliente y calefacción central. Todo un lujo. Para más fortuna el lugar estaba a poca de distancia de ellos, en la calle Virgen del Sagrario. Lo único malo de la situación era que los gastos se iban a incrementar bastante, pero la juventud y el conocimiento de nuestros valores nos hacía afrontar el futuro sin demasiada inquietud. Dios proveería y nosotros lo aprovecharíamos.


Alberto Closas

Y efectivamente parecía que Dios iba a proveer. No había pasado más de una semana desde mi regreso cuando mis representantes, Mari Carmen Calleja y Antonio Collado, me comunicaron que Alberto Closas me solicitaba para su próxima producción. Yo estaba exultante. Desde mi adolescencia había admirado a ese  galán de voz profunda, potente y embrujadora, algunas de cuyas películas viera, conmovida y hasta enamoriscada, allá en Cuba. Trabajar con él en Madrid sería tan importante como el frustrado estreno con Rodero en A dos barajas. Era una justa compensación.


Closas me había citado para la primera lectura en el teatro Club y allí me presenté  sin información previa.  El proyecto me parecía tan interesante que ni siquiera se me ocurrió preguntar cual sería mi salario, cosa que nunca se debe hacer. La cuestión es que aquella tarde sufrí una  nueva decepción. ¡Closas no sería mi galán si no el director de la obra! Mi papel era, de nuevo, el de la mala, la amante, es decir “la segunda”, pero  eso no me molestaba.  Lo mejor  era que tendría la oportunidad de ser la antagonista de una de las actrices que más admiraba en esos momentos, Lola Herrera. Su pequeña y delicada figura, su tierna vena dramática y su versatilidad  me parecían formidables.

Lejos estaba de suponer lo que aquella mujer me haría sufrir.

Desde el comienzo de los ensayos algo andaba mal entre la diva y el director, aún más divo. El carácter de Alberto no se podía catalogar ni remotamente como dulce y controlado. De hecho sus indicaciones estaban llenas de palabras como ”¡joder!”, “esto es una mierda” o “¿en qué coño estás pensando?”, es decir que más que obedecer sus órdenes lo mejor intentar leer su pensamiento  para intentar anticiparse sus indicaciones y así evitar irritarle. Aunque sus correcciones estaban llenas de razón, la forma de expresarlas era bastante brutal. Como ya dije antes, era y se comportaba como un "gran divo". 

Pero por alguna desconocida razón ambos congeniamos desde el primer momento y para mí nunca hubo una voz altisonante. Parece que eso ya comenzó a molestar a Lola Herrera y a su compañero en la vida y primer actor de la función Manuel Tejada, al cual Closas, no  considerándole  en absoluto un verdadero galán, atosigaba sin clemencia.

Los ensayos se sucedían cargados de tensión,  hasta que llegó el punto de eclosión. Por desgracia fui yo, sin quererlo, el detonante. En medio del momento clímax de la obra, en la escena en que el trío amoroso que formábamos en la ficción Lola, Manuel y yo nos debatíamos en un  ingenioso maremágnum de encuentros y desencuentros, reproches y mentiras, se oyó la atronadora voz del director gritando, “¡ya está bien! ¿Es que no tenéis idea de lo que es la alta comedia? Pues bastaría con que os fijarais en la señorita Farr.” Eso fue lo peor que podía haberme pasado. Aquellas desafortunadas palabras me buscaron la animadversión de la pareja protagonista.

Al día siguiente, faltando tan solo diez para el estreno, Alberto Closas renunció a la dirección, supongo que considerando sus esfuerzos inútiles, y Ramón Ballesteros ocupó su lugar. Es decir, simbólicamente, pues ya no hubo más correcciones o indicaciones, ni para bien ni para mal.

El viernes 19 de Mayo se estrenó en el Teatro Club aquella obra, El amor propio, de Marc Camoletti, con un reparto compuesto por Lola Herrera, Manuel Tejada, Marta Puig, Pedro Valentín, Mariluz Olier, Antonio Cerro y una Yolanda Farr  tratada por la cabecera de cartel con un desprecio que nunca había sufrido y por fortuna nunca volvería a soportar.

Manolo Tejada y yo.                                                        Antonio Cerro y yo
Fotos tomadas por  Manuel Martínez durante el ensayo general   
Las funciones se convirtieron para mí en travesías de hora y media por el infierno. Cada día era víctima de algún desmán. Cuando había una entrevista radial ni se me convocaba ni se me mencionaba en ella. Los periodistas jamás llegaban a atravesar la alambrada de púas con la que habían rodeado mi camerino. Y lo peor era que, aquella diva con la que tenía mis más importantes momentos, contraviniendo todas las leyes teatrales, me trataba en escena como si yo fuese un holograma. Tejada, a instancias de Lola, entraba con frecuencia en mi camerino para darme,  de malos modos, alguna absurda corrección. Los otros actores  que participaban en la obra me contaban como los "amos" de la compañía lanzaban, fuera del teatro, comentarios calumniosos contra mí; que si era impuntual, que si salía a escena con las medias rotas, que si no me lavaba el pelo, acusaciones tan absurdas que causaban auténtica indignación en los que me conocían. Si de algo tenía yo fama en el ambiente  teatral era de disciplinada, elegante y pulcra. Pero una tarde la cosa se volvió en verdad intolerable.

Miguel Picazo
Miguel Picazo, el inolvidable artífice de la película  La tía Tula, me había ofrecido un  papel de continuidad en una serie televisiva que estaba dirigiendo. El compaginar TV o cine con el teatro era algo muy frecuente en la profesión, siempre presionada por los a veces tan largos impases entre trabajo y trabajo. La cosa es que, cada mañana a las 7, yo debía estar en el salón de maquillaje de Televisión Española y cada tarde a las 5 me ponían un coche de producción para que pudiera llegar con tiempo sobrado a las representaciones. Esto último fue una deferencia de Picazo, ese hombre maravilloso,  de cuya amistad disfruté  durante largo tiempo. A mis jóvenes años y con excelente preparación física aquel doblete estaba para mí “chupao”, como se dice por estos lares.

Sentada ya en mi camerino del teatro y arreglándome para la función, una tarde sentí abrirse la puerta con brusquedad y escuché, desde el umbral, a Manuel Tejada, el “mensajero real”, lanzarme con tono destemplado estas palabras: “¡esto no puede seguir así! Llegas al teatro con “cara de culo” y las facultades mermadas. Eso está perjudicando no solo a tu trabajo, si no al resultado total de la obra. Has bajado muchísimo el tono y la intensidad de tu interpretación, lo que obliga a Lola a esforzarse intentando recuperar el ritmo en sus escenas contigo. O dejas la televisión o se te despedirá de la compañía.” Y con un portazo tan violento que tuvo “efecto bumerang” puso broche final a su perorata. Yo me quedé  petrificada.  Los rostros descompuestos de los compañeros que iban entrando en mi camerino y sus indignados comentarios me fueron sacando del trance. Por supuesto lo habían oído todo.

Marta Puig y Pedro Valentín. Fotos Cabrera
“Esto es increíble, son celos”, decía Mariluz Olier, “no hagas puto caso, lo que dice es pura falsedad”, afirmaba Antonio Cerro mientras mis encantadores amigos Marta Puig y Pedro Valentín, abrazándome  exclamaban “si se les ocurre despedirte nosotros también nos vamos.” En fin que sin sospecharlo “los jefes” habían provocado un mini “alzamiento del 2 de Mayo”, solo que en este caso no era contra los franceses sino contra la absurda injusticia que cometían dos personas cuya aversión hacía mí era obvia e incomprensible.   

Sin duda alguna, Lola era una importante figura, una gran actriz y encarnaba a la perfección el papel de aquella elegante y culta mujer que, con ingenio y educación, se enfrentaba a la casquivana amante de su marido. ¿Qué sombra podía hacerle una actriz novata en España, a pesar de las buenas críticas que hubiera recibido en el estreno? Como empresarios ¿no consideraban ideal que todos los miembros de la compañía fuesen brillantes y celebrados? ¿Era posible que el exabrupto de Alberto Closas durante los ensayos, admitamos que muy exagerado, hubiera herido tanto el orgullo de la Herrera?


El caso es que sacando fuerzas de flaqueza, me dirigí al camerino de la diva para hablar con ella del asunto. “Lola, quiero que me digas qué pasa conmigo”. Solo pude llegar hasta ahí pues con esa increíble frialdad que era capaz de impartir a su voz, sin dirigirme ni una mirada me soltó esta frase: “a mí no me digas nada. Si tienes alguna queja dirígete al director o al primer actor”. Es decir que no había comunicación posible. Aquello no tenía arreglo. Así que mis últimas palabras fueron, “a partir de este momento me despido de la compañía. Te lo notifico con las  dos semanas prescritas por ley.”

Lola Herrera, Antonio Cerro
yo y Manolo Tejada.
Foto Manuel Martínez.

Los siguientes  días de espera fueron espantosos, aunque al menos las visitas de Tejada a mi camerino cesaron. No veía el momento de abandonar aquel teatro Club al que con tanta ilusión me había dirigido poco tiempo  atrás. Pero el problema era que  las jornadas pasaban y no había señal alguna de que mi sustituta hubiese comenzado a ensayar. Cuando faltaban escasos días para que se cumpliera el plazo que les había dado, recibí una satisfacción impagable: Tejada me suplicó que les concediera una prórroga pues no encontraban a la “actriz adecuada”. Entonces me dí el gusto   de concederle una semana más. “Una semana, solo una semana improrrogable, Manolo”, afirmé.

Lo que sucedía era que, conocedores de la inicua actitud de la pareja hacía mí, nadie quería contratarse con ellos. De nuevo en mi vida comprobaba aquello de que “en el pecado está la penitencia”.

Una semana después mi tortura terminó. Ana Marzoa, recién llegada de su patria, Argentina, sin duda con  más necesidades de trabajo que yo, aceptó el papel. Pero su permanencia en la compañía no fue larga. También acabó despidiéndose. Sin duda el mal ambiente reinante le fue insoportable.

Lola Herrera
Nunca más se me volvió a plantear la posibilidad de trabajar con Lola Herrera, por fortuna,  pues no me ha gustado jamás rechazar un trabajo. ¡Y vaya si lo hubiera hecho!

Manuel Tejada
Manolo Tejada y ella rompieron sus relaciones sentimentales un tiempo después y Lola continuó en solitario una exitosa carrera.

Manolo sobrevive en esta profesión, arrepentido sin duda por la forma en que se comportó conmigo ya que, cuando hemos coincidido en algún acto me mira con ojos de carnero degollado e intenta infructuosamente establecer  una conversación. No volví a dirigirle la palabra. Lo siento. Hay cosas que no se pueden olvidar ni perdonar.

Y hasta aquí esta historia de cómo el divismo mal entendido puede transformar a  una mujer con indiscutible talento, en un ser  insoportable.

Necrológica.
Tomás Picó
 El actor y director Tomás Picó ha fallecido  de un linfoma en Tarifa, Andalucía,  lugar que escogió para fijar su residencia en el año 1995. Allí desarrolló una importante labor sociocultural, montando un taller de teatro y poniendo en pie numerosas funciones. Había debutado en el Teatro Eslava el año 1960 y en su haber consta un abultado número de películas y obras de teatro. Durante 10 años vivió  y trabajó con éxito en Italia, tanto en cine como en teatro, etapa de su vida que nunca olvidó.
Pero todo esto es hojarasca.
A los 73 años ha muerto en Tarifa un  amigo íntimo, un ser tan bello como entrañable con el cual compartimos Jesús y yo varios hermosos años de nuestra vida.  Su benévolo carácter, su hospitalidad y su espíritu universal lo convertían en un ser enormemente cálido.  Su sentido del humor, en  el compañero ideal para risas y fiestas. Su clásica belleza,  en una auténtica delicia para la vista. Y hasta aquí llego. Cuando algo duele tanto  solo  el homenaje del silencio y el eterno recuerdo tienen valor.
Pronto Tomás Picó entrará en mi blog y lo conoceréis como el joven vital y alegre que enamoraba a todos los que le rodeaban.


Próximo capítulo. Cuando una puerta se cierra un portalón se abre.