De impacto en impacto.

El primer desgarro definitivo.


Foto Jesús Alcántara

Qué hallazgo magnífico fue conocer a Víctor Andrés Catena, el hombre que dirigió Se infiel y no mires con quién,  éxito clamoroso que en agosto del 72 estrenamos en el teatro Maravillas. El título era una burda pero comercial adaptación del que los ingleses, Cooney y Chapman, habían dado a su delicioso vodevil Not know, Darling. Nuestros empresarios invitaron a estos autores al estreno de la función y estos  quedaron encantados con la versión española, hecha por Artime y Azpilicueta. Como buenos comerciantes, intuyendo el éxito que su obra tendría en España, no pusieron ni una pega al montaje o a una adaptación  cuyos textos, naturalmente, no entendían en absoluto. Los pocos días que estuvieron en Madrid, al igual que otras tantas veces a lo largo de mi vida, hube de ser yo quien realizara la traducción simultánea, pues, como ya he comentado con anterioridad, escasísimas personas hablaban aquí el idioma de Shakespeare.  

Pero volveré a Catena. El primer encuentro con él solía ser algo chocante. Pequeño y regordete, mayor, con una voz de “tenorino” y un constante e irónico sentido de un humor muy andaluz, la gente tendía a subvalorarle.  Este fue su original discurso de presentación como nuestro director; “compañeros, no os preocupéis que no vengo a dirigir actores. Ya sabéis que desde hace tiempo  solo me contrato para dirigir el tráfico”. Víctor quería decir con eso que él se dedicaría tan solo a marcar las entradas, salidas, el ritmo y nuestro  movimiento escénico, cosa que hizo con destreza. Tras esas palabras los varios divos que había en la compañía quedaron  tranquilos y encantados. Incluyéndome a mí, aunque por motivos bien diferentes. Al oír su afirmación intuí que mucho más se escondía dentro de esa humildad  rezumante de  sutil ironía. Como se demostró durante los ensayos.

Víctor Andrés Catena
En el transcurso de uno  de ellos, tras haberle repetido varias veces una indicación de movimiento a nuestra primera actriz, Licia Calderón, con la cual sin duda  la dama no estaba de acuerdo, ya que no le hacía ni "repajolero" caso,  Víctor, en el más tierno de los tonos le dijo; “mira, preciosa, te lo voy a repetir muy despacio, pues empiezo a darme cuenta de que eres rubia natural”. En otra ocasión, le dijo a Romero Godoy, actor argentino, “¿ves esa percha que hay a tu izquierda? La he mandado poner ahí para que cuando entres a escena cuelgues en ella tu bombín, tu bastón y tu acento.” 

Con el pasar del tiempo y el afianzarse de nuestra amistad supe que Catena había sido, en los años cincuenta, quién hizo llegar  las vanguardias culturales europeas a su Granada natal, atreviéndose  a representar  autores prohibidos por la dictadura como Alberti, León Felipe o Pablo Neruda. Sometido en su terruño a  rechazos y presiones, debidos tanto a sus ideas progresistas como a sus tendencias sexuales, a principios de los 60 había “emigrado” a Madrid, haciéndose al tiempo la promesa de no volver  señalarse sobre todo en lo político. En ese momento nació el Víctor Andrés Catena que la profesión madrileña conocía, director de comedias insustanciales y enemigo de tertulias y fiestas. Así fue como el teatro de la capital se perdió el gran bagaje cultural de aquel pequeño, muchas veces sarcástico,  pero siempre maravilloso ser humano.


Licia, Pedro y yo el día del estreno.
Foto Gyenes
En cuanto a mi relación profesional con Pedro Osinaga,  famoso por su supuesto  divismo, no pudo ser más grata. Tras mi experiencia anterior con Lola Herrera y Manuel Tejada, me había temido lo peor pero quedé  sorprendida ante su amabilidad y compañerismo. 

Con Licia Calderón no tuve relación alguna, ni buena ni mala. Ella era muy suya. Bueno,  suya, de sus dos caniches blancos, a los cuales llevaba a todas partes, y del que en esos momentos aún era su amante, el actor y director Jesús Puente. (Años más tarde contraerían matrimonio). Licia era una hermosa mujer de la cual emanaba una frialdad distanciadora.


Pepe Sacristán, en medio de aquella dictadura franquista que yo había bautizado como “dictablanda”, proclamaba libremente ser un comunista convencido. Sus ideas políticas habían provocado algunos enfrentamientos entre nosotros, eso sí, llevados de una manera muy educada. Yo intentaba abrir sus ojos a una realidad cubana que él estaba empeñado en ignorar. Como tanta  gente. La cuestión es que, a causa de eso,  solía llamarme “gusanita”, lo cual, dicho siempre en tono “apastelado”, resultaba tan solo un inocente intento de coqueteo.

Julia Caba Alba, miembro de una larga y prestigiosa dinastía teatral, era, aparte de estupenda actriz, un ser entrañable y la tía de tres actores que yo admiré toda la vida; Julia, Irene y Emilio Gutiérrez Caba. 

Pepe Cerro, José Santamaría, Manuel Salguero,
yo, Julia Caba Alba, Licia Calderón,
Paquita Villalba, Pedro Osinaga y Bárbara Lys
En fin que, incluidas las simpáticas y bellas Bárbara Lys y Paquita Villalba, Manuel Salguero y el argentino Romero Godoy,  formábamos  lo más parecido a una familia.

Meses después del estreno Pepe Sacristán y Romero Godoy quisieron dejar la compañía y fueron sustituidos por  Pepe Cerro y José Santamaría. Sacristán había recibido una oferta teatral que le interesaba más y Godoy decidió regresar a su patria, Argentina.

Mis ilusionados planes para las navidades de 1972, consistían en pedir permiso para que mi familia subiera a escena y celebrara con nosotros y con el público el 31 de diciembre. Mi intención era obsequiar a las Pfarry Sisters con la emoción de volver a pisar un escenario, de volver a sentir el calor del público, de participar los cinco juntos, por supuesto Jesús incluido, de ese divertido rito de serpentinas y champán con el que, como ya informé en otro capítulo, espectadores y artistas aguardábamos el sonido  de las  esperanzadoras doce campanadas de fin de año. 

Cómo iba a suponer que un rayo hendiría de tal manera el árbol familiar que ya nunca más sus hojas recuperarían totalmente el pujante verdor. 

En los últimos días  de septiembre moría mi querida tía Jenny, esa que había sido tan madre para mí como mi madre genética, el platónico amor de mi padre, la inseparable melliza de mamá, la mitad más etérea de las Pfarry Sisters. Debíamos haber adivinado que su tierna fragilidad no resistiría mucho tiempo los embates de la vida pero el amor te vuelve ciego, sobre todo ante esas cosas de la muerte. Una mañana amaneció  con una hemiplejia que rompía el corazón.  Tras recorrer con ella varios hospitales de Madrid en una ambulancia alquilada, tras ser rechazada hasta en La Cruz Roja con el pretexto de que su problema no era de ingreso, al llegar al hospital Francisco Franco pedí que su camilla fuese bajada, y a voz en grito hice el solemne juramento de no moverme de esa puerta hasta que mi Jenny fuese atendida e ingresada. No sé si por miedo al escándalo o porque toqué alguna fibra sensible, mi tía fue admitida casi con el tiempo justo para que yo pudiese llegar a la función de la tarde del Se infiel y no mires con quién. Así estaba en aquellos años el sistema sanitario del país. Aunque yo llevaba un par de años cotizando a la Seguridad Social, según las leyes tan solo el titular tenía derecho a asistencia médica. Es decir que ni siquiera mi madre o mi padre estaban cubiertos.

Durante el tiempo que estuvo ingresada, cada día antes de acudir al teatro, Jésus y yo nos pasábamos por el hospital para darle de comer, para acicalarla, para que nuestro amor  la ayudara a superar la tremenda depresión en la que la sumía una total consciencia de su estado. Yo cepillaba su suave cabello rubio, masajeaba sus blancos pies que, a consecuencia de la falta de ejercicio, se iban llenando de azules ríos de sangre estancada. Una tarde, justo a la hora en que yo debía salir hacia el teatro, entró en una especie de crisis de ansiedad. El médico me dijo que no debía preocuparme pues sus constantes vitales eran buenas y que saldría sin problemas de ese estado. De cualquier modo Jesús se quedó con ella para que supiera que, a pesar de la  ausencia a la que la terrible esclavitud de mi trabajo me obligaba, estaba y siempre estaría acompañada.

Jenny Pfarr, mi adorada tía
Aquel día,   entre función y función, me avisaron que en taquilla tenían para mí un recado de Jesús: mi tía había muerto. Entonces comprendí el porqué de aquel ataque de ansiedad del que había sido víctima justo al despedirnos: ella sabía que no volveríamos a vernos. Jenny, sin capacidad para comunicarse con palabras, había intentado de esa manera avisarme que debía quedarme a su lado,  que estaba a punto de romperse el entrañable lazo físico y espiritual que siempre nos había unido y que era necesario que mis manos sujetasen los cabos para que su alma no se perdiera en el oscuro laberinto de la muerte. Yo no supe entenderlo. Yo no estuve a su lado. Yo nunca me lo perdonaré. En cuanto al golpe que sufrieron mi madre y mi padre fue algo inenarrable. Es decir, que no puedo ni intentar describirlo.

Cuando llegó el fin de año de 1972 sobre el escenario del teatro Maravillas,  las doce uvas que había planeado como las más felices de nuestra existencia, fueron doce gotas de hiel derramándose sobre nuestros corazones sangrantes a causa de aquel desgarro definitivo.

  Increíblemente, la vida sigue.




Foto Jesús Alcántara
Una parte de aquel 1973 fue para mí triste y monótono. Durante todo el año continué haciendo Sé infiel y no mires con quién, venciendo la rutina de repetir día tras día los mismos diálogos, en el mismo teatro y con los mismos compañeros. Esas cosas que personas no dedicadas a esta profesión aseguran que no podrían soportar. La incesante repetición de unas situaciones y textos, que acababan  sonándonos falsos, nos llevaba a una  lucha por huir de la mecanización que cada cual sostenía a su manera. 


Al llegar la hora de desplazarme al teatro le ponía a mi cerebro el piloto  automático y mis piernas me llevaban, sin que mi voluntad consciente participara, hasta la calle Malasaña. La cuestión es que al penetrar por la puerta de actores,  una vez dentro del teatro Maravillas, el automático se desbloqueaba como por milagro.  El peculiar aire que habita en el interior de los teatros, mezcla de polvo, maquillaje y ropa usada,  hacía despertar de nuevo en mí el  amor por las tablas y mi labor escénica se llenaba de una frescura entusiasmada.Y así fue durante casi dos años.

Con alguna frecuencia mi eventual trabajo en televisión rompía la monotonía. En estos casos no era nada fácil levantarse a las 5 y media de la mañana, cuando  aún era de noche, dirigirse a los  lejanos estudios de Televisión Española en Prado del Rey y pasar por el largo proceso de vestuario, maquillaje y peluquería antes de que comenzara la grabación de algún Teatro Estudio o de alguna Novela del Mediodía. Una vez en actividad, el cansancio se evaporaba, los nervios se tensaban y, estoy segura que gracias a mi juventud, así se mantenían durante el tiempo pasado en el plató e incluso a lo largo de las posteriores dos funciones que solían terminar a la una de la mañana. Lo peor era saber que el proceso de la jornada siguiente sería el mismo. 

Pero estas convocatorias televisivas no tenían la suficiente frecuencia y el incremento de los gastos había hecho que los ingresos extra fueran indispensables. Acabábamos de comprobar, tras el fallecimiento de mi tía,  que en este país morirse era más caro que vivir, (ver Instantánea 72). El precio del sarcófago, aunque fuese de los sencillos, era astronómico, la parcela para el entierro casi como la compra de un apartamento y la indispensable lápida de mármol costaba un potosí. Aquellos trámites mortuorios  nos habían dejado el bolsillo tiritando de frío. Era inhumano y desmesurado el negocio establecido a costa de la muerte.

Tras la ausencia de Jenny yo había trasladado a mis padres a un apartamento  en mi mismo edificio. Ahora, lo que restaba de mi familia y yo vivíamos tan solo a unos pisos de distancia.  Con mami salía  a comprar al mercado,  sacaba muchas veces a su perro Bobby a pasear, Jesús y papi se tomaban su chatito o su café en un bar cercano y aquello parecía aliviar en todos el terrible dolor por nuestra  perdida.

Una mañana de aquel verano del 73 recibí una esperanzadora llamada. Un tal Jess Frank, director de cine, me ofrecía el papel protagónico en su próxima película y solicitaba mi presencia en su oficina al día siguiente por la mañana. Ante mi petición de una explicación telefónica más detallada me dijo que el sueldo sería sustancioso, el tiempo de rodaje de 20 días, y los horarios se compaginarían con los de mi trabajo en el teatro, una paliza que estaba dispuesta a soportar. El resto quería hablarlo personalmente conmigo.


Jesús Franco
Al serme desconocido su nombre, aquella tarde pedí a mis compañeros de Sé infiel... referencias sobre ese director. La información fue que su verdadero nombre era Jesús Franco, que estaba en activo  desde largo tiempo atrás , que su obra era muy irregular y de segunda o tercera clase y que abarcaba desde el género de terror hasta el cine musical. Pero puesto que la oferta de veinte días de trabajo era tentadora, a la mañana siguiente estaba yo en la oficina de ese personaje tan especial: Jess Frank.

El pequeño lugar, decorado hasta el techo con afiches de sus películas, era un fiel exponente de su larga trayectoria.  El ver en ellos a  actores de prestigio  como Klauss Kinski o Christofer Lee me tranquilizó. 

Franco, o Jess, como le gustaba ser llamado, resultó ser una persona  encantadora, extrovertida y surrealista. En la larga hora que duró nuestra entrevista me contó casi toda su vida; desde jovencito había sentido un amor fu por el cine, pertenecía a una prestigiosa familia de intelectuales, había trabajado como ayudante de dirección de Orson Wells en Campanadas a medianoche... Al ser un acérrimo detractor de la dictadura franquista, en los años sesenta se había exiliado a París, rodando allí y en Alemania infinidad de películas. Tan extensa era su labor que los productores, para no saturar el mercado con su nombre, habían decidido lanzar al mercado sus obras bajo distintos seudónimos. Pero eso no le importaba pues para él el cine no era un vehículo hacia la fama si no básicamente “una cuestión de amor”. Luego, como colofón de aquel semimonólogo,  me aseguró que moriría “con la cámara al hombro”.

Pero, las palabras que pronunció a continuación me llenaron de desazón;  “ y ya que para mí el cine es una cuestión de amor, he decidido dedicar  mis películas, de ahora en adelante,  al sexo. Quiero rodar un film centrado en el  mundo del lesbianismo, “La perversa Emanuelle”, y que tú seas la protagonista. A propósito, ¿te importaría enseñarme tus pechos?” Y así mis ilusiones se fueron al suelo como un castillo de naipes. La cosa tenía gracia, la primera vez que un director español me ofrecía una protagonista en el cine, ¡y se le había ocurrido iniciarse en el mundo  porno precisamente ahora y conmigo! Como es de suponer rechacé   repetidamente la oferta. 

Tiempo más tarde supe que Jess Frank había rodado la película en Francia bajo el título de Tendre et perverse Emanuelle.

A pesar de que, como dije en un principio, aquel 1973 había sido para mí triste y monótono, cosas importantes sucedieron en el mundo.


En Enero, el presidente de EE.UU, Richard Nixon anunciaba un acuerdo de paz con Vietnam. ¡Al fin terminaría esa cruenta guerra que tantas vidas había segado!

El World Trade Center
En abril se inauguraba en Nueva York el World Trade Center, las torres gemelas que, muchos años más tarde, serían víctimas de uno de los más crueles atentados de la historia. 

Ese mismo mes, la OMS (Organización Mundial de la Salud) excluía a la homosexualidad de la Clasificación Internacional de Enfermedades. ¡Así que hasta 1973  la homosexualidad era considerada una enfermedad! Increíble.

Salvador Allende y Fidel Castro
En septiembre, Salvador Allende, aquel que fuese gran partidario y apoyo de la dictadura castrista, sufría un golpe de estado militar. Refugiado con sus últimos colaboradores en el Palacio de la Moneda, decidió poner fin a su vida antes que rendirse. Y en Argentina, por las mismas fechas, Juan Domingo Perón era elegido  presidente.

Pero lo más trascendente para España, algo que marcaría el futuro de este país, sucedió en el mes de diciembre. La banda terrorista ETA asesinaba al presidente del gobierno Luis Carrero Blanco. Aquel magnicidio tuvo tal repercusión, despertó tan diversos sentimientos y ocasionó tales cambios políticos posteriores que merece ser relatado mucho más ampliamente. Cosa que haré en el próximo capítulo.



España se convulsiona.




INFORMACIÓN OFICIAL.

Carrero Blanco, nombrado presidente del Gobierno de España en junio de 1973, moría el 20 de diciembre de ese mismo año a causa de un atentado perpetrado por la banda terrorista ETA. Tras su diaria salida de misa, el coche en el que viajaban él, su chofer José Luis Pérez y el inspector de policía José Antonio Bueno, fue explosionado con tal violencia que voló sobrepasando el tejado de un edificio de cuatro plantas, yendo a caer al patio interior del inmueble situado en la calle Claudio Coello de Madrid.



Varios etarras se habían trasladado a la capital para lo que denominaron “Operación Ogro” y, tras alquilar un semisótano en aquella misma calle, cavaron un túnel hasta el centro de la calzada y depositaron allí los 100 kilos de carga explosiva que hicieron detonar al paso del auto presidencial. Los terroristas vascos, tras reivindicar el atentado, afirmaron que Carrero Blanco era una “pieza fundamental e irremplazable” del régimen, que representaba “el franquismo puro” y que por tanto, con vías a una próxima “democratización” del país, (¡qué ironía viniendo de unos asesinos!) su eliminación era indispensable.  Sin duda Carrero Blanco era considerado el hombre fuerte del gobierno tras una eventual muerte de Francisco Franco.

(Las fotos del tríptico pertenecen a la minuciosa reconstrucción del atentado llevada a cabo por Televisión Española para la mini serie El asesinato de Carrero Blanco).

INFORMACIÓN EXTRAOFICIAL

Carrero Blanco y Kissinger
Se comentaba que el día 19 de junio, durante la visita oficial de Henry Kissinger a Madrid y con posterioridad a ser recibido por Franco, Carrero Blanco había sostenido una reunión  privada con el secretario de estado norteamericano y   le había ofrecido los Pirineos como “una segunda línea defensiva y de esa manera establecer en España la retaguardia logística de la OTAN durante una posible tercera guerra mundial”. Esto convertiría, de facto,  a España entera en una gran base militar de EE.UU.

La tajante respuesta de Kissinger habría sido que veía muy difícil que el Senado de EE.UU. aprobase un Tratado Bilateral de Alianza con el régimen del dictador Franco. Todo esto no fue oficialmente confirmado.

LO QUE PASABA EN MADRID.

La reacción del pueblo madrileño aquella mañana fue tremenda y contradictoria. En voz baja y a escondidas los contrarios al régimen intercambiaban comentarios en los que se mezclaban la  alegría por la muerte de Carrero y la  inquietud que provocaba una represalia gubernamental. Por otro lado los franquistas proclamaban su ira a voz en cuello, hacían alarde de su deseo de venganza y, pasando por alto la reconocida autoría del hecho, extendían la responsabilidad del hecho a todos los que no pensaran como ellos. En el aire flotaba un acre olor a peligro que, según iban pasando las horas, se incrementaba. Con temor se esperaba la llegada de la penumbra, tan   inspiradora de excesos, tan cómplice de arrebatos.

Existía una asociación política de extrema derecha llamada Fuerza Nueva, liderada por Blas Piñar, procurador en cortes y consejero nacional del Movimiento por designación directa y libre de Franco, es decir “a dedo”,  temida por sus violentos enfrentamientos con cualquiera  que no compartiera su ideología ultraderechista. Sobresalía por su agresividad un sector que se autodenominaba Guerrilleros de Cristo Rey y que, en grupos armados con palos y gruesas cadenas de acero, aterrorizaban las madrugadas madrileñas, siendo vagabundos y homosexuales sus objetivos principales en un principio. 

Aunque pocos en número, sus actos de vandalismo eran temibles  y la policía solía hacer ojos ciegos y oídos sordos ante estos desafueros. (Unos años más tarde, en los comienzos de la democracia, estos hechos se incrementaron en número y violencia llegando esos extremistas a protagonizar golpes terroristas, con consecuencias mortales, contra políticos y manifestaciones estudiantiles y sindicalistas).

Recorte del pediódico El País
Aquella noche del 20 de diciembre del 73, como por ensalmo, las bulliciosas calles de Madrid guardaron un expectante silencio.  Las “fuerzas vivas” progresistas de la ciudad prefirieron  “hacerse las muertas” en espera de una reacción de las altas esferas políticas. Mientras, los ultras campaban por su respeto en las calles desiertas, destrozando mobiliario público y cometiendo  desaguisados.  Pero el día siguiente nos sorprendió a todos. El gobierno obró con inesperados comedimiento y cordura demostrando que el proceso de democratización de España estaba irremisiblemente en vías de desarrollo, pesase a quién pesase. 
EN LO QUE A MI CONCERNIÓ

La tarde que siguió a la mañana del atentado acudí, como era usual, al teatro Maravillas para representar un Sé infiel y no mires con quién  que ya llevaba año y medio en cartel, batiendo records de taquilla. Mis compañeros de reparto, tan inquietos con la situación como lo estaba yo, no cesaban de hablar de lo ocurrido, especulando sobre las consecuencias que aquello tendría para España. El pueblo sabía que la vida de Franco estaba a punto de “caducar”. A pesar de estar el asunto rodeado por el hermetismo propio de una dictadura, habían circulado fidedignos rumores sobre su frágil salud y sus varias y severas crisis. El país, sumido durante más de cuarenta años en el sopor y el adocenamiento  que provocan las largas tiranías, miraba aterrado un futuro sin “el guardián de la paz”, como Franco se autoproclamaba. El temor a una nueva guerra civil espantaba al un gran sector del pueblol. El verdadero peligro estaba en las jóvenes generaciones. Educadas en una total ignorancia política o temían enfrentarse con lo nuevo y desconocido, la democracia, o habían sido captados totalmente  por la propaganda fascista.

Aquella sesión de tarde del 20 de diciembre fue memorable. ¡Hubimos de trabajar para cuatro espectadores!  La nocturna fue suspendida pues ni un alma pasó por taquilla. Así que, con el corazón encogido, nos despedimos preguntándonos qué nos depararían los días siguientes.

En La Fontana. De izquierda a derecha Miguel Ángel Aristu, Enrique Ciurana, Paco Marsó, Nino Bastida,
Rafael Guerrero, yo, Emilia Rubio, María Gianni,  Diana Polakov, Mari Carmen Álvarez y Regin Gobin  
Hacía ya casi un mes,  yo había aceptado compaginar el teatro con el café-teatro. Juan José Alonso Millán, un joven “teatrista”, autor de obras muy interesantes estrenadas en los últimos años, me había ofrecido actuar en la lujosa sala-espectáculo y restaurante La Fontana representando Bailando se entiende la gente y con una compañía de once artistas, cinco jóvenes y guapos mozos, cinco starlets espectaculares y yo. Ellos, Paco Marsó, Enrique Ciurana, Rafael Guerrero, Miguel Ángel Aristu y Nino Bastida, durante mi permanencia en el show, fueron siempre los mismos. Ellas, a causa de sus múltiples trabajos y agitadas vidas privadas, variaban con frecuencia, siendo las más destacables Bárbara Rey, Silvana Sandoval, Rosa Valenti, Mirta Miller, Paloma Cela, Diana Lorys y Marisol Ayuso. Todas estas llegaron a convertirse en auténticas figuras. ¡Afortunada la hora en que había aceptado aquel trabajo, pues algunos de los momentos más amenos de mi vida los pasé interpretando esos distintos personajes de los cinco sketches que componían el espectáculo!
En el sketch del guiñol

Todos, de forma irónica e inteligente, contenían críticas al gobierno y a la “España profunda” que tanto había hecho sufrir a escritores de la talla de Machado u Ortega y Gasset. Así que aquella primera noche tras el atentado, al salir del Maravillas, a la Fontana me llevó Jesús en nuestro anciano pero corajudo Citröen 2 Caballos, “El Furia”, convencidos de que también allí  la representación sería suspendida. 

Pero el gerente y socio del local Vicente Embuena y el autor de la función, empecinados en no dejarse amedrentar por las turbas ultraderechistas, decidieron abrir las puertas, pretendiendo darle a la madrugada madrileña un aire de normalidad. Ya que las reservas para esa noche habían sido canceladas Embuena hizo vestir a una parte de sus camareros de “civil” y los sentó a  las mesas, llamó a algunos amigos, instándoles a asistir y, con una compañía que no las tenía todas consigo, se hizo la función. Mejor dicho, parte de la función. 

De pronto oímos un desaforado bullicio del que sobresalían insultos y amenazas y a continuación un pequeño grupo de  seis o siete individuos, enarbolando los palos y cadenas que ya he descrito con anterioridad, penetró en tromba en la sala. Los Guerrilleros de Cristo Rey venían al ataque y en defensa de los “valores patrios”. Para qué intentar describir el "correcorre"  que se armó en el escenario. Lo que no sabíamos era que esos amigos invitados por el gerente pertenecían a la policía secreta, así que en menos de lo que canta un gallo los “invasores” fueron detenidos, los gritos acallados y el local quedó limpio de violencia. Por supuesto la función no continuó pero la compañía en pleno fuimos invitados a celebrar nuestra pequeña victoria entre copas del mejor champán y lonchas del jamón de jabugo pata negra que era una de las especialidades del restaurante La Fontana.



Foto Jesús Alcántara


¡Jolines con el 1974!


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Foto Jesús Alcántara
A principios de 1974, tras unas Navidades que seguían impregnadas del dolor por la muerte de  Jenny  me despedí con tristeza de Sé infiel y no mires con quién. Ni siquiera mi fortaleza y disciplina podían soportar por más tiempo la paliza que supone hacer dos funciones de teatro y una de café-teatro, para más inri musical, diarias.

Los últimos meses en el Maravillas estuvieron llenos de maravillosas sorpresas, de emocionantes reencuentros. La reaparición de compañeros del alma, de cubanos a quienes me había visto obligada a abandonar hacía ya cinco años en la “isla cárcel”, como la llama mi amiga Tenchy. Algunos  recién llegados y otros que durante algún tiempo habían estado perdidos en el maremágnum de la gran ciudad de Madrid me habían localizado por las carteleras de los periódicos. Sus visitas al teatro fueron conmovedoras y llenas de conversaciones rebosantes de nostalgia y cariño. Los hermanos Brito  (ver Instantánea 39), Julio y Alfredo, grandes músicos con los que compartiese en Cuba  charlas y afecto sincero habían,  poco tiempo a tras,  abandonado la isla en un momento de gran éxito para su cuarteto “Los Brito”, asfixiados por el corrompido aliento de un régimen que corroía las almas y hasta las piedras de esa hermosa ciudad de La Habana.

Miguel de Grandy, el hijo de aquel estupendo Miguel de Grandy con el cual había tenido la suerte de trabajar en Lola y la campana (ver Instantánea 41),  mi última obra de teatro en la sala Arlequín de La Habana,  me contó que compartía su tiempo entre España y Miami y me hizo un reportaje para el periódico El triunfo  en el que colaboraba como  free lance. También Manolo Pereiro, el estupendo actor cubano y Roberto Cazorla, notable escritor y también actor, reaparecieron por fortuna en mi vida. Ambos, tras su exilio, llevaban ya bastante tiempo en Madrid intentando reorganizar sus vidas.



Pero mi más emocionante encuentro fue con Humberto Mitjáns, el valiente hombre que me reabriese las puertas de la televisión cubana, jugándose su carrera y tal vez mucho más que eso, en los negros momentos en que compañeros y directores huían de mí como de una apestada a causa de la persecución política a la que me había visto sometida. (Ver Instantáneas 32 y 33). ¿Cómo podría resarcirle de los inmensos favores que le debía? Puse todo lo poco que poseía a su disposición, mi hogar, mis  relaciones profesionales, ayuda económica, pero  afirmó no necesitar nada.

Paraba en casa de unos grandes amigos suyos, en breves días comenzaría un viaje por España con objeto de visitar a los muchos parientes que tenía diseminados por el territorio nacional y a su regreso pensaba abandonar el país con destino a Latinoamérica. Aún no sabía exactamente a donde se dirigiría pero estaba estudiando varias ofertas. Nos  despedimos con intensa emoción y  su promesa de llamarme cuando estuviese de vuelta en Madrid. Nunca recibí esa llamada ni volví a saber de Humberto Mitjáns. Nada pude hacer por quien tanto había hecho, en 1963,  por aquella muchachita acosada y temerosa que él había colocado de figura  en su programa de televisión Intermezzo, devolviéndola de esa manera a su profesión y restaurándole la seguridad en ella misma.

Pero aún me queda por narrar el más extraño de mis reencuentros de aquella época. 

Estaba yo en mi camerino cuando la  taquillera del Maravillas me entregó un papel con un teléfono y un nombre que reavivó mis recuerdos infantiles; Manuel Mur-Oti. Ráfagas de antiguas imágenes de una noche de 1949 en el café “Las Cancelas” pasaron  por mi cabeza. La sensación de unas grandes manos sosteniendo mi carita de ocho años y, sobre todo, el sonido de una voz masculina pronunciando estas palabras, “¡pequeña, como te pareces a tu tía Olimpia!”, irrumpieron en mi cerebro con una claridad sorprendente. (Ver Instantánea 15).

Al día siguiente, cuando mostré a mis padres la nota, una ventolera de alegría inundó la casa. “¡Manuel está en España. Qué alegría! Llámale ahora mismo  e instale a venir a vernos!” dijo Arsenio y pasó  a darme información en todo lo referente a   aquel hombre. Me contó como allá en la Cuba de los años 30 había sido amigo de la familia Mariño y pretendiente de Olimpia, me recordó el  encuentro fortuito en el café “Las Cancelas” la noche antes de nuestra partida hacia la isla, (ver Instantánea 15) y me dijo cuán afectuosa había sido la relación entre ellos en su lejana juventud. Estaba emocionado. Así que inmediatamente marqué el número que la tarde anterior me habían entregado en el teatro.

“Buenos días, Hotel Hilton Madrid. ¿En qué puedo servirle?” me respondió una amable recepcionista. Pedí comunicación con el señor Mur-Oti y unos segundos más tarde escuchaba la misma voz ronca de mis recuerdos que decía, “aquí Mur-Oti, ¿quién habla?” De inmediato le pasé el auricular a mi padre con la intención de gozar como espectadora de la emotividad de ese momento. No muy larga y bastante decepcionante fue la conversación. Sintetizando. Manuel se alegraba de volver a hablar con Arsenio. Manuel, ante la noticia de la muerte de Jenny había exclamado “¡vaya por Dios!” y saltado a otro tema. Manuel decía  lamentar no poder visitarnos, en primer lugar por ser víctima de un fuerte catarro y en segundo por tener que regresar en dos días a México, país en el que hacía años vivía y trabajaba, pero Manuel invitaba a Yolanda a reunirse con él en su hotel, ya que quizá podía hacer algo por ella en el campo profesional.

Aunque  algo desinflado por la fría reacción  de su antiguo amigo,  mi padre me aconsejó que fuese a verle esa misma mañana. Durante la breve conversación Mur-Oti se había encargado de dejar bien claro cuán importante era  dentro del ambiente artístico mejicano, escritor, director, guionista de cine… “Seguro que tiene  relaciones importantes en España y una recomendación suya te podría abrir puertas en el mundo de la cinematografía”, dijo mi progenitor.

Manuel Mur-Oti
recibiendo el Goya de Honor
Dos horas más tarde Yolanda estaba tocando a la puerta de la suite de don Manuel en el hotel Hilton Madrid. Pero la muchacha no iba sola.  La acompañaba una impertinente mosca que revoloteaba alrededor de su oreja.

Como ya habréis imaginado, la visita no fue en absoluto satisfactoria. Tras algo de cháchara intrascendente y un par de preguntas sobre su antiguo amor, mi tia Olimpia, el anciano, tomando con desmaño mi cara entre sus manos y lanzándome un aliento con reminiscencia de cripta, volvió a espetarme estas palabras; “¡pequeña, como te pareces a tu tía!”. ¡Veinte y pico años después! Tal vez fuese a causa del especial brillo en sus ojillos, quizá por el quebrarse de su voz,  pero la molesta mosca que llevaba desde el principio volando a mi alrededor aterrizó decidida tras mi oreja. 

No puedo decir que pasara nada demasiado significativo.  Pero cuando se ofreció a llevarme con él a México y convertirme en una estrella de cine al tiempo que,  sentada a su lado, sus dedos tamborileaban nerviosos subiendo y bajando sobre mi muslo, no tuve duda alguna en agradecer su oferta y, educada pero firmemente, rechazarla. A veces me pregunto si mi imaginación se volvió enfermiza y me jugó una mala pasada y otras fantaseo sobre qué hubiese sido de mi vida allá, en ese hermoso país y bajo su mecenazgo. Pero no creáis que la  mínima duda referente a mi decisión me ha asaltado jamás. Aunque no hubiese surgido en mí la sospecha sobre la claridad de sus intenciones, pensar en separarme de  mis padres y de mi querido Jesús era algo  que ni podía contemplar. Nunca volví  a tener noticias directas de Manuel Mur-Oti. Aunque pasó los últimos años de su vida en Madrid, donde en 1993 le fue entregado el premio Goya de Honor, jamás intentó ponerse en contacto conmigo. Confieso que yo tampoco con él, tan desagradable regusto me había dejado nuestra reunión. Y con esta desconcertante historia finaliza mi “recuento de reencuentros” en el teatro Maravillas.

Y así llegó el mes de abril y con él una proposición de trabajo que, entre otras cosas importantes, me permitiría conocer a los que iban a ser durante años mis mejores y más divertidos amigos.

Un año con enjundia.




Primera parte.

                                                          
Interior del Casablanca. 1933


En 1933 se construyó en Madrid un local de inspiración hollywoodense al que pusieron de nombre Casablanca, situado en la Plaza del Rey, es decir en el mismo centro de Madrid y frente al famoso Circo Teatro de Price.  Contaba con todos los lujos y modernidades que soñar pudiera un ciudadano del Madrid de aquellos años. Adornaban  su interior una fuente con chorros de  agua que cambiaban de colores, árboles y plantas vivas, un amplio espacio para la indispensable orquesta de la época, un escenario giratorio y, oh, maravilla,  un techo cuya cubierta metálica podía deslizarse sobre vigas de hormigón, dejando al descubierto el entonces aún límpido cielo madrileño.

Foto Cotarelo

Cielo bajo el cual la España republicana de aquel año, había sufrido un importante golpe. En las elecciones generales para las cortes celebradas en el mes de noviembre del 33 los republicanos de izquierda, encabezados por Manuel Azaña, recibían un fuerte varapalo a mano de las derechas. Se comentaba que el voto de las mujeres, que participaban en este país por PRIMERA VEZ en el sufragio universal,  había tenido mucho que ver con ese hecho, alegando que el sector femenino de la sociedad estaba muy  influenciado, y hasta manejado, por la Iglesia Católica.

Pero en medio de esa situación de cambio  la clase alta de la Villa y Corte, pletórica con el triunfo de la derecha, abarrotaba el Casablanca. Concebido en sus inicios como Dancing y Salón de Té los asistentes disfrutaban de lujo, comodidad y sosiego, regalados sus oídos con el canto de pájaros y el murmullo del mar que brotaba de los altavoces.

Supongo que con el tiempo y el deterioro moral de la sociedad, aquello se fue convirtiendo, poco a poco, en un cabaret a la clásica usanza, pues casi nada quedaba ya de esa sofisticación cuando, en 1975, Alberto de las Heras y Juan José Alonso Millán me propusieron ser la estrella de El Decamerón. Alberto, joven y entusiasta empresario, se había hecho cargo del local que llevaba una larga temporada en declive. Cambiándole el nombre por el de Verona intentaba revitalizarlo como music-hall, para lo que recurrió  a Alonso Millán, el autor que hacía furor con sus textos en el restaurante-espectáculo La Fontana, es decir, en el lugar donde yo llevaba ya unos meses trabajando. Fue el mismo Juanjo quien me propuso el traslado, y haciendo honor a mi condición de “donna mobile” acepté de inmediato.


El espectáculo, basado en las historias que Giovanni Bocaccio recopilara para El Decamerón, estaba concebido con el mismo sistema que tanto éxito cosechaba el mencionado autor en La Fontana; sketches  con números musicales insertados. Pero a pesar del buen reparto, de la ingeniosa adaptación de los textos, de la coreografía de Alberto Masulli, de la estupenda música de José Ramón Aguirre y de la dirección de Ángel Fernández Montesinos, todo “primera clase”, Casablanca-Verona resultó un muerto imposible de resucitar. Demasiado grande, demasiado costoso el mantenimiento, demasiado remiso el público a explorar lugares nuevos o a a abandonar la seguridad de sus hogares.  El reciente asesinato de Carrero Blanco, del que he hablado en mi Instantánea  74, había dejado unos residuos de temor e inseguridad en la ciudadanía  que esquilmaba los ingresos de cines, clubes y restaurantes, en fin, de todo lo que constituía la vida nocturna de Madrid.

Poco duró ese Decamerón pero fue abundante en satisfacciones y, sobre todo,   abono para una cosecha de amigos inmejorable; Francisco Cecilio, Raul Sender, Tomás Picó y Salvador Vives. Estupendos actores y personas.

La última noche de representación, Alberto de las Heras, entristecido a causa de lo infructuoso de su lucha por salvar aquella parte de la historia de Madrid que había sido Casablanca, pero como siempre amable con sus artistas,  nos subió a  la balconada que bordeaba gran parte del escenario  y, tras ofrecernos una copa, nos hizo un regalo insospechado y bellísimo; mandó apagar todas las luces y abrir el techo de la sala. Entonces pudimos disfrutar de un festín de estrellas que, por suerte, esa noche resplandecían sobre nuestras cabezas, deslumbrando nuestros ojos y nuestras almas. Hermosa despedida puesto que ese techo  llevaba años sin ser descorrido. Y lo fue en nuestro honor y por última vez. Tras aquella velada, Casablanca-Verona cerró sus puertas como cabaret para siempre. (Meses más tarde se convirtió en sede del Banco Santander. ¡Señor!)



Segunda parte.  

Poco después de aquella hermosa noche de despedidas y descubrimientos,  el director y actor Adrián Ortega se puso en contacto conmigo para ofrecerme participar en la obra Camas Separadas de Enrique Bariego. Los otros actores serían Raul Sender, Juan José Otegui y Sila Montenegro.

Teatro Arniches en la actualidad
Mi entrada, la primera mañana de ensayo, en aquel pequeño teatro Arniches me impactó. Aunque ubicado en la céntrica calle Cedaceros jamás me había fijado en la especial arquitectura del edificio ni pude acudir a las importantes funciones representadas en él recientemente. Ya se sabe que quien trabaja en el teatro como actor, a causa de los horarios paralelos, está imposibilitado de asistir como espectador. 

El asunto es que, al penetrar en la sala encendida, quedé deslumbrada y sorprendida por sus paredes , cubiertas, desde el suelo hasta el techo,   de hermosísimos azulejos, cerámica que  reconocí como talaverana.  Más tarde supe que la historia de aquel edificio era larga y algo rocambolesca.

En 1907 había surgido como el primer “local de entretenimiento” de la época; el Salón Madrid.  No tengo documentación precisa sobre el tipo de  “entretenimiento” que se brindaba pero es fácil suponer que no estaba dedicado al juego de la petanca o del pachis. Llegado el 1927 se convirtió en el primer teatro sólido de Madrid bajo el nombre de Rey Alfonso, transformándose después en un cabaret. Y aquí es donde comienzan las especulaciones, los rumores sin confirmar que rodean de misterio al local. Se comenta que el Rey Alfonso XIII jugó un papel protagonista en las actividades del lugar. Parece ser que, al tiempo que en el escenario se hacían representaciones estándar para el público normal,   en los pisos segundo y tercero del inmueble se podía disfrutar de actor lúdicos y hasta de libertinaje. Por supuesto estas “fiestas” se llevaban a cabo en el más riguroso secreto, con una selectísima concurrencia.
Alfonso XIII

Este soberano español que a la edad de 16 años, en 1902, había asumido la corona tuvo un reinado convulso y fue un personaje controvertido. En un principio ejerció sus funciones gubernamentales con eficacia, incluso con aperturismo pero, a consecuencia del apoyo que había prestado años atrás al golpe de estado del General Primo de Rivera, en el año 31, tras tres atentados y haber perdido la confianza de los políticos y del pueblo, abandonó España dando lugar a la instauración de la Segunda República. Por cierto, me estoy refiriendo al abuelo de nuestro actual rey Juan Carlos I. Pero no es mi intención extenderme en detalles sobre esa pretérita historia política de España.

La cuestión es que el local-teatro-cabaret, o lo que fuese en tiempos pasados, permaneció cerrado durante muchos años hasta que, en 1965, se reabrió como teatro con el nombre de Arniches. Pero algún imperecedero efluvio de bacanales y desmadres debía flotar entre aquellas paredes ya que tan solo los vodeviles y comedias frívolas tuvieron éxito allí, llegando a convertirse, tras ser definitivamente abandonado como teatro en 1976, primero en cine, con el nombre de Bogart, y, durante sus últimos  meses de existencia, en cine porno.

En cuanto a la obra en que yo estaba embarcada, la pieza cómica Camas Separadas de Bariego,  se convirtió en uno de esos extraños milagros teatrales. Con un texto insulso y unas situaciones traídas por los pelos, durante los ensayos todos, director incluido, considerábamos que lo que teníamos entre manos era un estrepitoso fracaso. Pero sucedió que una tarde, con la función ya puesta en pie, desde el patio de butacas el autor nos dedicó este sorprendente “mea culpa”; “chicos, esto que he escrito es una tontería sin gracia alguna. Echadme una mano con los diálogos, incorporad o quitad lo que queráis, a ver si logramos salvarnos del desastre”. Y aquellas fueron palabras santas. Raúl Sender y Juanjo Otegui, acostumbrados sobradamente al vodevil y al café teatro, comenzaron a insertar “morcillas” llenas de doble sentido que yo seguía y hasta alimentaba con una facilidad que me sorprendía.







El cuarto personaje, Sila Montenegro, una exuberante vedette puertorriqueña, no tenía nuestra agilidad  para las improvisaciones, pero tampoco era necesario. Su espectacular físico y la gracia de sus movimientos justificaban de sobra su permanencia en el escenario. El resultado final fue alucinante; el día del estreno, para nuestra sorpresa, el público reía nuestras “morcillas” entusiasmado y babeaba ante los opíparos senos y la encantadora sonrisa de Sila. Síntesis; logramos cubrir con éxito esa temporada en el Arniches e incluso, un tiempo más tarde, "a petición del público" hubimos de reponer la función en el Teatro Arlequín con el mismo reparto y el  agradecimiento de Enrique Bariego al que estábamos proporcionando unos pingües beneficios en derechos de autor. 







Dos adioses entre la desesperación y la esperanza.





Foto Jesús Alcántara
Los días transcurrían con una suavidad a la que no estaba acostumbrada, como veleros deslizándose por aguas mansas. Mis pies, por primera vez, pisaban sin miedo ni ansiedad, creando el sendero hacia un futuro que me parecía cálido y seguro. El frecuente reencuentro con amigos cubanos hacía que me sumergiera  en el recuerdo de mi querida Cuba pero, como en un milagro, solo los gratos momentos prevalecían; la belleza de su naturaleza, el afecto que tantas personas me habían demostrado, mis descubrimientos del amor, de la cultura, de la amistad, de esa sensualidad que cubría hasta los más insospechados  aspectos de la vida cubana...
En Cuba en el año 56

Rememoraba mis paseos por el malecón, las templadas y nítidas aguas de Varadero, la entrañable esquina de 70 y 13, Ampliación de Almendares, que había visto a una tímida galleguita de nueve años convertirse en la estrella de los Cabarets Capri o Tropicana y en una de las protagonistas de las películas Memorias del Subdesarrollo, Por cuanto o Desarraigo, testigo también de mis casi diarios viajes de ida y vuelta a la academia de Ballet de Alicia Alonso… Hasta el recuerdo de mis zapatillas de punta, manchadas siempre con la sangre que brotaba de ampollas torturadoras de mis demasiado largos dedos, poco adecuados para los menesteres del ballet, traía a mi boca el dulzón sabor de la nostalgia.

Por supuesto que  pensaba a veces en Homero Gutiérrez, mi primer y trágico amor.  Lo hacía como se piensa en un héroe, en un patriota,  con los contornos carnales de nuestra relación difuminados entre el fulgor glorioso con que había rodeado su memoria. Sobre todo venían a mi mente mis paseos “Rampa arriba, Rampa abajo” durante los cuales intentara unas veces desahogar dolores y otras saborear éxitos, pues para todo servía el deslizarse hacia el mar por aquella hermosa ruta,  pletórica de vida y actividad. Sus amplias aceras de granito, cubiertas por mosaicos salidos de la imaginación de los más grandes pintores cubanos, eran un lujo, un derroche de arte puesto a nuestros pies. Por ejemplo las coloridas creaciones de Amelia Peláez, alguno de los famosos gallos de Mariano, abstracciones de Raúl Martínez, muestras de la inquietante pintura ritual de Wifredo Lam y muchas más hermosas piezas alfombraban de creatividad y belleza aquella calle.  Gracias a la generosa aportación de fotos realizadas “in situ” por Eduardo Arias-Polo, hermano del periodista del Nuevo Herald de Miami, Arturo Arias-Polo,  podréis comprobar mis palabras.

Parte de los mosaicos que alfombran las aceras de La Rampa. La Habana.
Fotos de Eduardo Arias-Polo
En realidad no había motivo alguno para que me dominara  la nostalgia. Tenía a mi lado lo que restaba de mi familia, sentía que mi relación con  Jesús se seguía fortaleciendo con el paso del tiempo y podía disfrutar de mis nuevos amigos, a los que se habían unido sus propios amigos, así que mis días y mis noches estaban llenas de actividad artística, familiar y, por primera vez en mi vida, algo frívolas.

Salvador Vives, Marisol Ayuso, Luis, yo y Norberto Sosa en los carnavales
Jesús y yo

Tomás Picó, Salvador Vives, Jesús, yo,  Norberto Sosa y Luis formábamos una troupe incansable e invencible. Aquellos carnavales del 75, los primeros de mi vida, no hubo baile o ágape en el que no batiéramos records de atención por nuestros disfraces y nuestra apostura. 

Como contraste  estaban  las “madrugadas esotéricas” en las cuales hablábamos de nuestro convencimiento sobre la existencia de vida extraterrestre, compartíamos nuestras experiencias extrasensoriales y en general divagábamos sobre el mundo de lo paranormal.  A ellas asistían personas como la bellísima artista argentina Perla Cristal, Beatriz Carvajal, que tiempo después se convertiría en una importante actriz, personajes como el fecundo novelista Vázquez Montalván o personajillos como Rappel, quien algunos años más tarde asumiría  el papel de “gran médium y vidente” de la burguesía madrileña y al que, en aquellos días, Tomás Picó y yo habíamos enseñado incluso cómo interpretar el tarot. Y así pasó la primera mitad de aquel año.

En el mes de Junio el teatro Arniches me requirió de nuevo. Ricardo Lucia iba a dirigir un vodevil de  George Feydeau, Le Dindon, al que  habían rebautizado con el título de Ojo por ojo, cuerno por cuerno. La función era deliciosa, ejemplo de la maestría del autor, y el amplio reparto de 1ªA. Luis Prendes, Clara Suñer, Pepe Calvo, Juan José Otegui, Mercedes Barranco y yo éramos los protagonistas dentro de un nutrido elenco compuesto por  estupendos secundarios.

Enrique Closas. Margarita Más, Mercedes Barranco, Yolanda Farr, Pepe Calvo, Ricardo Lucia, Luis Prendes
Clara Suñer, Juan José Otegui,  Mónica Cano, Emilio Berrio, Victoria Hernán, Julio Roco,  Fracisco Beltrán

Pero algo espantoso ocurrió durante  los primeros ensayos de esa función . Un mediodía, estando en casa a la hora del almuerzo, oí por teléfono la desesperada voz de mi madre que decía; “Yolincita, ven corriendo Arsenio se siente muy mal”. Fueron mínimos los minutos que tardamos Jesús y yo en abrir la puerta de su apartamento. La visión de mi padre sentado en su sillón favorito, con el rostro contraído y pálido, duplicó el ya acelerado ritmo de ese corazón mío  que parecía querer explotar. Decía tener un fuerte dolor en el pecho. No hacía falta ser un facultativo para sospechar  qué se trataba de un infarto de miocardio. Inmediatamente llamé al servicio de urgencias de una Seguridad Social que por aquel entonces ya incluía a los padres del titular como beneficiarios.
Mi adorado padre en su juventud

No recuerdo  cuánto tardaron en llegar el médico y la ambulancia, lo que nunca olvidaré es el tiempo que pasé intentando darle sosiego con mis palabras mientras oía los sollozos que mi madre trataba de disimular inútilmente. Lo siento. No puedo extenderme en esta narración. A pesar de los largos años pasados desde aquel agosto de 1975 mi mano tiembla y mis ojos se nublan.

Mi padre, Arsenio Mariño, el incansable luchador, mi caballero andante, mi ejemplo frente a la adversidad, ese importantísimo trozo de mi vida fallecía en el hospital aquella misma tarde. Había sufrido un infarto masivo. Mi adorado gallego se fue hacia la muerte igual que había vivido, como un auténtico caballero, sin alharacas, como no queriendo molestar.

Mi padre en 1973
Casi sin hacer ruido y de puntillas emprendió el camino hacia el cielo dejando escrita en mi alma la más perfecta oda de cariño y dedicación que rapsoda alguno pudo crear. Una lección de vida, amor y muerte inigualables. 

Aquel terrible día Jesús había llamado al director de Ojo por Ojo, Ricardo Lucia, para informarle sobre lo sucedido y comunicarle que yo no podía asistir al ensayo, a lo que el hombre respondió; “por Dios, dile que se tome dos o tres días de descanso”. Pero la tarde siguiente Yolanda, estaba en el teatro dispuesta a continuar su trabajo, no por disciplina, no, más bien  porque sabía que tan solo sobre el escenario y rodeada de los compañeros podría sobrevivir a una angustia que  le corroía el alma.  La mía no fue una reacción anómala. La mayoría de los artistas han superado estos trances sumergiéndose aún más en su trabajo. Creédme que es la mejor terapia.

El 13 de Septiembre se estrenaba con gran éxito aquel vodevil. Muchas fueron las glorias y los bravos. 

A pesar de mi tristeza, hubo momentos de gozo durante las representaciones que siguieron, instantes en los que el alma de la divertida “Maggy” lograba poseer la mía dolorida, días en los que las ovaciones del público disipaban las brumas   dentro de las que ultimamente vivía. Aquella primera etapa de dolor hubiera sido casi imposible de superar sin el amor y la entereza de  Jesús, quien de nuevo se había hecho cargo de todos los absurdos rituales que seguían a la muerte. También fueron un bálsamo para mi tristeza la dulzura de Mercedes Barranco, el afecto de Clara Suñer, la amistad de Juanjo Otegui y sobre todo,  las bromas de Pepe Calvo, todo un carácter. Mis compañeros.

Siendo un “cómico a la antigua” este hombre disfrutaba con la maldita costumbre de hacer trastadas a los compañeros en escena y se jactaba de que nadie había podido evitar la risa ni logrado hacer que él se riera.

Teníamos ambos un momento en la trama durante el cual, intentando conquistarlo, yo le servía con obsequioso amor un té con azúcar. Pues bien, con un acento americano que el director me había marcado, y que me quedaba muy gracioso, según señalaron los críticos, debíamos sostener ambos este pequeño diálogo; Yo.- ¿Tea, honney? Él.- Bueno, hija. Yo, (tomando la azucarera llena de terrones).- ¿Un  “tierron”, dos “tierrones”?, pregunta a la que un día comenzó a contestarme con cifras absurdas como veinte o treinta o lo que en ese momento se le ocurriera. Por supuesto eso arrancaba las carcajadas del público.  De pronto se me ocurrió darle a probar su misma medicina así que tras echarle azúcar y hundir  la cucharilla en su taza le pregunté con la más ingenua de las inflexiones y la más dulce sonrisa, “¿Te lo meneo, darling?”. Aquello fue una explosión de risas tanto del respetable como de Pepe. Era hilarante ver como su rostro, al tiempo que intentaba contenerse, iba tomando un hermoso color rosa intenso. Esta vez le tocó a él pasar el mal rato.

El 14 de octubre de ese 1975 comenzó definitivo deterioro físico del dictador Francisco Franco. Ya no había forma de ocultárselo al pueblo. Se le había administrado la extremaunción y la noticia de su inminente muerte alegraba a una parte de los españoles, entristecía a otra y nos angustiaba a todos los que tuviésemos dos dedos de frente. En los camerinos del Arniches las radios estaban encendidas, ya que, una vez anunciado oficialmente su fallecimiento, de inmediato todo espectáculo debía cesar, todo teatro, toda discoteca, pub, cabaret o music-hall debía cerrar sus puertas en señal de luto.

Arias Navarro anunciando por
TVE la muerte de Franco.
Al fin España estaba frente a lo irremediable, frente a la incertidumbre de un futuro ennegrecido por la sombra amenazadora de la guerra civil.

Y esa estresante situación se extendió durante más de un mes, hasta que, el 20 de noviembre, mientras hacíamos la función de la tarde,  el presidente del gobierno Arias Navarro pronunciaba estas palabras ante todos los medios de comunicación del país; “españoles, Franco ha muerto”.





Próximo capítulo: Sí, Franco ha muerto.


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