Mi desconcertante llegada a España

La llegada a España


INTRODUCCIÓN

Mi última foto en Cuba.
1967
En este año 2012 en el que escribo estas crónicas, ubicada en una privilegiada atalaya en la que me han colocado los años y las experiencias, lanzo las redes de mi memoria hacia un momento  clave  de mi pasado, 23 de diciembre de 1967,  y capturo una visión conmovedora. Es…como una imagen congelada. Una fotofija de algún film de aquellos años. Podría muy bien ser la continuación del plano de la película   Memorias del subdesarrollo en el cual una mujer acongojada abandonaba la isla en un avión, dejando tras de sí todo su bagaje, espiritual y material. Pero no lo es. Esa imagen congelada mientras intentaba descender  de un avión de Iberia no es de papel y nitrato de plata o celuloide. Soy yo, en carne y hueso, petrificada por el frío, la tristeza y el miedo.
Observándola  comprendo cuan  preciso es que   reinicie su andadura, que comience a trazar su nuevo camino con ese inevitable primer paso en suelo hispano. Pero su inmovilidad es absoluta. Y como necesito de su vida para que la mía actual  exista, le insuflo, a través del tiempo, casi todo el valor que cabe en mi alma. Ella lo precisa para que yo pueda estar aquí ahora, recordando nuestra vida y trasmitiéndosela a mis lectores. Lo cierto es que  aún tiene por delante más de ocho lustros de Sonrisas y lágrimas, cuarenta y pico años de valiosas experiencias antes de reencontrarnos en este 2012 y podamos juntas revisar el compendio de memorias que con tanto dolor, y a la vez  placer, revivo en este blog.

Foto realizada por Roberto Cazorla
2010
Y el milagro se ha logrado.  Veo como la temblorosa figura, respondiendo a mi voz de “acción”, comienza nuestro descenso del avión, yo sin ser aún este yo y ella empezando a serlo. En sus manos está reconfigurar nuestra vida, a veces a golpes de martillo y cincel, pero otras con los suaves y amorosos gestos de un panadero amasando una tierna hogaza.  Así que decidido volver  a mi presente con la idea de ir, paso a paso, describiendo para vosotros nuestro quehacer cotidiano y artístico. Dejo pues, como ha de ser, que ella sola se encuentre con su futuro y con su Patria y  regreso a mi hoy, a vosotros, a mis amigos del presente.
Ya os tendré al tanto de cómo se va creando mi nueva vida.

Mi padre había conseguido de  tía Olimpia  la promesa de  buscarme un alojamiento y atender mis necesidades básicas hasta que yo pudiese desenvolverme profesionalmente en España. Olimpia era ese bebé al que mi padre lograra sacar de la miserable situación en la que la familia Mariño, en  Galicia y a  principios del siglo veinte, languidecía. (ver Instantánea 2).  Esa familia que él mantuvo, amó  y guió en Cuba durante muchos años.
Mi primo Rafaelito, Olimpia y su marido,
el doctor Rafael Ruano. 1943

Ante mi inminente exilio, tras casi una década de incomunicación, Arsenio había logrado contactar con ella en Costa Rica, donde vivía  con su marido, un médico llamado Rafael, y sus dos hijos ya adultos, Rafael y Oscar.  Este último, Oscar, que en aquella época  ampliaba sus conocimientos en España, sería  el encargado de recogerme en el aeropuerto y llevarme al que iba a ser mi primer alojamiento.

Pero, como es debido, “comencemos por el comienzo”.

Igual que sucede en el escenario cuando  “te bloqueas”, me parecieron horas las que permanecí, aquel 23 de diciembre de 1967, paralizada y en blanco en la escalerilla del avión, mirando sin ver mi primer desangelado fragmento de España. Sin duda aquella situación duró segundos pero fue como hundirme en un agujero negro dentro del cual hasta el tiempo mismo dejó de existir. En el avión había llegado a mis oídos información sobre un grupo de apoyo a los exiliados que nos esperaría para orientar nuestros primeros pasos hacia  los Centros de Ayuda, lugares donde nos proporcionarían ropa de abrigo y también la dirección de un comedor en el cual se podía recibir alimentación gratuita durante un tiempo. 

No es que yo necesitase lo de las comidas, (eso estaba incluido en el hospedaje que mi tía me había conseguido), pero aquello de la ropa de abrigo me venía de rechupete, pues entre las tan solo 30 libras de peso que las autoridades dejaban sacar de Cuba, la dificultad de encontrar prendas invernales en la isla y  la espesa nevada que cayó sobre mí nada más pisar tierra española, la sensación de frío real se estaba  uniendo al helor que llevaba ya  en el alma. 

Estaba   entrando en la terminal cuando, por primera vez, me di cuenta de que durante el desembarco había estado acompañada tan solo por una docena de personas y me preguntaba donde estarían los ciento y pico de cubanos que venían en el avión al salir de La Habana. Tantos eran que, al poco de abordarlo  una azafata  preguntó cuántos españoles iban en clase turista  y, a los que nos identificamos  como tales, se nos trasladó  a primera. Así de agobiante era el “overbooking”. Es decir que hice el viaje separada de mis compañeros de desgracia y en una primera clase que no pude disfrutar, sumida como estaba en mis angustias.

Aeropuerto de Barajas, Madrid. 1967
A medida que me hacía estas consideraciones iba comprendiendo la razón de mi aislamiento. ¡Al trasladarme a primera  la azafata me había despojado a efectos de mi especial condición de repatriada!  Aquello me había convertido  tan solo  en una supuesta turista más de vuelta a España! Sin duda los cubanos habían salido por la puerta trasera del avión y, tras ser conducidos a otra sala, estaban recibiendo  el calor de los que les esperaban y esas ayudas a los exiliados de las que se hablaba en el viaje. En cambio yo, para mi desgracia, había entrado en la terminal como parte del grupo de turistas españoles.

Meses más tarde supe que ese hecho fue el responsable de que, durante un tiempo, Yolanda Mariño Pfarr no figurase siquiera como llegada a España. El viajar como repatriada exigía una serie de trámites de llegada de los cuales no había sido informada ni por mi consulado ni por las autoridades de Boyeros en Cuba. ¡En qué mundo de ignorancia y desamparo nos habían sumido los años de régimen castrista! La cuestión es que, en esa gélida terminal del aeropuerto, permanecí interminables minutos en soledad, observando los abrazos de bienvenida, escuchando  los tópicos de “¿qué tal en Cuba?” y viendo como el recinto se iba vaciando mientras yo quedaba en la más aterradora soledad.

Buscaba anhelante el rostro joven y sonriente de mi primo, un brazo que calentase mi alma helada, pero, como  si  yo fuese un fantasma, la gente pasaba por mi lado sin siquiera advertir mi presencia. Aquello parecía una pesadilla. Por supuesto tenía un teléfono de contacto pero sin una miserable peseta en el bolsillo, sabed que tener divisas extranjeras estaba totalmente prohibido en Cuba,  me resultaba imposible realizar una llamada.  De todos modos de poco me hubiese valido llevar la faltriquera repleta de pesos cubanos puesto que esa moneda no tenía valor alguno en el resto del mundo.
Mi primera foto en España.
Diciembre 1967

Veinte minutos en esa situación, acabaron por aniquilar las pocas fuerzas que aún me quedaban y a punto estaba de desplomarme sobre mi escuálido equipaje, cuando escuché a mis espaldas pronunciar mi nombre y nunca una voz tuvo para mí un timbre más celestial y jamás un rostro me pareció más hermoso que el de ese joven caballero que venía en mi rescate:  Oscarito.

“Aquí está la salvación" me dije, "tengo un gallardo primo  que me hará compañía, voy a disfrutar de un lugar donde hospedarme y de tres comidas diarias aseguradas, como es natural pronto encontraré trabajo, pues preparación y experiencia me sobran…Después de todo mi exilio no será tan duro”.

¡Pero, ay Señor,  de qué manera me equivocaba! Os aseguro que no fueron nada fáciles aquellos primeros meses  pasados en la que, se suponía, era mi Patria.



.Navidades negras.
(Primera parte).




La Cibeles. Detrás el Palacio de Comunicaciones. Madrid
Aquella mañana del día 24 al entreabrir los ojos, la visión de un entorno desconocido saltó sobre mí, agrediéndome con saña. Mi reacción inmediata fue volverlos a cerrar en un intento por despejar mi mente de las brumas de lo que me parecía tan solo una pesadilla. Todo el cuerpo me dolía y en mi cerebro zozobraba en medio de una borrasca de imágenes inconexas. Permanecí inmóvil durante unos minutos, pidiéndole a Dios que se llevara la desazón que me invadía. “Ha sido el rebelde girón de un mal sueño”, me decía, “cuando te despiertes verás de nuevo tu amable   habitación,  la perrita Laura estará al lado de tu cama moviendo su rabo, saludándote como cada mañana, tu papi estará dando su paseo matutino  y,  mezcladas con los ladridos de la Nana escucharás, al fondo de la casa, las voces de tus mamis, enzarzadas en una charla en ese idioma alemán que nunca han dejado de usar entre ellas.” 

Los latidos de mi corazón sonaban en mis oídos como tambores amenazadores. No había ningún otro ruido. Del ambiente circundante  brotaba un silencio que solo conseguía aumentar mi angustia.   Sabía que no podía mantener eternamente esa actitud de falsa durmiente pero  cuando, llenándome de valor abrí los ojos, la visión de las cosas que me rodeaban me arrebató sin misericordia las últimas esperanzas.

Estaba en una habitación con tres camas, dos de ellas  embozadas con extrema pulcritud y, tras cada cabecera,  colgaba un crucifijo, había tres armarios unipersonales y, al fondo del cuarto, una amplia ventana desde la cual  los rayos de la tímida luz del amanecer intentaban dulcificar la austeridad del recinto. Y de pronto volví a caer, como noqueada, en un pesado sueño.

Al despertar de nuevo, a mazazos se abrieron paso dentro de mi cerebro borrosos recuerdos. Las despedidas en Cuba, el largo viaje, la “espera desesperada” en el aeropuerto de Barajas y después mi llegada, acompañada de mi primo Oscar, al lugar que me había sido destinado como alojamiento. Me parecía que una amable mujer me había acompañado hasta la habitación donde en esos  momentos me encontraba, creía rememorar como mi cuerpo se desplomaba sobre un colchón y después de eso la más absoluta oscuridad. Me era imposible recordar más detalles. De súbito volvieron a mi mente las últimas palabras de Oscar la noche anterior, “Mañana por la tarde te recogeré, prima. Pasaremos la Nochebuena en casa de unos parientes de mi padre”.

¡Señor, estaba a punto de enfrentarme a mi primera Navidad lejos de todo lo que amaba y de todos los que me amaban! En ese momento me abrumó la magnitud de mi dolor y abrazada a la almohada lloré ríos de añoranza, manantiales de tristeza, diluvios de miedo y soledad. No sé cuánto tiempo duró esto. Y de pronto noté, entre las espesas nubes de mis lágrimas, que unos rayos de sol  ya maduros penetraban  por la ventana. Sin necesidad de arreglarme, puesto que el cansancio me había hecho caer  sobre el lecho completamente vestida, salí en busca de algún ser humano.

Atravesando  un largo pasillo flanqueado por puertas cerradas llegué a un salón cuyos protagonistas eran un gran ventanal y dos cuadros de considerables  dimensiones colgando en las paredes; una imagen de Jesús Cristo y una foto de Francisco Franco que removió mis peores recuerdos y me provocó las más nefastas comparaciones. También vi   varios sillones, dos de los cuales estaban ocupados por mujeres maduras de amable rostro y vestiduras laicas, pero que sostenían en sus manos sendos rosarios. Al verme entrar, una de ellas, en la que me pareció identificar a la persona que me había recibido la noche anterior, se me acercó sonriente y me dirigió estas palabras. “Buenos días, Yolanda, te hemos dejado dormir ya que anoche parecías agotada. Lamento no poder servirte un desayuno completo, pues los horarios aquí son muy estrictos, pero, saltándome las reglas, te puedo traer un croissant que yo dejé esta mañana y un vaso de leche. Son las once  A.M.”

Desde una esquina de la habitación un árbol de navidad me  miró con ojos de conmiseración. Sus hermosas bolas de colores parecieron desdibujarse mientras las observaba y los brillantes hilos de plata que colgaban de sus ramas se fueron transformando  en lágrimas interminables. ¡Sin duda era Navidad, pero la más triste de mi vida!

Esa mañana  fui informada de muchas cosas, algunas tan sorprendentes que  me dejaron boquiabierta. 

Estaba en una Residencia para Señoritas Estudiantes Sudamericanas, ubicada en una calle cercana a la Plaza de Castilla. El lugar era regentado por una orden religiosa; el Opus Dei. En estos momentos estaba casi vacía pues la mayoría de las huéspedes habían volado a sus respectivos países para pasar esas fechas con sus familias. Tan solo tres muchachas quedaban en la casa, una de las cuales compartiría habitación conmigo. Me habían colocado con ella  porque   su familia y la de mi tía eran amigas, allí en Costa Rica. Es decir,  que esa chica me había  sido asignada como compañera. Congeniáramos o no. Me temí que más bien sería no, pues pocos puntos de contacto podríamos tener una muchacha de veinte años, estudiante de derecho y yo, una mujer de veintisiete, de vuelta de tanta experiencia y envuelta en tanto dolor. Más adelante supe que aquella costarricense, la cual resultó un ser  encantador,   tenía la misión secreta de “observar mi conducta”. 
Plaza de Castilla

Las reglas de la residencia acabaron por llenarme de desconcierto. El desayuno era de siete y media a ocho y media, el almuerzo  de una a tres y la cena de ocho a nueve y media. Condición irrevocable; el que no estuviese en el comedor a esas horas se perdía las comidas. Y lo más complicado; la puerta de la calle se cerraba a las 10 de la noche y quien no hubiese llegado aún  ¡se quedaba fuera! 

Esa última disposición me llenó de alarma. Cuando comenzara a trabajar ¿cómo podría acatarla? Tanto en teatro como en cabaret mi labor comenzaría más o menos a esa hora. ¿Cómo era posible que mi tía, consciente de mi profesión, hubiese cometido tal error? Con una candidez impropia de mi edad yo estaba segura de que, teniendo conmigo el abultado álbum de mis recortes, de toda esa información  que demostraba mis años de trabajo y mi posición artística en Cuba, conseguir un contrato no sería nada difícil. Nadie me había avisado que mi pasado laboral cubano no iba a interesar ni un ápice, y lo que es aún peor, que la propia palabra Cuba era, o bien totalmente desconocida o “símbolo de valentía y justa lucha contra el imperialismo yanqui”. Nunca pude sospechar que muchas personas me echarían en cara haber abandonado “la isla de las libertades” para vivir en un país sometido a “la criminal dictadura franquista”. Pero de estas confrontaciones escribiré más adelante. Ahora, volvamos al primer día en mi patria.

El arreglo económico con la residencia era éste: Oscar pagaría cada mes mi hospedaje, que ascendía a 925 pesetas, y el resto hasta mil se me entregaría para mis gastos. En esos momentos yo ignoraba que 75 pesetas no daban ni para moverse a diario en metro, cosa indispensable cuando comenzara a buscar trabajo, ya que la Plaza de Castilla, al final del Paseo de la Castellana,  estaba muy alejada del centro de Madrid y, por ende, de los teatros y cabarets. Nadie iba a venir a buscar a alguien de cuya existencia ni siquiera tenía noticia. Eso lo tenía bien claro.
Metro de Madrid

Otra información que me suministró la amable señora del croissant fue que Oscar había llamado ese día temprano   para que me comunicaran la hora de mi recogida; a las 7 de la tarde y en aquel momento eran las 11 y pico de la mañana. ¿En qué llenaría esas horas?  Por supuesto atravesar la puerta de la calle estaba  descartado, sin tener aún aquellas 75 pesetas que me habían asignado,  en una ciudad que me era desconocida, con una temperatura bajo cero y sin la ropa adecuada…  Sabía que si me alejaba dos cuadras nunca podría encontrar el camino de regreso. Lo sabía. Así que decidí sumergirme en la especie de hemeroteca que había en una pequeña habitación de la casa e intentar saciar mi antigua y desatendida sed de información mundial  Y allí pasé  interminables horas de mi primer día  en España.



Navidades negras.
(Segunda parte)




Resulta que  allá en 1967, mientras se iba  consolidando mi decisión de abandonar la isla, cosas importantes estaban pasando en el resto del mundo. Y en esa  hemeroteca que había dentro de la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas donde mi tía Olimpia me había absurdamente ubicado, aquella triste mañana del 24 de diciembre decidí comenzar a rellenar los huecos informativos a los que la dictadura castrista había condenado, por largos años,  al pueblo cubano, ya fuese por censura o por la desidia que, tras tanto tiempo de represión, se había apoderado del pueblo.

Me enteré que, en enero, en Cabo Cañaveral y durante las pruebas del proyecto Apolo, se había producido un incendio que causó la muerte de sus tres tripulantes, Grissom, White y Chafee. Una gran tragedia. También que en ese mes Jack Ruby, el asesino de Lee H. Oswald, fallecía de cáncer en un hospital de Dallas  y en España una ley orgánica suprimía el nombre de Falange de las Jons reemplazándolo por el de Movimiento Nacional. El mismo perro fascista con distinto collar.
Konrad Adenauer y
Francisco Franco

En febrero el canciller alemán Konrad Adenauer visitaba Madrid, lo cual era un punto de apertura y, por otro lado, manifestaciones estudiantiles obligaban, tras furiosas cargas de policías a caballo, a cerrar la universidad durante tres días. Algo empezaba a removerse en España.
En marzo se celebraba clandestinamente la V Asamblea  del grupo terrorista  ETA, en la que se  propuso y aceptó el uso en espiral del terrorismo armado.

En el mes de abril el comandante soviético Vladimir Komarov, el primer mártir humano de los vuelos espaciales, moría durante el intento de aterrizaje de su nave Soyuz I.

La República de Biafra se constituía en Mayo. Cinco semanas más tarde el país entraba en guerra con Nigeria, dando esto lugar a una de las peores hambrunas de la historia. Un millón de muertos sería el resultado de esta masacre.

En junio comenzaba la Guerra de los Seis Días al atacar Israel a las fuerzas sirias y egipcias. La contienda finalizaría con la aplastante victoria de Israel, cuyo ejército estaba bajo el mando de Moshé Dayán.  El coste humano de esta guerra relámpago fue, según cifras oficiales, de 21.000 muertos, 45.000 heridos y 600 prisioneros.
En julio el excéntrico escritor Fernando Arrabal era detenido en España bajo la acusación de blasfemia.
Cadáver del Che
En octubre Ernesto “Che” Guevara ante el nulo apoyo del campesinado en su intento por organizar guerrillas en Bolivia, tras ser durante meses perseguido por fuerzas gubernamentales resultaba capturado. Un día después se le ejecutaría.
En los primeros días de diciembre, el doctor Cristian Bernard realizaba el primer trasplante de corazón. El paciente moría 18 días después de la operación. Aún así  aquello se consideró todo un logro.
Saturada de noticias mundiales sobre aquel año  que estaba a punto de terminar, algo más calmadas mis ansiedades a base de tanta jugosa información, decidí centrarme en las recientes carteleras de espectáculos de aquel Diario Ya que abarrotaba, ordenado por años, la habitación de lectura donde me encontraba. Revisar las carteleras me daría una idea sobre lo que estaba pasando en el mundo artístico español. (El Diario Ya fue fundado en el 35, durante la Segunda República, por la Editorial Católica. Siendo de orientación ultraconservadora desapareció   durante la guerra civil española pero volvió a ver la luz con la dictadura. Tras la pérdida de lectores y suscriptores causada por el aperturismo  y la aparición en el mercado democrático de infinidad de nuevas  publicaciones, dejaría de editarse, de forma definitiva,  en 1996).

En el Teatro Calderón se presentaban en aquellos momentos un espectáculo de flamenco con "El Príncipe Gitano", en el Circo Price,  Historia de las Variedades con la participación de aquel cantante que fuese amigo de la familia, Pepe Blanco. En el Teatro Español ponían Las Mujeres Sabias, de Moliere dirigida por Miguel Narros, en el Maravillas representaban El amor está debajo de la chistera, de Germán Lopezarias, en el Infanta Isabel, La Decente, de Miguel Miura y en el Reina Victoria, La Vil Seducción, de Juan José Alonso Millán.

Y prácticamente en el resto de los teatros de Madrid se exhibían obras de Alfonso Paso, el prolífico autor. Solo sobre los escenarios del María Guerrero y del Bellas Artes se podían ver piezas  de teatro internacional, específicamente dos obras de Luigi Pirandello, como homenaje al centenario de su nacimiento; Seis personajes en busca de un autor y Así es, si así os parece.
Florinda Chico, Irene Gutiérrez Caba, Lola Herrera, Analía Gadé

Lo  deprimente para mi era que ninguno de los nombres que  componían los amplios repartos madrileños me era familiar. Lina Morgan, Juanito Navarro, Arturo Fernández, Analía Gadé, Fernando Fernán Gómez, Juanjo Menéndez, Pedro Osinaga, Irene Gutiérrez Caba, Pastor Serrador, José Sazatornil “Saza”, Alfredo Marsillac, José María Rodero, Florinda Chico, Fernando Delgado, Lola Herrera, primeros actores que encabezaban las carteleras de los teatros me resultaban nombres desconocidos.
Fernando Fernán Gómez, Fernando Delgado, Juanjo Menéndez, Arturo Fernández

Tampoco identificaba a los  directores o a los autores nacionales salvo a Paso, del cual había representado una obra años atrás en Cuba. ¿A quién y a dónde me iba a dirigir, entonces,  en busca de trabajo?  De pronto recordé que Pepe Triana, hermano de mi siempre amiga Gladys, me había entregado un ejemplar de su más reciente obra de teatro, La noche de los asesinos, estrenada en Cuba con gran éxito, para  que se la diese a  José Tamayo,  prestigioso director del teatro Bellas Artes.  ¡Eureka! Mi cerebro se iba aclarando.


Ese sería mi primer contacto en España. Así que decidí que, en cuanto me ubicara un poco dentro de mi entorno, a él acudiría con La noche de los asesinos en una mano y mi apreciado álbum de recortes de periódicos y revistas cubanos, la historia de mi vida artística,  en la otra. 

Además conté hasta 19 teatros de comedia, cuatro dedicados al musical y 15 cabarets o Salas de Fiesta, en Madrid.  Estaba claro que habría abundante trabajo para una artista polifacética como yo.

Alimentada mi esperanza con esta idea, creí poder enfrentarme a la triste Nochebuena que me esperaba. ¡Tenía una perspectiva segura de futuro! En primer lugar, sin duda Tamayo me recibiría con la misma calidez con la que nosotros, en Cuba, habíamos siempre recibido a los artistas españoles. Pronto la reunión con mi familia se haría realidad gracias a los ingresos de unas nóminas que según mis planes estarían en su casi totalidad dedicadas a ese fin. Y en medio de estás ensoñaciones  el tiempo acabó pasando.

A las 7 de la tarde Oscar llamaba a la puerta de la residencia. No a las 7 y 5 o a las 7 menos 5. Con puntualidad germana a las 7. ( Yo llevaba largos minutos preparada pues la puntualidad era algo que mi familia me había inculcado y su falta era algo que siempre me había irritado en los cubanos). Tomé eso como una buena señal sin sospechar que aquel “germanismo” llegaba en mi primo mucho más allá de una mera actitud social, que formaba parte casi enfermiza de su carácter y de su futura actitud  para conmigo.

Aquella noche, la regla imperante en la residencia  de regresar antes de las 10 estaba anulada. Tanto yo como las otras dos huéspedes, con las cuales aún no había coincidido, teníamos “pase pernocta”. Estaba permitido que pasásemos Nochebuena en casa de familiares o amigos. Así que mi  primo y yo, sintiéndonos ambos como lo que en realidad éramos, unos extraños, nos dirigimos en su coche, prácticamente en silencio,  hacia el hogar de los Ortega, aquellos desconocidos que, sin ser para mí ni familiares ni amigos, pronto se iban a convertir, en aquellos momentos de soledad y desamparo,  en lo más parecido a ambas cosas..



Navidades negras.
(Tercera parte)



Las familias católicas españolas, en sus festividades navideñas,  prescindían   tanto del nórdico árbol de Navidad como de  Papá Noel, rito que por estas tierras se consideraba “herético”. Los hogares, desde los más pobres a los  bendecidos por la fortuna, exhibían en su casa un belén que era a la vez muestra de devoción y símbolo de  clase social y nivel adquisitivo.
Estos iban desde el simple pero entrañable pesebre donde tan solo cabían María, José, la cuna con Jesús en su seno  y la acostumbrada pareja de animales, hasta enormes montajes con abundantes figuritas primorosas representando a labradores, a pastores con sus cabras que subían o bajaban por montañas de atrezo. Y distribuido por este decorado, un pueblo entero con casas, vegetación y hasta pequeños canales con agua continuamente corriendo . Todo daba sensación de alegría y esperanza. Por supuesto no faltaban los tres Reyes Magos a los cuales,  a medida que se aproximaba la Nochebuena, una mano creativa iba acercando  al establo donde sucedería el Advenimiento. Toda esta parafernalia dependía de la imaginación y, como ya dije, de la situación  económica familiar.

En casa de los Ortega había,  aquella Nochebuena, un sencillo pero cuidado belén.

Sin duda aquellas personas resultaron seres encantadores y me recibieron con afecto sincero. Doña Rosa, la matriarca, Don Juan, el patriarca, Enriqueta, la hija  y Juanjo, el hijo componían el corazón de la familia. Todos me preguntaron cosas sobre mi gente y sobre Cuba y a todos respondí de forma bastante somera, intuyendo que, por más que lo intentaran, jamás comprenderían lo que había sido mi vida, lo que en la isla estaba sucediendo y el dramático porqué de mi exilio.

Vivíamos en universos demasiado diferentes. Una buena familia burguesa no podría nunca colocarse en la piel de los Pfarr-Yeck, huyendo hacia Cuba desde Alemania  tras la Primera Guerra Mundial, ni en la de aquel niño, Arsenio Mariño, abordando como polizonte un barco,  en la Galicia de principios del siglo veinte, con el único objetivo de llegar a la lejana isla y poder sacar del la penuria a su madre y a sus tres hermanas. Una buena familia burguesa no conseguiría, ni con la mejor de las intenciones, aceptar los amores, en un principio clandestinos,  de mi madre y mi padre, ni la potencia de esa pasión  que pudo superar todo tipo de obstáculos, morales y familiares. (Ver Instantánea 5). Esa clandestinidad que, muchos años después se repetiría en mi trágica historia con Homero Gutiérrez. (Ver Instantánea 28). Nada más dispar a mi mentalidad, siempre  imbuida de un espíritu liberal y  bohemio,  que la de esa buena familia conservadora.

A pesar del ambiente hogareño que reinaba en la casa aquella fue una noche infernal, tragándome las lágrimas cada vez que les oía reírse o les veía abrazarse, sintiendo como los tentáculos de mi dolor se extendían fuera de mí, fuera de aquella casa, fuera de este país y atravesaban el mar para unirse a los míos en un abrazo lleno  de añoranza.  En esos momentos tuve que hacer uso de todas mis facultades histriónicas para que no notaran el suplicio al que me sometía su felicidad.

Juanjo, el hijo de la familia, estudiante de odontología y a punto de graduarse y contraer matrimonio, era un ser jovial y encantador. Me dijo que pertenecía a “la tuna” de la Facultad de Medicina y se ofreció a darme una serenata nocturna bajo el balcón de mi cuarto en la residencia. Me explicó que “la tuna” era una tradición y que estaba formada por un grupo de estudiantes los cuales, cantando y tocando algunos instrumentos,  se divertían yendo por  calles y "colmaos" disfrazados de caballeros del siglo 18. Aquel apuesto muchacho insistió en que le llamara “primo”, con una afectuosidad que me enterneció.

Al llegar el momento de las despedidas Doña Rosa fue al armario de su habitación y me trajo un  calentito abrigo de “lana de camello”. “Tómalo, Yolanda”, me dijo, “tú lo necesitas y lo vas a disfrutar mucho más que yo”. Aquello fue conmovedor y de gran ayuda pues, como si los Hados quisieran de nuevo poner a prueba mi entereza, ese invierno de 1967 era, según decían, especialmente frío y nevoso.

Y fueron pasando los últimos días del año sin que el abotargamiento que me dominaba me permitiese pensar con claridad o eliminar de mí esa especie de agorafobia que me impedía  salir a la calle sola. Ese terror a perderme en las fauces de la gran ciudad y no poder nunca encontrar el regreso a la calefacción central y las tres comidas diarias que tenía aseguradas en la Residencia para Estudiantes Latinoamericanas.  Mis días transcurrían entre la cama, en la que permanecía largas horas, sumida en los recuerdos y la depresión, las comidas a las que me obligaba, ya que mi estómago estaba estrangulado por la tristeza, y aquella habitación de  lectura que me proporcionaba los únicos momentos de evasión.

Poniendo especial atención a las carteleras del Diario Ya fui archivando nombres de las últimas películas estrenadas, sobre todo de las americanas que hacía tantos años estaban prohibidas en Cuba, y de las del cine español, por aquello de ampliar mi información sobre lo que se movía dentro de mi profesión.
Fay Dunaway y Warren Beatty en Bonnie and Clyde, cartel de A sangre fría y foto de Sofía Loren, Charles Chaplin y Marlon Brando durante el rodaje de La condesa de Hong Kong

Durante ese 67 se habían estrenado mundialmente, entre muchas más,  Bonnie and Clyde, dirigida por  Arthur Penn y protagonizada por Warren Beatty y Fay Dunaway, El graduado, de Mike Nicholds, con Anne Bancroft y Dustin Hoffman en los papeles estelares, La condesa de Hong Kong, bajo la dirección de Charles Chaplin,  con Marlon Brando y Sofía Loren,  Belle de jour, película francesa pero dirigida por el español Luis Buñuel y protagonizada por Catherine Deneuve,  A sangre fría, de Richard Brooks y la más reciente creación de los estudios Disney, El libro de la selva… Todas,  acogidas con gran éxito de público y magníficas críticas,  despertaban mi apetito cinematográfico, ahíto de ver films rusos, checos, chinos o de cualquier país del bloque comunista,  plúmbeos y politizados.

Carteles de Marisol en Las 4 bodas  de Marisol y de
Pili y Mili en Un novio para dos hermanas
El cine español era harina de otro costal. Lo más abundante parecía ser una producción   superficial, con títulos como Las 4 bodas de Marisol, dirigida por Luis Lucia y cuya protagonista era  Marisol, aquella "niña prodigio" que amenazaba con convertirse en mujer o Un novio para dos hermanas, de Luis Cesar Amadori,  con más "ex niñas prodigio", dos mellizas llamadas Pili y Mili que tenían una gran aceptación entre el público.

También se había estrenado Sor Citroën, de Pedro Lazaga, con Gracita Morales, José Luis López Vázquez y un amplísimo reparto, así como Las que tienen que servir, de José María Forqué, con Concha Velasco, Lina Morgan, Alfredo Landa y muchos más de esos nombres tan desconocidos para mí. Sólo había una película que, según los críticos, sobresalía en el reciente  panorama cinematográfico, Peppermint Frappé, bajo la dirección de Carlos Saura, al cual catalogaban como “cineasta serio, prometedor y avanzado”. Los protagonistas eran Geraldine Chaplin, Alfredo Mayo y José Luis López Vázquez.

En fin, así pasaba las horas, sumergida entre olas de papel periódico y algo drogada por el olor de su tinta, intentado archivar nombres de personas que me pudieran ser útiles. Una noche un inesperado sonido de música  me sacó de la abulia. Desde la calle subía una oleada de alegría revoloteando entre las notas del chotis Madrid . Era mi "primo putativo" Juanjo Ortega que había cumplido su promesa de darme una serenata. Él y cinco compañeros más de su Tuna. Sin duda fue el único momento  feliz en aquellos mis nefastos días iniciales en mi Patria. Efímero pero hermoso. Hubiese deseado que la residencia no estuviese tan  vacía para poder compartir con gente joven aquel hermoso momento. 


Foto de Juanjo Ortega (marcado con una flecha) con la Tuna de la
Facultad de Medicina. 1964

Mi primo Oscar me llamó el día 30 para comunicarme que la  Nochevieja la pasaríamos de nuevo  en casa de los Ortega y que me recogería a las 8 de la tarde. Hasta entonces su silencio había sido total. 

Juro que hubiese preferido poder quedarme en la soledad de la residencia, asistir a la iglesia con las dos monjas que permanecían  a su cargo y así aprovechar para dirigir a Dios, desde su propia casa, mis ruegos y hasta mis reproches.  No podía soportar la idea de tener que disimular mi dolor frente a esa buena gente entre la que me sentía como “un elefante en una cacharrería”. No me creía capaz de repetir esa “actuación” del día 24 que  me había arrancado a trocitos el corazón. O lo que de él había logrado sacar de Cuba.


A las ocho del día 31 Oscar llamaba a la puerta de la residencia. No a las ocho menos cinco  o a las ocho y cinco. Con puntualidad germánica a las ocho. Y en su coche volvimos a dirigirnos,  sintiéndonos aún como los extraños que en realidad éramos, a casa de aquella buena familia, los Ortega, pero esta vez calentita dentro del   abrigo de lana de camello que Doña Rosa me había regalado. Hice el camino sumida en mis añoranzas, sin imaginar  que, esa noche,  al llegar a mi destino  me esperaba una gran sorpresa.


De nuevo en la lucha.



Navidad en la calle Alcalá. Madrid

La palabra que mejor describiría mi primer 31 de Diciembre en España sería “desconcierto”.  Al entrar en casa de los Ortega me encontré con la sorpresa de que allí estaban mi tía Olimpia y su marido Rafael.  Mis benefactores. Cuando nos abrazamos ella y yo, mi impulso fue prolongar el acto indefinidamente. Me movía  la  esperanza de que esa sangre que corría por su cuerpo, la misma que nutría el de mi adorado padre, calentara la mía, helada por  la “saudade”. Pero la transfusión no se logró. Era como abrazar a una extraña. La estreché con más fuerza, intentando extraer de ella el calor de la consanguineidad. Pero ni aún así llegó a mí un ápice de la calidez que mi padre solía trasmitirme.  Era la misma sangre, sí,  pero no tenía los mismos poderes.   Primer desconcierto.
Mi tía Olimpia. 1955

Superada mi frustración pude apreciar que Olimpia era una agradable y guapa mujer. En cuanto a Rafael, mi tío político, resultaba un hombre apuesto pero de actitud tan distante que se estableció para siempre entre nosotros una frontera que fue imposible de traspasar.  Por supuesto, agradecí a ambos  la ayuda que me estaban prestando y, acto y seguido, comenzaron una ronda de preguntas a las que respondí con sinceridad absoluta. Bueno, mi familia estaba todo lo bien que se podía esperar, dadas las circunstancias. Mi padre había recibido con estoicidad el mazazo de comprobar lo que va de la teoría  a la práctica. Sus sueños socialistas se derrumbaban sobre su espíritu puro, uno a uno, día a día. La situación en Cuba era insostenible pues Castro había resultado un falsario, un dictador que  estaba llevando  la isla a la ruina. Mis posibilidades de desarrollo profesional estaban siendo estranguladas  por causa de mi negativa  a integrarme en aquel sistema militarizado y caótico. Les hablé de las presiones para obligar al pueblo, en su totalidad, a formar parte de unas milicias armadas, de aquellos Comités de Defensa de la Revolución casi plenipotenciarios regidos por la arbitrariedad, de la  escuálida e incumplidora  Cartilla de Racionamiento, pero observé en sus caras, a medida que intentaba describir la situación reinante en la isla,  gestos inequívocos de incredulidad. 

Intentando acabar con el interrogatorio, les afirmé que había efectuado la traumática separación familiar con el fin de encontrar un sitio en mi Patria y así poder traer, lo antes posible,  a  mi gente, como mi padre había hecho tantos años atrás con la suya. Teníamos mucho de que hablar, tras años de desconocimiento mutuo, pero esa noche no era  la más indicada para ello ya que se consideraba, de forma obligada, noche de risas, uvas y champán. Y maldita la gracia que me hacían esas cosas en esos momentos.
Mi triste imagen navideña
Entre los asistentes se encontraba  Ana Esther, una azafata de Iberia, exnovia de mi primo Rafael y amiga de la familia. Estando todos sentados alrededor de la mesa,  la joven me dijo que, puesto que yo hablaba cuatro idiomas, había pensado en recomendarme a sus jefes, asegurandome  que  reunía todas las condiciones para desempeñar esa profesión.   Agradecí su oferta e interés pero la rechacé de inmediato. Dentro de mí no cabía la posibilidad de cambiar de esa manera el rumbo de mi vida. No estaba dispuesta  a considerar ni esa ni ninguna otra opción que me alejara de aquella profesión mía que, desde la niñez,  me había exigido tanto  esfuerzo y estudio  y que tanto sacrificio y dinero había costado a mi familia. Pero observé que todo el grupo había acogido la propuesta de la azafata con entusiasmo. Y  aunque sentí  como tras mi rechazo el ambiente se enrarecía no pude ni sospechar lo que mi actitud me iba a acarrear. Segundo desconcierto.

Mi “primo putativo”, Juanjo, la única persona con la cual tenía verdadera empatía, no estaba presente.  Había contraído matrimonio con su prometida Ana un par de días antes y se hallaban de luna de miel. Yo no fui  invitada a esa ceremonia. Tercer desconcierto.
Mercedes y Olimpiña. 1943

Tras sonar las campanadas e intentar ingerir esas tradicionales doce uvas que se me atragantaron hasta el punto de hacerme temer por mi vida, mi tía me dijo que, al día siguiente, pensaban ir a visitar a Mercedes, mi otra tía, de la que hacía mil años no se hablaba en casa de  los Mariño-Pfarr. Tan solo sabía que ella y su hija Olimpiña habían vivido en Cuba  durante los años de mi infancia, mantenidas por mi padre, y que a causa de sus  graves problemas mentales era una persona muy conflictiva, con tendencia a organizar escándalos públicos. Por esa razón Arsenio había procurado mantenerla alejada de nuestra casa. 

Recordaba que un día, mucho tiempo atrás,  mi padre nos dijo que tras ser dada de alta en el manicomio de Mazorra, donde estuvo ingresada, Mercedes había querido irse a Costa Rica llevándose a su hija. Según decía, su propósito era reunirse con su hermana y con su madre, Gloria, mi abuela paterna, a la cual yo nunca llegué a conocer, reconociendo, en un momento de lucidez y sinceridad, que ella se sentía incapaz de criar sola a una adolescente. Papá nos informó que ya les había comprado los pasajes. A mis madres, las mellizas, que siempre habían sufrido por las condiciones de vida  que la niña Olimpiña tenía que soportar al lado de una madre que adoraba, pero absolutamente desquiciada, la noticia de que  se reunirían con la parte costarricense de la familia, les hizo respirar aliviadas. Tanto madre como hija tendrían un hogar y gente querida y responsable  que controlaría a Mercedes.  Y a partir de ese momento nunca más se habló de eso, al menos en mi presencia. 

Ahora resultaba que mi tía estaba en el manicomio de Ciempozuelos, en Madrid. Nunca supe por qué o cómo  había llegado la mujer a España Es posible que su espíritu trastornado la impeliera a buscar nuevas aventuras, con ese egoísmo e inconsciencia que siempre la  caracterizaron. Parecía que ni su santa madre, Gloria, ni su hermana, ni el amor de su hija, ni siquiera el hecho de que Rafael, su cuñado, fuese un prestigioso médico, pudieron controlar sus desvaríos. El caso es que había dejado a Olimpiña al cuidado de la familia y  ahora estaba en España. Y de nuevo ingresada en un manicomio. Cuarto desconcierto.

Por supuesto consideré mi deber acudir  también a verla,  así que pedí a mis tíos que me recogieran al día siguiente en la Residencia. Fue una visita muy triste, ¡justo lo que yo necesitaba en esos momentos!  Mercedes, mi siempre despegada madrina,  no me reconoció. Ni siquiera recordaba quién era yo.  
Mi tía Mercedes. 1939

Aquel ser deteriorado y desorientado no podía ser la mujer hermosísima que, como me habían contado,  cautivaba el corazón de los hombres y que, en la Cuba del año 29, protagonizara la película muda “El veneno de un beso”, dirigida por Ramón Peón.   El  recuerdo que  tenía de esas fotos suyas que mi padre guardaba con amor y tristeza, eran la antítesis de la imagen que  tenía ante mis ojos. El caso es que ese iba a ser nuestro último encuentro pues, poco tiempo más tarde, Mercedes abandonaba el sanatorio, en una de sus frecuentes escapadas, desapareciendo al tiempo de mi vida.

Olimpia y Rafael volvieron a Costa Rica unos días más tarde. Solo habían venido a pasar el fin de año con su hijo Oscar y, de paso, a verme. No tuvimos tiempo ni oportunidad de intimar, pero oyendo el panegírico que hacían  de la profesión de azafata  y de lo bien remunerado que estaba ese trabajo, en mi alma quedó de nuevo clara su incomprensión ante mi rechazo y la necesidad de emanciparme lo antes posible. Así que, en esos primeros días de enero del 68, decidí ponerme las pilas y comenzar mi peregrinaje por los teatros de Madrid.
José Tamayo

Y mi primera intentona fue contactar con José Tamayo, tal como había planeado.  Cumplir el encargo que Pepe Triana me había dado en Cuba sin duda me abriría las  puertas para llegar a ese gran director. Luego yo me encargaría de que dichas puertas se mantuviesen abiertas. Así  que, con el libro de la obra teatral de Pepe, La noche de los asesinos, en una mano y en la otra el abultado álbum de mis recortes,  me dirigí al teatro Bellas Artes.

Aquella  fue mi primera salida en solitario, mi primer viaje en metro en esa nueva etapa de mi vida.  Me asombró comprobar la claridad con que mi mente guardaba  el recuerdo de los días en que, allá por los años 40, acabada la jornada de trabajo  y de vuelta de los teatros de Madrid, mi familia y yo utilizábamos el suburbano para dirigirnos a nuestro hogar de Alonso Cano. Para mi sorpresa aquellos túneles y vagones abarrotados me resultaban  familiares.

Y, de repente me encontré allí, frente al Teatro Bellas Artes, pero paralizada por un ataque de pánico.  Llena de una inseguridad que me producía vértigo mi  único deseo era retroceder hasta mi guarida. Tan solo el recuerdo de mi gente y  mi decisión de traerlos a España lo antes posible me mantenían en pie. Y como si esas queridas imágenes me sustentaran, como si sus manos agarraran las mías para  darme un cálido impulso, irrumpí, aún temblorosa, en el reino de José Tamayo.

Me recibió su ayudante, Antonio Díaz Merat.  Con  amabilidad me dijo que el señor Tamayo no podía recibirme porque en esos momentos se estaban realizado audiciones para la obra que allí se estrenaría próximamente. Aquello me pareció una señal divina y la oportunidad perfecta para matar dos pájaros de un tiro; entregar la obra de Pepe y demostrar mi valía sobre el escenario. Y  mis temblores cesaron. Le pregunté al señor que me atendía cómo podría acudir a esas audiciones, a lo que me respondió entregándome una “separata” de la obra y me concertaró una cita para el día siguiente. “No es necesario que te aprendas la escena”, me dijo, “tan solo léela varias veces para que te familiarices con el texto”. Y así fue como, con el corazón pletórico de esperanza, inicié mi  regreso a mi “hogar de acogida”.

Al llegar a la calle pregunté la hora a un viandante. “Son las nueve”, me respondió. ¡Las nueve ya. Era increíble como volaba el tiempo fuera de la "cárcel"!  Así que apuré el paso pues debía llegar  a la Residencia  antes de las fatídicas diez de la noche, es decir, antes de que sus puertas se cerraran para las huéspedes hasta el día siguiente. La ilusión que me invadía puso alas a mis pies y bríos de caballo jerezano a ese metro madrileño. Y llegué a mi refugio con tiempo sobrado.  Todo empezaba a salir bien. Estaba segura de que al siguiente día las brumas que desde  mi llegada rodeaban las 24 horas de mis jornadas se disiparían para que un sol brillante alumbrara el primer peldaño de mi ascenso en mi profesión y en mi Patria. Sí, mañana sería un día muy importante.



Próximo bloque: Los grandes avatares del exilio.

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