sábado, 26 de octubre de 2013

Instantánea 96 - La mala pata, segunda parte.



Primer cuadro de El Rey de Sodoma
Los días de ese mayo de 1983 pasaban de forma lenta y dolorosa. Encerrada en la casa, imposibilitada  y sufriente, no solo en lo físico, el tiempo se hacía eterno. Tras el diagnóstico médico y sus indicaciones, veinte eternidades de reposo absoluto,  yo había sugerido al director Miguel Narros y a mi compañero José Luis Pellicena que me sustituyeran, a lo que gentilmente se negaron. Bueno, en realidad no estoy segura de si fue por gentileza o porque iba a ser inviable encontrar a una actriz que cantara, bailara y pudiese memorizar ese complicado texto de El rey de Sodoma en menos tiempo del que yo estaba condenada a la inmovilidad.

Los miembros de la compañía me visitaban con frecuencia, ejerciendo sobre mí una sutil presión que tan solo conseguía aumentar mi angustia. “Conozco al  masajista deportivo del Real Madrid. Él puede acelerar tu recuperación”, “Yolanda Podoroska hace una acupuntura milagrosa”, “¿no crees que si eliminamos los zapatos de tacón y los bailes podrías incorporarte antes?”, ante lo que Arrabal alegaba: “¡Joder, eso sí que no,  esa no sería mi obra!”, Y tenía toda la razón.  Por supuesto una semana después del accidente yo estaba ya recurriendo, contra la opinión del traumatólogo, a todo tipo de posible solución alternativa. ¿Masajes? A diario. ¿Acupuntura? En días alternativos. ¿Antinflamatorios? Por un tubo. Pero nada lograba que desapareciese  la hiriente hinchazón que se había apoderado de mi pobre y morado  tobillo. El afamado doctor Guillén, mi médico, me avisaba que el intentar precipitar el proceso de sanación sería  perjudicial. No se trataba solo de conseguir la curación de la zona lesionada, si no de estar seguros que el tobillo no quedaría resentido para siempre. Aun así, confieso que si hubiese podido anticipar mi puesta en pie me habría arrancado esa enorme venda elástica, sin pensar en futuros males. No sería la primera vez que, en situaciones extremas, un artista había superado el mayor sufrimiento físico, la más tremenda desesperación espiritual, para subirse al escenario y enfrentarse incluso a la posibilidad de “morir con las botas puestas”. Pero el dolor era tan terrible que no me permitía ni intentar dar un paso.

En cuanto a la “sutil presión” a la que era sometida, en realidad estaba sustentada por  una lógica irrebatible.

Los Teatros Nacionales tenían dos sistemas de programación: una era producir sus propios espectáculos y la otra ceder a compañías particulares el uso y explotación de sus salas durante un tiempo determinado. Este solía variar entre un mes y dos meses. No importaba si la obra resultaba un éxito o un rotundo fracaso, daba igual si el patio de butacas estaba  vacío o abarrotado, si se trataba de una gran producción o de un simple monólogo. A nosotros, siendo un estreno de Arrabal, un montaje carísimo y una compañía con nombres prestigiosos, el María Guerrero nos dio dos meses para representar El rey de Sodoma: del 5 de mayo al 5 de julio.  Fechas improrrogables e imposibles de cambiar, pues la programación del teatro se preestablecía de año en año.

Es decir que, cada día que yo pasaba yaciendo en mi “lecho de dolor” era un día de ingresos perdido para la compañía y de teatro cerrado.

Con el fin de no regodearme en mi viacrucis y hacerme pesada, sintetizaré mis angustias y pasaré a contaros que, recién cumplidos los 20 días del accidente, me incorporé a los nuevos ensayos y  el   27  de junio, con el tobillo aún hinchado y sujeto por una antiestética tobillera, nuevos zapatos de tacones algo más bajos, atiborrada de paracetamol para soportar el dolor, Yolanda Farr tuvo uno de los más grandes éxitos teatrales de su vida. Es de justicia decir que compartido con su compañero José Luis Pellicena y con el director Miguel Narros. La pieza y  su autor, para nuestra sorpresa, fueron tratados por la crítica con displicencia y, a veces, hasta ensañamiento.
Con Pellicena vestido de mujer en el tercer cuadro



Sin duda el argumento versaba sobre aberraciones sexuales y no faltaban las herejías, pero ese era, y prácticamente siempre había sido, el mundo de Arrabal. Un universo de abierta provocación que el director y el decorador enfatizaron con pinturas casi pornográficas y con la colocación  de grandes falos diseminados por el escenario. En realidad se podía considerar una “obra menor” pero tenía originalidad, humor inteligente  y espectacularidad. Nunca entendimos qué otra cosa esperaba la crítica.


Entre el público, que a pesar de todo llenaba la sala, las reacciones iban de la hilaridad extrema a la indignación, de los bravos  a los insultos, es decir, justo lo que el autor pretendía.


La monja del cuarto cuadro
La parte más epatante  era aquella en la que yo, vestida de monja, bajaba del telar en una especie de trapecio, rodeada de luces cegadoras y flores, remedando  una aparición celestial, y acababa haciendo, sobre el escenario, un semi streaptease mientras cantaba un rock de letra absolutamente  anticlericalista. “La verdadera religión será sexual...”, así comenzaba la letra. Un clásico jueguecito provocador de Arrabal.

La chica bombero. Quinto cuadro
También estaba esa aparición como “chica bombero” que entraba en la habitación aduciendo que desde la calle se veía el humo causado por el fuego de nuestros escarceos pasionales. Según el autor, se trataba de un homenaje al género de la revista.

El mariquita. Cuadro séptimo


Mi transformación más difícil era aquella en la que tenía que convertirme en un mariquita desaforado, gordo y calvo, locamente enamorado de Romeo. Ese era el nombre del personaje interpretado por Pellicena  al que yo, Salomé, explotaba sexualmente. Además de desprenderme del vestuario anterior debía ponerme botargas bajo la ropa de hombre, un enorme culo de cartón piedra, que en un momento determinado mostraba al público,  y una falsa calva en la cabeza. Os aseguro que tan solo las grandes carcajadas que recibían al esperpéntico personaje  me compensaban por tamaño esfuerzo.





Y para finalizar, mi quinto personaje era la bella y bondadosa hermana gemela de la sádica mêtrese Salomé. Mi vestuario entonces era de un blanco resplandeciente, mis cabellos rubios ceniza y mi maquillaje de un pálido angelical. (Todos estos cambios que muestran las fotos debían ser realizados cada uno en alrededor de un minuto). Y este era el final de la obra, la redención de El Rey de Sodoma, lograda gracias al  puro y generoso amor de una celestial criatura dispuesta hasta a dar su vida por él. Como supondréis  los caracteres de la obra estaban parodiados.

Con Pellicena en el cuadro final
Os cuento todo esto para que podáis haceros una ligera idea del argumento  y del estado de agotamiento en el que mi compañero Pellicena y yo recibíamos la caída del telón. ¡Todo este esfuerzo para tan solo el mes y poco que el musical estuvo, a causa de mi “mala pata”, sobre el escenario del Teatro María Guerrero!  Eso  sí, rodeado de escándalo y de halagos personales.

Días antes de terminar las representaciones José Luis Pellicena, su esposa y mánager Olga Moliterno y yo nos reunimos para estudiar la posibilidad de quedarnos con la obra y explotarla en provincias pero, tras hacer muchos números, tuvimos que aceptar  la dolorosa realidad:  el gasto de mover por España ese enorme decorado, que a la larga habíamos comprobado era más que necesario, nos resultaría imposible de afrontar.


Como Salomé con Pellicena en el octavo cuadro
Así que de nuevo hube de asistir a un entierro, solo que, esta vez el muerto, El rey de Sodoma,  estaba aún vivito, coleando y con ganas de juerga, lo cual hizo el asunto mucho más doloroso.

PD. Todas la fotos de El Rey de Sodoma han sido realizadas por Jesús Alcántara.

Necrológicas. 

El día 23 de este mes de octubre fallecía en Benidorm, provincia de Alicante, recién cumplidos los 82 años,  el cantante más representativo de la canción española; Manolo Escobar. Durante décadas, tanto su imagen en el cine como sus canciones,  fueron el mejor reflejo del hombre "tipical spanish"  y aún en la actualidad es muy difícil asistir a un festejo popular o a un banquete nupcial  donde no suenen sus famosísimos temas Mi carro, La minifalda, El porompopero o Y viva España, por citar algunos. Por cierto que este último ha llegado ha ser tan conocido en todo el mundo  que mucha gente lo ha tomado por el Himno Nacional de España. La muerte de Escobar ha entristecido no solamente a la profesión, donde siempre ha sido muy estimado por su carácter bondadoso y su eterna dedicación al mundo del espectáculo, si no a un pueblo que creció bailando y cantando sus melodías. Que en paz descanse este gran luchador.


Amparo Soler Leal, musa del insigne director cinematográfico Berlanga, falleció en Barcelona el día 24 del corriente. Su labor  teatral, en el  que debutó a los 15 años, es notoria. Casada desde joven y divorciada en el 65 de Adolfo Marsillac, contrajo un segundo matrimonio con el también fallecido Alfredo Mañas, prestigioso productor. Su "ceremonia de despedida", según sus deseos, tendrá lugar el próximo martes en su propia casa con una copa de champan y música de Joan Manuel Serrat de fondo. Todo un personaje del mundo de la farándula que también se nos ha ido.



 Próximo Capítulo. Después del escándalo llega la calma.

sábado, 19 de octubre de 2013

Instantánea 95 - La mala pata (primera parte).


Con José Luis Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la moqueta rosa chicle)

Son incontables las horas que hubimos de pasar encerrados en el Teatro María Guerrero durante esos tres días de ensayos generales. Casi sin darnos cuenta las mañanas se convertían en tardes, las tardes en noches  y después en madrugadas. Toda nuestra atención estaba dedicada a  resolver las docenas de problemas que surgían en el intento por poner sobre el escenario El Rey de Sodoma, esa endemoniada obra de Fernando Arrabal.

El encontronazo con la moqueta rosa-chicle de largos y asesinos cabellos que cubría la totalidad del suelo había sido tan solo el primero entre muchos obstáculos a vencer. Por supuesto José Luis Pellicena y yo teníamos bien memorizados los textos de los cinco personajes que debíamos interpretar cada uno, bien diferenciados los caracteres, pero ahora tocaba encontrar el tiempo para vestirlos y desvestirlos sin que hubiese un bache en el ritmo de la obra. El autor creía haber solucionado el problema con el manido recurso de dejar a uno de los actores en escena, soltando un cortísimo monólogo o interpretando una pincelada musical, mientras el otro hacía mutis para disfrazarse de su próximo personaje. Y creedme que disponíamos como máximo de un minuto y medio para aquellas transformaciones completas. Como llegar a nuestros camerinos era algo imposible por falta de tiempo, se había habilitado en la chácena, en el escaso espacio que quedaba tras el decorado, lo que en teatro se llama “un camerino de transformación”, es decir varios listones de madera sujetando unas cretonas que hacían el oficio  de cortinas. En este caso el improvisado habitáculo era largo y muy estrecho, con un trozo de tela que separaba la parte de Pellicena de la mía.

 
El Rey de Sodoma


El segundo día de ensayos, cuando llegó el  abundante vestuario, casi me da un patatús al comprobar  que las faldas y los bodys venían terminados con cremalleras y corchetes. ¿Os imagináis un actor en esas condiciones que he descrito, rodeado de total penumbra y en silencio, intentado acertar a toda velocidad con un pequeño corchete o subiéndose en la espalda una de esas cremalleras tan dadas a engancharse en el peor momento? ¿Pero para qué se había inventado el velcro, esas benditas tiras adhesivas que tantas urgencias solucionaban? Así que ante mi demanda, esa misma mañana el vestuario íntegro regresó al taller de Ana Lacoma para ser arreglado y a última hora de la tarde ya estábamos de nuevo colgándolo en las alcayatas que para ese fin se habían clavado en la pared. Aquello me hizo corroborar que ni figurinistas ni modistos pensaban en los artistas a la hora de idear o realizar esos fabulosos ropajes salidos  de la poco realista imaginación de los diseñadores.   Para ellos éramos tan solo maniquís de escaparate  sobre los que lucir sus creaciones.  La cuestión es que a aquellas tardías horas hubimos de comenzar un proceso que ya debía estar superado; el de mecanizar los cambios y ajustarlos al escaso tiempo  de que disponíamos. Con lo cual mi cuerpo agotado se derrumbó sobre su lecho pasadas las 5 de la madrugada.

Y así llegamos al tercer y último  ensayo general. Los periódicos bullían con la noticia del estreno y el público, que se dedicó con suma diligencia a agotar desde fechas atrás las entradas, ardía de expectación.

El pase mañanero salió, como era de esperar, hecho un desastre en cuanto a fallos de iluminación, entradas de la música y demoras en nuestros cambios. A pesar de la innegable ayuda que el velcro nos aportaba, estaban también los zapatos y esas pelucas que, en las tinieblas y con las prisas, tenían la mala costumbre de entrar siempre sobre las cabezas al revés. Ay, las malévolas pelucas,  indispensables para completar las grandes transformaciones. Es decir que todos llegamos algo deprimidos al corto descanso que nos permitíamos para cubrir la irremediable necesidad de echarle combustible a nuestros cuerpos.

Con Pellicena en la escena de la monja
Sin embargo durante el ensayo de la tarde todo mejoró. La oscuridad de nuestros improvisados camerinos estaba atenuada por una pequeña luz de situación colocada en el suelo. La ropa, colgada por orden de uso en las alcayatas, estaba dispuesta a la perfección.  ¡Por fin nos habían proporcionado esa tan necesaria sastra! Además mis dedos corrieron con facilidad sobre las cintas de velcro en los rápidos cambios y hasta las pelucas encajaron a la primera sobre la  media que solía ponerme en la cabeza para facilitar su ajuste.  Estábamos ganando segundos preciosos en el ritmo de la obra.

Pellicena, yo, Arrabal y Narros durante el ensayo
Pero, durante la representación, algo entorpecía la fluidez de nuestros diálogos. De la oscuridad reinante en el patio de butacas, donde tan solo deberían estar la mesa del director, sus ayudantes y, en este caso, Jesús con su cámara, surgían murmullos que, a medida que avanzábamos en el desarrollo de la obra, se fueron convirtiendo en  escandalosas carcajadas y frases dichas a tono: “¡Joder, qué decorado!”, “muy buenos, estos chicos son muy buenos”. Estábamos desconcertados hasta que llegó a nuestros oídos aquel “ me cago en D…,¡si es que soy un genio!” que nos hizo comprender lo que estaba pasando. El insigne autor, eterno “enfant terrible” y controvertido creador Fernando Arrabal se hallaba observando el ensayo junto a nuestro director Miguel Narros. Jesús asegura que Arrabal llevaba dentro de su pequeña anatomía alrededor de dos litros de alcohol más de lo que un ser humano podría metabolizar. Cosa que, observando su comportamiento, no extrañaba en absoluto.

A causa de su desaforado entusiasmo, hubimos de hacer un corte  para que el hombrecillo pudiera subirse al escenario, revolcarse por la frondosa moqueta, zarandear aquellos grandes falos que eran parte del atrezzo, y, finalmente abrazarnos y plantarnos, tanto a Pellicena como a mí, un largo y apasionado beso en la boca. Como comprenderéis aquello rompió todo el ritmo del ensayo.

Cuando por fin lograron hacerle bajar, reanudamos el trabajo de manera chapucera. No había tiempo para retomar la obra desde un principio. Era ya de madrugada. Nos encontrábamos en medio de un descoloque general pero, siendo a la noche siguiente el estreno era necesario llegar hasta el final, sobre todo para fijar los numerosos cambios de luces.

Con Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la pared del decorado)


Estábamos en la penúltima escena cuando ocurrió la catástrofe. Ni durante todos mis años como bailarina, ni en aquellos espectáculos de cabaret en los cuales realizara arriesgados giros y saltos sobre altísimos tacones,  mis tobillos sufrieron la mínima torcedura. Claro que nunca había tenido un enemigo tan poderoso como aquella especie de yaciente monstruo peludo que con tan malos ojos me miró desde nuestro primer encuentro.

La cuestión es que, al efectuar un salto desde la cama al suelo, ya ensayado varias veces sin problema, el tacón de mi pie izquierdo se enganchó entre la maraña de pelos rosa-chicle haciendo que todo mi peso, aumentado por la inercia del brinco,  se desplomara sobre mi tobillo izquierdo. Nunca olvidaré el “crac” que escuché aún antes de sentir el tremendo dolor. En los primeros instantes nadie dio gran importancia a mi caída pero mis gemidos, acurrucada en un suelo del que me era imposible levantarme, les hicieron concienciarse de la gravedad del asunto.

Ya en los brazos de Jesús y mientras me trasladaban al hospital  en angustiada comitiva,  mi cerebro hervía de pensamientos deprimentes y dolor insoportable. No era posible. Aquello no me podía estar pasando. No  a  solo unas horas de uno de los estrenos más importantes de mi vida. Era inaudito que hubiese tenido mi primera fractura ósea de forma tan tonta y justo en esos momentos.


Portada del programa
Cuando, tras varias radiografías y una resonancia magnética, el traumatólogo me dijo que el hueso no estaba roto mi corazón intentó volver a su ritmo normal y el puño que atenazaba mi garganta comenzó a aflojar su presión. Pero esto solo duró lo que tardé en escuchar el dictamen del médico: tenía un esguince de tercer grado, el más grave, acompañado por un desgarro a valorar cuando bajase la inflamación. Era indispensable  ponerme una venda elástica hasta casi la rodilla y no podría andar al menos durante 20 días.

Si hubiese sido una comedia al uso, aunque dolorida, cojeando y con muleta, yo habría salido al escenario, pero tratándose de un musical la cosa era bien distinta. En esas condiciones ¿qué iba a ser de mí y del tan esperado estreno de El Rey de Sodoma? Dios mío, ¿qué iba a ser de todo aquel costosísimo proyecto?

 (Fotos de El Rey de Sodoma,  Jesús Alcántara)

Próximo capítulo: La mala pata (segunda parte).

sábado, 12 de octubre de 2013

Instantánea 94 - La "movida madrileña".



Yolanda Farr. Foto Alcántara
Los primeros años que siguieron a la muerte de Franco fueron nefastos para el cine y el teatro españoles. Como ya he comentado, la democracia trajo consigo una epidemia de desnudos y argumentos sicalípticos o insustanciales. No había una película sin altas dosis de desnudos u obra de teatro que no tratase de adulterios o prostitución. Gracias a eso subieron a la palestra un sinnúmero de muchachas cuya auténtica profesión era bien distinta a la actoral. Las actrices de siempre intentábamos consolarnos diciendo que se trataba de  un boom pasajero, que ninguna de aquellas rutilantes jovencitas duraría más de dos años en la profesión.

Salvo honrosas excepciones el vaticinio se cumplió, pero la realidad era que esas seudoactrices fueron ocupando, injustamente, el puesto de las auténticas profesionales. En aquellos años de descontrol de la sexualidad que España vivió entre 1975 y mil novecientos ochenta y pico, los papeles que estas starlets dejaban libres al cumplirse su fecha de caducidad, solían ser capturados por otras preciosidades de iguales características. Con lo cual la usurpación era  continua.
Florinda Chico

¡Hasta donde llegaría esto del desnudo obligatorio que en una ocasión mi querida Florinda Chico, ya entonces mayorcita y entrada en carnes, me comentó acongojada que para trabajar en Cría cuervos, de Carlos Saura,  había tenido que enseñar los pechos ante la cámara! Yo intenté consolarla diciéndole que eso era una epidemia nacional y que también las respetables Concha Velasco, en Yo soy Fulana de Tal, de Pedro Lazaga, Ana Belén en La petición, de Pilar Miró y hasta Carmen Sevilla en La loba y la paloma, de Gonzalo Suárez, se vieron obligadas a ceder ante la presión del “destape”, moda que, por desgracia, me tocó vivir de pleno, entorpeciéndome el camino hacia una carrera seria en el cine.





Pero en 1980 comenzó a cobrar vida en Madrid un movimiento que rompería con cánones estéticos, artísticos y hasta morales: la “movida madrileña”. Su momento cumbre fue el 30 de mayo del 81 con la celebración  del “Concierto de Primavera”, organizado por la Escuela de Arquitectura. Aquel acto duró más de ocho horas y la asistencia fue  de unos 15.000 jóvenes ansiosos por resarcirse de la represión sufrida  durante el franquismo y los siguientes e inseguros años de la transición. Recordemos que estos festejos multitudinarios estuvieron prohibidos durante décadas.

Enrique Tierno Galván
Indudablemente sin la presencia en la alcaldía madrileña del profesor Enrique Tierno Galván y su abierto apoyo, nada de esto hubiese sido posible. “El viejo profesor”, como solían llamarle, era sobre todo un intelectual socialista de pro, un hombre  conciliador y de ideas aperturistas que dedicó gran parte de su vida a investigar y escribir sobre los fenómenos socioculturales de la juventud. En 1979, a pesar de que UCD (Unión de Centro Democrático, partido continuista del franquismo), estaba en el poder, Tierno salió elegido, aunque por escaso margen, alcalde de Madrid. Cómo sería de positiva su labor que, en las siguientes elecciones para la alcaldía efectuadas en el 83, ya bajo el  gobierno del PSOE, Partido Socialista Español, obtuvo una apabullante mayoría absoluta.
Manifestación de duelo en la plaza de la Cibeles
por la muerte de Tierno Galván

Por desgracia  Tierno Galván murió en enero de 1986, aún ejerciendo como alcalde, y la emotiva despedida de su pueblo fue una manifestación popular que abarrotó durante todo un día las calles y plazas de la ciudad. Yo creo, aunque haya opiniones contrarias, que su fallecimiento fue una desgracia para Madrid porque ninguno de los posteriores alcaldes, sin importar su ideología política, ha logrado equiparársele en coherencia y honestidad.  


Esa “movida madrileña” se alimentó más bien del mundo de la música y de la más joven intelectualidad. Los grupos y cantantes surgidos bajo su amparo fueron muchos e importantes. Por ejemplo Farenheit 451, Alaska y los Pegamoides, Los secretos, Nacha Pop o Ramoncín, el Rey del pollo frito.





En el cine, como despistadas luciérnagas brillando en la oscuridad de ese viejo almacén de polvorientos trastos que era la industria, surgieron Fernando Trueba con Opera prima, del 80, Fernando Colomo y su ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?, del 79 y Pedro Almodovar, con su Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón, del 80 y Laberinto de Pasiones, del 82. Por cierto,  pocos saben que los inicios en el mundo de la farándula de este ahora prestigioso cineasta fueron como cantante en el dúo punk-glam paródico,  Almodovar y McNamara.


Y en medio de ese agitado mar cultural, vino a engancharse en mis redes una pieza de incalculable valor; nada menos que el estreno de la más reciente obra del controvertido escritor, dramaturgo, cineasta y uno de los creadores del “teatro del pánico” Fernando Arrabal. Considerado por Franco como uno de los “cinco enemigos públicos del régimen” había fijado su residencia en París desde 1955, pero estaba dispuesto a desplazarse a nuestra ciudad para esa magna ocasión. Aquello sería un hecho de una enorme importancia política y cultural. Autor prolífico, cuyo teatro estaba definido por el Dictionnaire des litteratures francés como “genial, brutal, sorprendente y gozosamente provocativo”, había escrito, en esta ocasión, una obra de teatro musical para dos actores, cada uno de los cuales debía interpretar a cinco personajes distintos. El título era El rey de Sodoma. Mi compañero iba a ser José Luis Pellicena, el director, Miguel Narros y se estrenaría en el Teatro Nacional María Guerrero, el más prestigioso de Madrid, el cinco de Mayo de 1983. Aquello era un sueño de proyecto. Durante dos meses y medio el trabajo fue agotador, pero la sintonía entre director y actores perfecta.



No era tan solo el hecho de aprenderse los endemoniados diálogos de aquellos cinco personajes que me tocaba interpretar, una maîtres y su cándida hermana gemela, una bombero, una monja y un desenfrenado mariquita. Lo más difícil era hacerlos creíbles. Luego estaban  las canciones compuestas para la ocasión por Manolo Díaz y las coreografías de Arnold Taraburelli. Incluyendo en el reparto al decorador Andrea D´Odorico, era obvio que lo mejor de lo mejor se había reunido para la ocasión.

Todo eran bonanzas hasta el momento en que llegamos al escenario para comenzar los tres ensayos generales “con todo” que nos había concedido el María Guerrero. El decorado, con  base estética en el mundo pictórico del famoso Eduardo Úrculo, era espectacular pero de una abrumadora incomodidad para  los actores. Lo peor era la moqueta de largo pelo sintético que cubría la totalidad del suelo y en la cual se enganchaban  los altísimos tacones que me veía obligada a usar. Incluso fue necesario cambiar la coreografía de un número, homenaje a mi época de ballerina, en el cual yo había querido bailar en puntas. Como es fácil de entender, la bendita moqueta imposibilitaba deslizarse y evolucionar sobre zapatillas de ballet. Pero nuestra incompatibilidad llegaría mucho más lejos. Aquella trampa de largos y rosados pelos sintéticos me deparaba uno de los disgustos más grandes que he tenido en mi vida profesional.
Foto del ensayo general de El rey de Sodoma. A mis pies, a medio colocar, la moqueta que menciono.

Próximo capítulo: La mala pata. Primera  parte

sábado, 5 de octubre de 2013

Instantánea 93 - Aventuras y desventuras de Don José. Segunda parte.



Yolanda Farr. Foto Alcántara

¡Por fin aquella noche del mes de Junio de 1982 sería la última de nuestras representaciones de Nunca es tarde si la dicha es buena en el teatro Maravillas! 


Programa  del teatro Principal de Castellón durante la gira
 Esa función de despedida  no gozó de los típicos componentes emotivos. El mal ambiente había contaminado las relaciones entre el grupo. Yo, en particular, me alegraba de terminar con ese capítulo de mi vida que me obligaba a  ver en los camerinos y besar en el escenario a Menéndez. Su amenaza de sacrificar al perro y mi agrio enfrentamiento con él, mi rotunda negativa a aceptar lo que para mí era un crimen, habían convertido el inevitable trato diario en una tortura. (Ver capítulo 92).

Pero la  llegada de Don José   a nuestro hogar estuvo también rodeada de desazón. Bobby, el Foxterrier que convivía con nosotros desde hacía años, no se caracterizaba por su actitud amistosa con los de su misma especie, por lo tanto introducir en su territorio a otro animal, por pequeño y mono que fuese, no auguraba en absoluto buenos resultados. Y eso sin contar con que ambos eran machos.

¡Qué cara de bueno..!
Antes de abrir la puerta esa madrugada, con el cuerpecito del Yorkshire  en mis brazos, me abrumaban las dudas sobre si me habría precipitado al adoptarle, al prometer a mi ex compañero de viajes y escenarios un feliz futuro a mi lado. Mi madre nos esperaba despierta y expectante. Jesús, con ese optimismo que le caracteriza, insistía en asegurar que todo iría bien, que entre ellos se entenderían y aprenderían a convivir. Sin embargo, conociendo las reacciones de Don José y su enfermizo apego a mí, la duda llevaba días corroyéndome. Recordaba su agresividad cuando alguien desconocido se me acercaba, esa actitud proteccionista que, viniendo de un ser diminuto, tanta gracia solía producir en la gente. En  esta situación, nueva para todos, su excesivo celo podía ser el peor enemigo de  nuestro futuro.

Pero el primer  encuentro me deparaba una agradable sorpresa; tras los interminables minutos que duró el obligatorio y detallado  olisqueo mutuo, cada uno de los animales tomó su camino, Bobby se subió a su sillón preferido y Don José se lanzó a la conquista de mi madre, cosa que cuando quería se le daba de maravilla. Ella, advertida   de que hiciera todo lo posible por no despertar los celos del foxterrier, luchaba con desespero por no demostrar que los coqueteos del nuevo inquilino le derretían el corazón. Cuando  nos fuimos a la cama, tras largo tiempo de observación y suspense, una llamita de esperanza latía en mi corazón. Ambos canes dormían tranquilamente.

Homenaje a Bobby, cuadro de Jesús Alcántara. Oleo sobre tela de 100x81 cms
Los primeros días que siguieron me animaban a confirmar esa esperanza. Cuando Jesús y yo salíamos ambos canes eran fieles a ese “tratado de paz” que parecían haber firmado y no molestaban en nada a mi madre. “Si es que parece que no hay perros en la casa”, decía ella.  Al  volver al hogar yo tenía buen cuidado de atenderles por igual, una caricia para uno, una caricia para el otro. Era hermoso y conmovedor tener a esos dos preciosos ejemplares, cada uno a un lado de mis piernas, mientras acariciaba sus cabecitas y recibía, en agradecimiento, algún que otro lametazo. Ya sabéis cuál ha sido desde la infancia mi sentimiento hacia los animales. (Ver Instantánea 23)

Pero no estaba escrito que aquella idílica paz durara mucho tiempo. Poco a poco Don José comenzó a mostrar sus intenciones de convertirse en el “jefe de la manada”. Empezó por interponerse entre el foxterrier y yo cada vez que este se me acercaba. Al principio lo hacía de forma sigilosa pero,  a medida que fueron pasando los días y se afianzaba su sensación de seguridad, este  acto comenzó a ir acompañado por  un sordo gruñido y el vano intento de enseñarle a su rival unos dientes que el pobre anciano ya no tenía. Pero como bien dicen, “es la intención lo que cuenta”, y Bobby  notaba   que aquello era el prolegómeno de una declaración de guerra.

A pesar de mis conversaciones con ambos la situación se fue enervando más y más. Y una noche mi posesivo ex compañero hizo algo que firmó su sentencia. Debo admitir que Bobby había aguantado con paciencia mucho más de lo que yo esperaba, pero cuando Don José intentó, entre ladridos acompañados por sus inevitables toses, arrebatarle el sitio en el que desde hacía tanto tiempo dormía, un cojín colocado en el suelo a mi lado de la cama, mi primogénito consideró que la cosa había ido demasiado lejos. Y de pronto me encontré con esta  imagen aterradora: la cabeza del provocador había desaparecido íntegra dentro de las fauces del Foxterrier. ¡Horror! Por fortuna tan solo fue necesario un  grito mío de “¡Bobby, suéltalo!” para que el perro obedeciera.
El Yorkshire Terrier


Aullando despavorido Don José corrió hacia mí en busca de protección y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que estaba  ileso, que no tenía ni un arañazo alrededor de su cuello. Dos cosas quedaron claras para la familia: primera, que Bobby no había intentado matarle pues hubiera bastado una pequeña presión de sus potentes colmillos para atravesarle la piel o una sacudida para desnucarle; segunda, que aquel altercado ponía fin a cualquier posibilidad de convivencia entre ellos.

Nuestra inmediata decisión fue llevar a Don José al estudio de fotografía y pintura de Jesús y allí dejarle hasta que le halláramos un nuevo dueño, aunque aquello me destrozara el corazón. No iba a ser fácil encontrar a alguien que estuviese dispuesto a cargar con un perro de diez años, desdentado y bronquítico, pero mis amigos del alma, que  acudieron en mi ayuda, no tardaron en presentarme a una  mujer, amante de los animales, cuya mascota había fallecido hacía unos días y que se sentía feliz de albergar en su casa a alguien con tan interesante curriculum vitae.  Y, algunos años después, en los cuales nunca falló mi seguimiento,  con su nueva dueña acabó sus días ese tan especial Yorkshire Terrier, sin duda refocilándose en los  recuerdos de su gloriosa época como semental, alimentando su ego con las memorias de su exitosa experiencia de actor y envaneciéndose de cómo, durante largos meses, había tenido a una actriz hasta tal punto loquita por sus encantos que no hubo mimo o capricho que le negase. Y hasta aquí la historia de mis conflictivas relaciones con Don José.


Fernando Arrabal
En el próximo capítulo narraré, entre otras cosas que conmocionaron Madrid, mis experiencias en el estreno de El rey de Sodoma, obra teatral del enloquecido personaje que es Fernando Arrabal, ese eterno enfant terrible.



Próximo capítulo: La "movida madrileña".