sábado, 30 de noviembre de 2013

Instantánea 101 - Lola Music-Hall



Retrato de Jesús Alcántara

Al volver de aquel mi primer y último regreso a Cuba, durante algún tiempo mi corazón estuvo dividido  entre la tristeza de lo visto y la emoción de lo experimentado. Por la parte positiva, tras tantos años de ausencia, había logrado reencontrarme con Lucy y su familia, con Emilia, con rostros queridos que me hicieron retroceder a momentos de mi juventud  y con las únicas cosas que no habían cambiado en la isla: su mar turquesa, de una tibieza y una  sensualidad  exclusiva, la sublime exageración de su flora y ese cielo en el cual los astros parecían existir engrandecidos y multiplicados.

Intenté comunicar mis sentimientos a Jesús y a mi madre, pero  no encontraba las palabras ni los adjetivos justos para hacerlo. Tanto en sus innatas virtudes como en sus inducidos defectos, sentía que Cuba, sus problemas y sus bellezas, eran cosas que solo  se podían apreciar en persona.

Me preocupaba advertir el paulatino deterioro de mi madre, su dificultoso caminar por la casa, echaba en falta el sonido de las patitas de mi perro Bobby sobre el parquet del suelo, pero aún así, la alegría de estar en mi hogar superaba las tristezas. “Home, sweet home”.

Con Dora, mi querida madre

 Por otra parte Jesús, en su estudio de la calle Príncipe, seguía siendo “el Rey de la Fotografía Teatral” y su círculo de amigos se incrementaba por días. Nadie que lo tratara podía evitar sentir cariño por el guapo malagueño.

Para mí aquellas navidades del 85, sin mis amigos Norberto, Picó y Vives, esos que se fueron de Madrid durante aquel año para abrirse nuevos caminos, no resultaron las más gloriosas de mi vida. (Ver Instantánea 99). A pesar de las frecuentes llamadas que nos intercambiábamos extrañaba su presencia mucho más de lo que había imaginado. Me parecía que no iba a ser fácil sustituir al buen elenco que había participado en la puesta en escena de aquella etapa de mi existencia. Eso se sumaba a la natural tristeza que nos provocaba la ausencia de papi y de mi querida tía Jenny, al vacío que semejantes pérdidas nos dejan en el alma y que se acentúa en esas fechas.


Foto  con María Gracia Mateu. Año 2000

Pero un día del mes de Enero recibí una llamada telefónica que me llenó de ilusión. Una muchacha desconocida, de nombre María Gracia Mateu, afirmó representar a  una sociedad que  tenía la pretensión de inaugurar un music-hall restaurante. Me dijo que, según su opinión y la de los socios principales, "tan solo la mujer que ha sido parte tan activa en el Music Hall Top Less, (ver Instantánea 78), está capacitada para crear  un sofisticado show que encaje con  la prestigiosa cocina del Restaurante El Amparo, poseedor de una Estrella Michelín,  y con la “alta clase” de nuestros socios inversores". O sea, que me creí ganadora del premio gordo en la lotería.   

Me proponían  que  pusiera en pie un espectáculo de menos de una hora y que lo dirigiera y coreografiase,   todo eso en los  tres meses que, según estaba planeado, faltaban para la inauguración. Y naturalmente que lo protagonizara.  

Tan solo una semana después de nuestro primer contacto, estaba yo presentando un detallado proyecto del show ante Carmen Guasp y algunos más de los socios principales. Y quedaron encantados. Así que ya solo era cuestión de comenzar las audiciones para seleccionar las cuatro chicas y los cinco chicos que formarían el ballet y comenzar los ensayos. La elección del elenco no fue tarea fácil puesto que todos los bailarines debían ser buenos en su oficio, bellos, lo bastante dúctiles para poder desempeñar distintos personajes y, en el caso de las chicas, tenían que estar dispuestas a hacer semi desnudo, ese toque de erotismo indispensable en todo music-hall que se precie.

De izquierda a derecha: Ellas, Ana González Sun, Sara Fernández  e Isi Fuster.
Ellos, Gustavo Masulli,  Manuel Hurtado y Joaquín Arjona
Finalmente la elección recayó en nueve jóvenes que encajaban  con mis exigencias. Las chicas eran  Isi Fuster, Mari Carmen García, Ana González Sun,  Sara Fernández; y los chicos, Paco Grimón, Joaquín Arjona, Tente Barrachina, Gustavo Masulli y Manuel Hurtado.  

Así que el reparto quedó compuesto por nueve bailarines y yo. Ese era todo el personal artístico  que cabría en un escenario de 5x4 metros. Y hablo en futuro ya que en esos momentos el local como tal aún no existía. Un cabaret gay de Madrid estaba siendo reconstruido enteramente para las necesidades de mi espectáculo. Aquel pequeño escenario, sin embargo, contaría con dos ascensores, uno central giratorio y uno  lateral que desembocaría en una balconada semi circular sobre la cual estaba previsto colocar también mesas. Todo lo que se me antojaba me era conseguido por María Gracia, entusiasmada con el proyecto casi tanto como yo. Ella era la mediadora entre la parte artística y los inversores y creédme que mediaba de maravilla.

Con Paco Grimón y Gustavo Masulli
Pero fue en las excavaciones para colocar el ascensor giratorio donde comenzaron una serie de problemas que se fueron complicando hasta llegar a parecer una maldición.

A pesar de que las obras eran dirigidas por un prestigioso arquitecto, al llegar a un punto en la extracción de tierra se advirtió que  por las paredes del agujero  se filtraba el agua de un riachuelo subterráneo con cuya existencia nadie contaba. Aquello era una hecatombe. Solo había dos posibles soluciones: o se suprimía el ascensor giratorio, con el correspondiente desdoro para el show, o había que traer máquinas de drenaje, aparatos secadores y después impermeabilizar las paredes. Aquello causaría una demora de meses en la fecha de la inauguración. Por suerte "los jefes" optaron  por la segunda opción y, aunque con una lentitud que nos desesperaba, las obras siguieron adelante. 


Como Marlene Dietrich


























El segundo tropiezo fue que el dueño del local adyacente, con la adquisición del cual se había contado para ampliar el aforo, de repente se echó atrás en su oferta de vender, a causa de lo cual el salón del  restaurante, previsto para más de cuarenta  mesas, vio reducida su capacidad al esmirriado número de veinte. Aún así se continuó con el proyecto. Y el tiempo pasaba. Los artistas sufríamos viendo surgir estos problemas, temiendo que, tras tantos meses de ensayos, todo se viniese abajo. Pero como, a pesar de todo,  las obras seguían nos halagaba pensar que esos inversores demostraban tener mucha fe en nuestro espectáculo para afrontar tal incremento en los gastos y tal futura merma en los ingresos. La cuestión es que,  tras nueve meses de tensos  ensayos, durante seis de los cuales hube de bregar con depresiones, stress generalizado y hasta conatos de deserción por parte de los bailarines, en octubre de 1986 abría sus puertas, con éxito apoteósico,  el cabaret-restaurante más exclusivo de Madrid. Lola Music-hall.


Como Rita Hayworth en Gilda


Se me había ocurrido basar el espectáculo en algo  siempre efectivo: la nostalgia. Tres partes de veinte minutos, sin intermedios, que comenzaban con Cuba años 30, continuaban con Alemania en los 40 y finalizaban con Hollywood años 50, regalaban al público pinceladas de música cubana, imágenes de la Alemania nazi, inspiradas en la película Cabaret y, para finalizar, parte del esplendoroso mundo del cine musical americano.


Como Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia.

El resultado era casi una hora  trepidante, sin pausas ni para aplausos  y escasos minutos para cambios de vestuario, durante los cuales yo pasaba de bolerista cubana a Marlene Dietrich, de Marlene a Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia, de Cyd a Rita Hayworth en Gilda y de Rita a Marilyn Monroe en Some like it hot. Complicadas caracterizaciones que debía realizar mientras los bailarines se lucían en escena haciendo de Carlos Gardel, de Drácula, de marineros americanos, de prostitutas,  de campesinas alemanas o de soldados nazis en coreografías realizadas  por mí y por la estupenda maestra y coreógrafa Nadine Boisbert.  Un trabajo de fina orfebrería. Un festín de música e imágenes.

Como Marilyn Monroe en Some like it hot,  con Paco Grimón y Tente Barrachina

No solamente el guión del show era de mi creación . También lo eran el diseño del vestuario y la elección de la música. El espectáculo era tan íntegramente personal  que hasta el montaje de las luces fue obra de mi alter ego, Jesús. Durante las tres noches, con sus correspondientes madrugadas, anteriores al estreno el pobre estuvo subido en una enorme escalera y colocando las luces para  los numerosos cambios de esos más de veinte números que  componían el espectáculo.

Pero todos los esfuerzos habían valido la pena. Lola Music Hall se convirtió en un lugar obligado para el jet set y para los personajes importantes que visitaban España. Por ejemplo, el presidente de Venezuela, Jaime Ramón Lusinchi, durante su viaje oficial a este país, hizo reservar el local en pleno para él, su séquito y sus amigos. Philippe Junot, el ex marido de Carolina de Mónaco, siempre acompañado por personalidades  de la alta sociedad, era frecuente cliente y entusiasta fan del show.




Todas las grandes figuras políticas y artísticas pasaron por allí. Pero nuestra más emocionante visita fue la de Rod Stewart, que estaba en España con el fin de dar un concierto en la Plaza de Toros de las Ventas. Puesto que su actuación no terminaría hasta pasadas las 12 de la noche, su representante  pidió que hiciéramos el espectáculo a las 2 de la madrugada para facilitar que el roquero, su equipo y algunos amigos pudieran disfrutar de lo que les habían definido como “la mejor cocina y el mejor show de Madrid”. Y así lo hicimos.


Al finalizar el show, Rod Stewart y yo

Aquella fue una madrugada memorable- Al finalizar el pase, Rod solicitó que acudiese a su mesa y en ella, tras escuchar sus parabienes, nos dieron las claras del alba charlando de mil cosas.

Sin duda el lugar aparentaba ser un gran éxito. Lista de espera de semanas y lleno total cada noche. Pero lo que el público no sabía era que, por muy abundante que fuera la clientela, el número de empleados  superaba al de clientes: dos aparcacoches, dos técnicos de luces y sonido, diez camareros, dos maîtres y más de una docena, entre chefs y  ayudantes, en una cocina mayor que el escenario. Eso aparte de los diez artistas que hacíamos el show.

Justo antes de Navidades del 86, Carmen Guasp la única cara que conocíamos de aquella sociedad que nos había contratado, nos comunicó que, al finalizar el actual periodo de 31 días de contrato, el mismo no sería prorrogado y que aquel Music-Hall, ese íntegro parto de mis entrañas, cerraría definitivamente. Adujo que  había resultado no ser un  buen negocio. Así, de repente.

Por supuesto el palo  fue tremendo. Enterrar un trabajo tan lleno de vida y al cual todos habíamos dedicado tanto tiempo y amor nos resultaba muy doloroso. Pero lo que más nos sorprendía era cómo  esos socios invisibles, tan importantes, tan doctos en los negocios, con tanta experiencia, entre otras cosas, en hostelería, no habían previsto, desde el momento en que la capacidad del local había quedado reducida a menos de veinte mesas, la absurdez de abrir un negocio cuya empleomanía  debía ser  igual al mayor número posible de clientes atendidos.



A Jesús y a mí siempre nos pareció  que algo raro había en ese proyecto, que la ligereza con que se aceptaron los enormes gastos extras causados por los problemas surgidos durante la rehabilitación del local no correspondía con la mentalidad de empresarios curtidos en esos menesteres de "adorar la peseta". Llegamos a pensar que se había tratado de una manera de justificar  pérdidas ante Hacienda o  de un asunto de blanqueo de dinero.

La única realidad fue que casi un año de trabajo físico e intelectual dio como fruto, aparte de las innegables satisfacciones personales, a tan solo tres meses de representaciones. Eso sí, de hermosas, exitosas representaciones. Lola desapareció injustamente pero la experiencia para mi fue intensa.

PD.
Las fotos de Lola Music-Hall:  Jesús Alcántara.

Necrológica.
Ha fallecido en Cuba, a los 88 años, uno de sus autores teatrales más emblemáticos, Abelardo Estorino. Con una extensa obra, que desde comienzos de la década de los 60 entusiasmó a público y crítica, , hubo de soportar, conjuntamente con autores como Virgilio Pinera y José Triana, la terrible marginación que, durante  aquel bien llamado "quinquenio gris", azotó a gran parte del  mundo de la intelectualidad  cubana. Aunque reconocido nuevamente, años después, por el sistema, sin duda murió con la tristeza de los años de aislamiento y persecución sufridos. Que en paz descanse.

Próximo capítulo. Inmersa en la música.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Instantánea 100- Cuba y lo inaudito.


Este capítulo está dedicado a los que, estando fuera de Cuba, han seguido el proceso revolucionario intoxicados por la mentirosa propaganda gubernamental. Cada palabra vertida en él es absolutamente cierta y vivida  en persona.


Desde mi habitación del Habana Libre, con la hermosa bahía habanera de fondo
El reencuentro con Lucy fue algo maravilloso. Mi “niña de chocolate” y yo seguíamos conectadas por unos hilos invisibles que la distancia y el tiempo no habían podido destruir. Los días que pasé con ella no fueron  suficientes para intercambiarnos la totalidad del cariño que bullía en nosotras.

Aquella noche de mi llegada a Boyeros, como digo en mi capítulo anterior, no fui al hotel para unirme al grupo turístico con el que había viajado.  Las dos permanecimos hasta el amanecer en su hogar de Ampliación de Almendares, echadas en su cama, poniéndonos al día la una de la otra y, como era inevitable, reviviendo esas miles de  cosas que, desde nuestra niñez, habíamos compartido.  

Mi casa de 70 y 13
Al levantarnos aquella mañana de noviembre del 85, medio drogadas de sueño y de emoción, lo primero que hicimos fue un recorrido por los lugares más cercanos y emblemáticos para mí. Nuestro primer destino fue  70 y 13,  es decir  la esquina en la que  estaba ubicada mi antigua casa, mi residencia durante los 18 años de mi estancia en Cuba.¡Y no la reconocí! Estuve a punto de pasar de largo sin identificarla.

Tan solo se mantenía incólume el balcón, testigo de todas las etapas de mi vida cubana, ese decorado desde el cual mi familia y mis perros, Laura y Nana, formando un cuadro que era  la imagen misma de la desolación, me habían dado el último adiós mientras yo, rota hasta extremos indescriptibles, me alejaba hacia el aeropuerto de Boyeros, es decir, hacia el exilio.  Después mi amiga y yo enfilamos la avenida 13 en busca del  cine Metropolitan donde nuestras hormonas adolescentes, muchos años atrás, se habían convulsionado al ritmo de las caderas de Elvis Presley y de su primera película, Love me tender. Aquel lugar en el cual, al tiempo que derramábamos ardientes lágrimas viendo Magnificent obsesion (Obsesión),  habíamos caído fulminadas de amor hacia el hermosísimo Rock Hudson.
Los restos de mi Colegio Cima.
Foto cortesía de Tony Pisani

Pero fue la visión de mi colegio Cima, justo frente al cine, la que me rompió el corazón. Por sobre aquel magnífico chalet parecía haber pasado, no el tiempo, sino el más devastador ciclón de indiferencia y desamor, como si una turba de desalmados hubiese querido destruir todo lo que aquel centro de cultura y civismo había significado.

Caminando entre nubes llegamos a Miramar, al chalet de mi abuela Jenny,  tan solo para verlo convertido en una especie de “solar”. Sus paredes lloraban desconchones, algunas ventanas habían sido tapiadas con desmaño y  su frondoso jardín trasero era un estercolero. Pero el  peregrinaje siguió.
El chalet de mi abuela Jenny

Tras dedicar un larguísimo tiempo a la espera de esa ruta 2 de mi adolescencia y de  mi primer “desengaño amoroso”,(ver Instantánea 21), llegamos hasta la playa de la Concha, hasta el Conney Island que yo recordaba bullicioso y radiante tan solo para reencontrarlo convertido en una triste ruina herméticamente cerrada. Había decidido enfrentarme de inmediato a todos mis recuerdos más cercanos e íntimos, pero la experiencia resultaba desoladora

Casi todo el tiempo que estuve en La Habana lo pasé visitando las tiendas para extranjeros, esas “diplotiendas” en las que sólo se podía comprar con dólares y donde los cubanos tenían prohibida la entrada. Por cierto que, para mayor escarnio, el dólar era una moneda hasta tal punto prohibida para ellos que su posesión era castigada con penas de cárcel. 

Allí adquirí para mis amigos, y para los amigos de mis amigos,  cosas de primera necesidad como bragas,  sostenes (sujetadores), compresas, pañales para niños, ventiladores, jabón, y hasta, increíblemente, CAFÉ….Si, amigos, en Cuba, que poseía algunos  de los mas frondosos cafetales del mundo, donde el “cafecito” era un rito diario y frecuente, las raciones que se repartían por la libreta eran mínimas y muchas veces hasta inexistentes. La cartilla de racionamiento, instaurada en julio de 1963, no solo no había desaparecido en los 22 años transcurridos si no que se había convertido en algo mucho más famélico e incierto. Lo único que se podía comprar con el peso cubano, moneda sin valor alguno en el resto del mundo, era lo que cada familia tenía asignado por la libreta y que resultaba en extremo escaso para una satisfactoria manutención. Aquello hacía aun más indignante que diplomáticos y turistas dispusieran, en las tiendas antes mencionadas, de un amplio surtido en artículos de aseo, ropa, aparatos eléctricos y hasta alimentos, llegando al extremo de poder encontrar productos  envasados en cuya etiqueta decía, con absoluto descaro, “excedente de la producción cubana”. ¡Vaya desvergüenza!

Lucy y yo frente a su casa
Al finalizar aquel primer día de grandes desencantos, de nuevo en ese Buick del 54 prestado con el que me habían recogido la noche anterior en Boyeros, Lucy, su marido y su hijo Alejandro, mi ahijado, me llevaron al hotel donde estaba alojado mi grupo; el Presidente. Allí me esperaban con ansia dos personas provistas de muy distintas intenciones; mi amigo Salmerón y  la desagradable guía-comisaria política que nos habían asignado. “¡Usted no puede hacer esto, desaparecer así. Yo soy la responsable del grupo y le advierto que, de ahora en adelante, si piensa faltar a alguna de las excursiones que les tenemos preparadas, tiene que avisarme con tiempo y decirme donde puede ser localizada”!, me espetó la mujer. Aquello me pareció el colmo del intento de control así que le respondí con estas palabras; “desde este mismo instante está avisada de que no debe contar conmigo para excursión alguna.  Yo soy una adulta y he venido para conocer Cuba a mi ritmo y no para ser llevaba y traída como una niña alumna de las monjas Ursulinas.” Para mi sorpresa esas palabras, o tal vez mi decidida actitud, la dejaron muda.  Nunca  volví a tener un encontronazo con ella.

Con Salmerón frente al Templete
Salmerón, en cambio, me esperaba en el lobby ansioso por escuchar todo sobre mis emocionantes reencuentros. Él, a causa de las malas comunicaciones interprovinciales que hacían casi imposible el desplazamiento por la isla y del deficiente trasnporte urbano   había decidido sumarse a los viajes organizados por la agencia, pero tras realizar un par de ellos, uno a Viñales y otro a Sancti Espíritus,  comprendiendo  que estaba siendo manipulado y abrumado de información sesgada, decidió alquilar un cochecito y dedicar más tiempo a las personas queridas que a su partida había dejado en La Habana. Parece que mi ejemplo ahuyentó sus temores haciéndole comprender que a los ojos de los “vigilantes” éramos ahora tan solo turistas y eso nos cubría de un manto protector.  A partir de aquel momento nuestra vida cambió. Cada día recogíamos a varios amigos y ellos nos instruían sobre  lugares típicos que, prácticamente escondidos, aún existían. Chiringuitos clandestinos, camuflados a orillas de alguna de las muchas playas cubanas, en los que solían servir como platos únicos masitas de puerco, frijoles negros y hasta yuca,  productos conseguidos   en el mercado negro, es decir,  corriendo el riesgo de ser encarcelados.
Con mi ahijado Alejandro y con Esteban Barrios,
ambos bailarines, en el cabaret Tropicana

También descubrimos antros nocturnos, sitios mucho más auténticos que aquel cabaret Tropicana, del cual yo había sido figura en el año 63, (ver Instantánea 35), y que en mi inevitable visita durante aquel viaje encontré carente de su más significativa característica; el glamour.  En esos recónditos bares te servían un ron  de producción casera, hay que admitir  que espantoso, pero el único que se podía comprar  fuera de la  libreta,  mientras disfrutabas  de algún  trovador espontáneo que, guitarra en mano y con esa musicalidad innata en el cubano, daba al personal una “descarga” de guarachas y boleros. Lo importante es que al fin podías departir con el auténtico pueblo.

Pero una mañana tuve mi  más estremecedora confrontación con el sistema. Había pedido a Lucy que viniera a buscarme al hotel Presidente con la finalidad de continuar a su lado mi periplo habanero,  ahora por la zona del Vedado. Mi plan era tomar malecón abajo hasta llegar a La Rampa,  subir por ella hasta L y 23 y una vez allí degustar unos helados en Coppelia, como en tantas ocasiones hiciéramos durante nuestra adolescencia.
En el cabaret del hotel  Internacional de Varadero

Estando en mi habitación, una llamada telefónica me avisó que "cierta mujer llamada Lucy" preguntaba por mí en  recepción.  “Por favor dígale que suba”, fue mi respuesta. Pero estas palabras de la telefonista me dejaron patidifusa: “Compañera, ningún cubano puede entrar al hotel y mucho menos a las habitaciones”. No podía dar crédito a mis oídos. Hecha una auténtica fiera bajé al vestíbulo, sintiendo en mis carnes la humillación que aquello significaba para mi querida amiga y, según parecía, para el resto de los nacidos en esa isla kafkiana. ¿Es decir que ellos, los nativos, los auténticos dueños de aquella tierra tenían prohibido el acceso, no tan solo a las “diplotiendas” sino también a lugares públicos como los hoteles y, según supe más tarde, a gran parte de los restaurantes? A excepción de políticos y militares, por supuesto. Mi enfrentamiento con la recepcionista fue antológico. Le dije que "aquella mujer", Lucy Reyes, era la directora del coro polifónico más prestigioso de la isla, que yo era una actriz y cantante famosa en España, que la había citado para tratar temas profesionales y que si persistía en su actitud absurda y segregacionista, acudiría con mis quejas a los más altos estamentos culturales de su país y a la prensa del mío. Mi amiga me miraba con expresión asustada  y sorprendida al descubrirme una faceta guerrera  desconocida tanto para ella como para mí.
En la playa del Internacional de Varadero
En realidad la más sorprendida ante mi arrojo era yo, la pusilánime Yolanda que mientras vivió en Cuba sufrió callada tantas tropelías, las cuales, si sois seguidores de mis narraciones, conocéis de sobra. (Ver Instantáneas 27 y 46). La cuestión es que mi trola funcionó y a consecuencia de ello Lucy tuvo libre acceso al hotel durante el tiempo que duró mi estancia en él. Sin duda las vírgenes católicas y los santos yorubas me protegieron durante ese viaje. Días más tarde fuimos trasladados al hotel que debíamos haber ocupado desde el principio; el ahora denominado Habana Libre. Una vez allí  vi que el maravilloso mural de Amelia Peláez que ocupaba todo el frontal, ese que yo había visto instalar,  había desaparecido. Nadie pudo explicarme el motivo. Ay, los grandes misterios de los que el castrismo ha gustado rodearse siempre.  (Según me han contado, en estos momentos el mural  vuelve a estar en su lugar.)

Un par de días antes de nuestra vuelta a la Madre Patria, Cuco Garrudo, un arquitecto cubano, compañero de aventuras de Salmerón desde la adolescencia, decidió hacer una reunión en su casa invitando a los amigos de ambos y a algunos de mis antiguos compañeros de la farándula. Fue una alegría ver nuevamente los queridos rostros de personas como Helmo Hernández, Raquel Revuelta, María de los Ángeles Santana y su marido Julio, Pastor Vega y Adolfo Llauradó, gente con la que, en mis días dorados, había compartido platós y escenarios. Pero, a pesar nuestro mutuo afecto y de su asistencia, que agradecía de corazón, no pude evitar sentirme desplazada e incómoda entre gente con la que los temas de conversación era escasos y en cuyos rostros se adivinaba la tensión que les provocaba estar reunidos con una exiliada, cosa tan mal vista por el régimen. Tal vez eran imaginaciones mías, pero sentí como si yo hubiese evolucionado mientras que ellos, oprimidos por el sistema y por la censura, tuviesen cortadas las alas de su desarrollo humano y espiritual.  No, la realidad es que aquellos reencuentros no me dejaron el buen sabor de boca  esperado.


La mañana de mi partida, con Lucy
frente al Habana Libre
Finalmente llegó el momento de regresar a España. y las despedidas con Lucy y su familia fueron tristes, muy tristes. Pero la idea de volver a casa, abrazar a mamá y reunirme con Jesús era más fuerte que todo. ¡Mis seres más queridos!  Mi Jesús que, a causa de la desvalidez  de mi madre no había podido compartir conmigo ese viaje, cosa que le habría hecho tan feliz…Mi madre Dora, aquella poderosa bailarina a la que la artritis comenzaba a dejar casi impedida, y por ende, a la que no podíamos, ni queríamos, dejar sola durante días…

Dos cosas positivas logré sacar de aquel descorazonador viaje a Cuba. La primera fue la reconciliación con Emilia, esa gran amiga de mi infancia con la que  hube de romper relaciones a causa del ciego fervor revolucionario y del ataque de radicalismo que sufrió a principios de los 60.  (Ver Instantánea 21). El tiempo y las desilusiones le habían hecho comprender que nada debía ser más poderoso que la amistad. Fue reconfortante constatar  su proceso de maduración,  hermoso y positivo.Y la segunda y más importante fue la confirmación de que abandonar la isla había sido una de las decisiones más oportunas y acertadas de mi vida. Aquel reencuentro puso fin a mis frecuentes devaneos con las dudas y la nostalgia. La isla, más que nunca, se había convertido en un país inaudito.

De izquierda a derecha, Lucy, yo y Emilia en la heladería Coppelia
Y así, con mi vuelta a ese Madrid que ya respiraba libertad a pulmones llenos, nos vamos acercando a un 1986 que me tenía deparada una experiencia artística inigualable.


Necrológica.
Ha llegado a mi conocimiento que la cantautora cubana Teresita Fernández ha fallecido en La Habana.  Quiero dedicarle un personal y pequeño homenaje en nombre de aquellos días de nuestra amistad, cuyo fondo musical era   "dame la mano y cantaremos, dame la mano y me amarás...", y en el de  tantos niños a los que alegró con sus canciones. 

Próxima Instantánea. El Music Hall Lola.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Instantánea 99 - Entre las despedidas y los reencuentros.


Foto de Jesús Alcántara
Aquel 1985, que yo había elegido como mi  “año sabático”, se convirtió en un continuo manantial de emociones contradictorias. Conmovedores reencuentros, y grandes y dolorosas despedidas. Despedidas de esas que cambian tu vida y dejan en tu corazón agujeros imposibles de rellenar. Todo empezó con una desbandada de los amigos que durante años fuesen proveedores de cálida compañía y bulliciosa felicidad  para mí. Por una de esas casualidades del destino habían decidido abandonar Madrid casi al unísono, buscando otros derroteros para sus carreras, para sus sueños, en fin, para sus vidas.
De derecha a izquierda Tomás Picó, Almudena Cotos, Salvador Vives
Jesús y yo en 1976
Salvador Vives volvió a su ciudad natal, Barcelona,  con el fin de dedicarse a la difícil y poco apreciada profesión de doblador de cine, en la cual, con su bella voz de barítono,  se convirtió casi de inmediato en una gran estrella. Tomás Picó decidió alejarse del “mundanal ruido” y de ese Madrid que no había sabido apreciar toda su valía. Dirigió  sus pasos a la hermosa e indómita región de Tarifa, Andalucía, y allí formó una compañía de teatro de aficionados con la que, al pasar el tiempo,  consiguió un gran prestigio nacional.
Carlos, Jesús, Norberto y yo
en una de nuestras muchas
fiestas de carnaval

Norberto Sosa que, bajo el nombre artístico de Norton, había tenido su “minuto de gloria” como cantante a principio de los setenta, tras comprobar que no sólo de arte y del bien hacer se nutre esta profesión, volvió a la hermosa isla donde había nacido, Gran Canaria, para hacerse cargo de los negocios familiares. Y aunque ya debía estar acostumbrada a estos frecuentes desgarros, teniendo en cuenta mis exilios de España a Cuba y viceversa o la disolución de aquella comuna que había aliviado las nostalgias y penurias de mis primeros años en España, despedirme de personas tan entrañables me llenó de una sensación de soledad y hasta de desamparo. Pero el más triste y dramático de los adioses fue el que vi en la mirada de nuestro querido foxterrier Bobby en el momento de su última entrada a un quirófano.  Carcomido por un cáncer contra el que no valieron ni rezos ni cirugías, perdió las fuerzas y el deseo de vivir,  así que un día tomamos la terrible decisión de acabar con sus sufrimientos.
Rodeando a mi madre, Norberto, Carlos, Picó y yo



Tan solo los que hayan pasado por esta disyuntiva pueden comprender cuán difícil y doloroso nos fue sacrificarle, pero, viendo su diario sufrimiento, tanto Jesús y yo como mi madre decidimos no prolongar su inútil agonía. Pensábamos que, puesto que le habíamos dado una vida plena y feliz, debíamos proporcionarle también una muerte digna, un acceso, libre de más dolores,  hacia ese cielo de las mascotas que para mí sin duda existe. Así que en una camilla de la clínica veterinaria de nuestro  amigo Salmerón, Bobby se durmió plácidamente  y por última vez mientras en casa mi madre derramaba  abundantes dosis de lágrimas y yo,  incapaz de verle partir, vertía las mías derrumbada en una silla de la antesala del quirófano. 

No había transcurrido más de un mes cuando  Salmerón me hizo una propuesta a la vez apetecible y amedrentadora; emprender juntos un viaje a Cuba. Si lo hacíamos ese sería el regreso de ambos  a parte de la  infancia, a la totalidad de la adolescencia y a los primeros años  de nuestra plenitud, ya que teníamos unos antecedentes muy similares; españoles llevados a la isla durante la niñez y repatriados a España a finales de los 60. Era aquella una decisión difícil de tomar; o bien nos enfrentábamos al  triste presente en que se había convertido nuestro pasado cubano o seguíamos, como hasta entonces, sumidos en las ensoñaciones y la idealización de un tiempo que ya no existía. Eso aparte del temor a  las posibles represalias que podíamos sufrir en la isla como venganza por nuestra “huida”. Aunque el formar parte de un grupo de turistas en un viaje organizado por una agencia y el estar  provistos de esos pasaportes españoles que nunca habíamos perdido nos hacía confiar en que pasaríamos  inadvertidos, el temor persistía.
Jesús y yo en el aeropuerto de Barajas, Madrid,  momentos
antes de que yo tomara el avión para Cuba

Finalmente ambos decidimos descorrer las espesas cortinas del miedo y la nostalgia y desafiar a los poderes de la autocracia que dieciséis años atrás nos habían obligado a abandonar en Cuba la casi totalidad de nuestras vivencias.

Ni él ni yo teníamos ya parientes en la isla, pero sí contábamos con grandes amigos que se alegrarían  de volver a vernos. Así que cargados con algunas de tantas y tantas cosas que faltaban en ese infortunado país, desde los sencillos polvos de  talco o la pasta de dientes hasta la ropa y el calzado, desembarcamos una noche en un aeropuerto José Martí que nos pareció tan solo  un deteriorado hangar. (Más tarde supimos que nuestra llegada coincidió con obras  de ampliación y restauración del lugar.)

Foto de Jesús Alcántara
La primera sorpresa con que nos topamos los viajeros al salir del avión fueron los “puntos de control de pasaportes”. Para nuestro asombro, tras descender del avión y atravesar la pista a pie, vimos ante nosotros cinco habitáculos de cemento que medían más o menos metro y medio por metro y medio, y que se hallaban adosados a una larga pared. Nos indicaron que hiciéramos cola ante ellos y allí nos quedamos durante largo tiempo las cinco filas de viajeros, como obedientes borreguitos, mientras nuestros ojos se clavaban, hipnotizados, en unas puertas de hierro que ocupaban parte del frontal y que se abrían automáticamente para dejar entrar a cada pasajero, cerrándose rauda tras su paso. Aquello nos permitía ver a las personas penetrar pero, ya que  las salidas de las diminutas habitaciones  iban a dar a un largo pasillo situado tras el muro,  la sensación era que, una vez dentro, esos seres desaparecían sin dejar rastro. La cosa era muy inquietante, acostumbrados como estábamos al diáfano mundo de cristales que en los aeropuertos españoles rodeaban los controles  aduaneros.  Cuando me llegó el turno de acceder al cubículo  estaba llena de ese sentimiento crónico  de culpa que el régimen cubano ha inculcado en todos los que, en un momento determinado, elegimos el exilio.

Una vez dentro, casi escondida tras mi tembloroso pasaporte y ya cara a cara con el miliciano encargado de ponerle el ansiado sello, las luces se apagaron de súbito y sobre mi corazón cayó algo parecido a la losa de un sepulcro. ¡Estaba perdida! ¡Me habían reconocido y el fantasma del juicio popular con el que me amenazaran años atrás y que había logrado eludir gracias a mi salida en diciembre de 1967, al fin me poseería y me destruiría! (Ver Instantánea 44). Nunca iba a volver a Madrid, jamás me arrebujaría de nuevo en el cálido amor de mi madre y de Jesús. Mi angustia convirtió la oscuridad en una masa solida y pegajosa que me impedía respirar. De pronto oí una voz gritando desde fuera del cubículo  cerrado en el que me encontraba; “¡Esto es un apagón general, compañeros turistas, agarren sus equipajes porque no nos hacemos responsables de los robos!”. Durante los pocos minutos que pasé sumida en la oscuridad,  prisionera entre esas puertas de hierro que, al funcionar por electricidad, habían quedado bloqueadas, experimenté algunos  de los momentos más angustiosos de mi vida. (Insisto en intentar describiros el lugar para que compartáis conmigo la opresiva sensación de claustrofobia que provocaba estar allí encerrada).

Por suerte  con el regreso de la electricidad la puerta de salida que daba acceso al pasillo se abrió.  Entonces, el desagradable individuo que había permanecido, en aterrador silencio, conmigo en la oscuridad me entregó, sin siquiera mirarme,  el pasaporte sellado y con un gesto de la mano indicó que me fuera. Ni una palabra de disculpa brotó de su boca.

Pero mi odisea en el aeropuerto no había terminado.


Foto de Jesús Alcántara
La recogida de los equipajes se hizo eterna. Los milicianos abrían cada maleta, revolvían un poco en su interior, hacían algún comentario al respecto  y la devolvían a sus propietarios con gesto de condescendencia. El gran problema fue que, al llegar mi turno, yo llevaba ¡tres valijas llenas hasta rebosar de las más diversas prendas! Y aquello requirió un largo proceso de explicaciones y  negociación. “Pero, ¿cuántos días te piensas quedar en Cuba, compañera?”, “Trece”, le respondí con mi más cuidado acento castellano y mi más cautivadora sonrisa, “Lo que pasa es que me han dicho que aquí se suda mucho y yo soy muy limpia”. Para mi sorpresa aquello le hizo soltar una carcajada. A medida que iba revolviendo mi equipaje hacía comentarios como “¡lo que daría mi negra por un par de medias de estas!”, o “fíjate, esta camiseta es de la talla de mi hijo”. Como imaginaréis, cuando al fin recogí mis tres maletas su peso se había aligerado a causa de mis “donaciones”. 

Al salir por fin al exterior vi que una guía turística, de la que emanaba un inconfundible hedor a comisaria política, esperaba y reunía a “mi grupo” alrededor de la guagüita que nos debía conducir al hotel contratado para nosotros por la agencia. Y entre ellos distinguí a mi amigo Salmerón, iluminado por  una sonrisa de felicidad que le atravesaba la cara de este a oeste. Así que hacia allí me dirigí.

Pero cuál no sería mi sorpresa al escuchar a mis espaldas un pequeño coro de voces entonando con entusiasmo  mi nombre. Sí, Lucy, mi inolvidable “niña de chocolate” su marido, Tomás, su hijo pequeño, Gabriel y su otro hijo y ahijado mío, Alejandro, habían conseguido un viejo coche prestado y estaban esperando  mi arribo exultantes de emoción. Aquello fue una sorpresa enorme pues, aunque yo me las había arreglado para comunicarles los detalles de mi llegada,  al no tener ellos auto,  la posibilidad de que se desplazaran hasta Boyeros era prácticamente nula.  Hay que aclarar que el servicio de transporte público en la isla era muy escaso, y a ciertas horas, inexistente.

Por supuesto aquel encuentro cambió mis planes. Abrazando a Salmerón le dije que me iría con mis amigos  y que, al día siguiente nos veríamos   en el hotel. De pronto, como surgida de la nada, apareció a nuestro lado la supuesta guía diciéndome de forma imperativa, “¡compañera, usted no puede separase del grupo!” a lo que mi inmediata respuesta fue, “pues a ver cómo me lo impides”. ¡De pronto el dulce aire nocturno habanero y la luz de alegría que irradiaban los rostros de Lucy and company me habían llenado de valor!
Hotel Presidente y Hotel Habana Libre, (antiguo Hilton)
A medida que me alejaba de aquella mujer oí unas palabras a las que, en esos momentos de gran emoción, no di importancia,” ¡Oiga, compañera, que no vamos al  Habana Libre, que nos han reubicado en el hotel Presidente!” Por cierto, una arbitrariedad de la cual no quisieron  hacerse responsables ni los cubanos ni la agencia de viajes española. Nosotros habíamos pagado por un hotel de primera, el anteriormente llamado Habana Hilton, sito en el meollo de L y 23, rodeado de lugares que habían sido testigos de gran parte de mi vida y ahora, sin explicación coherente, nos colocaban en uno de bastante menos categoría y ubicado en Calzada y G,  es decir, alejado de aquella Rampa y aquel Radiocentro por los cuales yo había planeado pasear mis recuerdos. Afortunadamente, y gracias a las agrias protestas de todo el grupo, una semana más tarde éramos trasladados a nuestro destino inicial, el hotel que tantos recuerdos  me traía y que siempre sería para mí "El Hilton." (Ver Instantánea 22).

La cuestión es que, tras los besos, abrazos y sollozos, ya apretujados en aquel Buick del 54 que mis amigos habían conseguido para ir a recogerme, me dirigí a su casa, dispuesta a  disfrutar, entre charlas, mimos y rememoraciones,  de cada minuto de esa mi primera noche en Cuba.

En casa de Lucy.
De derecha a izquierda el primo Ulises, mi ahijado Alejandro, yo, Lucy, Gabriel y Tomás.
En el centro la abuela paterna Aleja

Y en el próximo capítulo, queridos todos,  os seguiré narrando mis experiencias en una isla que reencontré desconocida y hasta a veces inhóspita.



Próximo capítulo: Entre las despedidas y los reencuentros. (Segunda parte).