"La caída de un ídolo", mi encuentro con Vargas Llosa y etc...

Madrid-New York-Miami-Madrid.
(Primera parte).



Foto Jesús Alcántara

Como por arte de birlibirloque habíamos llegado al 1992 y, aun bajo el gobierno de Felipe González y del PSOE, Partido Socialista Obrero Español,  España estaba muy ajetreada. Entre los meses de abril y octubre, tras años de ingentes obras en la isla de La Cartuja, Sevilla iba a ser sede de la Exposición Universal, con una asistencia final de 112 países, 23 organismos oficiales y las 17 comunidades autónomas de España. (En esta mega exposición que se celebra cada vez en un país distinto, los participantes construyen instalaciones y  en ellas  muestran sus últimos logros técnicos y artísticos).
Sello conmemorativo de la Expo
con su mascota Curro

Aquel evento nos traería grandes mejoras, sobre todo urbanísticas, por ejemplo la instalación del tren Ave de alta velocidad que une Madrid con la capital de Andalucía en menos de dos horas y media, carísima obra que, en compensación, ha producido al país grandes beneficios.

Como si eso no fuese suficiente, en el mes de Julio, España iba a ser la sede de las XXV Olimpiadas de la Era Moderna.

169 países se reunirían en Barcelona y los gastos anunciados para el acondicionamiento de la ciudad ascenderían  a 1000 millones de dólares, lo cual, a los españolitos de a pie nos parecía una barbaridad y un dispendio. (Con posterioridad nos informarían que el impacto económico superó los 7000 millones de beneficios. Habrá que creerlo).

Y en medio de todo ese teje y maneje, Alberto González Vergel, el director al que yo había bautizado, durante el rodaje de la serie televisiva Los Veraneantes,  como el Doctor Jekill y Mister Hyde, (ver Instantánea 93), me ofreció hacer en teatro un musical diferente a todo aquello en lo que había participado hasta el momento: En un café de La Unión.

En un café de La Unión. (Presentación de mi personaje)
La acción tenía lugar, durante finales del siglo XIX, en un pueblo minero de  nombre La Unión,  situado en la provincia de Murcia. Para facilitaros una pequeña sinopsis de la trama utilizaré las  inmejorables palabras que Lorenzo López Sancho, el más considerado crítico teatral de aquel momento, dejó escritas  a propósito del estreno madrileño: “Con un viento tibio y perfumado de la Huerta del Segura, con acento caliente y minero, hierro, plomo y zinc nos trae Vergel una tragicomedia con escenas de café cantante mientras surgen gentes del bronce, cantaoras flamencas, cupletistas, chulos, guardias civiles predispuestos al alterne y desvergonzadas cigarreras al tiempo que se va cebando el drama sordo de los celos.”

En un café de La Unión. Final del tercer acto

Trabajar de nuevo con ese controvertido director no hizo sino reafirmar nuestras buenas relaciones y la estima que por él sentía. Su claridad al definir  los matices de cada personaje era notoria y su firmeza a la hora de indicar  cómo ponerlo en pie, inflexible. Con él no había posibilidad de disentir. Si aceptabas esa condición los ensayos discurrían como clases magistrales pero, ay de ti si ponías pegas a sus indicaciones. Sin un grito, utilizando las más cortantes palabras y la más afilada inteligencia, llevaba a su adversario contra las cuerdas hasta conseguir su rendición o su auto despido. Realmente le lograba hacer la vida imposible al disidente.
Final del primer acto. En primera fila, de derecha a izquierda, Perla Cristal, Agata Lys,  Roberto Noguera y yo

Siendo la función  coral los actores éramos muchos; yo, Ágata Lys, Perla Cristal, Luisa Fernanda Gaona, Avelino Cánovas, Verónica Lujan, Roberto Noguera y así hasta llegar a quince. También estaba el cuerpo de baile compuesto por seis preciosas muchachas. Un reparto muy amplio y con varios cambios de ropa de  toda la compañía, pues la acción transcurría en el mismo café cantante, pero durante un espacio temporal de tres días. Perla, yo y Ágata éramos las “artistas” y entre nosotras se desarrollaba un drama que desembocaría, a causa de los celos,  en mi asesinato. Es decir que se trataba  de una  tragicomedia musical escrita por un autor novel, Luis Federico Viudes. Opera prima que le había salido bordada. El debut en Madrid fue en Mayo del 92.  Gracias a la perfecta conexión que existía entre González Vergel y yo puedo ufanarme de lo feliz y realizada que me sentí durante los ensayos y las posteriores representaciones en el Teatro Cómico de Madrid, donde permanecimos varios meses en cartel. No demasiados, para nuestra desgracia, pues los gastos del amplísimo vestuario, del hermoso decorado art decó y las nóminas semanales de los artistas y técnicos, hacían muy difícil, no ya las ganancias, sino hasta la simple amortización.

Roberto Noguera y yo
Antes del estreno madrileño realizamos varios bolos  teniendo lugar el primero en el precioso Teatro Romea  de Murcia. Pero las funciones más recordadas y apoteósicas para la compañía fueron sin duda las de Sevilla, donde coincidimos con esa Exposición Universal  a consecuencia de la cual  la ciudad se mantuvo abarrotada los 6 meses que estuvo operativa. Día y  noche las calles eran un hervidero  de extranjeros y nacionales que parecían empeñados en  convertir el indispensable acto de dormir en algo casi imposible. Por fortuna fueron solo dos los días sevillanos. Os aseguro que lográbamos hacer las funciones gracias a la energía aportada por  la belleza de esa ciudad, por el exuberante sol y la henchida luna flamenca que iluminaban el diario jolgorio y sobre todo por el entusiasmo de un público que hacía vibrar las paredes del teatro con sus aplausos.

El número con la guardia civil
Mi trabajo era agotador, como siempre lo es cuando has de  permanecer en escena durante todo el transcurso de la obra. Tan solo la abandonaba  por segundos en tres oportunidades y estas eran para cambiarme  de vestuario. Lo demás consistía en cantar, bailar, lanzar mis parlamentos, jalear durante un par de horas  y en hacer lo mismo dos veces cada día. Pero ese cansancio tan solo se experimentaba al finalizar la segunda función. La embriagadora música y el contacto con los compañeros y con el público conseguían que el tiempo pasado sobre las tablas transcurriese casi sin sentirlo.



En N.Y. frente al Metropólitan Ópera House
Así que tras finalizar las extenuantes representaciones de En un café de La Unión, decidí hacerme un regalo que, además de  otras alegrías, me permitiría, ¡por fin!, afrontar una “asignatura pendiente” de la que hablaré más adelante. Ahora tan solo os diré  que organicé, con el beneplácito de mami y de Jesús, un  viaje Madrid-NewYork-Miami-Madrid en solitario. 

Aquello me proporcionaría el reencuentro con amigos de siempre, cubanos que habitaban desde hacía años en ambas ciudades norteamericanas y con los que compartía un indeleble afecto. Además, comprobar cómo el paso del tiempo deterioraba la salud de mi madre me hizo cobrar consciencia de que, un día cercano,  desaparecería mi libertad de viajar.


Con Miriam Barredo

Por el momento aún podía dejarla durante el día en compañía de una chica a la que pagaba para que la acompañase y contaba también con la presencia de Jesús durante las noches, lo cual me tranquilizaba. Pero cuando la artrosis la dejara  imposibilitada, lo cual parecía inevitable, mi trabajo a tiempo completo sería estar con ella. Así me lo había propuesto y es lo que me parecía justo. Solo de esa manera podía compensarla  por el amor que me dedicara durante toda su vida.

Con el fin de  acompañar a mi “hermana” de la infancia Miriam Barredo en el día de su cumpleaños,  enfrentándome a un frío que pelaba, el mes de noviembre del 92 estaba yo en la Gran Manzana, disfrutando con las muestras de cariño de grandes amigos como Sara Escarpanter, Meme Solís, Carlos Rodríguez, Sergio González, Georgia Gálvez o  Tim Gómez, a algunos de los cuales no veía desde hacía muchos años.

Con Sara Escarpanter
Durante los días que permanecí en N.Y.  asistí a un promedio de dos obras diarias.  Devoré con gula las representaciones de los musicales Cats, Dancing, El fantasma de la ópera, Los miserables, Guys and Dolls, saliendo de los teatros  deslumbrada. Pero también descubrí el maravilloso mundo del Off Broadway, lleno de interesantes montajes, algunos de los cuales, salvo por el lujo y el boato, podían competir a la perfección con los grandes éxitos de Broadway. Fue una estancia fabulosa. Incluso tuve la suerte de coincidir con la prestigiosa exposición de pintura Revealing the Self. 1992, en la cual participaba mi gran amiga Gladys Triana. Comprobar que estaba escalando la posición que se merecía me llenó de felicidad.

Yo, Ricardo López, Miriam Barredo y Gladys Triana frente a uno de sus cuadros

Así que a los ocho días de permanecer como invitada en el Brownstone que Miriam poseía en la calle 55 de Manhattan, a escasas cuatro cuadras de Broadway, partí hacia Miami con un doble propósito; ver a mi querida Mequi Herrera y, puesto que poco tiempo atrás había tenido noticias de su presencia en esa ciudad, tener un reencuentro con Homero Gutiérrez, aquel mi primer romance de adolescente. Aunque mi amor estaba desde hacía años dedicado en exclusiva a Jesús, sentía que entre aquel hombre, que fuese  tan importante para mí en su momento y yo, era necesaria una conversación, una charla por medio de la cual  pudiésemos recuperar los largos vacíos de información existentes en nuestra truncada relación. Para mí aquello era  lo que aquí se llama “una asignatura pendiente”. Treinta años habían pasado desde que nos viésemos por última vez en la aterradora Cárcel Modelo de Isla de Pinos, Cuba. Treinta años.¡Parecía increíble!

(Los que seguís desde el principio mis narraciones conocéis perfectamente la dramática historia de su encarcelamiento en Cuba y las consecuencias que eso tuvo en mi vida. Los demás, podéis remitiros a las Instantáneas 27 y 28 y disfrutar de una verdadera  y trágica “historia de amor”).

Las fotos de En un café de La Unión: Jesús Alcántara.


Madrid-New York- Miami- Madrid.

(Segunda parte).




Foto Jesús Alcántara

Mientras el avión sobrevolaba el nítido cielo azul de Miami me parecía imposible que existiera una imagen más  impactante. Desde aquellas alturas se podía apreciar a la perfección el contorno de su costa, roto por  refulgentes lenguas de agua que penetraban en tierra, casi besando los pies de los edificios,  las  islas artificiales de Bahía Vizcaína, morada de grandes estrellas y poderosos magnates, y que parecían milagros  brotando de un mar casi transparente…Toda esa belleza me mantenía pegada a la ventanilla, como hipnotizada.

Al descender del avión en el Aeropuerto Internacional me impactó la cálida temperatura ambiente. Solo unas horas antes había abandonado un New York cercano a cero grados centígrados, así que mi cuerpo agradeció con fruición aquella brisa tibia y húmeda  tan parecida a la de mi añorada Cuba. Y para colmar mi alegría, al salir de la recogida de equipaje comprobé que  Mequi Herrera, con los brazos abiertos y luciendo una sonrisa que surgía, más que de su boca, de todo su  cuerpo, me esperaba emocionada en la terminal. 

Con Mequi en La Calle Ocho

Nuestros previos encuentros, que hasta ese momento habían tenido lugar durante sus visitas a España, estaban siempre llenos de  emotividad. Tal vez os sorprenda pero aquel era mi primer viaje a Miami. A pesar del ajetreo eterno que ha jalonado mi vida nunca he tenido “espíritu viajero” y menos en lo que se refiere a largas distancias. Aunque de España conozco hasta pueblos que no figuran en el mapa, mis salidas al extranjero han sido muy escasas.

En medio de un incesante parloteo digno de adolescentes, Mequi me condujo a su chalecito de Surfside en un viaje que, de no haber sido por el alboroto de nuestros corazones, me hubiese parecido eterno, a causa del tráfico infernal.  Más tarde supe que las distancias en Miami no es que parecieran enormes, es que lo eran. (La ciudad se divide en condados. Por ejemplo, la famosa Miami Beach es solo una de las 20 ciudades, pueblos y aldeas que forman parte del condado de Miami-Dade. De hecho, según dicen,  puedes pasar de una ciudad a otra solo doblando una esquina).

La cuestión es que aquella primera tarde conocí a una de las personas más tiernas y puras de alma que alguien pudiese imaginar: Roselén, amiga de Mequi y supongo que del mundo entero.  Pocos seres tan comprensivos y con tal capacidad de amar han pasado por mi vida.

Con Roselén

Al igual que me había sucedido con Lucy el día de mi llegada a Cuba años atrás, (ver Instantánea 100), aquella noche nadie pegó ojo, intercambiando historias y compartiendo esa cálida sensación de auténtico cariño que  pocas veces se consigue disfrutar.  Uno de los temas más tratado fue mi gran interés por encontrar a Homero Gutiérrez, el hombre al que debía todo lo bueno y todo lo malo que me tocó vivir durante la lejana época de mi loco amor por él. Mequi conocía bien la historia pero a Roselen hube de narrarle la completa  odisea de mi pasión, dolor y acoso en la Cuba de los años sesenta. (Ver Instantáneas 26 y 27).


Cuando llegué a las últimas palabras que Homero me había dirigido, sentados ambos en el patio central de una de las circulares que componían la prisión de Isla de Pinos, cuando repetí aquella orden suya,  ese epitafio de nuestra historia de amor, “no quiero que vuelvas a verme. Mi vida ya es en sí demasiado dura”, las lágrimas brotaban de los ojos de Roselén.  El consenso entre mis amigas fue total; era indispensable encontrar a ese hombre y propiciar entre nosotros una  reunión. Así que ambas prometieron remover tierra y cielo hasta localizarle.

Frente al chalecito de Mequi
Al día siguiente  nos dedicamos a hacer llamadas. La primera mía fue a un amigo de mi época cubana, el doctor Raúl, me avergüenza no recordar el apellido, gran aficionado al teatro y que algún tiempo atrás se había puesto en contacto conmigo enviándome a España su número telefónico y una foto en escena con Homero Gutiérrez. 

Así es como había descubierto que mi antiguo amor estaba en Miami y en activo. Pero la persona que respondió a esa llamada  me dio la triste noticia de que Raúl había fallecido hacía unos meses y no supo, o quiso, darme más detalles. 

Luego intenté comunicarme con aquel muchacho, Sergio Salom, mi más devoto fan de tiempos atrás y al que, estando yo presente, detuvieran una noche habanera por llevar puestos pantalones pitillo, tachándole de “mariconazo”. Ese hecho que  me abrió los ojos ante la magnitud de la homofobia castrista y de su más terrible consecuencia: la UMAP. (Ver Instantánea 38).

Así que, ansiosa por reencontrarme con mi querido cubanito, llena de curiosidad por ver lo que los años habían hecho con aquel joven frágil y sensible,  marqué su número. Y entonces recibí la segunda y más fuerte bofetada de la mañana: la desagradable persona que me contestó, sin preámbulo alguno me dijo que “ese individuo” había muerto hace tiempo de SIDA y que no molestara más llamando.  ¡Dios!, esa enfermedad considerada por aquellos años un “castigo divino contra los homosexuales” y que estaba azotando a una importante parte de la población mundial… (Al no haber sido identificado el lentivirus que la provoca hasta 1982, por el  equipo de Luc Montagner, en Francia, no existía en sus principios tratamiento médico y prácticamente el total de los que la contraían  estaban condenados a morir).


De  derecha a izquierda,  Homero y Raúl en una representación

Esas fueron mis infructuosas y tristes gestiones. Mequi, por su parte, habló con amigos mutuos, a los cuales yo no veía desde mi salida de Cuba en 1967, Gilberto Álvarez y mi siempre recordado Julio Gómez, comunicándoles mi llegada.  (Ver Instantánea 42). Y  ya que ambos trabajaban en los polos opuestos de la ciudad, con el fin de evitar la difícil  tarea de compaginar los horarios laborales, decidimos citarnos el sábado, día de asueto  para los “currantes”, en el chalecito de mi amiga.  Al finalizar sus correspondientes trabajos, con un sol maravilloso y una temperatura primaveral que en nada predecía lo que dos días más tarde se nos iba a venir encima, Mequi y Roselén me brindaron un tour turístico por Miami en coche pues, según aseguraban, era casi la única manera de moverse por la ciudad. Como pensábamos que aún tendríamos cuatro días por delante, el recorrido fue corto pero selecto, comenzando  por la Calle Ocho de Little Havana, el famoso asentamiento  de la colonia cubana.

El Teatro Tower. Miami
Así fue como pasé por delante del Teatro Tower, sin sospechar la importancia que ese lugar tendría para mí años más tarde, sacié el capricho de comerme un sándwich cubano en el restaurante Little Havana, me sorprendí ante un cartel colocado a la entrada de un establecimiento que rezaba, textualmente, “we also speak english” (hablamos también inglés) y visité  un precioso lugar a orillas del mar llamado Bayside Marquet Place. Aquella noche las tres acabamos exhaustas y llenas de entusiasmo. Pero Mequi, justo antes de dormir, me mencionó la existencia de un contacto, "al que veré mañana", y que podría indicarnos cómo localizar a Homero. Aquello alteró mis planes de caer en un profundo y reparador sueño.

En Bayside Marquet Place

Y a la siguiente mañana tenía en mis manos el número telefónico de Homero Gutiérrez. Esperando que aquello no fuese un error lo marqué con mano temblorosa por la emoción, pero la voz que brotó del auricular borró en mí cualquier posible duda; “hello, soy Homero, dime…” Zarandeada por un maremágnum de recuerdos, mis primeras palabras fueron de una absurdez que aún hoy me averguenza: “Hola, soy Yolanda Farr y estoy en Miami,  no sé si me recuerdas”.

Para sintetizar os contaré que quedamos citados esa misma tarde en la Fundación Artística Cubano-Americana, ubicada en Hialeah, de la cual él era presidente. Sería imposible  describir las horas previas a nuestro encuentro, mi nerviosismo al dirigirme hacia allí, mi premura al subir las escaleras que conducían hasta su  despacho, el tumulto de palabras y preguntas que bullían en mi cerebro... ¡Teníamos tanto de que hablar!

La cuestión es que al llegar a mi destino final me hallé frente a una puerta abierta y pude ver al otro lado de la habitación, recortada contra la brillante luz de un ventanal, la gallarda  silueta de un Homero sobre el que, gracias al engaño del contraluz, parecía no haber pasado el tiempo. Arrebatada por esa ternura que había sustituido en mi alma a los antiguos impulsos pasionales, me dirigí hacia él, deseando trasmitirle con un intenso abrazo todo el cariño que le profesaba, contarle cuánto me hizo sufrir su infortunio, de qué cruel manera lo tuve que compartir  y hacerle saber lo importante que había sido para mí durante largos años de mi vida. Pero tan solo tres pasos pude dar antes de que un muro de hielo me frenase. ¡Homero me tendía la mano de forma protocolaria mientras, con voz bien modulada e impersonal me decía: “Hola Yolanda, ¿cómo estás? ¿Qué tal tu familia? Siéntate, mujer”!

La situación no podía ser más absurda. Ni un gesto ni una palabra que pareciera salir del hombre que tanto había amado. Aturdida por su reacción y derrumbada en una silla me limité a responder a preguntas insustanciales con respuestas del mismo tipo: Sí, yo seguía en la profesión. No, mi padre y mi tía ya no vivían. Es cierto, España era un país lleno de contrastes. Sí, trabajaba exitosamente como actriz. Todo esto como si nuestro pasado juntos no hubiese existido. Como si no tuviésemos todo un mundo de cosas trágicas o bellas que rememorar.

Ya que él dirigía y actuaba en obras que montaba para el pequeño teatro de la fundación, tras entregarme una tarjeta, me pidió que al regresar a mi país le enviara textos de funciones donde hubiesen papeles para él. En Miami le resultaba muy difícil encontrar material, adujo. Le respondí que sin falta cumplimentaría su petición.  Y hasta allí pude soportar. Haciendo lo posible por disimular mi frustración, me alcé de la silla e intenté despedirme usando el mismo despego y fría cortesía que Homero estaba utilizando conmigo, y tras otro ¡apretón de manos! salí de la habitación flotando en una nube de desconcierto. 

Ni aún en estos momentos, al escribir mis memorias, consigo entender del todo la actitud de Homero durante nuestro fiasco de reencuentro.  (El culebrón continuará).





 Entre descubrimientos y elucubraciones.




                                                                      Foto Juan 76

Al día siguiente de mi cita con Homero Gutiérrez, tal y como estaba planeado, mis amigos Julio, Gilberto, Roselén y yo estábamos reunidos en casa de mi anfitriona, Mequi. Todos esperaban  informes sobre el “acontecimiento”, en especial Julio y Gilberto, conocedores desde Cuba del proceso de repudio e incapacitación laboral al que había sido sometida por oponerme a renegar públicamente de Homero tras su encarcelamiento.  Así que, al oír mi narración sobre nuestro "añorado reencuentro", el asombro del grupo fue total y  variadas las interpretaciones sobre  lo sucedido. (Ver Instantánea 107).

De izquierda a derecha, yo, Mequi Herrera y Roselén
Julio, con su intrínseca bondad, alegaba que tantos años de cárcel, injusticias y malos tratos podían destruir la esencia de una persona hasta límites insospechados; Roselén, de cuyo corazón tan solo brotaban cosas buenas y hermosas, aducía que la emoción había sido en Homero igual a la mía, solo que la intensidad de la suya y su fragilidad le forzó a disfrazarla de displicencia y Gilberto, con los pies tan firmes en la tierra como siempre, me dijo, “es lo mejor que podía haberte sucedido, así al fin se abrirán tus ojos”. Según él, yo fui para Homero una bonita muñeca, un juguete, un objeto que, cuando resultó molesto, no dudó en desechar. “Esto suturará cualquier pequeña herida de amor que pudiese quedarte en el corazón”, aseguraba. Ese hombre no merece todo lo que por él has sufrido. O sea que basta ya”. Y en eso último estábamos todos de acuerdo; era hora de cerrar para siempre las páginas de un libro que durante demasiado tiempo permaneció abierto.

Nunca he podido encontrar justificación para el  triste final de mi historia amorosa. Ninguna de las explicaciones que mis amigos me daban sobre el porqué Homero había reaccionado de esa extraña manera me convence del todo. Aunque quizá la verdad sea tan sencilla como admitir que, en el momento de nuestro encuentro, en su alma  demasiado vapuleada por la vida coexistían partes  de todas aquellas opiniones.

Se anuncia la tormenta  
La cuestión es que, mientras fuera de la casa una cortina de agua azotaba Miami, como primer aviso de la tormenta tropical que se acercaba, mis cuatro amigos me hacían compañía, solidarios, en el velatorio dedicado a los recuerdos de un amor idealizado por mi romanticismo. Cerca de la medianoche Gilberto y Julio se marcharon, y durante toda la madrugada el sonido de la lluvia y el ulular del viento nos hizo a Mequi, a Roselén y a mí sumirnos en un desagradable  duermevela. 

Al amanecer,  comprobar que el salón estaba anegado en agua desbarató todos nuestros planes. Las futuras citas con mis queridos amigos y un más amplio conocimiento de la ciudad quedaban anulados. La calle Carlyle, donde estaba ubicado el chalecito, parecía un auténtico río que impedía  el tráfico y hasta el tránsito.

El domingo y gran parte del lunes los pasamos achicando el agua que penetraba con bravura e insolencia por debajo de la puerta. No sé cómo Mequi y Roselén lo consiguieron pero, cubo va cubo viene,  logré divertirme con la faena y hasta llegué a reírme de mi mala suerte.

Por fortuna el martes, día fijado para mi regreso a España, el agua y el viento amainaron, así que logré tomar mi vuelo en un Aeropuerto Internacional de Miami que había permanecido cerrado toda la jornada anterior.  En el alma llevaba dos sensaciones contradictorias; la frustración de no haber podido disfrutar más de mis grandes amigos y la satisfacción del deber cumplido. Ya no existían en mi vida más “asignaturas pendientes” y estaba deseando llegar a Madrid. 


Jesús y yo con nuestro labrador Alex
Ansiaba narrar mis experiencias, abrazar a Jesús y a mi madre y también recibir el desbordante cariño de un nuevo miembro familiar  del que no os he hablado con anterioridad; Alex, un hermoso  y tierno labrador negro que desde hacía dos años habitaba en nuestra casa y en el corazón de todos los que lo conocían.

Alex rodeado de sus mascotas: mi madre, yo y Jesús.
A partir de mi regreso la vida retomó su cotidianeidad. Las fechas navideñas estaban muy cerca y no era el momento apropiado para intentar contactos de trabajo. Hay dos épocas en las que España está “cerrada por descanso del personal”; las Navidades y el mes de agosto; las vacaciones veraniegas.  Así que decidí alargar mi descanso sabático y brindarle a mi madre esas alegrías con las que, a pesar de ir en silla de ruedas, aún disfrutaba. Íbamos muy a menudo “de tapas” y asistíamos al teatro casi a diario.


Concha Velasco en La truhana. Foto Jesús Alcántara

Una obra que nos encantó fue el musical, con textos de Antonio Gala y dirección también de Miguel Narros, La truhana, que Paco Marsó había producido para glorioso lucimiento de su esposa Concha Velasco. Según nos contó nuestro amigo Paco, él había propuesto contratarme para un importante papel en el reparto, pero Concha discrepó aduciendo que yo era demasiado alta para estar en el escenario a su lado. (Reacción absurda viniendo de una estrella a quien resulta imposible hacer sombra. Concha es una mujer  poseedora de una energía tan desbordante que la hace parecer enorme a los ojos del espectador). También nos comento que el vestuario y los decorados habían resultando exageradamente costosos pero que, según sus propias palabras, “todo es poco para apoyar a mi Concha y asegurarle el éxito que merece”.  

De Paco Marsó y sus avatares habría para llenar todo un capítulo.  De momento me limitaré a mencionar dos  virtudes poco conocidas en un hombre del cual solo se han señalado los defectos. En primer lugar, esa  total entrega a la carrera de su mujer que le hizo abandonar la suya, como prometedor galán, para convertirse en su mánager y productor y en segundo su generosidad y fidelidad  para con sus amigos, virtudes tan exacerbadas que a veces llegaban a convertirse en defectos.

Al llegar las navidades de 1992, como solíamos hacer cuando yo no tenía trabajo en Madrid, nos fuimos a Málaga con el fin de celebrarlas en compañía de la familia de Jesús, una familia engrandecida con la llegada de preciosos nietos pero tristemente mermada por la muerte del cabeza de familia, Jesús padre.


Foto de familia. De izquierda a derecha y de pie, Jesús, yo,  los hermanos de Jesús,
Salvador y Melita y Mavi, la esposa de Salvador.´Sentados Pedrito, hijo de Meli, Jesús, el patriarca,   Carmen, la matriarca y Pedro, marido de Meli. Abajo los otros sobrinos Esther y  Miguel , hijos de Salvador y Mavi
y Gemma, hija de Meli y de Pedro.
  
En fin,  para cerrar esta narración y este año 92  solo me queda contaros algo que había pasado por alto.  A mi regreso a España, estuve días dedicada a buscar en mi biblioteca teatral las obras que Homero Gutiérrez, casi al finalizar nuestro decepcionante reencuentro en Miami,  me había pedido. Piezas donde un actor maduro pero gallardo tuviese protagonismo. Encontré cinco o seis comedias de autores españoles que le irían como anillo al dedo y, cumpliendo mi promesa,  se las envié por correo.

Nunca tuve siquiera un acuse de recibo. Algo más para guardar en mi álbum titulado “Homero: la caída de un ídolo”.



 Los días grises


Foto Jesús Alcántara

Lo que narro a continuación es una etapa de mi vida que he dudado mucho en plasmar. Pero teniendo en cuenta que mi blog ha pretendido desde el principio ser algo más que un recuento de mis éxitos artísticos, creo necesario compartir también con vosotros los momentos difíciles y penosos.

Al regreso de Miami encontré que mi madre había experimentado un evidente bajón.  Es conocido que la vejez nos retrotrae a la infancia, a todo lo que eso implica de inconsciencia y egoísmo, y mamá no se estaba librando de ese proceso. Su deterioro comenzaba a ser no solo físico sino anímico. Rechazaba injustamente a Ana su cuidadora, quejándose de nimiedades como que a veces llegaba unos minutos tarde, que no le cocinaba lo que ella quería, que no había tema de conversación entre ambas… Estaba claro que tras todos esos reproches subyacía una exigencia: quería mis mimos y mi dedicación absoluta. Y poco a poco fui cayendo en la trampa.

En un principio me ofrecieron algunos  trabajos que rechacé; una temporada de seis meses en el teatro Goya de Barcelona, una película que se rodaría en varios países de Sudamérica, en fin, cosas muy tentadoras pero que me mantendrían fuera del hogar durante demasiado tiempo. Y por lo tanto imposibles de compaginar con esa “dedicación absoluta” que mi madre quería más que necesitaba.  Como consecuencia, aquel lobo cuyas orejas llevaba algún tiempo entreviendo, intentó tragarse  de un bocado mis muchos años de profesión. Casi todos los productores y directores dejaron de contar conmigo. Y era en cierto modo comprensible. Cuando un actor firmaba un contrato de trabajo este incluía unas cláusulas según las cuales se comprometía a permanecer en la producción mientras  esta se mantuviera en cartel y  a realizar, durante un  tiempo indefinido, la gira que el productor señalase. Se había  propagado entre  la profesión el comentario:“Yolanda Farr se niega a hacer giras” convirtiéndose, seguramente con algo de mala leche, en “Yolanda Farr YA NO QUIERE TRABAJAR”. Debido al dramático desequilibrio que existía en nuestra profesión entre oferta y demanda laboral, aquello era como una sentencia de muerte.

Resultado:  comprobé que ser enfermera, buena hija y artista en activo eran tareas incompatibles. Y poco a poco  caí en una depresión que no fue profunda porque no me lo podía permitir. Mami necesitaba de todas mis energías. En medio de una tristeza morbosa, me pasaba las horas y los días sumergida en recortes de periódicos, en entrevistas que se me habían hecho y que lograban, de momento, regresarme a un mundo de cuya realidad  a veces hasta llegaba a dudar. Me "bebía" aquellos reportajes, tanto cubanos como españoles, que demostraban la existencia de una Yolanda Farr llena de actividad, fulgor y rodeada de personajes importantes. Leía y releía críticas teatrales, a las que en su momento confieso no haber prestado su justa atención, en un intento por revitalizar mi autoestima. Fueron unos años castrantes.



Para mi sorpresa, un día de 1995 llegó una oferta de trabajo que pude aceptar; Salvador Collado, productor  teatral y amigo de siempre, me ofreció una colaboración especial en la obra Tres sombreros de copa, de Miguel Miura, bajo la dirección de Gustavo Pérez Puig. Al tratarse tan solo de una serie de bolos en grandes ciudades, esas funciones esporádicas que yo llamo “de ida y vuelta”, decidí aceptar, sabiendo que podía  recurrir de nuevo a la encantadora Ana para cubrir mis ausencias diurnas y que Jesús se ocuparía con fidelidad de las noches de mi madre.  Debo confesar que mi aceptación se debió en gran parte a su insistencia. El pobre veía como yo iba languideciendo sin poder hacer nada para evitarlo.

Y aquella decisión  fue un milagroso remedio para mi agonía. Cada día de función me tonificaba como si alma y cuerpo ingiriesen una gran copa de ambrosía servida  por los dioses del Olimpo.

Con Manuel Galiana
Para colmo de bondades el amplio reparto estaba compuesto por compañeros entrañables que convertían en placenteros los momentos en escena y fuera de ella. Manuel Galiana, estupendo actor y la joven  actriz Lola Baldrich eran la pareja protagonista de esa conmovedora obra de Miura.

En el resto del elenco consistía en grandes actores como Juanito Navarro, José María Escuer, Paco Peña, Franky Huesca, Pascual Martín y un largo número de  prometedores jóvenes entre los cuales debo señalar, tanto por su estupenda interpretación del “negro Bubby” como por la amistad que se estableció entre nosotros, a Jordi Soler. 


Como la Mujer Barbuda en el primer acto de Tres sombreros de copa

Confieso que hacer el papel de La mujer barbuda, interpretado años atrás por  Elvira Quintillá en el Teatro Español, en vez de resultarme incómodo por lo grotesco, me divertía enormemente. (En realidad todo el texto de Tres sombreros de copa  es un dechado de poesía y tierna imaginación).


Con Manolo Galiana en el segundo acto

La compañía de Tres sombreros de copa en pleno

Pero poco tiempo duraron mis alivios. Tan solo durante la escasa veintena de plazas que hicimos sentí que en mi cuerpo vivía de nuevo  aquella Yolanda Farr realizada y vital. El decorado era demasiado costoso de mover, el reparto excesivo para que pudiese ser rentable. Así que tres meses después del estreno,  la compañía se disolvió y yo hube de regresar a mis nuevas profesiones de acompañante, enfermera y buena hija. 

Alfredo Kraus en la ópera Rigoletto. Foto Jesús Alcántara

Puesto que mi madre gozaba de una claridad mental envidiable, algunos días podía dejarla, durante unas pocas horas,  sentada frente a ese televisor que habíamos colocado en su cuarto para su exclusivo “uso y disfrute”. Horas que yo aprovechaba para ir con Jesús a alguna de las óperas o zarzuelas que él  retrataba en el Teatro de la Zarzuela o disfrutando de refrescantes charlas con nuestros amigos. Pero tampoco aquello era demasiado satisfactorio ya que mi preocupación por mami y mi premura por regresar a casa le restaba placer a cualquier evento. Aun así, os aseguro que sin esas  escapadas habría enloquecido.

Monserrat Caballé en Tristán e Isolda. Foto Jesús Alcántara

Pero como “no hay mal que dure cien años”, en el año 1996, esa vida que parecía haberse olvidado de mí, me trajo un estupendo y revitalizante regalo. Nada menos que participar en el estreno mundial, como obra de teatro, de Pantaleón y las visitadoras, la famosa novela del escritor peruano, Premio Príncipe de Asturias y Nobel de Literatura,   Mario Vargas Llosa.


 Pantaleón y las visitadoras.


Foto Jesús Alcántara

¡Qué gran regalo me hicieron Gustavo Pérez Puig, director, y Salvador Collado, productor, al ofrecerme el papel de La Chuchupe en la obra de Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras!

En esos años de “carestía laboral” había comprobado que tan solo me sentía  viva cuando podía sumergirme en la ardua labor de memorizar, a base de horas y concentración, unos textos que de entrada siempre resultaban tan ajenos. O durante los ensayos, ese campo de batalla  donde se desarrollaban  mis luchas a brazo partido con el personaje, mis intentos por meterme en la piel de una desconocida hasta conseguir que no hubiera secreto alguno entre nosotras. Pero lo mejor llegaba cuando, lograda una simbiosis que algunas veces se resistía, podía mostrar ante el público  las virtudes y defectos de aquella mujer que, tan solo días atrás, me había parecido un misterio impenetrable. Aquello era un gran triunfo. (Como ya he dicho en algún momento de mis Instantáneas, ningún  placer me es comparable al de abandonar mi cuerpo y mi mente durante unas horas y convertirme hoy en una santa, mañana en un ama de casa y pasado en una ramera. Sin duda ese es un privilegio que tan solo los actores tenemos y, para mí, el mayor atractivo de esta profesión).

Aquel montaje me proporcionó, aparte de estos placeres, la ocasión  de conocer y tratar a un ser humano excepcional: Mario Vargas  Llosa.

La Chuchupe (Yolanda Farr) con el chino Porfirio (Alberto Magallares) en Pantaleón y las visitadoras

Este insigne escritor, poseedor del Premio de Literatura Príncipe de Asturias desde 1986, con su producción traducida a casi todos los idiomas del mundo, admirado por el público y la crítica, había querido, no solo asistir al estreno mundial de su novela  teatralizada, sino presenciar algunos de los ensayos. Y así fue.  Esta situación, que conociendo la actitud de soberbia que otros autores demostraban en ocasiones similares podía haberse convertido en un agobio, resultó todo lo contrario. Su presencia siempre era portadora de parabienes, estímulos y sobre todo de esa radiante sonrisa con que iluminaba nuestros inseguros corazones 
Casi toda la compañía el día de la primera lectura. De pie, marcado con una flecha, Mario Vargas LLosa

El día de la primera lectura Vargas Llosa había solicitado conocer a todos los miembros de la compañía y desde entonces cada uno de nosotros recibió, en algún momento, su atención personal. Recuerdo con toda claridad las primeras palabras que me dirigió: “Yolanda, tu físico no concuerda con la visión que tengo de La Chuchupe, esa mujer destruida por la vida, amargada. En la versión cinematográfica que codirigí en Perú el año 1975, por cierto, protagonizada por un gran actor español, José Sacristán,  escogí para tu papel a la mejicana Katty Jurado, bastante mayor que tú y con obvias diferencias físicas. Pero me dicen que eres una gran actriz, así que espero que me sorprendas  con tu visión de ese personaje tan especial”.

 Katty Jurado
Aquello, que podía haber resultado descorazonador, se convirtió para mí en un reto, haciendo que pusiera todo el empeño en crear una madame  completamente distinta a la que la gran Katty Jurado había hecho en el cine.

Para evitar esas comparaciones de las que nunca se salía bien parado, según mi versión  Chuchupela  dueña del burdel donde transcurría gran parte de la acción, sería una mujer vapuleada por la vida pero en absoluto destruida. Por el contrario estaría rodeada por el aura  de la sensual languidez del trópico y  se movería acompañada por el melancólico fantasma de glorias pasadas. No sería una déspota  amargada sino una tierna protectora de “sus niñas”. Resultó estimulante ver,  al ir pasando los días,  el rostro siempre amable pero en un principio escéptico de Vargas Llosa, iluminarse ante la identidad que iba tomando nuestra Chuchupe. Poco a poco iba apareciendo  una mujer distinta, tierna,  que había estado  siempre ahí  a la espera de ser descubierta y  sacada a la luz.


La Chuchupe, Porfirio, Pantaleón (Fernando Guillén) y algunas de las "visitadoras"

Con los compañeros Jordi Soler, Nacho de Diego, Carlos la Rosa, Fernando Guillén,  Ricardo Lucia y Luis Lorenzo.
Con amigas y compañeras. Entre ellas  María Jesús Sirvent, , Carmen Grey, María Abradelo,  Encarna Abad
 y África Prat. Fotos en los camerinos

La compañía estaba compuesta por la enorme cantidad de 20 personas, casi todos primeros actores. Aunque el gran protagonista era “Pantaleón”, es decir Fernando Guillén, yo, “Chuchupe”, María Jesús Sirvent, “Pochita”, Encarna Abad, “Leonor”, Alberto Magallares, “el chino Porfirio”, María Abradelo, “Olga la brasileña”, José Caride, “el general Scavino”, Ricardo Lucia, “el general Collazos”, y Jordi Soler, “el teniente Bacacorzo” éramos lo que en el mundo del espectáculo  se cataloga como “reparto de lujo”. Siendo el mismo tan amplio  espero que me excuséis por no enumerarlo al completo, pero os aseguro que todos, en especial las prostitutas de mi burdel, bautizadas por Pantaleón como “las visitadoras”, hacían un estupendo trabajo en sus respectivos papeles.

Magallares, yo y Guillén  en el burdel de la Chuchupe
Los ensayos generales en el teatro Centro Cultural de la Villa no pudieron ser más conflictivos. El decorado se componía de tres grandes carras que, desde la oscuridad del fondo del escenario, debían avanzar hacia el proscenio y la luz, según la acción transcurriese en un lugar  u otro de la trama. Pero, como casi siempre, la técnica y los decoradores parecían trabajar en contra de los actores. Las ruedas de hierro que movían las pesadas carras, al deslizarse sobre los rieles, producían un chirrido insoportable, tanto para el público como para los que debíamos actuar  sobre ellas. Los técnicos nos dijeron que esos artilugios, una vez en el escenario, habían sido satisfactoriamente probados pero, asombraros, ¡sin el peso extra de los decorados y de los actores! Total; la única solución que se pudo dar al asunto fue dejar las tres plataformas en posición de proscenio e intentar conseguir los cambios de ubicación a base de oscuros y luces. Es decir que mientras en una transcurría la acción las otras dos se mantenían en muy relativa penumbra.  Aquello, aparte del enorme gasto inutil que significó para la empresa, nos dejó a todos con la moral al nivel de nuestros zapatos y deslució la función de tal forma  que el estreno de la divertida y aguda obra de Vargas Llosa se convirtió en un fracaso. Aun así el espectáculo se mantuvo en cartel durante un tiempo y el prestigio de su autor nos permitió hacer cada función al menos con suficiente público como para no superarles en número.

De izquierda a derecha. De pie Carmen  Grey, María Barroso, Lola del Páramo, Maribel Martínez y yo.
María Abradelo en las piernas de Fernando Guillén y en el suelo Gabriela Roy y África Prát

Y ¿cuál fue la reacción del prestigioso autor ante la debacle?



Mario Vargas Llosa y yo durante un ensayo
La noche del penoso estreno, mientras los actores en pleno deambulábamos por la zona de camerinos, cabizbajos, intentando superar la depresión que nos habían causado los  tibios, y  forzados, aplausos finales vimos llegar a Mario Vargas Llosa luciendo, para nuestra sorpresa, la fulgurante sonrisa a la que nos tenía acostumbrados. Tras repartir abrazos y ánimos se dirigió a mí con unas palabras que aliviaron la desagradable sensación de fracaso que me dominaba; ”Yolanda, me has abierto los ojos a la humanidad de una Chuchupe que ni yo había imaginado. Ha sido un gran acierto. Gracias”. Sin duda, teniendo en cuenta que aquel fiasco le afectaba mucho más que a nosotros, ese hombre demostró hasta el final su talante de gran caballero y su esmerada educación.

Como imaginareis, también en este caso duraron poco mis días de plenitud. Si algo bueno saqué de mi vuelta a casa y de mis subsiguientes largas horas frente a ese aparato que aquí llamamos “la caja tonta”, el televisor,  mi único entretenimiento, fue tener una amplia información de lo que pasaba en el mundo.

Y estos son algunos de los sucesos, acontecidos entre  1993 y 1996,  que más me impactaron.

En febrero del 93, el World Trade Center y las Torres Gemelas de N.Y. sufrían un atentado con camión bomba que causaba la muerte a seis personas y una gran inquietud en la ciudad.

En el mes de abril de 1994 comenzaba, en la región africana de Los Grandes Lagos, uno de los más feroces genocidios de la historia al asesinar los extremistas de la etnia Hutu, en el lapsus de 3 meses, a casi un millón de ruandeses tutsis.

En diciembre del mismo año, sin declaración de guerra previa, tropas rusas invadían Chechenia con dos columnas de tanques, iniciando una cruenta guerra que duraría hasta julio de 1996.


Durante el mes de marzo del 95, el estado de Mississipi acató la XIII enmienda constitucional ¡130 años después de su promulgación! Solo entonces quedó abolida la esclavitud en todos los Estados Unidos de Norteamérica.

En marzo y en Japón, la secta religiosa Aum Shinrikyo reivindicaba un atentado con gas sarín que tuvo  un saldo de 13 víctimas mortales,  500 gravemente heridas  y más de mil con problemas de visión crónicos.  Esta incalificable acción había tenido lugar en el metro de Tokio en hora punta.

José María Aznar
Y en Marzo de 1996 el centro-derecha español llegaba de nuevo al poder. El PP, Partido Popular, había ganado las elecciones por muy estrecho margen y nuestro presidente era José María Aznar. La izquierda, que durante años ocupara el poder,  se consoló con  ser el primer partido de la oposición. Mientras, la mayoría de los españolitos de a pie nos dedicamos a rogar que, estuviese quien estuviese en la presidencia, en España se consolidaran los valores de la democracia.

Fotos de Pantaleón y las visitadoras: Jesús Alcántara.



 Cuba y el "intercambio cultural".



Fotos Jesús Alcántara

Por aquellos años noventa era algo bastante usual encontrar, diseminados por  los clubs, discotecas y hasta teatros madrileños, combos, orquestas y solistas cubanos. Se había puesto de moda algo llamado “intercambio cultural”, una nueva forma de explotación inventada por el gobierno castrista.

Una rama del INIT (Instituto Nacional de Industria y Turismo), organismo gubernamental que desde tiempos pretéritos regía y controlaba en Cuba el trabajo y hasta la vida de los artistas, era la encargada de gestionar leoninos contratos con el extranjero, en especial para cantantes y músicos. Los cubanos, ansiosos por traspasar el muro tras el que la dictadura había aislado  al pueblo, hambrientos de mundo y nuevas experiencias, aceptaban eufóricos las increíbles condiciones implícitas en esas contrataciones. A grandes trazos el sistema era este: los contratos con el extranjero se estipulaban, firmaban y cobraban íntegramente por el estado cubano mientras que los empresarios foráneos se limitaban a garantizar a los artistas, una vez llegados a su país de destino, el hospedaje  y una dieta tan exigua que  llegaba tan solo para mal alimentarse. Según me han contado, a pesar de esto, muchos sacrificaban una de las comidas diarias con el fin de poder regresar a la isla y a sus hogares con algo de dinero que aliviase  las penurias familiares.

A pesar de esto los cubanos consideraban un regalo divino aquella oportunidad de extender al fin sus anquilosadas alas. Muchos fueron los que, al no pasar la criba política, nunca lograron participar en uno de esos “intercambios”, al tiempo que gran parte de los que lo consiguieron, al llegar a su destino laboral, pidieron y lograron asilo político.


Fotos Tropicana

Por aquellos tiempos un decadente “Show del cabaret Tropicana” hacía casi el ridículo sobre el escenario del teatro Alcalá de Madrid. Los que habéis tenido la suerte de conocer el Tropicana en sus días de esplendor, ¿os imagináis a aquellas emblemáticas y explosivas modelos intentando evolucionar, en lugar de por las pasarelas que rodean la exuberante arboleda del “Salón bajo la Estrellas”, por un frío escenario o entre  desangeladas filas de butacas, tan cerca del público y tan despiadadamente iluminadas que se podía apreciar a la perfección  lo desplumado de sus penachos y los infinitos desgarrones y zurcidos de sus mallas? Jesús y yo, en compañía de varios amigos, fuimos a ver el espectáculo y no puedo expresar la tristeza que tal visión me provocó. Estaba demasiado vívido en mi memoria el recuerdo de Tentaciones, (ver Instantánea 35), ese show del que yo había sido una de las figuras en el año 64 y el cual Armando Suez, su director y coreógrafo, a pesar de las ya obvias carestías, lograra llenar del lujo digno del famoso cabaret habanero.

Poco tiempo después tuve sobradas ocasiones de comprobar e indignarme por el injusto trato que algunos empresarios de mi país tenían para con esos  cubanos.

Un día recibí una llamada de un hombre llegado de Cuba que decía traerme una carta de Lucy. El hombre se identificó como Peruchín, director de una orquesta de salsa. Me contó que, formando parte de ese “Intercambio Cultural”, había venido a España con sus músicos y cantantes para trabajar durante dos semanas en un restaurante-espectáculo de Madrid. De inmediato le pregunté donde estaba parando con el fin de hacerle una visita y atenderle como solía hacer con todo aquel que invocara el nombre de mi hermana de sangre.

Y a la mañana siguiente Jesús y yo salíamos en su busca. Largo tiempo estuvimos dando vueltas en el coche hasta localizar, en medio de una aislada urbanización a unos 20 kilómetros de Madrid, el cochambroso chalet donde los empresarios habían hospedado a los músicos.

El lugar, aunque cercano al restaurante donde iban a tocar, carecía de comunicaciones municipales Así  que enclaustrados vivieron los pobres durante sus dos semanas de estancia en España. Cada tarde una camioneta de la empresa los recogía y los trasladaba al trabajo y allí, amenizando las cenas y las sobremesas, permanecían hasta altas horas de la madrugada. Pues bien, a pesar de esas injustas condiciones, aquellos cubanos estaban felices, siempre sonrientes y agradecidos cada vez que Jesús y yo, o algún otro recién adquirido amigo, los recogía para presentarles a una ciudad de Madrid que de otra manera nunca hubiesen conocido. Aunque quizá esta sea una situación extrema, en mayor o menor medida, con esa displicencia eran tratadas las “afortunadas” víctimas de ese mal llamado “intercambio cultural”.

Por otro lado mi vida transcurría en medio de una tremenda monotonía. La salud de mi madre se había asentado en una meseta, sin altos ni bajos, lo cual aunque  seguía impidiéndome alejarme por largo tiempo de su lado, me permitía continuar con esas escapadas de algunas horas que dedicaba a reuniones con amigos, paseos y a asistir a representaciones y estrenos, 

Y fue durante esos eventos teatrales cuando pude comprobar que, poco a poco, el mundo de la farándula y sus aledaños estaban experimentando una drástica transformación. Aquellas impactantes noches de estreno, llenas de flashes y cámaras de televisión, de actores y público vestidos de gala, se iban convirtiendo en vulgares actos  en los que primaban los pantalones vaqueros, los niquis y el calzado deportivo. Si algún fotógrafo vigilaba la entrada del “respetable” desde el hall  era tan solo para dedicar su atención a personajes políticos o de la “jet set”. Me asombraba advertir como grandes actores de toda la vida pasaban totalmente ignorados para ellos.  Los rostros archiconocidos de Cuenca, Trialasos o Amilibia, entrañables periodistas que durante años nos habían parecido el imprescindible complemento de nuestras vidas artísticas, desaparecieron para dejar sitio a los de jóvenes e inexpertos free lance. ¿La causa? Las populares revistas del corazón Hola, Diez Minutos, Pronto y otras tantas, esas que antaño nos dedicaran páginas y portadas, se centraban ahora en reportajes sobre ”la marquesa de tal” y su fastuosa residencia o sobre la top model de actualidad y sus aventuras amorosas.

Era como si el mundo nos estuviese despojando de nuestro glamour en un intento por acabar con un “star system” que, de pronto, estaba mal visto, tendencia que siempre me pareció absurda. Yo creo  que el público necesita ídolos y los artistas, a la vez, precisamos ser idolatrados, aunque quizá esto suene pretencioso. Hacía ya tiempo que los programas de entrevistas a personas de la farándula, dirigidos por grandes cronistas como José Luis Uribarri o Tico Medina, habían desaparecido de la parrilla televisiva dejándonos huérfanos de su efectiva y gratuita promoción. Concretando, parecía como si mi profesión, tal y como yo la había vivido durante décadas, se estuviese desmoronando.

Pero un día comprobé toda la verdad que encerraba aquel dicho de “Dios aprieta pero no ahoga”. En el transcurso de 1998 un par de regalos maravillosos reverdecerían mis esperanzas.

En el mes de septiembre del 97  Paco Marsó, ese muchachote del que he hablado a menudo  en mis Instantáneas, me  ofreció un papel en el montaje de La rosa tatuada, de Tennessee Williams, producida por él y por supuesto protagonizada por su esposa Concha Velasco. Aquello me garantizaba una larga y exitosa temporada en Madrid al tiempo que estaba eximida, en honor a nuestra amistad, de una posterior gira para la cual sería sustituida.

Pero no solo con la satisfacción de verme de nuevo sobre un escenario empezaría el año 88. Una maravillosa sorpresa me iba a llegar de Cuba, llenándome de alegría y  emoción. Cuba seguía en mi vida para bien o para mal.

De todo esto hablaré extensamente en el próximo capítulo.


1 comentario:

  1. Es usted una belleza como persona y como actriz,me gusta su energía en las entradas de su blog. Por mi parte felicitarla, la he visto trabajar junto a mi padre (Roberto Lazo) en la película "Desarraigo" Gracias por compartir y trasmitir alegría.

    ResponderEliminar