Cuba. La adolescencia.


La Habana. El collar de perlas.




“Si miro por la derecha, solo mar…Si corro y miro por la izquierda, solo mar… Cuando miro hacia atrás es peor, pues no veo ni rastro de mi España y si miro hacia delante es aún más terrible, porque entonces no veo nada. O mejor dicho, veo la nada. Y me entran unas ganas tremendas de llorar y una angustia que nunca antes he sentido.  Este viaje va a ser como eso de morirse, que te vas y no vuelves nunca, y ya no habrá más Alonso Cano, ni giras en tren, ni paseos por El Retiro, ni trajes de Gilda, ni amigos faranduleros, ni escenarios, ni nada…O sea, como estar muerta. Y me entran unas ganas tremendas de llorar. Pero debo contenerme, que bastante lloran ya las mellizas y alguien tiene que mantenerse fuerte. ¿Papi? Con él ni contar pues no hace más que sentarse en la cubierta, cuando el tiempo lo permite, y mirar al cielo   con una expresión tan triste  que vuelven a entrarme unas ganas tremendas de llorar. Y luego está este caprichoso océano bajo un cielo de estrellas inimaginables, de implacable sol, de nubes que se transforman a veces en ogros, en gigantes deseando devorarnos mientras él nos vapulea a su albedrío. Todo eso no nos ayuda en absoluto a recuperar la serenidad.  Sí, me temo que esto va a ser como morirse pero con una agonía de muchos, muchos días.” Así estaba el ánimo de aquella niña de casi nueve años. Así estaba mi ánimo.

Un mes de diciembre de 1949 la familia Mariño-Pfarr puso  pies y  esperanzas en el Vapor Correo Habana, con rumbo a aquella isla paradisíaca en la cual, según me aseguraban, encontraríamos la fortuna y el amor de la abuela Jenny, lejos de dictaduras y miseria, de ruinas materiales y morales, pero por desgracia lejos también de mis raíces.  A la friolera de 3000 millas de todo lo que había sido mi vida.

La noche anterior a nuestra partida los compañeros de las "Pfarry Sisters" nos habían dado una inmensa sorpresa.

Madrid tenía en aquellos tiempos varios cafés emblemáticos, centros de reunión para los diferentes gremios artísticos y cuyas tertulias han pasado a la historia. Estaban, por mencionar algunos, “El Gato Negro”, en la Calle del Príncipe, que solía frecuentar don Jacinto Benavente, siempre rodeado de una corte de admiradores, el “Gijón”, aún funcionando  en el Paseo de la Castellana, lugar  escogido por intelectuales como Camilo José Cela y Enrique Jardiel Poncela   y en el cual Gerardo Diego presidía una reunión de jóvenes poetas, o el Dorín que hasta hace escasos años  siguió dando “asilo” a los actores de Madrid, sobre todo a aquellos que estaban en paro. (Más de un contrato se gestionó en sus mesas).

María Félix          Jorge Negrete        Ava Gardner
Dedicado a distintos fines había otro local, el archiconocido Bar Chicote, visita obligatoria para los famosos que en 1948 comenzaban a visitar nuestra patria;   por citar algunos, el charro más hermoso de Méjico, Jorge Negrete u otro bello producto mejicano, la hierática María Félix, “La  Doña”,   Ava Gardner, tan enamorada de los ¿toros? y hasta el doctor Fleming, al cual el pueblo de Madrid homenajeó en ese año por su descubrimiento de la penicilina. En fin, grandes personajes  se  reunían allí por motivos  más mundanos. Por ejemplo, beber esos exóticos cócteles que habían hecho famoso al local o, por qué no decirlo, gustar del selecto surtido de joven carne femenina que por allí acampaba con fines no demasiado “honestos”. Y luego estaba el café “Las Cancelas”, en Carrera de San Jerónimo. En él cada noche, tras las funciones teatrales, se reunía el más auténtico mundo de la farándula.

Pues bien,  la querida Luisita Esteso nos había instado a acudir allí esa noche, según ella   “a modo de íntima despedida”. Pero al llegar al café, nos sorprendió comprobar que  estaba repleto de compañeros  como Estrellita Castro, el gran cómico Ramper, La Yanky, la vedette Trudi  Bora, por cierto también de origen alemán, Raquel Meyer, Pastora Imperio…  

A la hora de cerrar, aquello estaba atestado de artistas de todos los gremios,  en fin, que si en esos momentos hubiese caído una bomba sobre “Las Cancelas”, Madrid hubiese quedado huérfano de lo mejor del folclore y las variedades.


Pero lo que más me llamó la atención fue la presencia de una elegante mujer que nunca había visto por esos lares. Me la describieron como  una famosa actriz que,  en el año 45, había tenido el coraje de provocar un sonadísimo escándalo: interpretar el Don Juan Tenorio en el teatro Rialto, pero haciendo el  papel de Don Juan y no el de la Inés. Algo que en aquellos días fue considerado un desafuero y la causa de acérrimas controversias.  El primer caso de travestismo serio en los escenarios españoles.

Ana Mariscal

Me refiero a una Ana Mariscal que, según dijo, pasaba en esos momentos por delante de "Las Cancelas" en compañía del director de la película en la cual trabajaba,  Un hombre va por el camino, y al ver lo animado del local habían decidido entrar.  No sé cómo pero la pareja acabó sentada a nuestra mesa y compartiendo con nosotros el amargo trago  de las despedidas.  Al presentarnos  Ana  a su director como "el señor Mur-Oti", se inició una escena digna de ser inmortalizada en el celuloide. “¿Manuel, Manuel Mur-Oti?”, exclamó mi padre con tono de asombro “¿Arsenio, Arsenio Mariño?” replicó emocionado el director. Y a partir de ese momento se armó un largo galimatías de abrazos y diálogos montados.

Manuel Mur-Oti

La razón era que, en los años 30 y allá en Cuba, Mur-Oti había sido amigo íntimo de la familia Mariño, llegando incluso a pretender en serio a  Olimpia, una de las hermanas de mi padre. Mi tía  había rechazado al joven poeta previéndole  un miserable futuro. Pero como los años resultan el mejor cicatrizante para las pequeñas heridas,  aquel reencuentro de Arsenio y Manuel entusiasmó a ambos. “Pequeña, como te pareces a tu tía Olimpia”, me dijo Mur-Oti,  estrujando mi carita con sus manazas. ¡Cómo iba a imaginar yo que, muchos años más tarde, a principio de los 70 y estando de nuevo en España, esas palabras y esos gestos se repetirían con decepcionantes consecuencias para mí! Pero ese suceso ya será narrado en su momento. En fin que, según me contaron, aquella noche, antecesora de nuestra partida, fue larga y conmovedora, y digo que me contaron pues la segunda mitad de la misma la pasé, como siempre al llegar la hora de las brujas, durmiendo en dos o tres sillas que a modo de cama mi familia solía habilitarme en un rincón.

Pfarrys Sisters

Aunque ese año había sido mundialmente movidito, en el ámbito de las variedades el movimiento era casi nulo. En realidad aquel era un género tan muerto que la pestilencia   provocada por su descomposición estaba causando una desbandada general. Solo los cantantes, cantaores y bailarines de flamenco  lograban sobrevivir. Muchos de ellos habían conseguido hacerse hueco en la floreciente industria del cine nacional y lo flamenco empezaba a ser una atracción para el incipiente turismo.  Los entrañables “fines de fiesta” tras la proyección de películas, aquellos espectáculos de variedades donde, tan solo con el humilde arropo de gastados telones, tenían cabida magos, cómicos, cupletistas, cantaores y bailarines habían desaparecido. 

Ahora volvamos al principio de esta narración:  nuestro voluntario destierro a bordo del Vapor Habana.
Habíamos salido del puerto de Barcelona con un total de 40  pasajeros, y en la parada de Cádiz la cifra subió a 78, una gran parte de los cuales desembarcaría durante nuestra escala en Nueva York. 

Poco a poco aquella “Nausea”, que sentíamos mucho más nuestra que de Curzio Malaparte,  comenzaba a desaparecer. Ya incluso podíamos bajar a comer al restaurante  y el capitán, Don Jesús Marroquín, nos concedió el honor de invitarnos a su mesa.
Yolanda Farr rumbo a Cuba
En el barco, con Gibraltar de fondo.
A ella se sentaban también  tres caballeros encantadores y a cuya petición,  tras la cena,  yo solía desgranar mi repertorio de canciones, La vaca lechera, La casita de papel , el Ven y Ven y un Amado mío que seguía siendo mi gran éxito y que solo reservaba para ocasiones especiales. A falta del vestuario, que había quedado abandonado en España junto con gran parte de mi niñez, mi madre me improvisó, con un mantel, un traje “strapless” o “palabra de honor”. Yo hacía mi interpretación mimando la acción de los guantes y moviendo entusiasmada mis enjutos bracitos, mis inexistentes caderas y luciendo esa mellada sonrisa que tanta gracia hacía a mi público. Grandes aplausos coseché en esas ocasiones, caramelos y bravos y un regalo muy especial que me hizo  uno de aquellos caballeros,  el cual era, según supe muchos años más tarde, el gran poeta Leopoldo Panero.

Mi padre sostenía largas charlas  con el bardo, alimentadas por coincidencias políticas y por el hecho de que ambos fuesen admiradores del prócer y poeta cubano José Martí, a quién el vate español había dedicado varios de sus poemas.  Arsenio y Panero habían sido hechos prisioneros por el franquismo al finalizar la guerra civil y tenían mil experiencias que contrastar. Los otros dos comensales  eran Luis Rosales y Antonio de  Zubiaurre, también pertenecientes de la generación del 36*. ¡Hermosa casualidad aquella! Mi padre conservó durante años el manuscrito de este poema que me dedicó Leopoldo Panero, papel que acabaría deteriorándose pero cuyo contenido Arsenio tuvo la precaución de copiar y guardar. Es este:                                    

                     Yolanda, Gloria, Rocío, nombre de poema tienes.
                      nombre de barco en el mar y de sol sobre la nieve,
                      nombre que canta bailando su niñez azul y verde,
                      pie con ola y con espuma que hacia La Habana se pierde…
                     Volverás, Yolanda, un día, soñando que estás alegre
                     porque lo que el mar se lleva siempre el agua lo devuelve.
                     Siempre lo devuelve el agua…

                     Siempre…

Texto premonitorio, sin duda, como comprobareis más adelante.

Los días transcurrían y el sabor salado de las lágrimas se fue convirtiendo tan solo  en el regusto del salitre. Recuerdo que en una ocasión mi padre me despertó en medio de la noche con estas palabras; “vamos, Yolincita, que tienes que ver esta belleza”. Medio dormida y en sus brazos me sacó a la gélida cubierta y allí, frente a nosotros, se erguía la Estatua de la Libertad. Estábamos entrando en el puerto de Nueva York. No puedo decir que aquella visión significara mucho para mí en esos momentos. Entre mi somnolencia y mi desconocimiento de lo que aquello representaba volví a dormirme sin siquiera sospechar el manantial de alegrías y esperanzas que, para cientos de emigrantes, había significado esa imagen a lo largo de los años.

Jornadas más tarde, también de noche pero con una temperatura muy distinta, lo que quedaba del pasaje se arremolinaba ansioso en la cubierta del Vapor Habana. Desde hacía días había observado que la estela del barco venía arrastrando cosas hermosas, brillantes y multicolores, saltarines globos llenos de esperanza...  Todo eso en lugar de los dolientes jirones de vidas que nos habían perseguido a nuestra salida del puerto  barcelonés, aquellos  fragmentos de recuerdos que se adherían a nuestra popa negándose  a quedar para siempre perdidos en el mar del olvido.  Ese 22 de diciembre, día en que yo cumplía 9 años, mi padre, sujetando mi mano con un amor que yo sentía matizado de ansiedad, señalando un semicírculo de luces que se iba concretando delante de nosotros me dijo, “¿ves ese collar de perlas? Pues es tu primer regalo en nuestra nueva patria. Son las luces de la bahía de La Habana. Hemos llegado a Cuba”.
La Bahía de La Habana. El Collar de Perlas.

*  La generación del 36 es un movimiento literario que se dio a conocer en la España de la posguerra. Grandes poetas, narradores y prosistas pertenecen a este grupo. Por ejemplo Camilo José Cela, Miguel Delibes, Antonio Buero Vallejo…Entre los poetas están Miguel Hernández, Federico García Lorca, Luis Felipe y nuestros compañeros de travesía  Leopoldo Panero y Luis Rosales. En aquel diciembre  de 1949 estos últimos, acompañados por Antonio Zubiaurre, periodista y rapsoda, participaban en la Misión Poética que el gobierno franquista enviaba a los países iberoamericanos y viajaban, al igual que la familia Mariño Pfarr, en el Vapor Correo Habana.
Luis Rosales había sido gran amigo de García Lorca y fue estando refugiado en casa de los Rosales que lo apresaron. Lorca fue fusilado sin que la amistad de esa familia, compuesta en parte por destacados miembros de la falange, pudiera salvarle.
Leopoldo Panero fue detenido al final de la guerra y acusado de ser republicano y de pertenecer al Socorro Rojo, un servicio social organizado por la Internacional Comunista que consistía en proveer de alimentos y medicinas a los niños de la zona republicana.


Cuba y las sorpresas. 
                                        





Un embriagador aroma a flores desconocidas, una brisa tibia y  espesa como el aliento del amor, una luna llena que amenazaba con salirse de los márgenes de la noche, una música de procedencia ilocalizable, una lejana voz embrujadora entonando que la múcura estaba en el suelo y que “mamá no puedo con ella”,  la sensación de que el “son sabrosón” se iba apoderando de nosotros aún antes de haber sido formalmente presentados y risas, risas, risas, como si la isla entera hiciera alarde de su felicidad…


Todo eso nos recibía mientras, con una mano en la de mi madre y la otra en la de mi tía, bajábamos por la escalerilla que  conducía al muelle. Y allí al fondo, una  figura de mujer, pequeña y frágil como una muñeca de porcelana, enfundada en un vaporoso vestido blanco y llevando en la cabeza una anacrónica pamela blanca. La forma en que su albura resaltaba sobre la mugre del muelle y la oscuridad de la noche convertía su imagen en algo onírico, como si de un fantasma se tratara. “Esa es tu abuela Jenny” exclamaron las mellizas casi al unísono, “corre y abrázala”.

Mi abuela Jenny

Así que, sin saber casi nada de esa mujer pero obedeciendo a las instrucciones de ganarme su corazón que había recibido durante el viaje, me dirigí hacia ella con los brazos extendidos y la más cautivadora de las sonrisas infantiles en mi rostro. ¿Imagináis lo que es chocar contra una pared de hielo? Pues eso es lo que sucedió cuando, al acercarme a ella, las palabras que salieron de su boca fueron, “quieta, niña, que me vas a manchar”. Y allí quedé, mis brazos extendidos en un vacío que jamás se vería llenado por su afecto. Tras un par de tibios abrazos a sus hijas y saludos a su yerno se hizo un silencio de esos que hacen decir “ha pasado un ángel”, solo que, por su duración e intensidad a mí me pareció que estaba pasando toda la corte celestial.


Mi abuela y sus hijas hacía 18 años que no se veían, 18 años desde que las mellizas y Arsenio tuvieran que huir de Cuba, anatemizado el amor de los dos tórtolos por Amanda, en esos momentos la esposa de mi padre, que se negaba a concederle el divorcio, y por el egoísmo de una madre que no aceptaba perder la fuente de ingresos que eran las jovencísimas y exitosas "Pfarry Sisters". 18 años desde que mi abuela pusiera contra mi padre la famosa y absurda denuncia de rapto en la comisaria. 18 años sin comunicación entre ellos y ahora, que acudíamos al reencuentro respondiendo a su invitación, parecía que la lluvia de rencores maternos no  había amainado. (Instantáneas 5 y 6). “Jenny, te hemos traído lo que nos encargaste. Y hay que pasar por aduana para recogerlo”, dijo mi padre rompiendo el angustioso silencio.

Una vez allí se hicieron los trámites para que una enorme caja de madera, de alrededor de dos metros por uno y medio, que sin duda viajaba con nosotros pero de la cual yo no había tenido noticias hasta ese momento, fuese entregada. Por supuesto aquel enorme cajón despertó mi curiosidad pero como presentía que no estaba la cosa para hacer preguntas, el misterio se mantuvo intacto  durante algún tiempo.
En realidad demasiadas cosas  impactantes habían surgido en mi vida  como para que me ocupara de pequeñeces, aunque estas fueran de dos metros por uno y medio. Finalizado el papeleo nos dirigimos todos a casa de la abuela en un flamante Cadillac burdeos del 48.
Fue entonces cuando las sorpresas realmente comenzaron. Resultó que las mellizas tenían un padrastro. La mujer se había casado en segundas nupcias con un señor mulato, José Orozco, que la introdujo,  con absoluto entusiasmo por parte de la alemana, en el mundo del espiritismo y la santería. 

Y ese  fue el origen de mi  primer encontronazo con esa extraña mujer al poco de estar hospedados en su lujoso chalet del residencial reparto de Miramar.

Un día, estando las dos solas en la casa, mi abuela me dijo que quería presentarme a una niña amiguita suya.   (Mi familia había salido al centro  tratando de ubicarse en una ciudad de La Habana que le era extraña tras tantos años de ausencia). Aquello fue una agradable sorpresa. Sobre todo por que   pocas  veces  mi abuela se había dirigido a mí desde nuestra llegada. Por supuesto, le dije que me encantaría conocerla. Y entonces, oh Señor, se inició la hecatombe.
Altar de santería.

Tras llevarme al tercer piso me introdujo en una habitación de pesadilla, con las paredes pintadas de negro, la ventana tapiada, llena de vasos con agua, frutas y viandas cuyo nauseabundo olor hablaba de tiempo y descomposición, un cuarto de cuyas paredes colgaban aterradoras réplicas de torsos humanos, ojos, figuras de niños, objetos que solo tiempo después supe eran exvotos.

Exvotos.

Todo esto alumbrado tan solo por unas velas cuya luz oscilante hacía bailar las figurillas y daba al recinto un ambiente aún más terrorífico. Allí, supuestamente, se encontraba aquella niña que yo nunca vi, a pesar de los insistentes “¿no la ves?”que salían de la boca de mi abuela. “Está ahí, ¿no la ves?”, me repetía señalando al recodo más oscuro de aquella habitación de espanto. Supongo que mi cabeza no pararía de hacer gestos de negación pues, de pronto, exclamó furiosa que no me dejaría salir de allí hasta que reconociera verla. Dio media vuelta y, dicho y hecho. El ruido de la llave en la cerradura fue para mis infantiles oídos como escuchar caer sobre mí la tapa de mi ataúd y el sonido de sus pasos alejándose como una sentencia de muerte.  Creí que nunca saldría viva de allí.

Cuando aquella noche mi familia regresó yo aún estaba en mi prisión, tan consumida como las velas que me habían hecho compañía durante horas, con la pechera de mi vestidito empapada de lágrimas pero decidida a no doblegarme. “Sabes, abuela, no la he visto y no la he visto”. Estas fueron las últimas palabras que, tras abrirme la puerta de mi celda, le dirigí en mucho tiempo. Ahora, en estos momentos de mi vida,  lo siento por aquel fantasma al que negué mucho más de tres veces, si es que el pobre existía y merodeaba por allí, pero sin duda la alemana erró en la forma de pretender iniciar nuestra amistad. A la “cañona”, como dicen en Cuba. Confieso que mi aceptación del mundo paranormal se ha enriquecido  con el conocimiento de hechos tan extraños como estos que ocurrían en el mundo precisamente en aquel 1950.
Supuesto cadáver de un ET.

Un dudoso documento del FBI afirmaba que tres platillos volantes, ocupantes humanoides incluidos, habían sido hallados  en un desierto de Nuevo Méjico tras impactar contra las arenas.  Esto se conoce como “el caso Roswell” y sobre él se ha especulado hasta la saciedad.

También en ese año un avión Globemaster y el carguero El Sancha, en ruta hacia Venezuela, desaparecían  de forma misteriosa en el famoso Triángulo de las Bermudas. Según estudios realizados en 1975, entre ese año y 1945, 37 aviones, más de 50 barcos e incluso un submarino atómico se evaporaron en esas aguas.

En 1950 salió publicado en los periódicos de España que en La Codosera, Badajoz, la virgen se estuvo apareciendo durante varios días a dos niñas, hecho confirmado por cientos de peregrinos pero nunca aceptado por la iglesia. El artículo estaba firmado por Antonio Corredor (O.F.M.).

Y esta otra historia fascinante: en Junio de ese año 50, una persona que vagaba  desconcertada y aturdida  por las calles de New York moría atropellada. En sus bolsillos se encontraron billetes y monedas fuera de circulación  así como una carta en la cual figuraba un nombre, Rudorf Fenz, y esta fecha; 1876. Un agente de la oficina de desaparecidos de la ciudad encontró en el listín telefónico a un tal Rudolf Fenz Al ponerse en contacto con ese número le informaron que una tarde de 1876 el bisabuelo Fenz había salido a dar su cotidiano paseo  sin que nunca se volviera a saber de él. Aunque parezca increible se pudo comprobar que en el archivo de personas desaparecidas de ese año figuraba, en efecto, el nombre de Rudolf Fenz. Se supone que este individuo dio un salto al futuro de 74 años, solo para acabar bajo las ruedas de un coche neoyorkino.

¿Verdadero o falso? Si esta pregunta tuviese respuesta la vida perdería el sublime encanto de lo misterioso. Pero volvamos a la angustiosa situación de los Mariño - Pfarr.

Al día siguiente del choque con mi abuela mi familia me llevó  con ella en busca de otro lugar donde vivir. Y al siguiente y al siguiente pues ya nunca más me dejaron sola con quién yo llamé,  a partir de aquel encierro, La Bruja Mala.   


Pocos días después encontramos un pequeño apartamento en 5 y 12, Ampliación de Almendares, Marianao. (Con posterioridad la numeración se cambiaría por la de calle 70 y avenida 13). Una zona tranquila, a unas pocas manzanas de la fastuosa Quinta  Avenida y del mar, de cuyos efluvios mañaneros podíamos disfrutar y sus inevitables humedades nocturnas padecer. Relativamente cerca de aquella playa de La Concha y de su parque de atracciones que iban a ser la delicia suprema de mi infancia, a unos metros del cine Metropolitan, cuya sola mención evoca en mí cientos de recuerdos, y de la Academia Cima, escuela bilingüe, en la que cursaría mis estudios. Y allí vivimos durante 19 años las queridas mellizas, mi amado padre y yo.

Pero os advierto que las sorpresas que Frau Jenny Yeck de Orozco, alemana, santera y espiritista nos tenía preparadas no habían hecho más que empezar.

El Shanghai. Un teatro muy especial.
(Primera parte.)



Fachada del Shanghai. 1920 
En 1860 los norteamericanos, considerando ser víctimas de un "superávit" de asiáticos que habían acudido al país durante la larga y sangrienta construcción del ferrocarril intercontinental,  decidieron prohibir  la entrada a más chinos, y miles de ellos, que intentaban radicar en California, fueron expulsados. Como en una avalancha, Cuba se llenó de rechazados asiáticos que se traían consigo sus costumbres, sus tradiciones y la respetable cantidad de dólares ganados en USA "con el sudor de sus frentes". 

Cuba ya contaba con una  pequeña población china que  había acudido a la isla con el fin de trabajar en la Zafra, pero estos nuevos visitantes traían planes y medios económicos para desarrollarlos. Pronto implantaron su ghetto en la calle Zanja, abriendo un sinfín de negocios, legales en su mayoría, pero también promocionando   la prostitución,  la venta de drogas y el juego. En 1870 aquellos comerciantes crearon una sociedad con el propósito de importar de su país espectáculos, en especial una variante de la “opera cantonesa” y  construyeron un teatro al que llamaron "Shanghai"  que acogió durante años, en exclusiva, esos sutiles y exóticos géneros teatrales . Y ese fue el antecedente del provocador "Teatro Shanghai"  que, durante las décadas de los 30, 40 y 50, sería visita obligada de turistas y nacionales.

Por motivos económicos el local había pasado a manos de unos propietarios cubanos que lo convirtió en un espacio donde el bufo y el burlesco se fusionaban formando un cóctel erótico que  a veces rayaba en lo pornográfico. Pocos, poquísimos cubanitos de aquella época podrán negar su asistencia a ese local, aunque fuese una vez en sus vidas, con el fin descubrir un mundo lleno de imaginación y sexualidad.  Cuentan que el espectáculo se basaba en "sketches" sacados de sainetes cubanos, adaptados  por Antonio López, muy semejantes a los del  "Alhambra", el famoso teatro vernáculo de La Habana, pero aliñados con situaciones más que picantes y  frases de intenso color verde.  Entre texto y texto se intercalaban números musicales ejecutados, con esa sensualidad que solo las  cubanas pueden tener,  por provocativas vedettes a las cuales acompañaba desde el foso la orquesta del local. Pero la parte más esperada por el “respetable” era aquella en la que  las modelos aparecían en escena cubiertas  con una larga capa o por grandes abanicos y tras un redoble de la batería las abrían o los cerraban, según el caso, mostrando al expectante público sus cuerpos totalmente desnudos. Arriba el telón, abajo el telón. Un visto y no visto. Es decir, una especie de “cuadro plástico”.
El número de los conejitos.

Había un número muy aplaudido en el cual las modelos aparecían con sus   partes púdicas cubiertas por unas figuras de conejitos de contrachapado  que, al finalizar, desplazaban dejando al descubierto sus rizados  y frondosos bosquecillos. Un número erótico  semejante a los del famoso Moulin Rouge de París, cabaret que desde tiempos ancestrales se dedicaba al  “burlesque”. De esta manera me  ha descrito el espectáculo habanero un gran amigo cubano cuya jovencísima y prepotente  libido muchas veces se enervó mientras permanecía sentado en aquel patio de butacas del Shangai.

Aunque parezca mentira eso era todo. Al menos en un principio. Pero aquello resultaba más que suficiente para que la audiencia, ya calentada por la picardía de los sainetes, estallara en exultantes bramidos. Ese fue, durante muchos años, el “procaz Teatro Shanghai", un candoroso divertimento en comparación con lo que en nuestros días está al acceso de adultos,  adolescentes y hasta niños gracias a internet e incluso al cine y la televisión. Pero ese monstruo de miles de estómagos, cuyo apetito es capaz de devorar sin piedad a sus víctimas, ese tirano, el público, comenzó a exigir alimentos más fuertemente sazonados. Los divertidos sainetes hubieron de volverse más agresivos y picantes y los desnudos más frecuentes y sicalípticos. Dicen que incluso, a mediados de los 50, en aquel escenario  un negro levantaba, con su enorme cipote,  pesas de varios kilos y que, en función de medianoche, se comenzaron a exhibir películas porno. Cuestión de adaptarse o morir, supongo.
Fachada del Shanghai 1950.
El sagaz copropietario del atrevido "Teatro Shanghai" era José Orozco.

Pero escudada en el anonimato, como correspondía a toda señora casada y decente, estaba una mujer que controlaba su reino supervisando el vestuario de las vedettes, el desnudo y las actitudes de las modelos, sin duda con una disciplina alemana que debía ser lo único que le quedaba de sus raíces teutónicas.  Mi  abuela Jenny Yeck de Orozco.

En los comienzos de los años 30 debutó allí un actor al que, años después,   la televisión elevaría a la fama y con el cual, en 1962, yo haría una gira teatral por la isla: Enrique Arredondo. Gracias a él tuve la oportunidad de conocer una hermosa Cuba colonial que, centrada mi actividad  en esa moderna ciudad que era La Habana, ni sospechaba que existiera; Sancti Espíritus, Santa Clara, Las Villas, Trinidad, Matanzas ...


El  teatro vernáculo se inspiraba en la personalidad de los principales componentes étnicos de la población. Estos eran el gallego (el cornudo), el negrito (el pícaro) y la mulata (el desencadenante) y  el chino, (el trapichero). Por cierto que, durante las décadas de los 40 y 50, otro actor, al que la tele también haría popular, trabajó en el "Shanghai": Emilio Ruiz, "El Chino Wong".

          Enrique Arredondo              Carlos Pous y Natalia Herrera             Garrido y Piñeiro
Cuquita Carballo
Carmela

Resultaba muy curioso  que los papeles del negrito y del chino jamás fuesen interpretados por personas de esas razas. Era el maquillaje el que los convertía en sus personajes. Eso siempre me sorprendió. Algunos de los más populares “negritos” de la época fueron el ya mencionado Arredondo, Rafael Arango, Leopoldo Fernández, Carlos Pous y Alberto Garrido. Muchas vedettes pasaron por ese escenario, entre ellas Cuquita Carballo, Carmela, y Conchita López la cual, según  se dice fue la mejor “stripper” que La Habana conoció.

Poco después de nuestra llegada a Cuba, viviendo ya en Marianao y habiendo comenzado mis estudios de música en el conservatorio Falcón, mi madre solía llevarme por las mañanas a ese teatro. Os contaré el porqué. Ya que no disponíamos de dinero para adquirir un piano,
 a los casi 10 años mi madre me llevaba allí con el fin de  que practicara mis lecciones en el anciano vertical de la orquesta. Para mí era maravilloso volver a introducirme en el mundo de mis nostalgias, atravesar el patio de butacas, sumergirme, aunque fuese a distancia, en el rojo océano del telón de boca.
A plena luz del día y acompañada por el fondo musical de una escoba con la que alguien intentaba barrer los estragos de la noche anterior, la imagen de un teatro debería haber sido algo desangelado y desmitificador pero mi imaginación lograba llenarlo de focos multicolores, de aplausos, de Estrellita Castro, de Imperio Argentina, de las adoradas Pfarry Sisters deslizándose como ingrávidas garzas o apasionadas tigresas por el escenario.

No es pues de extrañar que me sintiera en mi auténtico hogar cuando mamá me dejaba sentada al piano y salía a dar un paseo por la hermosa ciudad habanera de aquellos años, volviendo   a recogerme, con esa puntualidad tan germana, una hora más tarde.


Una mañana del mes de noviembre, una de esas mañanas en las que  mis ensoñamientos habían detenido el tiempo y paralizado largo rato mis dedos sobre el desgastado teclado, recibí una grata sorpresa: en el escenario surgieron cuatro personas a las que identifique de inmediato como actores en vías de comenzar un ensayo. El grupo lo componían una bella mulata y tres hombres blancos. Comprendí que, sin duda a causa de la penumbra del foso en el que me encontraba, era imposible que repararan en mi presencia, así que me dispuse a disfrutar de aquel regalo, acurrucada en la oscuridad y en el más total silencio.
“Cheo, sube el telón y pon la luz de ensayo”. ¡Bien conocía yo como comenzaba ese proceso!  “¡Empieza Cuca!” ordenó segundos más tarde la voz masculina. Y  el ensayo empezó.
Don Juan, Don Juan, soy doncella, la puntica nada más”, exclamó la mujer, “Nada, nada, toda ella, y los cojones detrás”, fue la airada respuesta de un hombre, pronunciada  con exagerado acento gallego.


Y esto es lo último que pude oír pues mi madre, cual furiosa valquiria con los cabellos flotando al viento, atravesaba en ese momento el patio de butacas dejando tras de sí un remolino de premuras.   Agarrándome por un brazo, con las mejillas arreboladas, la alemana  me sacó en volandas de mi escondido disfrute, provocando,   el desconcierto de los actores.


Margarita Xirgu en la
Doña Inés.

Una vez en casa papá me explicó,que, al igual que sucedía en España,  Cuba homenajeaba a Zorrilla en el mes de noviembre y que lo que había escuchado era una versión en broma del famoso “Don Juan Tenorio” de Zorrilla.  “Si otro día vuelve a suceder lo de hoy debes abandonar de inmediato la sala pues a los actores les molesta muchísimo que alguien vea sus ensayos”, apostilló mi padre. Y así, con el  pensamiento de que los actores cubanos eran muy ariscos y la información de que en el "Shanghai" se hacían sátiras y parodias, es decir, obras en “broma”, me hube de quedar durante algún tiempo.


En este capítulo de mi blog he intentado describir la “cara” de ese famoso teatro.  En el próximo narraré su sorprendente “cruz”.

AGRADECIMIENTOS.

Quiero agradecer la colaboración fotográfica  de mi admirada amiga María Argelia Vizcaíno así como sus menciones a mí blog en su Faranduleando y sobre todo a esos ánimos que tanto impulso me dan, al igual que al escritor y crítico Juan Cueto-Roig, generoso revisor de mis textos desde el primer capítulo, sin cuya ayuda me sentiría desamparada. Gracias por el voluntariado.


El Shanghai. Un teatro muy especial.
(Segunda parte.) 




En los comienzos de 1950 y a las 10 de la mañana, la calle Zanja era una delicia, una alarde de exotismo. Tentadores olores brotaban de los restaurantes donde ya  se comenzaban a preparar los aromáticos platos de la rica cocina asiática, chop sui, lo mein,  wanton mee… También embriagaba la fragancia a naranjas frescas que surgía de los carritos donde un ingenioso artilugio, gira que te gira, iba convirtiendo sus mondaduras en perfectas serpentinas de las que emanaban promesas  de jugoso deleite. “¡Nalanjas de la China! ¡A la lica nalanja!".
Era esa calle una fantasía visual de pequeñas chinitas, siempre sonrientes, siempre diligentes, con sus multicolores qipaos o cheongsam, moviéndose con esos diminutos pasos que parecían incapaces de llevarlas a sitio alguno, cargando cestas rebosantes de  verduras destinadas a convertirse en apetitosos guisos. Y también estaban ellos, con sus camisolas muy blancas y sus pantalones negros, su larga trenza, tan educados y caballerosos, inclinando suavemente la cabeza ante quien se cruzara en su camino, fuese blanco, negro o coterráneo.


Al menos esa era la matutina Zanja de la que mi madre y yo disfrutábamos en nuestro trayecto desde Galiano hasta la morada de mi  anciano piano vertical: el “Teatro Shanghai”. Nada que ver con la tenebrosa  y pecadora Zanja de las noches habaneras. 

Aunque nunca volvió a repetirse lo del ensayo, aquel lugar aún me guardaba impactantes sorpresas.
El tercer piso, llamado coloquialmente “gallinero”, estaba cerrado al público y el tramo de escalera que lo precedía era vigilado, durante las funciones, por un fornido hombretón dedicado a impedir  acceso al mismo . Desde el patio de butacas, sobre todo durante el día, se podían observar  las oscuras cortinas que cubrían aquella última balconada, imposibilizando cualquier visión al interior. Esa misteriosa ocultación  llegó a ser demasiado para mi curiosidad infantil. Así que, aprovechando que nunca había visto en mis mañanas "pianísticas" rastro alguno de mi abuela o su marido, amparándome en la ausencia momentánea de mi “guardiana” y en la total soledad imperante, decidí un día escabullirme hacia las escalinatas y desvelar  aquel misterio. La suerte me acompañó en la aventura y llegué sin percances al cortinón que cerraba el último tramo de escaleras. Cuál no sería mi sorpresa al descorrerlo y hallarme frente a frente con una serie de estatuas, tamaño natural, de vírgenes y santos.

         San Lázaro                            Virgen de las Mercedes                  Santa Bárbara
Ante mis ojos aparecieron una Santa Bárbara, un San Lázaro el Pobre, una Virgen de las Mercedes que excedían en mucho mi tamaño y que me miraban como  reprochando mi intrusismo. Esas figuras, y varias más que yo no reconocía, llenaban aquel espacio en forma de herradura. Y en el centro de ese semicírculo había un pequeño altar cubierto por el primoroso tapete de blonda que habíamos traído de España como regalo para mi abuela.


Sobre él reposaban varios vasos de agua y algunas figurillas, inidentificables para mí.  Llena de sorpresa, de pie frente a la Virgen de las Mercedes recordé de pronto aquella caja de madera de dos metros por uno y medio que había viajado con nosotros en el Vapor Habana y  cuyo contenido me había sido un día revelado; “Hijita, traíamos una virgen de las Mercedes que tu abuela nos encargó le compráramos  en España”. (Ver Instantánea 16).  Recuerdo que al instante de ver la hermosa talla pensé, “así que aquí está, frente a mí, otra española inmigrante, seguramente sintiéndose tan perdida y desplazada como yo”. No sospechaba que, al igual que sus compañeros de estancia, mi compatriota  había sido rebautizada. Ella era, desde su “nacionalización Yoruba”, Obatalá,  San Lázaro el leproso era Babalú Ayé, Santa Bárbara era Changó y algunas de esas grandes figuras que yo no reconocía eran La Caridad del Cobre, patrona de Cuba e identificada por la santería como Oshún y La Virgen de Regla, o Yemayá.

La Caridad del Cobre

La santería es una creencia religiosa surgida de un sincretismo de elementos europeos y africanos. Los negros esclavos, los yorubas,  a los que pronto se conoció como lucumíes por su saludo, “o lu ku mi”, que quería decir  “mi amigo”,  tenían prohibido por los amos ejercer su religión así que decidieron amalgamar a sus santos con los católicos. En la santería existe una sola fuerza universal a la que llaman Olodumare, equivalente a nuestro Dios. Luego están los Orishas, deidades que rigen los diversos aspectos del mundo.

La señora Jenny Jeck de Orozco era nada más y nada menos que una “babalosha”, es decir, una santera con ahijados consagrados. ¡Un alto cargo! En el lugar que acababa de descubrir  se hacían misas de sanación y se pretendía contactar con parientes muertos.  Es lo que ahora conozco de esa religión y de aquella “iglesia”. Pero en un principio toda esa parafernalia me parecía  algo maléfico y hasta diabólico.

También había en el salón un gran cuadro del Papa Pío XII, quién, a pesar de no estar aún muerto, convivía con los  rebautizados santos católicos.  Según mi abuela Pio XII era su alma gemela y con él sostenía, ella aseguraba, largas charlas diarias. Telepáticas, supongo.

Papa Pio XII
Este Pontífice ha sido un personaje controvertido. En 1941,  el New York Times le dedicaba su editorial de las navidades, elogiándolo por su declaración de estar contra el hitlerismo. Acérrimo anticomunista, al  finalizar la segunda guerra mundial Pío XII se volvió exageradamente intransigente. Él fue quién, en el 49, ordenó nada menos que excomulgar a todos los comunistas “pasados, presentes y futuros”, como ya he mencionado en una de mis narraciones anteriores.  Más tarde, en el año 53, firmó con el dictador Francisco Franco un concordato que dio origen al llamado “Nacional-catolicismo” español, convirtiendo así a la Iglesia en una institución omnipotente e intocable en España. Lo mismo hizo en una República Dominicana que estaba en esos momentos bajo otra férrea dictadura; la de Rafaél Leónidas Trujillo.


A la muerte de Pío XII, algunos de los mismos judíos que durante la guerra le habían agradecido públicamente actitudes  que parecían solidarias, se volvieron en su contra.   Tras una ardua investigación, el Estado de Israel le acusó de haber archivado, en 1939, una carta contra el antisemitismo y el racismo que su predecesor había dejado  preparada para que se hiciera pública. Y no fueron estos los únicos cargos que le imputaron. Fue también acusado, tanto de no haber elevado protesta verbal ni escrita contra el asesinato de judíos como de haberse negado a firmar, en el 42, una declaración de los Aliados que condenaba el intento de exterminación de los judíos. Así de confusa fue la actitud de este Papa. Y es que así de contradictorio y confuso tenía que ser ese individuo para convertirse en el favorito, en el “alma gemela” de mi señora abuela. Pío XII falleció en 1958.

Pero volvamos al tan especial Teatro Shangai. Pasado algún tiempo de mi último descubrimiento, es decir, de aquel “gallinero” que  mi familia calificó como una "iglesia diferente", así, sin más explicaciones, tal y como solía hacerse en esos tiempos con los niños, uno nuevo  me llenó de sobresalto.
Una de esas mañanas en las que, sentada frente al piano, la inspiración y la disciplina habían decidido abandonarme, el diablillo de la curiosidad volvió a picarme. Pensé que hacía demasiado tiempo que no me embriagaba con el olor a maquillaje y polvo que llenaba los camerinos, con la excitante visión de esos desordenados trajes y zapatos que guardaban golosamente, de noche a noche, los recuerdos de aplausos y bravos. Así que, envalentonada por el éxito de mi anterior aventura, me dirigí al foso donde se encontraban los vestidores. Una por una fui abriendo puertas que me retrotraían a mis días teatrales en España, encontrando tras una, un sinfín de gasas, tules y volantes, tras otra, braguitas y sostenes de pedrería y lentejuelas, en el de más allá esmóquines, sombreros y multicolores pantalones y en el que  pertenecía a la orquesta, trompetas, saxofones, maracas y bongoes…Todo un festín visual haciéndome regresar a  un mundo que durante años había sido el único para mi.

Pero al abrir la última puerta una violenta ráfaga de desconcierto me zarandeó. Tan solo unas sillas, algunos juguetes y pañales tendidos a secar  ocupaban aquel recinto y una mezcla   de olor a  leche, caca,  orina y talco agredió  mis fosas nasales. ¡Sin duda allí habían estado, en tiempos cercanos, niños! En mi calenturienta imaginación surgieron imágenes de bebés secuestrados e inmolados  en honor a alguna satánica deidad, a alguna de aquellas inidentificables y oscuras figuras que yacían sobre el blanco mantel de blonda que habíamos regalado a la abuela. Ante estos espantosos pensamientos salí despavorida del lugar, subí a trompicones los escalones que me llevaban al patio de butacas y esperé a mi madre, acurrucada y aterrada junto al piano. 

Al llegar  Dora a buscarme y contarle entre sollozos mi hallazgo, la risueña explicación que me dio fue mucho más explícita de lo habitual. “Yolandita, varias de las mujeres que aquí trabajan cada noche tienen hijos pequeños y nadie con quien dejarlos. Esa es la habitación habilitada para que puedan estar los niños,  acompañados por alguna de las abuelas, mientras las madres están en escena.” Ante la aplastante lógica de estas palabras no me quedó más remedio que pedir perdón con el pensamiento a Frau Jenny Jeck de Orozco y liberarla, de momento,  del apodo de Bruja Mala que yo le había impuesto desde aquella cruel encerrona a la que me había sometido   a los pocos días de llegar  la familia Mariño-Pfarr a Cuba. (Instantánea 16. Cuba y las sorpresas.)


Sintetizando: en el “gallinero” del Shangai, mientras el burlesco, los desnudos y las películas porno alborotaban la sala,  hermosas figuras de santos aguardaban las mañanas de los  fines de semana. Era entonces cuando  ante ellas se celebraban misas espirituales, invocaciones a difuntos, limpiezas y toda la parafernalia que rodea a esos ritos propios de la santería. Aquella era la auténtica utilidad que se daba al misterioso y encortinado tercer piso del anfiteatro. ¡Aunque muchos lo supusieran una especie de mueblé, un lugar donde las artistas, tras las funciones,  engrosaban sus estipendios con servicios personales! Y para colmo en el foso de ese teatro, en un “Kirdergarten”  lleno de risas y juegos, los hijos de las sicalípticas pero amorosas madres esperaban, bien cuidaditos, a que ellas  acabaran sus labores. ¡Sorpresas, sorpresas!

En fin, esta era la “cruz” de la “cara”,  el anverso y el reverso del famoso Teatro Shanghai de La Habana.


Alemania tras la guerra.



La cuestión era que, mientras mi abuela Jenny y el Papa Pio XII mantenían “largas ” conferencias telepáticas, según ella afirmaba, en  países que habían estado ocupados   por los nazis  iban saliendo a la luz hechos escalofriantes. Cuando entraron los Aliados en Alemania y se fueron descubriendo los campos de concentración y las inimaginables atrocidades en ellos cometidas el mundo se estremeció.

Hornos crematorios en Dachau
Dachau, situado en Babiera, al norte de Berlín, construido en 1933 y ostentando el dudoso honor de haber sido el primero de su clase, al ser liberado por las tropas Aliadas en el 45, mostró al mundo que la capacidad de crueldad del nazismo fue infinita. Este era lo que se podría llamar un campo de concentración elitista pues estaba especializado en acoger a presos religiosos, políticos, intelectuales y miembros de la realeza. (Recordemos que no solo los judíos sufrieron en esa época persecución y muerte.) Allí estuvieron retenidos  miembros  de la familia Real de Babiera, la familia de los Duques de Hohenberg, el príncipe español Francisco José de Borbón-Parma y el príncipe Luis Fernando de Prusia.

Se cuenta algo muy curioso sobre este campo. Supuestamente un tal Malco, alquimista, convenció al temible Heinrich Himmler de la posibilidad de transformar los metales en oro y fue  allí donde se desarrollaron los experimentos, llegando a crear un Equipo Secreto de Alquimia.

También estaba el campo de Auschwitz, el cual en el año 41 hubo de abrir una sucursal por “overbooking”, Birkenau. En su crematorio  podían ser incinerados más de 24.000 cadáveres diarios…Me pregunto si Pio XII comentaría con mi abuela los horrores que allí vivieron, por ejemplo, Maximiliano Kolbe y Benedicta  de la Cruz, Carmelita Descalza, ambos posteriormente canonizados por la iglesia católica,  o el sacerdote Leny, mártir de Dachau y beatificado por Juan Pablo II.

Josef Mengele
Fue  en  Auschwitz donde Josef Menguele, doctor en antropología, se ganaría el sobrenombre de “El ángel de la muerte”. Menguele, herido en batalla con el grado de capitán e inhábil para la acción, fue nombrado “lagerartz”, es decir, médico de campo de concentración, y asignado a Auschwitz. Fueron tantos los crímenes cometidos “en aras de la ciencia” por este diabólico ser que ha pasado a la historia emulando  hasta las más febriles fantasías del Marqués de Sade. 

Los experimentos que allí se hacían con hombres, mujeres y niños están, sin duda, en el libro Guinness de la crueldad. Valgan estas palabras suyas, según declaración de un superviviente, para mostrar la maldad y el cinismo del personaje: “Cuando un niño  judío nace aquí no sé qué hacer con él. No puedo dejarle en libertad, pues no existen judíos libres y no sería humano separarle de su madre. Así que mando gasear juntos a la madre y a la criatura.” Menguele logró huir y residió en varios países latinoamericanos hasta que, en el año 1979,  se ahogó mientras nadaba en una paradisíaca playa de Brasil y en la más absoluta impunidad. Demasiadas veces la vida no es justa.

Muchos más eran los campos de exterminio por ejemplo Treblinka, Belzec, Sobidor.  Las personas allí  fallecidas por tifus, hambre, gaseadas o fusiladas sumaron cifras tan enormes que se convirtieron en incalculables.

Ante el conocimiento  de lo que en Alemania había estado sucediendo,  las Pfarry Sisters renegaban cada día de su patria, desconcertadas sobre todo por la actitud impasible de sus compatriotas frente a tamaños horrores.

Definitivamente esos primeros años en Cuba, del 1950 al 1952, no fueron en absoluto propicios para mi familia y tampoco para una parte del mundo.


Los Rosenberg.
En marzo del 50 se había  producido en USA el sonado  juicio del matrimonio Rosenberg, acusados de espionaje a favor de La Unión Soviética y los cuales, pese a las múltiples y mundiales peticiones de clemencia, fueron ejecutados en 1953.

En junio la invasión de Corea del Sur, llevada a cabo  por Corea del Norte, desencadenó una guerra  que dejó una profunda herida en el pueblo norteamericano.
Eva Perón con Franco,
detrás Carmen Polo de Franco

En el 51 Perón era reelegido  presidente de Argentina. Su esposa, la famosa Eva Duarte de Perón, esa emblemática mujer que removió hasta los cimientos de España en su visita del 1947, fallecería de cáncer dos años más tarde.

En el 52, presidiendo la nación Dwight D. Eisenhower, los EE.UU. probaron la primera  bomba de hidrógeno sobre el atolón de las Islas Marshall. Durante fracciones de segundos, la temperatura alcanzada en la zona cero tras la explosión fue de 15 millones de grados, es decir la  que posee el núcleo del sol.

Chaplin y familia abordo del
Queen Elizabeth

 

En ese mismo año, ya a bordo del trasatlántico Queen Elizabeth e intentando iniciar un viaje de placer, Charles Chaplin y su familia fueron desembarcados y detenidos por orden del Fiscal General de EEUU, bajo la acusación  de pertenecer al partido comunista. Tras infinitas vicisitudes Chaplin decidió abandonar el país y prometió públicamente no volver jamás. Promesa que solo incumplió cuando, en 1971, le fue entregado en Hollywood un Oscar honorífico.

En el 50 se habían estrenado dos films, uno japonés y otro norteamericano,  que  quedarían para la posteridad. “Eva al Desnudo”, bajo la dirección de Joseph L. Mankiewicz, protagonizada por Bette Davis y Anne Baxter. Este film recibió 6 Oscar, entre ellos el de mejor actor secundario para George Sanders. En el aparecía Marilyn Monroe haciendo uno de sus primeros papeles destacados. La segunda era  “Rashomon”, premio a la mejor película de habla no inglesa, dirigida por Akira Kurosawa y protagonizada por Toshiro Mifune y Machiko Kyo.

                       Eva al Desnudo                                                Rashomon

En el 51 que exibiría “La Reina de África”, de John Huston, con dos maduros pero geniales Katharine Hepburn y Humphrey Bogart, al que se le entregó un Oscar por su trabajo  y “Un Tranvía Llamado Deseo”, dirigida por Elia Kazan y en el cual sus principales protagonistas, Marlon Brando y Vivien Leigh, realizaban una labor imposible de olvidar. Vivien Leigh fue galardonada con el Oscar.

Cyd Charisse y Gene Kelly
Yolanda Farr y Paco Grimón

Aquel mismo año la industria cinematográfica americana lanzaba al mercado una de las más valiosas joyas del cine musical, “Cantando Bajo la Lluvia”, bajo la batuta de Stanley Donen y protagonizada por Gene Kelly,  Donald O´Connor, Debbie Reynolds y la aparición de Cyd Charisse en un espléndido número musical. Por cierto, ese momento fue uno de los homenajes que  hice al cine en mi espectáculo “Imágenes”, una vez en España y durante el año 1984. De ese show daré detalles bastante más adelante.


Fulgencio Batista.

En Cuba, en 1952, Fulgencio Batista, que ya había sido elegido presidente en 1940, era  de nuevo candidato. A escasos cuatro meses de las elecciones, sabiendo que ocupaba el tercer lugar en las encuestas, dio un golpe de estado, usurpando la presidencia al legítimamente elegido Carlos Prío Socarras. Se dice que la corrupción política campaba por sus respetos durante el mandato de Prío pero para mí y mi familia, recién liberados de la dictadura de Francisco Franco y de los horrores de la guerra y de la posguerra,  Cuba era un dechado de paz, prosperidad y alegría. Bastante teníamos con nuestra angustiosa situación laboral y económica para ocuparnos de los intríngulis de la política.


Las Pfarry Sisters

Poco después de nuestra llegada a la isla las Pfarry Sisters intentaron reverdecer sus laureles. Se tomaron unas fotos con Narcy,  se hicieron algo de vestuario y se lanzaron a la búsqueda de aquellos amigos empresarios que en tanta estima les habían tenido años atrás. Búsqueda inútil. Los que no habían muerto o dejado la profesión, estaban en “otra onda”. Cuba había cambiado. El mundo había cambiado. Los gustos del público habían cambiado y aquellas exquisitas danzas de salón que fueron el gran  triunfo de las mellizas ya no interesaban.  Consiguieron algunas actuaciones en el teatro Payret, pocas pero las suficientes para comprobar que su momento había pasado. Mi padre, por su parte, tan solo  lograba eventuales trabajos de contabilidad en pequeñas empresas.


Mi imagen  en 1952


Y la niña seguía creciendo y el vasto plan de estudios que la familia tenía planeado para ella costaba un dinero que consideraban una  ineludible inversión para el futuro. Así que, haciendo con el orgullo  tragables pelotitas de gofio, (las cuales a veces se les atascaban  en la glotis), fue necesario solicitar la ayuda del matrimonio Orozco-Yeck, mis “abuelos”, los pudientes dueños del  Shanghai. Como miserable resultado mi padre se  convirtió en taquillero del teatro. Pero meses más tarde, gracias a su  disposición para los números, lo elevaron a  gerente. Todo esto con sueldos de miseria, el desagrado de las alemanas y la frustración del gallego.  Pero gracias a estos sacrificios  pude iniciar mis estudios en la academia bilingüe Cima y tomar, en el conservatorio Falcón, esas clases de música que tan útiles me serían en una negra etapa de mi vida.



Cuba en la década de los 50.

(Primera parte).




Portada Revista Bohemia.
Navidades 1951
Desde nuestro arribo a Cuba, hacía ya tres años, para mí la primavera casi no se diferenciaba  del invierno. Las buganvillas, los jazmines, los “marpacíficos” o Hibiscus, esas flores que,   arrebujadas en los sedosos mantones de sus hojas, de pronto te sorprendían con una eclosión de colores y belleza,  en fin,  estos arbustos, digo, estaban en diciembre casi tan preñados y fragantes como en primavera. Durante todo el año el sol calentaba el suelo y el ánimo, y tanto los totís como los sinsontes dejaban  sus intrincados bordados sobre el inigualable azul del cielo cubano. Las temperaturas de esa paradisíaca isla  oscilaban poco  de estación en estación y el vasto jardín de mi abuela, con su pequeña capilla en el centro, presumía siempre de un verdor esplendoroso. Recuerdo bien que aquel invierno del 51, ese mes de diciembre, fue  para mí inusitado en todos los sentidos.



Las mellizas y yo. 1951


Decían los oriundos que  en el trienio de 1950 a 1953 la isla había gozado de un tiempo  benigno, incluso sin que alguno de esos ciclones, tan frecuentes en el Caribe,  nos amenazara ni  desde lejos. A consecuencia en la primavera del 53, la falta de lluvia abundante produjo una euforia de pólenes que maltrató las narices y los bronquios de muchas personas. Curiosamente este mal parecía afectar en especial a los miembros de la colonia norteamericana. Lo sé porque entre ellos  me desenvolvía desde que, recién cumplidos los 11 años, mi madre me había inscrito en la academia de ballet de Irma Hart Carrier. No es que aquella fuese la escuela idónea para mis sueños de convertirme en una “prima ballerina” pero estaba en Miramar, bastante asequible desde nuestra casa  y sobre todo, era económica.


En el jardín de la abuela.1952

A decir verdad todo lo que conformaba mi mundo  estaba cercano  en aquellos días. El círculo en el que me desenvolvía abarcaba solo lo imprescindible para mi diario bregar, la academia Cima, mis clases de piano con la señorita Ofelia,  mis amigas Lucy, Miriam, Zoilita y Emilia, las clases de ballet, los cines Metropolitan y San Carlos y, en verano, la playa de La Concha y el Conney Island. ¿Para qué quería más? Poco tiempo después  aquel ámbito se amplió un poco  con el fin de incluir al “Little Theatre and Choral Sociaty of Havana”, situado en Miramar.


Se trataba de un   pequeño pero  precioso teatro edificado por y para los americanos. Allí, un amplio grupo de amateurs representaba, con el rigor de profesionales, obras dramáticas, comedias muy actuales e incluso musicales.  Era en estos últimos en los que Mrs. Carrier aportaba su “amplio cuerpo de ballet”, el cual  se componía en realidad de tres chicos y cuatro chicas, sus alumnas más destacadas, entre las que estaba mi amiga Esther Tato, hija de la gran  cantante Esther Borja.

Yo (1ª por la Izquierda) en “Anything Goes” en el “Little Theatre”
Con el barítono José Le´Matt

Es indescriptible la emoción que me embargaba participando en grandes musicales como “Anything Goes”, “Oklahoma” o “Carrousel”. Al fin estaba de nuevo sobre el escenario, retomando la nunca olvidada vocación de artista. Cada día acudía a los ensayos con  absoluta devoción. Y no era solo en ese “Little Theatre”, donde actuaba el ballet de “Irma Hart Carrier Studio of Dance”. Llenos de ilusión (y en esas ocasiones, además remunerados),  llegamos a participar en varios programas de la incipiente televisión cubana.


Corta era sin duda la trayectoria televisiva cubana pues había sido el 24 de octubre de 1950 cuando saliera a las ondas, desde Unión Radio, Canal 4, la primera emisión oficial.  Esos estudios estaban, en un principio, ubicados en la casa de su promotor, Gaspar Pumarejo. He dicho “primera emisión OFICIAL” ya que  la gran María de los Ángeles Santana y su marido Julio Vega habían intentado la misma aventura en el ¡año 46!, llegando a emitir, tras ímprobos gastos y obstáculos, espectáculos musicales durante toda una semana.
María de los Ángeles Santana



En parte patrocinadas por la Cuban American Television estas emisiones se realizaban de 6  p.m. a 1 a.m. desde el Show Room de la agencia de autos Dodge y también desde el estudio-teatro de Radio Progreso en el Centro Gallego. Las imágenes era recibidas tan solo  por algunos televisores instalados en comercios  e importantes entidades habaneras. Parece ser que, debido a motivos económicos y zancadillas de las grandes empresas radiofónicas, el proyecto se paralizó. Amado Trinidad, propietario de la poderosa Cadena Azul, intentó persuadir a María de los Ángeles para que cejara en su empeño de introducir en Cuba ese “absurdo invento” y al no conseguirlo  llegó a rescindir su contrato con dicha cadena.


Tan solo meses más tarde de la inauguración oficial del canal 4 en Radiocentro, bajo la dirección de Goar Mestre  salía al aire ese Canal 6 en el que, años después, tendrían lugar cosas importantísimas para mí, tanto en lo profesional como en lo personal.

La televisión fue inventada por el físico británico John Logie Baird a mediados de la década de los veinte, pero tardaría años en ser de disfrute público. Me ha sorprendido descubrir, en medio de mis indagaciones, que Hitler, durante las olimpiadas de 1936, utilizó ya este sistema, mandando instalar 25 grandes pantallas por todo Berlín para que el pueblo disfrutara de los juegos. Terminados los mismos, el único canal que continuó en funcionamiento emitía tan solo  durante 90 minutos y tres veces por semana, como supondréis con fines propagandísticos y políticos. Esto duró hasta la total derrota del país en  1945. A partir de ese año la TV alemana dejó de trasmitir hasta mucho tiempo después.
        M. Bujones             A.González Rubio         V. Martínez

En Cuba ese aparato, que  en España llamamos “la caja tonta”, puso cara a grandes voces de la radio. Formidables actores como Minin Bujones, Alberto González Rubio, Velia Martínez, Alejandro Lugo, Lilia Lazo, Enrique Santiesteban, Gina Cabrera, Carlos Badías, Adela Escatín, Homero Gutiérrez, y tantos y tantos más,  penetraban en los hogares convirtiéndose, con esa hospitalidad tan cubana, en parte de las familias. Aunque en el 53 pocos eran aún los hogares que contaban con aparatos de televisión,  el problema se solía solventar compartiendo con vecinos menos afortunados el disfrute de determinadas emisiones, llegando a formarse auténticos y divertidos saraos en el salón de la casa anfitriona.  Como ya he dicho con anterioridad, esa hospitalidad tan cubana. Aquella Cuba en la que las puertas de los hogares se mantenían abiertas las 24 horas del día.

    L. Lazo                 E. Santiesteban             G. Cabrera

Como era de esperar el teatro burlesco,  típico de la isla, ocupaba un importante espacio televisivo. Tres veces por semana se trasmitía un programa llamado El Teatro Polar, (patrocinado por la cerveza Polar), que protagonizaban  Garrido y Piñeiro, (Chicharito y Sopeira),  Candita Quintana y Alicia Rico. En esos días los televidentes podían gozar de las peripecias de entrañables personajes creados por estupendos artistas, Mimí Cal, Fanny Kauffman (“Vitola, la que se defiende sola”), “El viejito Bringuier”,  Manela Bustamante e Idalberto Delgado, (Cachucha y Ramón), es decir, una retahíla de seres divertidos que hacían las delicias de grandes y chicos. Ni en páginas enteras podría incluir los nombres de todos los que  deberían ser mencionados.

Pero me es imposible no escribir sobre aquellos jóvenes y guapos actores, adoración de pepillas y menos pepillas, que batían record de audiencia radiofónica en el programa “De Fiesta con los Galanes”.  Con casi todos ellos, algo más adelante y habiéndome despojado del apellido Mariño e incorporado el de Farr, compartiría   platós y a veces escenarios: Jorge Félix, Rolandito Barral, Jorge Marx, Carlos Barba, Enrique Montaña, Enrique Almirante, Albertico Insúa, Carlos Alberto Badías… (Estos dos últimos víctimas de trágicos sucesos que narraré en su momento).

    E. Almirante.          J. Félix           C. Barba          A. Insua  

No puedo olvidar el día en que mi amiga del alma Lucy y yo, ebrias de tonto  amor y adolescencia, con trece añitos, decidiéramos romper el pequeño círculo en que nos desenvolvíamos  para asistir a ese programa  que se emitía desde Radiocentro. A escondidas de nuestras familias, como auténticas prófugas, tomamos la guagua, por primera vez las dos solas, atravesamos el puente Almendares y, poco después, nos bajamos en L y 23 completamente aterradas. “¿Lo hacemos o no lo hacemos?” nos preguntábamos la una a la otra mientras formábamos parte de la larga cola de alborotadas muchachitas que esperaban para entrar en el estudio de Los galanes.


La cuestión es que en medio del “que sí, que no”, sin saber cómo, nos vimos empujadas hacia adentro por la juvenil turba. Nuestros corazones latían con desaforo cuando nos encontramos, sin saber como, en la primera fila de la audiencia. A nuestro alrededor  aullidos ensordecedores acompañaban la entrada a “escena” de cada uno de los actores. Entre la turbación y la admiración que nos embargaba no puedo recordar cuanto tiempo pasamos allí, embelesadas por tanto “adonis”.



Rolando Barral
Lo que sí se me quedó  grabado con nitidez   es la imagen de Rolandito Barral, micrófono en mano y frente a nosotras. "¿Y ustedes que nombre tienen, lindas?" nos preguntó acuclillándose y acercando la alcachofa a nuestras desarticuladas bocas. En ese momento,  Lucy y yo nos agarramos de la mano y, ante el estupor general, salimos huyendo como si el mismísimo diablo nos persiguiera, incapaces de sostener un “tú a tú” con una de nuestras ensoñaciones hecha carne y hueso,  aterradas de que nuestras familias descubrieran nuestra escapada, 

Lo más curioso fue que, en un futuro, mientras compartíamos trabajo, como damita y galancete, en una emisión de Historias Sherwin Williams, Rolandito me sorprendió asegurándome que recordaba  a las dos muchachitas que, tiempo atrás,  le habían dejado con  la palabra en la boca.
Y volviendo al comienzo de esta perorata, es decir, rebobinando hasta mis reflexiones iniciales. Esos primeros  tres años de mi vida en Cuba, de 1950 a 1953,  estuvieron plenos de experiencias.

Entre aquellas buganvillas  y jazmines que no cesaban de brotar, entre aquellas embriagadoras fragancias,  empezaron a ocurrir sobre mí cosas que me estremecían, cosas muy importantes. En mi cama, durante las noches, iluminada tan solo por las  luces de los astros  colándose por mi ventana, en el silencio de la dormida casa, PODIA OIR CRECER mis huesos, podía sentir despertarse y brotar, poco a poco, dos impertinentes cúmulos de carne sobre la hasta entonces planicie de mi pecho, podía sentir como emergían de mi pubis tímidos e inesperados vellos. Toda una serie de cosas que asustaban y a la vez excitaban. Una avalancha de sorpresas y descubrimientos  abatiéndose sobre aquel cuerpo impúber que se negaba a seguir siéndolo. ¡Qué desconcertantes años aquellos!



 Cuba en la década de los 50.

(Segunda Parte.)




Lucy y yo. 1956
Solo mis amigas Lucy, Mimi, Zoilita y Emilia lograron hacerme más soportable esa terrible época de la adolescencia. Tal vez porque las cinco éramos distintas al entorno generacional habíamos convertido nuestra amistad, tras un melodramático pero hermoso pacto de sangre, en una especie de bunker pentagonal, cada una de nosotras una firme pared, y en el cual nada externo o lesivo podía penetrar. Creíamos.
La primera que llegó a mi vida, al mudarnos a 5 y 12, Ampliación de Almendares, fue Lucy.  En aquellos días yo no sabía que existieran niñas de chocolate con ojos de miel, así que desde el primer momento que la vi me enamoré de ella. 9 años tenía yo y Lucy 8. ¡Cuántos años pasamos juntas, jugando, experimentando ilusiones, desengaños, sueños que se esfumaban y más tarde  esas heridas que la pubertad inflige y que intentábamos restañarnos mutuamente! Ella fue mi primera amiga en el exilio y del brazo recorrimos 18 años de la historia de Cuba, muchas veces a trompicones y puñetazos con la vida.
Yo era tímida y sensible. Aquella violación de la que había sido víctima en mi niñez española (de la cual tarde años en  poder hablar sin angustias), me había convertido en un ser renuente a los contactos físicos, fuesen estos del género que fuesen. Mientras mis amigas y compañeras conocían y aceptaban sus cuerpos, yo detestaba todos los síntomas de madurez que  iban surgiendo en mi.
Zoilita, Mimi y yo haciendo el tonto.
Año 1955
Mimi era avasalladora como el sol de la isla. Ella había nacido efervescente y sus burbujas alegraban la vida. Dios, cómo la quería cuando llegaba a mi casa, durante esas interminables horas que mi madre me tenía amarrada al piano, y entre zalamerías y tozudez, lograba arrancarme de aquella banqueta, venciendo la renuencia materna. Juntas volábamos entonces en su pequeño coche Hillman hacia esas cosas de quinceañeras que se habían convertido en osadas  y casi prohibidas aventuras a causa de la férrea disciplina a la que mis alemanas me tenían sometida. Fugaces y furtivos viajes a las  playas de Santa Fe o Santa María del Mar, que tan lejanas me parecían, asaltos gastronómicos a la barra del Woolworth en la calle Galiano, esa fábrica de elefantiásicos sándwiches y pirámides de helados y otras veces a  divertidos “drive inns” con sus suculentas hamburguesas

Emilia, por el contrario, era un ser de extrema fragilidad y prácticamente enferma de introversión. Su espíritu lastimado, sabe Dios por qué heridas infantiles, la llevaba a aislarse de la gente. Sus grandes ojos negros, sus oscuros cabellos salpicados de canas desde la adolescencia, eran la imagen misma del sufrimiento. Sin embargo, a veces conseguíamos arrancarla de su mundo de soledad y, gracias a nuestros juegos y cotorreos, podíamos ver asomarse a sus pupilas  la niña que se había perdido en algún momento de su vida.


Zoilita era el retrato fiel de la primavera. Mientras mi cuerpo era poco más que un garabato formado por líneas rectas y largas el suyo, a los once años, ya prometía exuberancias y ella aceptaba esos obsequios sin mojigaterías ni complejos. Una limpia y floreciente sensualidad emanaba de ella de  forma contagiosa.
Zoilita y yo. 1955


Juntas las cinco hablábamos de lo humano y lo divino, por supuesto en diminutivo, y allí en el salón del chalet de Zoilita, casi pegado a mi casa, disfrutábamos oyendo  brotar música americana  de aquellos LPS que con tanto cuidado había que tratar. Pat Boone,  Los Platters o Ricky Nelson para embelesarnos y Fats Domino o el disco “Rock Around the Clock”, (el arrollador hit de Bill Halley and the Comets), para bailar hasta quedar exhaustas. Y un poco después llegó él, aquel torbellino de sexualidad que era Elvis Presley,  alborotando el gallinero mundial y convirtiéndose, como no, en nuestro ídolo. 



              Ricky Nelson                           Pat Boone                                Los Platters
              Fats Domino                            Bill Halley and the Comets                Elvis Presley   

Estas “bacanales” tenían lugar solamente durante los meses de vacaciones y algún que otro fin de semana. En esa casa pasé los momentos más auténticos de aquella época, observando desde el porche  las hojas caer en otoño, el cielo desplomarse en época de ciclones, las flores brotar en la omnipotente primavera o simplemente viendo el tráfico fluir. Y fue en ese fluir del tráfico donde intentó fraguarse mi primer romance.

Por la avenida 12,  desde ese privilegiado mirador que era el porche del chalet, veíamos transitar bajo el sol o la lluvia  granizaderos, con aquellos carritos  cuyo contenido era una polifonía de colores y sabores tentándote desde el interior de botellas de cristal, pasar  los tamaleros, cargando al hombro sus grandes latas portadoras de esas delicias de maíz, que, según rezaba su pregón, picaban o no picaban. O sea, "los tamalitos de Olga". Por esa amplia calle pasaban Chevrolets, Dodges, Cadillacs, Fords… Y pasaba la  guagua que iba hasta la Concha y que era el transporte obligatorio para desplazarme a mis clases de ballet. La línea 2 de mis tormentos.

Al volante de una de sus unidades iban unos hermosísimos ojos azules,  una pícara sonrisa y un pelo negro azabache y ensortijado, el cual su propietario dejaba asomar con generosidad bajo la gorra de su uniforme de guaguero. es decir, una réplica cubana  de Tony Curtis. Y de esa atractiva imagen se enamoraron todos y cada uno de mis 15 hambrientos años, con un “platonicismo” que no excluía enloquecidas palpitaciones o extraños calores que recorrían todo mi cuerpo y acababan concentrándose bajo mis braguitas. Sensaciones nunca experimentadas anteriormente y que hacían tambalearse mi ascetismo. Razón por la cual siempre evitaba coincidir con él en  mis viajes.

Mis amigas, al verme alternativamente enardecerme y languidecer al paso de mi galán y ante las indudables sonrisas que él me dirigía, decidieron actuar de “celestinas”.


Una  tarde me comunicaron que, habiendo establecido  a mis espaldas contacto con mi guagüero y tras hablarle de mi timidez y averiguar que su nombre era Segundo Díaz Delgado, (que curiosa es la memoria), habían concertado nuestra primera cita. El domingo, en su último viaje,   a las siete de la tarde y ya de recogida, yo subiría a su guagua y seguiría con él hasta las cocheras.
Fueron inútiles mis protestas. Las malditas aseguraron que, aunque fuese a empujones, ellas acabarían con mis fobias y con el “terrible problema” de haber cumplido quince años sin que un beso de amor hubiese  inaugurado mi boca. Y el domingo llegó.

Aunque parezca imposible, mi corazón había logrado sobrevivir tres días a 160 pulsaciones por minuto. Y sobre todo, había conseguido que los síntomas de mi “enfermedad” no fuesen detectados por mi familia. Y llegó la hora cero.




En la parada de la guagua, cuatro alebrestados lebreles acorralaban a una aterrada liebre con palabras como “es tu momento”, “el amor es maravilloso”, “arréglate la cola de caballo”, “ay, que ilusión”…Cuando finalmente  el vehículo se detuvo ante nosotras ocho manos me empujaron hacía adentro.

Entre eso, la excitación y la confusa luz del atardecer tropecé con el escalón de entrada, de tan tremebunda manera que sobre el asfalto quedó el tacón derecho  de mis únicos zapatos de fiesta y sobre el suelo de la guagua el garabato de mi cuerpo desparramado. Poco más recuerdo con claridad de ese bochornoso momento o del posterior viaje hasta las cocheras. Tan solo tengo memoria clara de una dicotomía de voces gritando en mi cerebro: “¡Yo me bajo en la próxima!”, “¡Ni lo sueñes, tú sigues hasta el final!”
Y el final llegó. O quizá debía decir el remate de mi catastrófica aventura.


Segundo aparcó en una recóndita, solitaria y oscura esquina del hangar. Las cálidas oleadas que hasta entonces me había provocado su lejana presencia, ante lo inminente de su proximidad se estaban convirtiendo en un frío polar que recorría mi columna y, paradójicamente, se convertía en fuego al llegar a mi cabeza.
Sentada en uno de los últimos asientos vi una figura que se acercaba, recortada contra la mortecina luz exterior, y que no debía exceder en más de medio metro la altura de los respaldos que la flanqueaban. Al  irse aproximando, un repelente olor a “grajo” me abofeteó. Y entonces, sin darme ocasión  a reaccionar, el hombrecito se arrojó sobre mí, introduciendo de súbito al menos 50 centímetros de lengua en mi aterrada boca y asfixiándome con un sabor mezcla de tabaco y ajo que revolvió mi estómago. Quise contener las nauseas, lo juro, pero los continuos trasteos de aquella lengua en mi cavidad bucal, esos manejos y prospecciones que intentaban en vano hacer con ello cómplice a la mía, acabó desencadenando lo inevitable. Un  chorro de vómito salió disparado de mi estómago, dejando su uniforme hecho un auténtico estercolero.


Él quedó totalmente paralizado. Yo, levantándome de un salto y soltando un absurdo “gracias” que debió de acabar de fundir sus meninges, me alejé por el estrecho pasillo que formaban las dos filas de asientos, caminando con toda la dignidad y el donaire que me permitía la falta de aquel tacón que, quizá intentando prevenirme, se había quedado en la acera de mi calle, negándose a ser testigo de tan lamentable experiencia.


Por supuesto esos grotescos momentos rompieron para siempre el hechizo entre mi guagüero y yo.  Sin duda no fue un buen inicio, para mí, en el mundo de la sexualidad pero cosas pasarían en el futuro que compensarían con creces ese fracaso.

Próximo bloque. Cabaret. Hotel Riviera.

4 comentarios:

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  2. He subido a mi blog un tercer bloque: Cuba, la adolescencia. Trascurre desde diciembre del 49 hasta el 53. En el comienzo ya a hablar del mundo artístico cubano de aquellos años. Disfrutadlo.

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  3. Hermosos recuerdos que me retrotraen a mi niñéz y que he disfrutado por segunda vez, en tu bello estilo narrativo, como si fuera la primera. Gtacias Yolanda

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  4. Mi querida Yolanda he revisado las demas paginas que has subido y me parecen esplendidas una de ellas encontre a un gran actor y cantante Jorge Negrete lo conociste talvez en persona?

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