sábado, 12 de abril de 2014

Instantánea 115 - La Merlo y siete grandes mujeres más.



Foto Jesús Alcántara

Supongo que recordáis la histeria colectiva que provocó el “efecto 2000”, o Y2K,  en el mundo de los ordenadores. La amenaza de una debacle informática se sumó, el mes de diciembre de 1999, a las catastróficas predicciones del fin del mundo sostenidas por Nostradamus  and company”. Los informáticos temían que una vez alcanzado el año 2000, es decir el final del milenio,  si el planeta tierra aún existía, las fechas en los ordenadores marcarían tan solo 00, lo cual nos retrotraería al 1900. ¿Cuál era la causa? Algo tan sencillo como incomprensible en tan doctas mentes. Las limitaciones iniciales de los equipos, la falta de memoria y capacidad de almacenamiento habían hecho que los programadores señalaran los años con tan solo las dos cifras finales; 68 por 1968 o 90 por 1990, por ejemplo. Es decir que 2000 quedaría marcado como 00, indicando eso automáticamente que estábamos ¡en 1900! Las consecuencias, en un mundo que vivía regido por la cibernética, podrían haber sido  catastróficas. Al descubrir este fallo garrafal los países invirtieron miles de millones en tratar de remediar tal absurda falta de previsión. Por fortuna los daños  fueron mínimos y puntuales y a las pocas horas del nuevo siglo estaban solucionados. Es decir que llegamos a enero del XXI vivitos, coleando y ubicados en el tiempo con corrección.


Genocidio en Namidia. 1904.                                             Campo de concentración Nazi. 1945

El siglo XX se había marchado llevando sobre sus espaldas algunos importantísimos descubrimientos científicos, muchos útiles inventos, emblemáticos acontecimientos que propiciaron libertades civiles, pero también  grandes contiendas y terribles masacres.

Parecía que no hubiese pasado un solo día de esos largos cien años sin asesinatos indiscriminados, genocidios, guerras mundiales o tribales  y luchas sangrientas por defender o expandir fronteras. El siglo de los extremismos, (hambre aniquiladora junto a la más exagerada riqueza), de la tecnología, del nacimiento o muerte de mártires y de asesinos había dejado lugar a un siglo XXI que nos asustaba por la velocidad con que la técnica se desarrollaba, llegando incluso a inspirar en el individuo el temor a resultar desplazado por las máquinas. Pero también  nos dejaba, a los optimistas,  la esperanza de que el ser humano hubiese aprendido con sus errores. Viéndonos supervivientes de tan negros vaticinios tal vez recapacitásemos y enmendásemos el daño que nos hacíamos los unos a los otros y, aún más importante, a nuestra Gran Madre, esa tierra que desde hacía tiempo esquilmábamos y maltratábamos.


María Luisa Merlo y yo en Ocho mujeres

Y daba la impresión de que el 2000 venía con buenas intenciones, al menos para Jesús y para mí. Aquella función, Ocho mujeres, estrenada el 11 de noviembre de 1999 en el Teatro Fígaro, estaba teniendo un éxito espectacular gracias a las actrices que componíamos el reparto y a la flexibilidad del director, Ángel García Moreno. Paso a explicar el porqué de mi afirmación. Durante los ensayos fuimos descubriendo que la obra, concebida por el autor parisino Robert Thomas como un thriller puro y duro, con tan solo darles una “vuelta de tuerca” a los personajes, podía convertirse en una divertida comedia de suspense. Las situaciones, muchas veces límites, se prestaban bien para ello. Y así, sin cambiar ni una palabra del texto, día a día fue brotando sobre el escenario la versión que los franceses  llevarían al cine con posterioridad y que tantas veces se ha representado desde entonces. Cuando el film llegó a Madrid las actrices que estrenáramos la obra, llenas de curiosidad, nos reunimos para ir a verla  y vaya si nos llevamos una sorpresa: era como si el director hubiese estudiado nuestro montaje imitándolo sin pudor alguno.  Y  aquello no podía ser una coincidencia pues incluso parte del vestuario era similar.

Pero volvamos a nuestras representaciones en el Fígaro.

De izquierda a derecha, Verónica Luján, María Luisa Merlo, Eva Higueras, Queta Claver,
Ana Labordeta,  Elena Maurandi, Yolanda Farr y Elisenda Ribas en Ocho mujeres

Estas eran las actrices y estos sus roles: María Luisa Merlo, la madre de familia de la que yo, ex cabaretera y oscuro personaje, era antagonista, Elisenda Ribas, la inquietante ama de llaves, Eva Higueras, Ana Labordeta y Verónica Luján, las tres hijas, revestidas de una inocencia demasiado subrayada para resultar creíble, Queta Claver, la escurridiza y mentirosa abuela, y Elena Maurandi, la casquivana doncella. Todas éramos sospechosas del asesinato de un dueño y señor de la casa que nunca llegaba a aparecer físicamente. Así, con gran inteligencia, se iba desarrollando la trama hasta llegar al más sorprendente final, el cual no voy a contar pues sería destripar la obra para cualquiera que decida ver el montaje o la película.

Con María Luisa Merlo
Como en el mejor de los sueños, aquellas mujeres y yo, fuera de escena, nos convertimos en una familia bien llevada. La Merlo resultó ser una persona entrañable, a veces hasta demasiado ingenua y soñadora pero siempre plena de bondad y compañerismo. Hasta tal punto era una profesional que, a pesar de haber sufrido una fractura de tibia unos días atrás y estar escayolada, se negó a retrasar el estreno. Esa mujer, que llegaba de la calle arrastrando su blanca y elefantiásica pierna como si le pesara treinta kilos, en el escenario manejaba su escayola con la gracia y el donaire de la bailarina de ballet que un día fue.

En los entreactos o entre funciones solía contarnos historias de su padre, el gran actor Ismael Merlo, nos narraba momentos vividos junto a su veleidoso ex marido Carlos Larrañaga, o nos relataba anécdotas de esos hijos que tan orgullosa le hacían sentirse: Juan Carlos, Pedro, Luis, y Amparo, (por cierto que estos últimos, Luis Merlo y Amparo Larrañaga han resultado  ser unos estupendos actores).

Elisenda Ribas
Elisenda Ribas se convirtió en mi gran hallazgo. Aunque conocía con anterioridad su buen hacer teatral  jamás hubiese podido sospechar la ternura y la generosidad que se escondían tras su avasalladora personalidad. Virtudes estas que consolidaron una amistad entre nosotras que llegaría hasta nuestros días.

Con Eva Higueras
Con  Elena y  Eva, jóvenes y neófitas pero ansiosas de aprender, se estableció desde el principio una relación provechosa para las tres. Cada día antes del primer pase se dirigían a mi camerino y allí les enseñaba y practicábamos ejercicios de respiración, de colocación de voz, de expresión corporal… Huelga decir cuanto nos beneficiábamos de esto, pues nunca un actor está lo suficientemente preparado como para abandonar los calentamientos previos. Muchas lesiones musculares  y de cuerdas vocales se hubiesen podido evitar siguiendo esta sencilla regla, cosa  poco frecuente entre los a menudo indisciplinados actores españoles.

Ana Labordeta era una agradable muchacha, de carácter un poco retraído, pero muy eficiente como actriz y fácil como compañera.




En cuanto a Queta Claver, aquella hermosísima mujer que durante su juventud había sido una importante vedette de revista con sobrado poder para enloquecer a los hombres, logró con los años convertirse en una buena actriz dramática. Lo que nunca consiguió fue abandonar las actitudes de estrella adquiridas durante su apogeo. Aunque sin exageración, nos miraba a todas con un aire de superioridad que, teniendo en cuenta su edad y su inevitable deterioro físico, en realidad nos hacía gracia y nos inspiraba ternura. Nunca formó al cien por ciento parte de la familia pero todos la aceptamos como a una pariente excéntrica pero, en el fondo, querible.

Y con pleno éxito se mantuvo Ocho Mujeres en el teatro Fígaro de Madrid durante más de un año. Como suele suceder cuando las obras tienen una larga duración en cartel, hubo que hacer sustituciones, en este caso a Labordeta y a Luján, pero con tanta fortuna que las sustitutas, Pepa Sarsa y Marisa Lahoz, encajaron en el grupo y en sus papeles a la perfección.


Montaje de Jesús en la galería Margarita Summer

Por su parte Jesús expuso su obra en la prestigiosa sala Margarita Summer de Madrid en Marzo del 2000. Hay que admitir que fue un éxito más de crítica que de ventas. Su estilo seguía levantando roncha. Sus colores explosivos y su originalidad encandilaban a una gran parte del público pero el  tamaño de sus lienzos y su peculiar forma de tratar las figuras ahuyentaban a conservadores y pequeños compradores.  

Frente a uno de sus cuadros

De izquierda a derecha, Roberto Cazorla, Carlos Sánchez, Tete Blanco, Norberto Sosa, yo,
José María Salmerón y Jesús

Ya que era muy difícil vivir de la pintura, su trabajo como  fotógrafo del Teatro de la Zarzuela y del teatro Español era la base principal de nuestros ingresos.  Sin duda a Jesús le hubiese gustado dedicar todo el tiempo a su verdadera vocación, pero muchas veces la vida se opone a nuestros deseos.  A lo largo de mi azarosa existencia yo había comprobado que contra eso nada se podía hacer.

Pero no quiero terminar este capítulo sin reiterar lo maravillosa que fue aquella etapa de Ocho Mujeres para mí. Y no solo a nivel profesional: de esa experiencia conservo grandes amigas.  Por ejemplo Elisenda Ribas, Pepa Sarsa y Eva Higueras, de las que hablaré más adelante.


De izquierda a derecha Eva Higueras, Anne Igartiburu, yo, María Luisa Merlo, Luis Merlo, Queta Claver, Ana Labordeta, Verónica Luján, Elisenda Ribas y Elena Maurandi en la celebración de las primeras cien
representaciones de Ocho mujeres

Volveremos a vernos la próxima semana.

Fotos de Ocho mujeres, Jesús Alcántara.


Necrológica.

Michey Rooney

Mickey Rooney, nacido en New York en 1920 falleció el pasado domingo 6 de abril, a los 93 años, dejando tras de sí una carrera plagada de éxitos, una reputación de persona conflictiva y ocho matrimonios, siendo el primero y más notorio el que contrajo con la bellísima Ava Gardner.

A pesar de que continuó trabajando casi hasta el final de sus días, siempre será recordado por su época de niño prodigio o de revoltoso adolescente en el cine hollywoodiense. En esos films, a menudo acompañado por Judy Garland, consiguió despertar  la adoración del público gracias a su desbordante energía y su gracejo. Adiós a otro de esos niños a los que la fama arrebató la infancia.






Próximo Capítulo. Mi encuentro con Chicho Ibáñez Serrador.



sábado, 5 de abril de 2014

Instantánea 114 - Los últimos años del siglo XX. (3ª parte)



Foto Jesús Alcántara

El interior del hospital de La Fuenfría resultó tan amplio y luminoso como su exterior hacía prever. Amplios pasillos, desahogadas habitaciones con tan solo dos camas y provistas de un balcón por donde entraba a raudales la luz y desde el cual se podía admirar la maravillosa vista del bosque circundante. El médico director de las dos plantas dedicadas a enfermos terminales, con el cual inmediatamente establecí contacto,  era  encantador.

En nuestro primer encuentro, al ver aquella increíble radiografía del deformado cerebro de mi madre me confirmó este diagnóstico: el proceso de deterioro era imparable y, por supuesto, no había esperanza alguna de recuperación. Al mismo tiempo me aseguró que allí se ocuparían de que su final fuese apacible e indoloro. Aceptar que solo eso  se podía hacer por aquella mujer tan importante en mi vida me rompía en mil pedazos.

Mi madre Dora. 1928

 A la mañana siguiente, acompañé a mi madre en una ambulancia hasta La Fuenfría. No estaba segura de que entendiera mis palabras, pero le conté una mentira piadosa: estaba siendo trasladada a un hospital que contaba con los equipos técnicos y el personal idóneo  para curarla. Ella se limitó a tomarme la mano y sonreír. No es posible describir   el remordimiento que sentía al alejarla de mí y de su entorno, aunque ya había comprobado como su cerebro desorientado tenía consciencia casi nula de lo que la rodeaba. Cien veces le repetí, durante el largo viaje, que vendría a estar con ella a diario y cien veces me respondió con una sonrisa y un “ya, mama” que me envolvía en una mezcla de ternura y desolación.

Dos meses  estuvo allí ingresada y ni una sola vez falté a mi promesa. Cuando a Jesús le era posible me llevaba en nuestro coche. Cuando no era así, por la mañana temprano tomaba en Atocha el tren de cercanías hasta Cercedilla y, una vez en el pueblo hacía uso de un autobús de la empresa Larrea dedicado en exclusiva a cubrir, cuatro veces al día, el viaje de ida y vuelta al hospital. En total, un recorrido de casi dos horas. Con el fin de darle yo misma la comida siempre estaba allí antes de que sirvieran el almuerzo y me iba después de la cena. Me empeñaba en que comiera, con un tesón casi enfermizo, como si eso fuese a devolverle la vida. Y así pasaron largos días, viendo como aquel manantial de energía y brillantez iba agotándose pacíficamente, sin estridencias pero de manera irremisible.

Hasta que una mañana se desataron todos los demonios del infierno.

Desde La Fuenfría me comunicaron telefónicamente que, durante la madrugada, mi madre se había caído de la cama fracturándose por varios lugares un fémur. Cuando llegué a su lado la imagen de su pierna escayolada hasta la ingle me hizo romper a llorar con desconsuelo. Me garantizaron que no tenía dolores, drogada como estaba, y que así la mantendrían, pero yo sabía el significado de todo aquello: había llegado el auténtico final. Nunca más volví a ver esa radiante sonrisa con la cual muchos años atrás deslumbrara a amigos y admiradores, la misma que hasta ese accidente había encandilado, durante sus numerosos ingresos, a médicos y enfermeras. Nunca más su mano agarró la mía. Y el 17 de febrero de 1999, pocos meses antes de cumplir los 90 años, Dora Pfarr de Mariño, la inseparable melliza de Yenny, la abnegada esposa de Arsenio, una de las integrantes de esa pareja de bailes, Las Farry Sisters, que el público tanto había admirado durante las décadas de los  20, 30 y 40, mi  madre, dejaba este mundo en el que tanto había luchado y del que también había disfrutado a plenitud.

Dora y Yenny, las Pfarry Sisters

No pienso extenderme en la narración de cuan larga y profunda fue mi depresión tras su muerte. Solo os contaré que, en los meses siguientes, rechacé varias propuestas de trabajo y  la invitación de amigos a pasar en sus hogares, dentro y fuera de España, el tiempo que desease. No me sentía capaz de abandonar mi casa. Aunque suene increíble  añoraba enfermizamente  los años de cuidados y hasta la falta de libertad dedicados a la invalidez de mi madre, estaba tan aferrada a ese olor suyo impregnando cada rincón, que Jesús decidió que debíamos mudarnos. Con un resto de lucidez comprendí cuanta razón tenía. Aquella actitud morbosa de refocilarme en los recuerdos era insana, debía pasar página y reanudar mi vida, como Dora, aquella valerosa superviviente de tantas pérdidas, hubiese deseado.

Nuestro adosado en Estrecho de Corea

Por lo tanto en noviembre de 1999 nos mudamos a un chalet adosado de tres plantas en la Calle Estrecho de Corea, una zona residencial prácticamente en el centro de Madrid.

Nochebuena del 99
Y la terapia funcionó. La mudanza, la ardua labor de acondicionar nuestro nuevo hogar, su “presentación en sociedad” hizo que mis biorritmos fuesen poco a poco recobrando una relativa normalidad. 

Jesús y yo, primera nevada en el chalet

La cuestión es que llegó el 1 de enero del nuevo siglo sin que el negro vaticinio de Nostradamus sobre el fin del mundo se cumpliera: la tierra siguió girando, la nieve cayó límpida y hermosa ese invierno y, al llegar la primavera no solo los árboles renacieron y las plantas florecieron; también milagrosamente lo  había hecho mi carrera. 


Rodeando a Maria Luisa Merlo, desde el suelo y siguiendo las agujas del reloj;  Eva Higueras,
Yolanda Farr, Ana Labordeta, Verónica Luján, Elisenda Ribas, Queta Claver y Elena Maurandi


Ángel García Moreno, director y gestor del teatro Fígaro de Madrid me había ofrecido, en septiembre del 99, hacer una de las dos protagonistas en “Ocho mujeres”, de Robert Thomas. Y os aseguro que jamás he disfrutado tanto con un papel ni me he sentido más cómoda y arropada como entre aquellas siete  actrices que completaban el reparto: María Luisa Merlo, Elisenda Ribas, Queta Claver, Eva Higueras, Verónica Luján, Ana Labordeta y Elena Maurandi. Si, amigos finalizar ese terrible año haciendo “Ocho mujeres” fue un bálsamo para mi tristeza.


Próximo capítulo. La Merlo y otras siete grandes mujeres más.