sábado, 1 de junio de 2013

Instantánea 78 - Sí, Franco ha muerto.





¿Cómo se podría entender, o hacer entender a algunos de mis lectores, la sorprendente decisión del Generalísimo Francisco Franco sobre quién le sucedería tras su muerte? En un país gobernado durante más de cuarenta años por una dictadura fascista, sometido por entero al Movimiento Nacional ¿de dónde surgió y por qué se implantó una monarquía? Esta es, a grandes trazos, la narración de un proceso enrevesado y lleno de sorpresas.

Don Juan de Borbón y Battenberg, nacido en Segovia en 1913, hijo tercero de Alfonso XIII, el que fuese rey de España de 1902 al 1931  vivió desde niño en el exilio, obligado por la deserción de su padre y la posterior proclamación en España de la II República. Siendo heredero por derechos dinásticos de la Casa Real Española, en 1941 encabezó la causa monárquica en el extranjero y desempeñó, desde Estoril, una parte muy activa en la oposición al franquismo.

Juan Carlos de niño
Foto de archivo de Willy Uribe
A pesar de esto, años más tarde y tras varias inusitadas entrevistas con Franco, por razones que tan solo las grandes cabezas políticas pueden entender, Juan de Borbón consintió en que su hijo Juan Carlos, un niño en esos momentos, fuera educado en España.

Así que aquí tenemos, ya a mediados de los cuarenta, en pleno auge de la dictadura, a nuestro actual rey, hijo de un monarca sin corona, cursando todos sus estudios bajo la tutela del Generalísimo.

Los años pasaron. Y muchas cosas sucedieron en la vida de nuestros protagonistas, demasiadas y demasiado farragosas para caber en este capítulo.
Juan Carlos y Francisco Franco

La cuestión es que el muchachito Real  se convirtió en un hombretón muy listo y su protector en un decrépito anciano empecinado en que en España, tras su muerte, se instaurara de nuevo la monarquía de los Borbones. Todo atado y bien atado en virtud de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947  que Franco hiciese ratificar por las Cortes Españolas en el año 69.

Finalmente, después de una larga agonía, el veinte de noviembre de 1975 moría el hombre que con  mano de hierro había tenido al pueblo español sometido a sus caprichos. El 22 de ese mismo mes Juan Carlos, aquel que había aceptado tiempo atrás los términos franquistas de sometimiento a los Principios del Movimiento Nacional destinados a perpetuar el franquismo,  era investido Rey. Por supuesto rodeado del escepticismo tanto de los adeptos al régimen como de la oposición democrática.

El tiempo aclararía estas dudas, por fortuna con resultados positivos para el bien del país y de la democracia. Pero de eso ya se hablará.

Tras este resumen  algo chapucero, regreso a la narración de “Las aventuras y desventuras de Yolanda Farr”, devolviendo la política a las manos de nuestro, en aquellos días, flamante Rey Juan Carlos I y dejando al pueblo español sumido en el desconcierto.

Ojo por ojo y cuerno por cuerno, el delicioso vodevil de Feydeau que estábamos interpretando en el teatro Arniches, no volvió a levantar cabeza tras estos drásticos acontecimientos.  La gente tenía miedo a salir, sobre todo de noche. Las defraudadas tripas de la derecha, sobre todo las de Fuerza Nueva y su mano ejecutora, los Guerrilleros de Cristo Rey, sonaban con tanta violencia como las de un volcán que augurara una inminente erupción. Las primeras semanas tras la muerte de Franco fueron  amedrentadoras.
Franco en su ataúd

Durante las 50 horas que permaneció expuesto  en el Palacio de Oriente, su cuerpo fue visitado por más de 300,000 personas que hacían gala de su dolor. Había muerto Francisco Franco, adorado caudillo de una España y verdugo de la otra y el pueblo estaba convulso, unos por la esperanza y otros por el dolor. “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, había predicho años atrás el gran poeta Antonio Machado. La duda era si, tras aquellos momentos de tensión extrema que estábamos viviendo, las dos Españas, desdiciendo esos  versos, aprenderían a olvidar, a convivir transformando este fraccionado país en la patria de todos, en una gran madre que abrazara por igual a sus hijos, sin hacer distinciones políticas ni religiosas. 

La cuestión es que los teatros, tras mantenerse cerrados durante varios días, reabrieron sus puertas para una  audiencia tan pequeña que era desolador. Tanto los empresarios de compañía como los actores nos veíamos en el paro y sin cercanas perspectivas de trabajo. Pero la historia nos había demostrado que era imposible aniquilar a una ciudad como Madrid, una ciudad que, incluso durante el asedio y los bombardeos de la Guerra Civil, había logrado mantener viva su actividad artística y alto el espíritu de sus ciudadanos. Así que España en pleno decidió aguantar el chaparrón de pérdidas económicas a la espera de tiempos mejores.

En cuanto a los eventos de mi vida he de decir que, tras la injusta y prematura desaparición de  Ojo por ojo, me surgió un nuevo trabajo que enriquecería mi trayectoria artística enormemente.

Mari Carmen Calleja, que hacía tiempo había dejado de ser mi representante para convertirse en mi amiga, me presentó a un tal Jordi, un misterioso francés que vivía en España desde hacía años. En la sesera de este soñador bullía un proyecto, tan bello como ambicioso y en apariencia inadecuado para el momento que estábamos viviendo. Pero él estaba  dispuesto a llevarlo a cabo. Hacer un music hall en Madrid de la calidad de  L'Ange Bleu, El Crazy Horse o de LAlcazar de Paris. Y yo debía ser presentadora, estrella y, en gran parte, alma del espectáculo. Así que, un buen día, acompañada de Mari Carmen y de Jordi,  me encontré en la “ciudad de la luz”, viendo espectáculo tras espectáculo y entablando relación con artistas de la talla de Zizi Jeanmaire, a la que había admirado en grandes películas musicales como Hans Cristian Andersen o Folies-Bergère, o con nuevos talentos como Jean Marie Riviere, Jean Français y Pascal. Por cierto que este  trío, durante aquel viaje a Francia, quedaría ya contratado para nuestro estreno madrileño. Todo iba a una velocidad de vértigo,  y además con una precisión que no dejaba duda alguna sobre lo importante e inminente del proyecto. Pero yo sentía que algo misterioso estaba sucediendo durante nuestra estancia en París.


Por el día Mari Carmen y yo hacíamos las inevitables visitas turísticas, lugares que mi amiga me mostraba con admirable paciencia, teniendo en cuenta que para ella la ciudad era como de la familia. Por supuesto la Torre Eiffel, el Barrio de Montmartre  con su plaza de los pintores, tan cercana al Sacré Coeur,  y por la que me parecía ver deambular a Van Gogh, Toulouse, Gauguin y a un sinnúmero de talentos, muchos de los cuales jamás llegaron a la posteridad pero que, sin duda, disfrutaron de aquella gloriosa época de bohemia. La hermosísima catedral de Notre Dame, el barrio de Pigalle, donde Lautrec tuvo su estudio, eterno centro de la “vida alegre” de la urbe y cuyo corazón húmedo y palpitante era, sin duda, el cabaret Moulin Rouge.

Pero jamás Jordi participó de estos paseos diurnos. Mari Carmen lo justificaba diciendo que todos aquellos lugares tan emotivos para mi  eran archiconocidos para él y que, además, padecía de insomnio nocturno y, a causa de ello,  tenía la costumbre de dormir de día. Pero eso sí,  al llegar la noche despertaba de su sueño y de su abulia, se vestía sus mejores galas y nos llevaba a cenar a maravillosos restaurantes en los cuales éramos recibidos con calidez y especial familiaridad y  acomodados en lugares selectos y reservados. Todo esto antes del diario, y ya mencionado, tour por los cabarets de la ciudad. El comportamiento de aquel hombre me resultaba extraño pero, sin querer meterme en demasiadas intimidades con el que iba a ser “mi jefe” decidí aceptar su actitud "vampírica" sin hacer preguntas indiscretas. 

Nada más regresar a Madrid comenzamos las audiciones. La cosa no fue fácil, pues el que era nuestro director, Jean Marie, había creado un estilo  donde la destreza de los bailarines o de los cantantes era tan solo una parte de lo requerido. Los elegidos debían tener tipos físicos muy definidos y estar dispuestos, ellos a travestirse y ellas a semidesnudarse. Por ejemplo, se contrató a un actor obeso y gracioso, Emilio Aguado y a un enano, J.J. Espinosa, que desde hacía años pertenecía al mundo del espectáculo ya que estaba casado con una famosa cupletista, Perlita de Hueva.  Entre las varias bailarinas escogidas una era altísima, Isi, mientras que otra era pequeña y frágil, Martina. Contábamos con  un transformista, Raúl,  y una hermosa mujer, Didi,  de raza negra y que cantaba como los ángeles. También  contábamos con Micki Gener, cantante y actor… En cuanto a los bailarines unos eran recios y musculosos y otros delicados y amanerados, es decir, que cuando el show se estrenara, el público podría ver un amplio muestrario de la humanidad.

Además de los extenuantes ensayos, el reparto en pleno debíamos hacer  cada día una hora de barra convencional tras la cual Pascal,  ex bailarín de L’Alcazar de Paris, nos daba lecciones de estilo, de un estilo tan innovador que atrajo a nuestras sesiones a decenas de bailarines. Con el generoso permiso de Jordi, el empresario, la diaria clase, que debía estar compuesta por los veintidós componentes de la compañía, llegó a abarrotarse de profesionales deseosos de conocer la nueva escuela nacida en el parisino cabaret creado por Jean Marie Riviere.

Miguel Bosé en 1976
Una mañana, en el salón dedicado a nuestra preparación y calentamiento, vi aparecer un joven,  un efebo tan bello que una luz especial lo rodeaba. Su cuerpo estilizado y su rostro imberbe y ambiguo, poseían un  encanto al cual era imposible resistirse. Aquel muchachito tímido era  un personaje ideal para la estética de nuestro espectáculo. Así que decidí entablar conversación con él y averiguar de quién se trataba. Poco pude sacar en claro de nuestra primera charla, tan solo que se llamaba Miguel y que la meta de su vida era convertirse en artista. Ante mi pregunta sobre si pretendía entrar a formar parte de la compañía su respuesta fue negativa. Tan solo quería enriquecer sus conocimientos asistiendo a esas clases de las que tanto se hablaba en el mundo de la farándula madrileño.

En días sucesivos nuestras chácharas se hicieron más largas, llegando a convertirse en un agradable intercambio de vivencias. Su trato era tan educado que esos momentos estaban llenos de encanto. Así supe que su nombre completo era Luis Miguel González Bosé, aunque tenía decidido que el artístico sería  Miguel Bosé, que su padre era el famoso torero Luis Miguel Dominguín y su madre la hermosa actriz italiana Lucía Bosé, que había nacido, casi por accidente, en Panamá y que su padrino era el cineasta italiano Luchino Visconti. Desgraciadamente no solo nuestro trato nunca se extendió fuera de aquel recinto si no que, en los días de los agotadores ensayos generales, sin tiempo ya para clases ni calentamientos, dejamos de vernos y  nuestra comunicación se cortó casi del todo. Y digo casi, por algo que sucedió poco más adelante y que contaré en su momento.

La cuestión es que ni por un momento dudé  que ese encantador muchacho llegaría a ser una estrella. Lo llevaba en la sangre y tatuado por todo su ser.


Foto Jesús Alcántara
Y para terminar esta parte de mi relato, sólo me queda contaros cómo, durante uno de los últimos ensayos generales, una desagradable sorpresa nos tuvo a todos en vilo durante un par de días.

Tras haber pasado más de un mes del fallecimiento de Franco, con un Rey ya sentado en el trono de España, descubrimos que aún existían los temidos censores de espectáculos.  Una mañana nos notificaron que debíamos hacer para ellos, aquella misma noche, un pase íntegro del show. Un gran golpe ya que todos creíamos que “muerto el perro, se acabó la rabia”. ¿Qué iba a ser de aquel libérrimo invento nuestro del cual travestismo, desnudo e imaginación desbocada, ( todas cosas prohibidas hasta aquel momento) eran parte indispensable? ¿Sabrían esos zopencos apreciar la clase, sutileza y pericia con que estos temas eran tratados? ¿Qué pasaría con los millones que Jordi había gastado en acondicionar el local, en proveer al escenario de escaleras mecánicas y giratorios, en un vestuario tan caro que solamente el número del grand finale había costado tres millones  de pesetas?

¿Qué sería del flamante Music-Hall Topless y de su hermoso espectáculo El ángel azul?






Próximo capítulo. El Music-Hall Topless.

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