Foto JesúsAlcántara |
Mientras el avión
sobrevolaba el nítido cielo azul de Miami me parecía imposible que existiera una imagen más impactante. Desde aquellas alturas se
podía apreciar a la perfección el contorno de su costa, roto por refulgentes lenguas de agua que penetraban en tierra, casi besando los pies de
los edificios, las islas
artificiales de Bahía Vizcaína, morada de grandes estrellas y poderosos
magnates, y que parecían milagros
brotando de un mar casi transparente…Toda esa belleza me mantenía pegada
a la ventanilla, como hipnotizada.
Vista aérea de Miami |
Al descender del avión en el
Aeropuerto Internacional me impactó la cálida temperatura ambiente. Solo unas
horas antes había abandonado un New York cercano a cero grados centígrados, así
que mi cuerpo agradeció con fruición aquella brisa tibia y húmeda tan parecida a la de mi añorada Cuba. Y para
colmar mi alegría, al salir de la
recogida de equipaje comprobé que Mequi Herrera, con los brazos
abiertos y luciendo una sonrisa que surgía, más que de su boca, de todo su cuerpo, me esperaba emocionada en la terminal.
Con Mequi en La Calle Ocho |
Nuestros previos encuentros, que hasta ese momento habían tenido lugar
durante sus visitas a España, estaban siempre llenos de emotividad. Tal vez os
sorprenda pero aquel era mi primer viaje a Miami. A pesar del ajetreo eterno que ha
jalonado mi vida nunca he tenido “espíritu viajero” y menos en lo que se
refiere a largas distancias. Aunque de España conozco hasta pueblos que no figuran
en el mapa, mis salidas al extranjero han sido muy escasas.
En medio de un incesante
parloteo digno de adolescentes, Mequi me condujo a su chalecito de Surfside en un viaje
que, de no haber sido por el alboroto de nuestros corazones, me hubiese
parecido eterno, a causa del tráfico infernal. Más tarde supe que las distancias en Miami
no es que parecieran enormes, es que lo eran. (La ciudad se divide en condados.
Por ejemplo, la famosa Miami Beach es solo una de las 20 ciudades, pueblos y
aldeas que forman parte del condado de Miami-Dade. De hecho, según dicen, puedes pasar de una ciudad a otra solo
doblando una esquina).
La cuestión es que aquella
primera tarde conocí a una de las personas más tiernas y puras de alma que alguien
pudiese imaginar: Roselén, amiga de Mequi y supongo que del mundo entero. Pocos seres tan comprensivos y con tal capacidad de amar han pasado por mi
vida.
Con Roselén |
Al igual que me había sucedido con Lucy el día de mi llegada a Cuba años atrás, (ver Instantánea 100), aquella noche nadie pegó ojo, intercambiando historias y compartiendo esa cálida sensación de auténtico cariño que pocas veces se consigue disfrutar. Uno de los temas más tratado fue mi gran interés por encontrar a Homero Gutiérrez, el hombre al que debía todo lo bueno y todo lo malo que me tocó vivir durante la lejana época de mi loco amor por él. Mequi conocía bien la historia pero a Roselen hube de narrarle la completa odisea de mi pasión, dolor y acoso en la Cuba de los años sesenta. (Ver Instantáneas 26 y 27).
Cuando llegué a las últimas
palabras que Homero me había dirigido, sentados ambos en el patio central de
una de las circulares que componían la prisión de Isla de Pinos, cuando repetí
aquella orden suya, ese epitafio de nuestra historia de amor, “no quiero
que vuelvas a verme. Mi vida ya es en sí demasiado dura”, las lágrimas brotaban
de los ojos de Roselén. El consenso entre
mis amigas fue total; era indispensable encontrar a ese hombre y propiciar entre
nosotros una reunión. Así que ambas prometieron remover
tierra y cielo hasta localizarle.
Frente al chalecito de Mequi |
Al día siguiente, antes de salir Mequi para su
trabajo como manager en el hotel J.W.
Marriot, nos dedicamos a hacer llamadas. La primera mía fue a
un amigo de mi época cubana, el doctor Raúl, me avergüenza no recordar el
apellido, gran aficionado al teatro y que algún tiempo atrás se había puesto en
contacto conmigo enviándome a España su número telefónico y una foto en escena
con Homero Gutiérrez.
Así es como había sabido que mi antiguo amor estaba
en Miami y en activo. Pero la persona que respondió a esa llamada me dio la triste noticia de que Raúl había
fallecido hacía unos meses y no supo, o quiso, darme más detalles.
Luego intenté comunicarme con aquel muchacho, Sergio Salom, mi más devoto fan de tiempos atrás y al que, estando yo presente, detuvieran una noche habanera por llevar puestos pantalones pitillo, tachándole de “mariconazo”. Ese hecho que me abrió los ojos ante la magnitud de la homofobia castrista y de su más terrible consecuencia: la UMAP. (Ver Instantánea 38).
Luego intenté comunicarme con aquel muchacho, Sergio Salom, mi más devoto fan de tiempos atrás y al que, estando yo presente, detuvieran una noche habanera por llevar puestos pantalones pitillo, tachándole de “mariconazo”. Ese hecho que me abrió los ojos ante la magnitud de la homofobia castrista y de su más terrible consecuencia: la UMAP. (Ver Instantánea 38).
Así que, ansiosa por reencontrarme con mi querido
cubanito, llena de curiosidad por ver lo que los años habían hecho con aquel
joven frágil y sensible, marqué su
número. Y entonces recibí la segunda y más fuerte bofetada de la mañana: la
desagradable persona que me contestó, sin preámbulo alguno me dijo que “ese
individuo” había muerto hace tiempo de SIDA y que no molestara más llamando. ¡Dios!,
esa enfermedad considerada por aquellos años un “castigo divino contra los
homosexuales” y que estaba azotando a una importante parte de la población
mundial… (Al no haber sido identificado el lentivirus que la provoca hasta
1982, por el equipo de Luc Montagner, en
Francia, no existía en sus principios tratamiento médico y prácticamente el
total de los que la contraían
estaban condenados a morir).
De derecha a izquierda, Homero y Raúl en una representación |
Esas fueron mis infructuosas
y tristes gestiones. Mequi, por su parte, habló con amigos mutuos, a
los cuales yo no veía desde mi salida de Cuba en 1967, Gilberto Álvarez y mi
siempre recordado Julio Gómez, comunicándoles mi llegada. (Ver Instantánea 42). Y ya que ambos trabajaban en los polos opuestos
de la ciudad, con el fin de evitar la difícil
tarea de compaginar los horarios laborales, decidimos citarnos el
sábado, día de asueto para los
“currantes”, en el chalecito de mi amiga. Al finalizar sus correspondientes trabajos, con un
sol maravilloso y una temperatura primaveral que en nada predecía lo que dos
días más tarde se nos iba a venir encima, Mequi y Roselén me brindaron un tour turístico por Miami en
coche pues, según aseguraban, era casi la única manera de moverse por la
ciudad. Como pensábamos que aún
tendríamos cuatro días por delante, el recorrido fue corto pero selecto, comenzando por
la Calle Ocho de Little Havana, el famoso asentamiento de la colonia
cubana.
El Teatro Tower. Miami |
Así fue como pasé por delante del Teatro Tower, sin sospechar la
importancia que ese lugar tendría para mí años más tarde, sacié el capricho de
comerme un sándwich cubano en el restaurante Little Havana, me sorprendí ante un
cartel colocado a la entrada de un establecimiento que rezaba, textualmente,
“we also speak english” (hablamos también inglés) y visité un precioso lugar a orillas del mar llamado
Bayside Marquet Place. Aquella noche las tres acabamos exhaustas y llenas de
entusiasmo. Pero Mequi, justo antes de dormir, me mencionó la
existencia de un contacto, "al que veré mañana", y que podría indicarnos cómo
localizar a Homero. Aquello alteró mis planes de caer en un profundo y
reparador sueño.
En Bayside Marquet Place |
La cuestión es que al día siguiente tenía en mis manos el número telefónico de Homero Gutiérrez.
Esperando que aquello no fuese un error lo marqué con mano temblorosa por la
emoción, pero la voz que brotó del auricular borró en mí cualquier posible duda; “hello,
soy Homero, dime…” Zarandeada por un maremágnum de recuerdos, mis primeras palabras
fueron de una absurdez que aún hoy me averguenza: “Hola, soy Yolanda Farr y estoy
en Miami, no sé si me recuerdas”.
Para sintetizar os contaré
que quedamos citados esa misma tarde en la Fundación Artística Cubano-Americana,
ubicada en Hialeah, de la cual él era presidente. Sería imposible describir las horas previas a nuestro encuentro, mi nerviosismo al
dirigirme hacia allí, mi premura al subir las escaleras que conducían hasta su despacho, el tumulto de palabras y preguntas
que bullían en mi cerebro... ¡Teníamos tanto de que hablar!
La cuestión es que al llegar
a mi destino final me hallé frente a una puerta abierta y pude ver al otro lado de la
habitación, recortada contra la brillante luz de un ventanal, la gallarda silueta de un Homero sobre el que, gracias al
engaño del contraluz, parecía no haber pasado el tiempo. Arrebatada por esa
ternura que había sustituido en mi alma a los antiguos impulsos pasionales, me
dirigí hacia él, deseando trasmitirle con un intenso abrazo todo el cariño que le profesaba, contarle cuánto me hizo sufrir su infortunio, de qué cruel manera lo tuve que compartir y hacerle saber lo importante que había sido
para mí durante largos años de mi vida. Pero tan solo tres pasos pude dar antes
de que un muro de hielo me frenase. ¡Homero me tendía la mano de forma
protocolaria mientras, con voz bien modulada e impersonal me decía:
“Hola Yolanda, ¿cómo estás? ¿Qué tal tu familia? Siéntate, mujer”!
Cartel de una obra dirigida por Homero |
La situación no podía ser más
absurda. Ni un gesto ni una palabra que pareciera salir del hombre que tanto
había amado. Aturdida por su reacción y derrumbada en una silla me limité a
responder a preguntas insustanciales con respuestas del mismo tipo: Sí, yo seguía
en la profesión. No, mi padre y mi tía ya no vivían. Es cierto, España era un país lleno
de contrastes. Sí, trabajaba exitosamente como actriz. Todo esto como si
nuestro pasado juntos no hubiese existido. Como si no tuviésemos todo un mundo de cosas trágicas o bellas que rememorar.
Ya que él dirigía y actuaba en
obras que montaba para el pequeño teatro de la fundación, tras entregarme una tarjeta, me pidió que al regresar a mi país le
enviara textos de funciones donde hubiesen papeles para él. En Miami le resultaba
muy difícil encontrar material, adujo. Le respondí que sin falta cumplimentaría su
petición. Y hasta allí pude soportar. Haciendo lo posible por disimular mi frustración, me alcé de la silla e intenté
despedirme usando el mismo despego y fría cortesía que Homero estaba utilizando
conmigo, y tras otro ¡apretón de manos! salí de la habitación flotando en una
nube de desconcierto.
Ni aún en estos momentos, al escribir mis memorias, consigo entender del todo la actitud de Homero durante nuestro fiasco de reencuentro. (El culebrón continuará).
Ni aún en estos momentos, al escribir mis memorias, consigo entender del todo la actitud de Homero durante nuestro fiasco de reencuentro. (El culebrón continuará).
Próximo capítulo:
Entre descubrimientos y elucubraciones.
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