sábado, 25 de enero de 2014

107 - Madrid-New York- Miami- Madrid. (Segunda parte).



Foto JesúsAlcántara

Mientras el avión sobrevolaba el nítido cielo azul de Miami me parecía imposible que existiera una imagen más  impactante. Desde aquellas alturas se podía apreciar a la perfección el contorno de su costa, roto por  refulgentes lenguas de agua que penetraban en tierra, casi besando los pies de los edificios,  las  islas artificiales de Bahía Vizcaína, morada de grandes estrellas y poderosos magnates, y que parecían milagros  brotando de un mar casi transparente…Toda esa belleza me mantenía pegada a la ventanilla, como hipnotizada.

Vista aérea de Miami
Al descender del avión en el Aeropuerto Internacional me impactó la cálida temperatura ambiente. Solo unas horas antes había abandonado un New York cercano a cero grados centígrados, así que mi cuerpo agradeció con fruición aquella brisa tibia y húmeda  tan parecida a la de mi añorada Cuba. Y para colmar mi alegría, al salir de la recogida de equipaje comprobé que  Mequi Herrera, con los brazos abiertos y luciendo una sonrisa que surgía, más que de su boca, de todo su  cuerpo, me esperaba emocionada en la terminal. 

Con Mequi en La Calle Ocho

Nuestros previos encuentros, que hasta ese momento habían tenido lugar durante sus visitas a España, estaban siempre llenos de  emotividad. Tal vez os sorprenda pero aquel era mi primer viaje a Miami. A pesar del ajetreo eterno que ha jalonado mi vida nunca he tenido “espíritu viajero” y menos en lo que se refiere a largas distancias. Aunque de España conozco hasta pueblos que no figuran en el mapa, mis salidas al extranjero han sido muy escasas.

En medio de un incesante parloteo digno de adolescentes, Mequi me condujo a su chalecito de Surfside en un viaje que, de no haber sido por el alboroto de nuestros corazones, me hubiese parecido eterno, a causa del tráfico infernal.  Más tarde supe que las distancias en Miami no es que parecieran enormes, es que lo eran. (La ciudad se divide en condados. Por ejemplo, la famosa Miami Beach es solo una de las 20 ciudades, pueblos y aldeas que forman parte del condado de Miami-Dade. De hecho, según dicen,  puedes pasar de una ciudad a otra solo doblando una esquina).

La cuestión es que aquella primera tarde conocí a una de las personas más tiernas y puras de alma que alguien pudiese imaginar: Roselén, amiga de Mequi y supongo que del mundo entero.  Pocos seres tan comprensivos y con tal capacidad de amar han pasado por mi vida.

Con Roselén

Al igual que me había sucedido con Lucy el día de mi llegada a Cuba años atrás, (ver Instantánea 100), aquella noche nadie pegó ojo, intercambiando historias y compartiendo esa cálida sensación de auténtico cariño que  pocas veces se consigue disfrutar.  Uno de los temas más tratado fue mi gran interés por encontrar a Homero Gutiérrez, el hombre al que debía todo lo bueno y todo lo malo que me tocó vivir durante la lejana época de mi loco amor por él. Mequi conocía bien la historia pero a Roselen hube de narrarle la completa  odisea de mi pasión, dolor y acoso en la Cuba de los años sesenta. (Ver Instantáneas 26 y 27).


Cuando llegué a las últimas palabras que Homero me había dirigido, sentados ambos en el patio central de una de las circulares que componían la prisión de Isla de Pinos, cuando repetí aquella orden suya,  ese epitafio de nuestra historia de amor, “no quiero que vuelvas a verme. Mi vida ya es en sí demasiado dura”, las lágrimas brotaban de los ojos de Roselén.  El consenso entre mis amigas fue total; era indispensable encontrar a ese hombre y propiciar entre nosotros una  reunión. Así que ambas prometieron remover tierra y cielo hasta localizarle.

Frente al chalecito de Mequi
Al día siguiente, antes de salir Mequi para su trabajo como manager en el  hotel J.W. Marriot,  nos dedicamos a hacer llamadas. La primera mía fue a un amigo de mi época cubana, el doctor Raúl, me avergüenza no recordar el apellido, gran aficionado al teatro y que algún tiempo atrás se había puesto en contacto conmigo enviándome a España su número telefónico y una foto en escena con Homero Gutiérrez. 

Así es como había sabido  que mi antiguo amor estaba en Miami y en activo. Pero la persona que respondió a esa llamada  me dio la triste noticia de que Raúl había fallecido hacía unos meses y no supo, o quiso, darme más detalles. 

Luego intenté comunicarme con aquel muchacho, Sergio Salom, mi más devoto fan de tiempos atrás y al que, estando yo presente, detuvieran una noche habanera por llevar puestos pantalones pitillo, tachándole de “mariconazo”. Ese hecho que  me abrió los ojos ante la magnitud de la homofobia castrista y de su más terrible consecuencia: la UMAP. (Ver Instantánea 38).

Así que, ansiosa por reencontrarme con mi querido cubanito, llena de curiosidad por ver lo que los años habían hecho con aquel joven frágil y sensible,  marqué su número. Y entonces recibí la segunda y más fuerte bofetada de la mañana: la desagradable persona que me contestó, sin preámbulo alguno me dijo que “ese individuo” había muerto hace tiempo de SIDA y que no molestara más llamando.  ¡Dios!, esa enfermedad considerada por aquellos años un “castigo divino contra los homosexuales” y que estaba azotando a una importante parte de la población mundial… (Al no haber sido identificado el lentivirus que la provoca hasta 1982, por el  equipo de Luc Montagner, en Francia, no existía en sus principios tratamiento médico y prácticamente el total de los que la contraían  estaban condenados a morir).


De  derecha a izquierda,  Homero y Raúl en una representación

Esas fueron mis infructuosas y tristes gestiones. Mequi, por su parte, habló con amigos mutuos, a los cuales yo no veía desde mi salida de Cuba en 1967, Gilberto Álvarez y mi siempre recordado Julio Gómez, comunicándoles mi llegada.  (Ver Instantánea 42). Y  ya que ambos trabajaban en los polos opuestos de la ciudad, con el fin de evitar la difícil  tarea de compaginar los horarios laborales, decidimos citarnos el sábado, día de asueto  para los “currantes”, en el chalecito de mi amiga.  Al finalizar sus correspondientes trabajos, con un sol maravilloso y una temperatura primaveral que en nada predecía lo que dos días más tarde se nos iba a venir encima, Mequi y Roselén me brindaron un tour turístico por Miami en coche pues, según aseguraban, era casi la única manera de moverse por la ciudad. Como pensábamos que aún tendríamos cuatro días por delante, el recorrido fue corto pero selecto, comenzando  por la Calle Ocho de Little Havana, el famoso asentamiento  de la colonia cubana.

El Teatro Tower. Miami
Así fue como pasé por delante del Teatro Tower, sin sospechar la importancia que ese lugar tendría para mí años más tarde, sacié el capricho de comerme un sándwich cubano en el restaurante Little Havana, me sorprendí ante un cartel colocado a la entrada de un establecimiento que rezaba, textualmente, “we also speak english” (hablamos también inglés) y visité  un precioso lugar a orillas del mar llamado Bayside Marquet Place. Aquella noche las tres acabamos exhaustas y llenas de entusiasmo. Pero Mequi, justo antes de dormir, me mencionó la existencia de un contacto, "al que veré mañana", y que podría indicarnos cómo localizar a Homero. Aquello alteró mis planes de caer en un profundo y reparador sueño.

En Bayside Marquet Place

La cuestión es que al día siguiente tenía en mis manos el número telefónico de Homero Gutiérrez. Esperando que aquello no fuese un error lo marqué con mano temblorosa por la emoción, pero la voz que brotó del auricular borró en mí cualquier posible duda; “hello, soy Homero, dime…” Zarandeada por un maremágnum de recuerdos, mis primeras palabras fueron de una absurdez que aún hoy me averguenza: “Hola, soy Yolanda Farr y estoy en Miami,  no sé si me recuerdas”.

Para sintetizar os contaré que quedamos citados esa misma tarde en la Fundación Artística Cubano-Americana, ubicada en Hialeah, de la cual él era presidente. Sería imposible  describir las horas previas a nuestro encuentro, mi nerviosismo al dirigirme hacia allí, mi premura al subir las escaleras que conducían hasta su  despacho, el tumulto de palabras y preguntas que bullían en mi cerebro... ¡Teníamos tanto de que hablar!

La cuestión es que al llegar a mi destino final me hallé frente a una puerta abierta y pude ver al otro lado de la habitación, recortada contra la brillante luz de un ventanal, la gallarda  silueta de un Homero sobre el que, gracias al engaño del contraluz, parecía no haber pasado el tiempo. Arrebatada por esa ternura que había sustituido en mi alma a los antiguos impulsos pasionales, me dirigí hacia él, deseando trasmitirle con un intenso abrazo todo el cariño que le profesaba, contarle cuánto me hizo sufrir su infortunio, de qué cruel manera lo tuve que compartir  y hacerle saber lo importante que había sido para mí durante largos años de mi vida. Pero tan solo tres pasos pude dar antes de que un muro de hielo me frenase. ¡Homero me tendía la mano de forma protocolaria mientras, con voz bien modulada e impersonal me decía: “Hola Yolanda, ¿cómo estás? ¿Qué tal tu familia? Siéntate, mujer”!

Cartel de una obra dirigida por Homero
La situación no podía ser más absurda. Ni un gesto ni una palabra que pareciera salir del hombre que tanto había amado. Aturdida por su reacción y derrumbada en una silla me limité a responder a preguntas insustanciales con respuestas del mismo tipo: Sí, yo seguía en la profesión. No, mi padre y mi tía ya no vivían. Es cierto, España era un país lleno de contrastes. Sí, trabajaba exitosamente como actriz. Todo esto como si nuestro pasado juntos no hubiese existido. Como si no tuviésemos todo un mundo de cosas trágicas o bellas que rememorar.

Ya que él dirigía y actuaba en obras que montaba para el pequeño teatro de la fundación,  tras entregarme una tarjeta, me pidió que al regresar a mi país le enviara textos de funciones donde hubiesen papeles para él. En Miami le resultaba muy difícil encontrar material, adujo. Le respondí que sin falta cumplimentaría su petición.  Y hasta allí pude soportar. Haciendo lo posible por disimular mi frustración, me alcé de la silla e intenté despedirme usando el mismo despego y fría cortesía que Homero estaba utilizando conmigo, y tras otro ¡apretón de manos! salí de la habitación flotando en una nube de desconcierto. 

Ni aún en estos momentos, al escribir mis memorias, consigo entender del todo la actitud de Homero durante nuestro fiasco de reencuentro.  (El culebrón continuará).





Próximo capítulo: Entre descubrimientos y elucubraciones.

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