sábado, 1 de febrero de 2014

108 - Entre desconciertos y elucubraciones.


                                                                      Foto Juan76

Al día siguiente de mi cita con Homero Gutiérrez, tal y como estaba planeado, mis amigos Julio, Gilberto, Roselén y yo estábamos reunidos en casa de mi anfitriona, Mequi. Todos esperaban  informes sobre el “acontecimiento”, en especial Julio y Gilberto, conocedores desde Cuba del proceso de repudio e incapacitación laboral al que había sido sometida por oponerme a renegar públicamente de Homero tras su encarcelamiento.  Así que, al oír mi narración sobre nuestro "añorado reencuentro", el asombro del grupo fue total y  variadas las interpretaciones sobre  lo sucedido. (Ver Instantánea 107).

De izquierda a derecha, yo, Mequi Herrera y Roselén

Julio, con su intrínseca bondad, alegaba que tantos años de cárcel, injusticias y malos tratos podían destruir la esencia de una persona hasta límites insospechados; Roselén, de cuyo corazón tan solo brotaban cosas buenas y hermosas, aducía que la emoción había sido en Homero igual a la mía, solo que la intensidad de la suya y su fragilidad le forzó a disfrazarla de displicencia y Gilberto, con los pies tan firmes en la tierra como siempre, me dijo, “es lo mejor que podía haberte sucedido, así al fin se abrirán tus ojos”. Según él, yo fui para Homero una bonita muñeca, un juguete, un objeto que, cuando resultó molesto, no dudó en desechar. “Esto suturará cualquier pequeña herida de amor que pudiese quedarte en el corazón”, aseguraba.

Debido a la incapacidad para moverme sola por Miami, Mequi no solo me había llevado al lugar de mi desastrosa cita, sino que me esperó a la salida, ansiosa por conocer los detalles. Eso la convirtió en la primera persona en compartir conmigo el desconcierto y la desilusión de aquel momento, así que esa tarde de la reunión con los amigos, tras un largo y estrecho abrazo, solo pronunció unas palabras: “Ese hombre no merece todo lo que por él has sufrido. O sea que basta ya”. Y en eso último estábamos todos de acuerdo; era hora de cerrar para siempre las páginas de un libro que durante demasiado tiempo permaneció abierto.

Nunca he podido encontrar justificación para el  triste final de mi historia amorosa. Ninguna de las explicaciones que mis amigos me daban sobre el porqué Homero había reaccionado de esa extraña manera me convence del todo. Aunque quizá la verdad sea tan sencilla como admitir que, en el momento de nuestro encuentro, en su alma  demasiado vapuleada por la vida coexistían partes  de todas aquellas opiniones.

Se anuncia la tormenta  
La cuestión es que, mientras fuera de la casa una cortina de agua azotaba Miami, como primer aviso de la tormenta tropical que se acercaba, mis cuatro amigos me hacían compañía, solidarios, en el velatorio dedicado a los recuerdos de un amor idealizado por mi romanticismo. Cerca de la medianoche Gilberto y Julio se marcharon, y durante toda la madrugada el sonido de la lluvia y el ulular del viento nos hizo a Mequi, a Roselén y a mí sumirnos en un desagradable  duermevela. 

Al amanecer,  comprobar que el salón estaba anegado en agua desbarató todos nuestros planes. Las futuras citas con mis queridos amigos y un más amplio conocimiento de la ciudad quedaban anulados. La calle Carlyle, donde estaba ubicado el chalecito, parecía un auténtico río que impedía  el tráfico y hasta el tránsito.

El domingo y gran parte del lunes los pasamos achicando el agua que penetraba con bravura e insolencia por debajo de la puerta. No sé cómo Mequi y Roselén lo consiguieron pero, cubo va cubo viene,  logré divertirme con la faena y hasta llegué a reírme de mi mala suerte.

Por fortuna el martes, día fijado para mi regreso a España, el agua y el viento amainaron, así que logré tomar mi vuelo en un Aeropuerto Internacional de Miami que había permanecido cerrado toda la jornada anterior.  En el alma llevaba dos sensaciones contradictorias; la frustración de no haber podido disfrutar más de mis grandes amigos y la satisfacción del deber cumplido. Ya no existían en mi vida más “asignaturas pendientes” y estaba deseando llegar a Madrid para encontrarme con  Jesús. 


Jesús y yo con nuestro labrador Alex
Ansiaba narrarle mis experiencias y escuchar sus conclusiones, abrazar a mi madre y también recibir el desbordante cariño de un nuevo miembro familiar  del que no os he hablado con anterioridad; Alex, un hermoso  y tierno labrador negro que desde hacía dos años habitaba en nuestra casa y en el corazón de todos los que lo conocían.

Alex rodeado de sus mascotas: mi madre, yo y Jesús.
A partir de mi regreso la vida retomó su cotidianeidad. Las fechas navideñas estaban muy cerca y no era el momento apropiado para intentar contactos de trabajo. Hay dos épocas en las que España está “cerrada por descanso del personal”; las Navidades y el mes de agosto; las vacaciones.  Así que decidí alargar mi descanso sabático y brindarle a mi madre esas alegrías con las que, a pesar de ir en silla de ruedas, aún disfrutaba. Íbamos muy a menudo “de tapas” y asistíamos al teatro casi a diario.

Toni Cantó y Ana Belén en El mercader de Venecia
Entre todos los espectáculos que vimos, dos fueron  los que más me gustaron. El primero, El Mercader de Venecia, se representaba en el Teatro María Guerrero. en aquel escenario· donde tiempo atrás yo había tenido uno de mis mayores éxitos, El rey de Sodoma. Casualmente, Miguel Narros, que me dirigiera en aquella función, era también director de la obra shakespeariana. Los actores principales, Ana Belén y José Pedro Carrión, estaban magníficos en sus interpretaciones, y Toni Cantó, demasiado joven e inexperto para tamaño intento, era en compensación poseedor  de una buena voz y de una estupenda planta.  Se trataba del primer montaje en España con  técnica escénica computarizada, ya que se utilizaban ordenadores para programar luces y mover “carras” en el decorado. Esto, al ser un sistema  experimental, añadía nervios e incertidumbre al trabajo de los actores y técnicos, según me comentó Ana al finalizar la función.


Concha Velasco en La truhana. Foto Jesús Alcántara

La otra obra que nos encantó fue el musical, con textos de Antonio Gala y dirección también de Miguel Narros, La truhana, que Paco Marsó había producido para glorioso lucimiento de su esposa Concha Velasco. Según nos contó nuestro amigo Paco, él había propuesto contratarme para un importante papel en el reparto, pero Concha discrepó aduciendo que yo era demasiado alta para estar en el escenario a su lado. (Reacción absurda viniendo de una estrella a quien resulta imposible hacer sombra. Concha es una mujer de baja estatura pero poseedora de una energía tan desbordante que la hace parecer enorme a los ojos del espectador). También nos comento que el vestuario y los decorados habían resultando exageradamente costosos pero que, según sus propias palabras, “todo es poco para apoyar a mi Concha y asegurarle el éxito que merece”.  

De Paco Marsó y sus avatares habría para llenar todo un capítulo.  De momento me limitaré a mencionar dos  virtudes poco conocidas en un hombre del cual solo se han señalado los defectos. En primer lugar, esa  total entrega a la carrera de su mujer que le hizo abandonar la suya, como prometedor galán, para convertirse en su mánager y productor y en segundo su generosidad y fidelidad  para con sus amigos, virtudes tan exacerbadas que a veces llegaban a convertirse en defectos.


El dúo de la africana.  Foto Jesús Alcántara
En aquel mes de diciembre nuestro recorrido por los teatros fue incesante. Jesús nos llevó al Teatro Madrid de la Vaguada para ver dos zarzuelas que él también había retratado ; La gran vía, de Federico Chueca y Joaquín Valverde y El dúo de la africana, de Manuel Fernández Caballero y Miguel Echegaray, con estupendos montajes y grandes voces. Estos espectáculos estaban abarrotados a diario.

Zarzuela La Gran Vía. Foto Jesús Alcántara
Al llegar las navidades de 1992, como solíamos hacer cuando yo no tenía trabajo en Madrid, nos fuimos a Málaga para celebrarlas en compañía de la familia de Jesús, una familia engrandecida con la llegada de preciosos nietos pero tristemente mermada por la muerte del cabeza de familia, Jesús padre.


Foto de familia. De izquierda a derecha y de pie, Jesús, yo,  los hermanos de Jesús,
Salvador y Melita y Mavi, la esposa de Salvador.´Sentados Pedrito, hijo de Meli, Jesús, el patriarca,   Carmen, la matriarca y Pedro, marido de Meli. Abajo los otros sobrinos Esther y  Miguel , hijos de Salvador y Mavi
y Gemma, hija de Meli y de Pedro.
  
En fin,  para cerrar esta narración y este año 92  solo me queda contaros algo que había pasado por alto.  A mi regreso a España, estuve días dedicada a buscar en mi biblioteca teatral las obras que Homero Gutiérrez, casi al finalizar nuestro decepcionante reencuentro en Miami,  me había pedido. Piezas donde un actor maduro pero gallardo tuviese protagonismo. Encontré cinco o seis comedias de autores españoles que le irían como anillo al dedo y, cumpliendo mi promesa,  se las envié por correo.

Nunca tuve siquiera un acuse de recibo. Algo más para guardar en mi álbum titulado “Homero: la caída de un ídolo”.

Próximo capítulo: Los días grises

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