Foto Juan76
Al
día siguiente de mi cita con Homero Gutiérrez, tal y como estaba planeado, mis
amigos Julio, Gilberto, Roselén y yo estábamos reunidos en casa de mi
anfitriona, Mequi. Todos esperaban informes sobre el “acontecimiento”,
en especial Julio y Gilberto, conocedores desde Cuba del proceso de repudio e
incapacitación laboral al que había sido sometida por oponerme a renegar públicamente
de Homero tras su encarcelamiento. Así
que, al oír mi narración sobre nuestro "añorado reencuentro", el asombro del grupo fue total y variadas las interpretaciones sobre lo sucedido. (Ver Instantánea 107).
De izquierda a derecha, yo, Mequi Herrera y Roselén |
Julio, con su intrínseca bondad, alegaba que tantos años de
cárcel, injusticias y malos tratos podían destruir la esencia de una persona
hasta límites insospechados; Roselén, de cuyo corazón tan solo brotaban cosas
buenas y hermosas, aducía que la emoción había sido en Homero igual a la mía,
solo que la intensidad de la suya y su fragilidad le forzó a disfrazarla de
displicencia y Gilberto, con los pies tan firmes en la tierra como siempre, me
dijo, “es lo mejor que podía haberte sucedido, así al fin se abrirán tus ojos”.
Según él, yo fui para Homero una bonita muñeca, un juguete, un objeto que, cuando resultó
molesto, no dudó en desechar. “Esto suturará cualquier pequeña herida de amor que
pudiese quedarte en el corazón”, aseguraba.
Debido
a la incapacidad para moverme sola por Miami, Mequi no solo me había llevado al
lugar de mi desastrosa cita, sino que me esperó a la salida, ansiosa por
conocer los detalles. Eso la convirtió en la primera persona en compartir
conmigo el desconcierto y la desilusión de aquel momento, así que esa tarde de
la reunión con los amigos, tras un largo y estrecho abrazo, solo pronunció unas
palabras: “Ese hombre no merece todo lo que por él has sufrido. O sea que basta
ya”. Y en eso último estábamos todos de acuerdo; era hora de cerrar para siempre las
páginas de un libro que durante demasiado tiempo permaneció abierto.
Nunca
he podido encontrar justificación para el triste final de mi historia amorosa. Ninguna
de las explicaciones que mis amigos me daban sobre el porqué Homero había
reaccionado de esa extraña manera me convence del todo. Aunque quizá la verdad
sea tan sencilla como admitir que, en el momento de nuestro encuentro, en su alma demasiado vapuleada por la vida coexistían partes de todas
aquellas opiniones.
Se anuncia la tormenta |
La
cuestión es que, mientras fuera de la casa una cortina de agua azotaba Miami,
como primer aviso de la tormenta tropical que se acercaba, mis cuatro amigos me
hacían compañía, solidarios, en el velatorio dedicado a los recuerdos de un
amor idealizado por mi romanticismo. Cerca
de la medianoche Gilberto y Julio se marcharon, y durante toda la madrugada el
sonido de la lluvia y el ulular del viento nos hizo a Mequi, a Roselén y a mí sumirnos
en un desagradable duermevela.
Al amanecer, comprobar que el salón estaba anegado en agua
desbarató todos nuestros planes. Las futuras citas con mis queridos amigos y un más
amplio conocimiento de la ciudad quedaban anulados. La calle Carlyle, donde
estaba ubicado el chalecito, parecía un auténtico río que impedía el
tráfico y hasta el tránsito.
El domingo
y gran parte del lunes los pasamos achicando el agua que penetraba con bravura
e insolencia por debajo de la puerta. No sé cómo Mequi y Roselén lo consiguieron
pero, cubo va cubo viene, logré divertirme
con la faena y hasta llegué a reírme de mi mala suerte.
Por
fortuna el martes, día fijado para mi regreso a España, el agua y el viento amainaron, así que logré tomar mi vuelo en un
Aeropuerto Internacional de Miami que había permanecido cerrado toda la jornada
anterior. En el alma llevaba dos
sensaciones contradictorias; la frustración de no haber podido disfrutar más de
mis grandes amigos y la satisfacción del deber cumplido. Ya no existían en mi
vida más “asignaturas pendientes” y estaba deseando llegar a Madrid para
encontrarme con Jesús.
Jesús y yo con nuestro labrador Alex |
Ansiaba
narrarle mis experiencias y escuchar sus conclusiones, abrazar a mi madre y
también recibir el desbordante cariño de un nuevo miembro familiar del que no os he hablado con anterioridad;
Alex, un hermoso y tierno labrador negro
que desde hacía dos años habitaba en nuestra casa y en el corazón de todos los
que lo conocían.
Alex rodeado de sus mascotas: mi madre, yo y Jesús. |
A
partir de mi regreso la vida retomó su cotidianeidad. Las fechas navideñas
estaban muy cerca y no era el momento apropiado para intentar contactos de
trabajo. Hay dos épocas en las que España está “cerrada por descanso del personal”;
las Navidades y el mes de agosto; las vacaciones. Así que decidí alargar mi descanso sabático y brindarle
a mi madre esas alegrías con las que, a pesar de ir en silla de ruedas, aún disfrutaba.
Íbamos muy a menudo “de tapas” y asistíamos al teatro casi a diario.
Toni Cantó y Ana Belén en El mercader de Venecia |
Entre
todos los espectáculos que vimos, dos fueron los que más me gustaron. El
primero, El Mercader de Venecia, se
representaba en el Teatro María Guerrero. en aquel escenario· donde tiempo atrás
yo había tenido uno de mis mayores éxitos, El
rey de Sodoma. Casualmente, Miguel Narros, que me dirigiera en aquella
función, era también director de la obra shakespeariana. Los actores
principales, Ana Belén y José Pedro Carrión, estaban magníficos en sus
interpretaciones, y Toni Cantó, demasiado joven e inexperto para tamaño intento,
era en compensación poseedor de una buena voz y de una
estupenda planta. Se trataba del primer
montaje en España con técnica escénica computarizada, ya que se utilizaban
ordenadores para programar luces y mover “carras” en el decorado. Esto, al ser
un sistema experimental, añadía nervios e incertidumbre al
trabajo de los actores y técnicos, según me comentó Ana al finalizar la
función.
Concha Velasco en La truhana. Foto Jesús Alcántara |
La
otra obra que nos encantó fue el musical, con textos de Antonio Gala y
dirección también de Miguel Narros, La
truhana, que Paco Marsó había producido para glorioso lucimiento de su
esposa Concha Velasco. Según nos contó nuestro amigo Paco, él había propuesto
contratarme para un importante papel en el reparto, pero Concha discrepó
aduciendo que yo era demasiado alta para estar en el escenario a su lado.
(Reacción absurda viniendo de una estrella a quien resulta imposible hacer
sombra. Concha es una mujer de baja estatura pero poseedora de una energía tan
desbordante que la hace parecer enorme a los ojos del espectador). También nos comento
que el vestuario y los decorados habían resultando exageradamente costosos pero
que, según sus propias palabras, “todo es poco para apoyar a mi Concha y
asegurarle el éxito que merece”.
De
Paco Marsó y sus avatares habría para llenar todo un capítulo. De momento me limitaré a mencionar dos virtudes poco conocidas en un hombre del cual
solo se han señalado los defectos. En primer lugar, esa total entrega a la carrera de su mujer que le
hizo abandonar la suya, como prometedor galán, para convertirse en su mánager y
productor y en segundo su generosidad y
fidelidad para con sus amigos, virtudes tan exacerbadas que a veces llegaban a convertirse en defectos.
El dúo de la africana. Foto Jesús Alcántara |
En aquel
mes de diciembre nuestro recorrido por los teatros fue incesante. Jesús
nos llevó al Teatro Madrid de la Vaguada para ver dos zarzuelas que él también había
retratado ; La gran vía, de Federico
Chueca y Joaquín Valverde y El dúo de la africana, de Manuel Fernández Caballero y Miguel
Echegaray, con estupendos montajes y grandes voces. Estos espectáculos estaban
abarrotados a diario.
Zarzuela La Gran Vía. Foto Jesús Alcántara |
Al
llegar las navidades de 1992, como solíamos hacer cuando yo no tenía trabajo en
Madrid, nos fuimos a Málaga para celebrarlas en compañía de la familia de
Jesús, una familia engrandecida con la llegada de preciosos nietos pero
tristemente mermada por la muerte del cabeza de familia, Jesús padre.
En
fin, para cerrar esta narración y este
año 92 solo me queda contaros algo que
había pasado por alto. A mi regreso a
España, estuve días dedicada a buscar en mi biblioteca teatral las obras que
Homero Gutiérrez, casi al finalizar nuestro decepcionante reencuentro en Miami,
me había pedido. Piezas donde un actor maduro
pero gallardo tuviese protagonismo. Encontré cinco o seis comedias de autores
españoles que le irían como anillo al dedo y, cumpliendo mi promesa, se las envié por correo.
Nunca tuve siquiera un acuse de recibo. Algo más para guardar en mi álbum titulado “Homero: la caída de un ídolo”.
Próximo capítulo: Los días grises
No hay comentarios:
Publicar un comentario