foto Jesús Alcántara |
Desde el momento en que Víctor
Andrés Catena puso en mis manos el libreto de Lady Mariposa, del escritor novel Víctor Fernández Antuña, pensé que era una comedia de humor
negro llena de posibilidades. Tres únicos personajes, ambientación lujosa y una
trama inusual y atrevida. Tan solo necesitaba un buen “peinado” e impregnarla
de un ritmo y un aroma de alta comedia. Así que, en el mezzanine del teatro Fígaro, ante una mesa de trabajo, Catena y yo
nos dedicamos durante días a quitarle algo de paja inútil, limar un poco los diálogos y trasladar la acción al Londres del momento, para evitar herir la sensibilidad de algún españolito de moral demasiado estricta. Por supuesto con la autorización del autor. Los tres personajes eran el marido, su mujer y el amante de ella. El argumento, a primera vista, era
este; un maduro y sofisticado lord inglés, (Pastor Serrador) utilizaba a su
bella esposa (Yolanda Farr) para atraer a jóvenes incautos que debían acabar sirviendo
de alimento para la libido homosexual del marido. (El joven, en este caso sería
Manolo Otero).
Manolo Otero, Yolanda Farr y Pastor Serrador en Lady Mariposa |
Esto ya de por sí era bastante atrevido de cara a la mojigatería que aún reinaba en España.
Pero, a medida que se desarrollaba la acción, la cosa se iba complicando;
el lord resultaba ser un asesino contumaz, la esposa una transexual y la
supuesta víctima ocasional, un experimentado chulo cuyo modus vivendi era el robo y el chantaje. Como supondréis, con estos
personajes la historia llegaba a enredarse endiabladamente y el final resultaba
sorprendente y amoral.
Desde el comienzo de los
ensayos el trío de actores nos convertimos en cómplices de aquella enrevesada
trama que tanto nos divertía. Catena,
el infravalorado y culto director al cual nunca me cansaré de alabar, nos dio carta blanca en la construcción de
nuestros tipos, con lo que cada día surgían nuevos gags que enriquecían la obra. Estábamos entusiasmados con
“poner sobre las tablas” algo novedoso y polémico.
Pastor Serrador, Manolo Otero y Yolanda Farr en Lady Mariposa |
Pastor Serrador era un actor
estupendo, nacido en Argentina pero desde hacía años ciudadano español. Su curriculum, amplio y
exitoso, abarcaba desde los clásicos hasta los vodeviles, pasando por el cine y
la televisión. Un auténtico caballero en la vida real, el rol del lord inglés
le sentaba como un traje hecho a medida.
Manolo Otero era un chico
encantador. A principio de los 70, antes de que viajara hacia América y allí
afianzara su carrera de cantante, nos habíamos tratado con frecuencia, sobre
todo en aquella cafetería de Televisión Española a la que los artistas
acudíamos con la finalidad de “pescar” algún contrato. Disfrutábamos de una afectuosa
relación que, cuando coincidíamos en un
trabajo, como durante el rodaje, en el año 76, de la película El libro del buen amor, se reavivaba y fortalecía.
Manolo Otero y María José Cantudo |
Casado con María José Cantudo en el 73, el divorcio llegó en el 78. Tras esa separación, Jesús y yo intentamos consolarle mientras lloraba como un niño porque su ex le amenazaba con no dejarle ver al hijo de ambos, Manuel. Aquel fue un divorcio tormentoso del que la sosita andaluza salió, para sorpresa de todos, convertida en una vedette de revista, y Otero, el admirado galán y cantante, hecho un trapo, destrozado y buscando una nueva vida en una ciudad de Miami que le acogió con cariño, abriéndole de inmediato las puertas a un merecido prestigio.
La cuestión es que, en uno
de los frecuentes viajes que hacía a España con la intención de ver a su
adorado hijo, le ofrecieron Lady Mariposa
y, al decirle quiénes serían sus compañeros, no dudó en aceptar entusiasmado.
Otero y yo en Lady Mariposa |
Comenzamos la corta gira de
rodaje en Valladolid a mediados de noviembre y el 28 de ese mismo mes debutábamos en el teatro Fígaro de Madrid.
En esta ocasión no fue mi madre la que confeccionó mi espectacular vestuario,
con gran frustración por su parte. Sus manos artríticas ya habían comenzado a
darle grandes problemas. Así que, cuando un famoso modisto canario, Antonio Nieto,
se ofreció a realizarlo siguiendo mis diseños, acepté gustosa. Y he de
admitir que el resultado fue epatante. En verdad la imagen de los tres actores
vestidos con las mejores galas y desenvolviéndose en un elegantísimo decorado
de W. Burmann era algo poco visto en los escenarios de aquellos días. Prometedor,
¿verdad?
Pues no señor. El gran
público dijo no. A pesar de las estupendas críticas, de lo poco corriente del
tema, de la prestancia de los dos galanes, de la impecable dirección, de mi
éxito personal de cara a la prensa y del reverdecer de mis laureles entre mis
“ahijados” gays, (recordad que el año anterior había sido nombrada, entre
grandes alharacas, “Madrina de los
Homosexuales”), en escasas ocasiones logramos tener un aforo decente. Aquello nos
deprimía. ¡Tanto esfuerzo personal y tanto dinero invertido en el montaje para
tan poco aprecio! Pero no podíamos ni sospechar que nuestra desilusión,
a los dos meses del estreno, se iba a convertir en auténtica indignación.
Y antes de continuar la
historia, incluyo un poco de información indispensable para que los desconocedores
de los intríngulis del teatro puedan
comprender y aquilatar lo sucedido.
Fotos Banús March |
A la hora de montar un
espectáculo el “empresario de compañía” debe ponerse en contacto y llegar a un
acuerdo económico con un “empresario de paredes”. Este último suele ser el
dueño del teatro o el inquilino fijo y el acuerdo varía entre un tanto por
ciento de las entradas o un alquiler semanal, generalmente desorbitado. También
el tanto por ciento fluctúa. Según el prestigio de la compañía y la buena
voluntad del “empresario de paredes”, este suele oscilar entre el leonino setenta por
ciento para el teatro hasta bajar al cincuenta, es decir, a partes iguales con
la compañía. Sin duda el reparto no es justo pues una producción debe amortizar grandes
gastos de montaje y cubrir los sueldos de cada día. Y no solo los de los actores. También está el
equipo técnico, sonidista, iluminador, regidor, muchas veces maquinista y hasta
sastra. En cambio los gastos del local se limitan al de la electricidad y a las
miserables pagas que reciben los acomodadores y la persona que se ocupa de la
taquilla.
Si la obra va bien no hay
grandes problemas pues entra dinero para todos. Pero cuando el veleidoso público parece ponerse de acuerdo para no
acudir, surgen los graves problemas. El empresario de compañía no tiene dinero
para pagar a su equipo y el de paredes considera, si va a tanto por ciento, que teniendo en cuenta la
poca entrada diaria, no está ganando lo suficiente. Y, según nos enteramos más
tarde, esa fue la causa del drama que nos
tocó vivir a mediados de febrero de 1981.
Pastor, Manolo y yo solíamos
reunirnos para tomar un café antes de dirigirnos a nuestro “centro de trabajo”.
Una tarde, al acercarnos al edificio, notamos que las luces interiores y las de
las carteleras estaban apagadas. Sorprendidos nos abalanzamos hacia la taquilla
buscando un cartel que indicara al público lo que sucedía, temiendo enterarnos
de que alguna catástrofe dentro del teatro impedía su apertura, algo muy grave
de lo que no habíamos sido informados. Pero no encontramos
ni aviso puesto en la ventanilla ni ser viviente alguno tras los cristales. Aturdidos nos dirigimos a la
puerta de actores y comenzamos a golpearla intentando que alguien nos explicara
por qué tres actores se encontraban en la calle, a la hora de la función, imposibilitados de entrar al local. Pero nadie
respondió.
De pronto nos dimos cuenta de que la cosa podía tener graves consecuencias para nosotros. Estando aún vigente la Ley de Alteración del Orden Público, según la cual la suspensión de un acto debía ser notificada a la policía con un día de anticipación, bajo pena de multa y hasta encarcelamiento, como he contado con anterioridad, decidimos llamar a un notario para que levantara acta de que los actores estábamos presentes pero sin forma de acceder al interior del teatro para realizar nuestra labor.
Aquella fue la situación más
desconcertante a la que me he enfrentado en la vida. El público que iba
llegando nos rodeaba pidiéndonos una explicación que no podíamos
darle. La noche se fue cerrando sobre tres figuras encogidas de frío y asombro,
sobre tres cerebros cuyos engranajes parecían chirriar a causa de lo
desordenado y ya furioso de los pensamientos. Y allí nos mantuvimos hasta que se
presentó la policía y pudimos poner la correspondiente denuncia.
Era ya madrugada cuando nos
fuimos a nuestras respectivas casas. Durante dos días continuamos
acudiendo al teatro a la hora del trabajo, en compañía de Fernández
Antuña, el autor, de Catena y de un abogado, por si las moscas. Dos días
en los cuales ni Julio Matías, el dueño empresario de paredes y directo responsable de lo
que nos ocurría, ni nuestro empresario, al que ni siquiera conocíamos
personalmente, tuvieron la cortesía de presentase y darnos una justa
explicación. Se nos ocurrió la idea de hacer “una sentada” para lo cual conectamos
con algunos de esos compañeros tan “contestatarios” a los que, tiempo atrás,
habíamos apoyado durante la huelga de actores, jugándonos el tipo. Pero nadie
se dignó aparecer ni por las cercanías del teatro. ¿Dónde estaba la tan
cacareada solidaridad del gremio? Ante lo humillante de la situación, los tres
actores nos pusimos de acuerdo en no involucrar a la prensa. No queríamos ver
nuestros nombres envueltos en un escándalo público. Cuando algún amigo
periodista llamaba para informarse sobre por qué el Fígaro estaba cerrado le
decíamos que la compañía se había disuelto “por motivos de
compromisos anteriores”.
Al tercer día por fin encontramos la puerta de actores abierta y, como ladrones en nuestra propia casa, entramos en los camerinos y recogimos nuestros efectos personales. Al pasar por el escenario y ver el decorado casi desmontado, los hermosos ventanales arrancados sin misericordia, los negros agujeros de tristeza que su ausencia dejaba sobre las paredes, los muebles yaciendo en una esquina, como niños huérfanos y abandonados tras el paso de un tifón, mi corazón se estremeció.
Al tercer día por fin encontramos la puerta de actores abierta y, como ladrones en nuestra propia casa, entramos en los camerinos y recogimos nuestros efectos personales. Al pasar por el escenario y ver el decorado casi desmontado, los hermosos ventanales arrancados sin misericordia, los negros agujeros de tristeza que su ausencia dejaba sobre las paredes, los muebles yaciendo en una esquina, como niños huérfanos y abandonados tras el paso de un tifón, mi corazón se estremeció.
Manolo Otero, Yolanda Farr y Pastor Serrador en Lady Mariposa |
Para finalizar esta larga
historia os diré que, como es comprensible, la compañía se disolvió.
Otero volvió a las Américas, Pastor puso una demanda judicial contra Julio
Matías que, bastante tiempo más tarde, para nuestra sorpresa, fue desestimada, y yo decidí que, sin darle más
vueltas, almacenaría el suceso en mi
baúl de las malas experiencias. Pero eso sí, enriquecida con el aprendizaje. Habían quedado patentes tres
cosas; la falta de solidaridad que reinaba en esa profesión mía tan
necesitada de ella, la incomprensible
carencia de rigor de la justicia
española y sobre todo la ausencia total de ética y consideración del “señor empresario
de paredes” que, sin una palabra de aviso para los actores, sin una explicación, había
tomado la drástica decisión de dejarnos literalmente en la calle. En cuanto a
nuestro improvisado empresario de compañía, una de esas despistadas estrellas fugaces que a menudo
pasan por esta profesión, salió de su primera experiencia teatral como gato
escaldado y nunca más se supo de él.
Pero ni por asomo aquello
era lo peor que ese mes de febrero de 1981 nos tenía deparado. Tan solo unos
días más tarde ocurría algo que pondría a España y a su frágil proceso de democratización
al borde del abismo.
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