En medio de aquellos meses de 1967, tan llenos de
angustias y hambruna profesional, en medio de la crisis ocasionada por mi
solicitud de salida de mi querida y surrealista isla, la esencia misma de la Cuba que yo tanto amaba, es decir las almas de las
gardenias y buganvilias, de los totíes y
sinsontes, me tenían una
sorpresa preparada. Un emocionante regalo de despedida. Debo aclarar que en
la isla nada, bueno o malo, era impensable y las posibilidades resultaban tan innumerables como aquella flora que había sido mi
primer impacto sensorial al pisar su
suelo. Ese año 1948 tan lejano ya en el tiempo pero no en mi memoria.
Humberto Solás |
La búsqueda de una respuesta al rechazo de mi solicitud de salida, esa amenaza trasmitida a mi padre por el rijoso cónsul de España meses atrás, aquella fantasmagórica amenaza de un “juicio popular”, seguían sin tener explicación. Una mañana en mi casa se recibió una sorprendente llamada: “¿Yolanda Farr, por favor?” dijo una agradable y juvenil voz masculina. “Sí, soy yo, ¿quién eres?” Así comenzó mi última gran aventura artística en la isla.
La voz pertenecía a Humberto Solás, un joven
y prometedor director del ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica)
al que las lenguas viperinas llamaban “el niño mimado” ya que en su
corta carrera había conseguido del Instituto las mejores condiciones de
rodaje, el mejor equipo, en fin, todo lo que se le antojara para su trabajo. Humberto me pidió una cita personal con el objeto de hacerme lo que el llamó "una proposición muy
especial" Así pues, llena de curiosidad, ese
mismo día acudí a aquellas oficinas del ICAIC que había creído cerradas para mí “per sécula”.
La cuestión es que, inesperadamente, me vi en medio del rodaje de la película que sería la consagración de Humberto Solás, Lucía. Se trataba de un largometraje conteniendo la historia de tres mujeres llamadas Lucía en distintas etapas de la historia de Cuba, la época de los mambises, la del machadato y los comienzos de la revolución castrista. En la parte de la narración que transcurría durante la dictadura de Machado, es decir, en los años treinta, Solás iba a incluir una multitudinaria orgía para la cual había solicitado y obtenido la participación desinteresada de la “crema de la intelectualidad” habanera. Pero necesitaba una actriz que representara un personaje específico y esa, según él, tenía que ser yo. Por supuesto, ninguna de estas personas aparecerían en los créditos de la película. Tanto insistió aquel joven director en contar conmigo y de tal manera me aseguró que olvidara mis preocupaciones, ya que él me garantizaba que no habría ningún problema con la ley, que durante dos días estuve rodando esa escena de Lucia consciente de estar rodeada de actores e intelectuales que nunca volvería a ver, aprovechando el momento para despedirme de cada foco, de cada cámara, de cada técnico, conocido o no, de cada compañero de rodaje, amigo o no, en fin, de cada persona, animal o cosa con la que coincidí en esa emocionante ocasión. Fue como un milagro.
Imágenes mías en la película Lucía |
Nunca he dejado de sentirme agradecida a Humberto Solás
por aquel inestimable regalo. Pero allí no terminan mis buenos recuerdos de ese muchacho. Al acabar el
rodaje del segundo día, con sus tiernos
veinte y pocos años y me agradeció la colaboración y me pidió que considerase lo de mi marcha de Cuba, asegurándome
que él podía arreglarlo, a niveles oficiales, como si mi solicitud de salida nunca
hubiese existido. “Déjalo en mis manos,” afirmó. Me dijo que había muy pocas
actrices cubanas de mis características y que mi partida iba a dejar (esto dicho con una
sonrisa pícara) a la burguesía isleña sin representación cinematográfica. Pero
ya era demasiado tarde. Demasiadas desilusiones
habían debilitado mi adicción a Cuba. La posesión de aquellas características físicas que él había señalado con tanto acierto, me convencían aún más de lo oscuro que
era mi futuro en una industria que se dedicaba a refocilarse en personajes e
historias del proletariado y en figuras marcadamente étnicas. Eran aquellos
unos años en los que todo lo que oliese a burguesía era rechazado. Así que,
aunque muy agradecida por su interés, rechacé las generosas proposiciones
de ayuda de Humberto Solás. Así fue y por esos motivos.
Tras esa maravillosa experiencia volví a la angustiosa espera, sumiéndome cada vez más en las más felices efemérides de mis experiencias cubanas, a momentos inolvidables, a mi primera aparición en la gran pantalla, a la imagen de mis primeras y queridas amigas.
Homenaje a mis primeras amigas.
Lucy, Miriam, Emilia y Zoilita |
Lucy, Miriam, Emilia y Zoilita. Esas que
se convirtieron en mis hermanas gracias a un romántico “pacto de sangre” tan eficaz
que, pese al tiempo y la distancia, nos ha mantenido unidas durante casi 60
años. Mis amigas de la infancia y de la vejez.
Zoilita, la que, a los 11 años, mientras mi anatomía era poco más que un garabato formado por líneas rectas y largas, ya prometía exuberancias, con los senos y las caderas en evidente floración y una inocente y plena aceptación de aquellos regalos de la naturaleza.
Miriam, avasalladora como el sol de Cuba, con olores a galán de noche y al salitre de su ciudad natal, Cienfuegos. La única que, entre zalamerías y testarudez, (tras la desesperada rendición de mi madre) lograba arrancarme de las interminables horas de estudio al piano, esa muchachita con la que, en su Hillman rojo, me llevaba hacia unas aventuras de quinceañeras que la férrea disciplina alemana, (empeñada en que nada me distrajese de mis múltiples estudios), me tenía prohibidas.
Lucy, mi primer descubrimiento de que existieran niñas de chocolate con ojos de miel. Ambas recorrimos del brazo 18 años de la historia de Cuba, a veces a trompicones y puñetazos con la vida. Esos terribles años de la pubertad, el calvario del autoaprendizaje, el desconcierto. Siempre apoyándonos. En las tristezas y en las alegrías.
Emilia, introvertida y silenciosa, que llegó un día a nuestro grupo con timidez y a la que siempre intentábamos sacar de la profunda tristeza que la absorbía. De su casa salía continuamente el olor a lejía y a jabón lagarto con el que lavaba las ropas de los más privilegiados del barrio. Nunca olvidaré la impresión que causaban a mi espíritu infantil sus pequeñas manos siempre rojizas, mostrando la marca de los productos químicos que usaba y corroían su piel. Sabe Dios qué avatares habían convertido a aquella criatura de once años en un ser huidizo y ácido, pero el caso es que le había sido imposible superarlos. Así que entre todas nos esforzábamos por dibujar en su bonito rostro esa sonrisa de la que tan necesitada estaba.
Zoilita, la que, a los 11 años, mientras mi anatomía era poco más que un garabato formado por líneas rectas y largas, ya prometía exuberancias, con los senos y las caderas en evidente floración y una inocente y plena aceptación de aquellos regalos de la naturaleza.
Miriam, avasalladora como el sol de Cuba, con olores a galán de noche y al salitre de su ciudad natal, Cienfuegos. La única que, entre zalamerías y testarudez, (tras la desesperada rendición de mi madre) lograba arrancarme de las interminables horas de estudio al piano, esa muchachita con la que, en su Hillman rojo, me llevaba hacia unas aventuras de quinceañeras que la férrea disciplina alemana, (empeñada en que nada me distrajese de mis múltiples estudios), me tenía prohibidas.
Lucy, mi primer descubrimiento de que existieran niñas de chocolate con ojos de miel. Ambas recorrimos del brazo 18 años de la historia de Cuba, a veces a trompicones y puñetazos con la vida. Esos terribles años de la pubertad, el calvario del autoaprendizaje, el desconcierto. Siempre apoyándonos. En las tristezas y en las alegrías.
Emilia, introvertida y silenciosa, que llegó un día a nuestro grupo con timidez y a la que siempre intentábamos sacar de la profunda tristeza que la absorbía. De su casa salía continuamente el olor a lejía y a jabón lagarto con el que lavaba las ropas de los más privilegiados del barrio. Nunca olvidaré la impresión que causaban a mi espíritu infantil sus pequeñas manos siempre rojizas, mostrando la marca de los productos químicos que usaba y corroían su piel. Sabe Dios qué avatares habían convertido a aquella criatura de once años en un ser huidizo y ácido, pero el caso es que le había sido imposible superarlos. Así que entre todas nos esforzábamos por dibujar en su bonito rostro esa sonrisa de la que tan necesitada estaba.
Zoilita y Miriam fueron enviadas a EE.UU. por
sus padres al comenzar las canalladas del gobierno Castrista. ¡Dos de las innumerables castraciones familiares que marcaron aquella época
cubana! Tras superar la lucha que conlleva el exilio, Zoilita vive con la
familia que ha formado en Miami. Miriam comparte su tiempo entre España, donde
años después se compró una casa, y su hogar
de N.Y. Lucy permaneció en Cuba, se casó y tuvo dos hijos. Del primero, Alex, nacido durante mi estancia
en la isla, yo soy la madrina. Emilia, mi cuarta hermana de
sangre, tras el triunfo de la revolución, por motivos que nunca entenderé, se
hizo miliciana y presidente del Comité de Defensa de la Revolución del barrio. Esto, naturalmente, cortó
nuestra relacion, pero no logró dañar el profundo cariño que nos tenemos,
según me ha demostrado el paso del tiempo. El tiempo que todo lo cura. Si le das oportunidad.
PD. Un amigo me ha sorprendido enviándome esta foto.
Foto sacada del documental Los cuentos del Alhambra.. Mi imagen como la Abeja Reina. |
Cuando mi amigo Julio Gómez me llevó aquella tarde de 1962 a la
Cinemateca no sospechaba yo lo que me esperaba. "Es una sorpresa", me
dijo Julio. Y vaya si lo fue. Proyectaban en privadoun documental de Manuel Octavio
Gómez titulado Los cuentos del Alhambra. El Alhambra había sido un famoso
teatro, especializado en el género bufo cubano, por el que a principios del
siglo veinte habían pasado las mejores figuras del género, Blanquita
Becerra, Enrique Arredondo, Candita Quintana, en fin, un elenco de artistas que
trasciende la capacidad de mi memoria. El caso es que Manuel Octavio Gómez había
rodado un documental "como cálido homenaje a aquel teatro y sus artistas
de antaño". Pero mi sorpresa fue que gran parte del mismo eran escenas y
números musicales de la obra La Isla de las cotorras, que yo había representado en el teatro Amadeo Rodán. Los artistas nunca fuimos informados de esta filmación ni de lo que se proyectaba hacer con ella, por lo
cual supongo que mi sorpresa fue compartida por el extenso elenco de la obra.
Así era el ICAIC. Omnipotente. Sintetizando: esa fue mi primera y sorpresiva aparición en la
gran pantalla cubana.
Próximo capítulo. Homenaje a Cuba.
Querida Yolanda, buen resumen! Solás fue uno de los más carismáticos cineastas de la isla. Hermoso y talentoso al infinito!
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