Aquel pequeño grupo de
poetas, aquel regalo del Ateneo de Marianao, (en el cual llevaba ya bastante tiempo
ofreciendo representaciones de todo tipo), seguía reuniéndose cada semana. por supuesto de forma clandestina. Ora
aquí, ora allá, como conspiradores errantes, empeñados en abatir a la Hydra de
mil cabezas de la intolerancia blandiendo nuestros sonetos, nuestras odas o
nuestras elegías. Aquellas eran nuestras armas de guerra. Siempre en guardia
frente a algún ruido sospechoso que proviniera de la escalera, trepara por una
ventana o se deslizara bajo la puerta del lugar donde nos encontráramos.
Siempre con la adrenalina corriendo a chorros por nuestros cuerpos. Lo
dicho, como auténticos conspiradores.
Seis éramos las personas que
compartíamos esa “clandestinidad”; Roberto Cazorla, Julio Trujillo, Ana,
una encantadora mujer de cuyo apellido, desgraciadamente, no logro acordarme, Teresita Fernández, Humberto Mitjans y yo. Carilda Oliver Labra, siendo
matancera y ejerciendo allí el magisterio, a pesar de oficiar como nuestra
madrina, poco podía acudir a estas reuniones. Julio y Cazorla, actores, Teresita, cantautora,
Ana también maestra, Mitjans, director de televisión y yo formábamos ese grupo
de bardos. Con el tiempo comenzaron a estrechase esos lazos de amistad que el
peligro compartido suele fortalecer. A todos conté mi caso un buen día y todos
me ofrecieron una entrañable solidaridad.
Empecé a dar largos paseos con Cazorla, joven hecho de pura sensibilidad. Nos dirigíamos al malecón y allí sentados, tomados de la mano, nos dejábamos poseer por la belleza acuática de ese azul universo de vida y muerte.
Empecé a dar largos paseos con Cazorla, joven hecho de pura sensibilidad. Nos dirigíamos al malecón y allí sentados, tomados de la mano, nos dejábamos poseer por la belleza acuática de ese azul universo de vida y muerte.
Mis momentos con Julio eran distintos. Él, volcán
de energía, analizaba furioso mi caso, intentado contagiarme su rabia ante la
injusticia cometida contra mí. Decía que
mi alma necesitaba una espita por donde los malos humos pudiesen salir o
acabaría convirtiéndome en una chimenea obstruida, es decir, que explotaría. Con Ana se estableció una hermosa relación maternal. Muchas
veces, sin motivo aparente, me abrazaba con los ojos llenos de
húmedas estrellas. Teresita me dedicó una canción en la que convirtió mi
tragedia en un cuento de hadas con final feliz. Ella no podía ver la vida de
otra manera. En cuanto a Mitjans, siempre silencioso e introvertido, tan solo
al despedirnos solía apoyar su mano sobre mi hombro con una efímera pero cálida presión.
Mas sucedió que un día, tras nuestra semanal sesión de catarsis, aquel hombre me pidió una cita privada pues, según él, tenía algo importante que decirme. Confieso que la inesperada solicitud me sobresaltó. Temí que ciertas proposiciones, a las que yo era renuente, mancharan nuestra amistosa relación. Desde la pérdida de mi gran amor, Homero, mi cuerpo se había mantenido tan virgen como destrozado estaba mi corazón. Me sentía una vieja catedral derrumbada en cuyo altar jamás volvería a celebrarse una misa. no No queriendo herir los sentimientos de Mitjans, decidí aceptar la propuesta y, por lo cual, quedamos citados para el día siguiente en el parque del Río Almendares.
Aún ahora puedo sentir los temblores que recorrieron mi humanidad aquella tarde cuando, para mi sorpresa, lo vi acercarse vistiendo el temido uniforme verde olivo, pistola en la cadera y paso militar. “Este es mi fin”, pensé, “ahora voy a pagar por mis pecados de amor. Desapareceré dejando en la vida de mis padres un agujero de impotencia y dolor semejante al que por tanto tiempo ha absorbido mis energías.”
Ninguno de estos pensamientos debió reflejarse en mi rostro pues Mitjans, ya a mi lado, esbozando una algo incomoda sonrisa, pronunció unas palabras que fueron cayendo sobre mi como bendito rocío. “Nada debes temer de mí. Tu historia me ha conmovido y asombrado. Dentro de mi concepto de la justicia y mis ideas sobre la revolución no caben tamañas arbitrariedades. Durante un tiempo he dudado en intervenir entendiendo que al hacerlo descubriría mi secreto. Mi pertenencia al ejército rebelde. En mi época estudiantil los esbirros de Batista torturaron y asesinaron a mi mejor amigo, lo cual me impulsó a unirme a los rebeldes en la Sierra del Escambray, bajo las órdenes del comandante Eloy Gutiérrez Menoyo."
Eloy Gutiérrez Menoyo |
"Sé que el conocimiento de estos hechos haría que
un grupo tan antimilitarista como es el vuestro me rechazara y eso sería un terrible golpe para mí. Yo tan solo deseo rodearme del ambiente lírico que es mi verdadera pasión. Por lo cual
te ruego que ocultes todo esto al resto de los compañeros. Dadas mis
relaciones puedo indagar, en las altas esferas, qué sucede con tu veto. Todo es demasiado oscuro e impreciso. Si te parece bien de inmediato me encargo de remover toda esa
mierda.” Dicho esto, por unos
segundos nos miramos en silencio, como en una foto fija, unos segundos
acompañados por el fondo musical que componían los latidos de mi desaforado
corazón y el murmullo de las hojas de los árboles que nos rodeaban. Y de pronto el hombre se alejó con el mismo decidido
paso militar que antes me llenara de terrores.
Unos
días después, cuando nos reencontramos en la reunión de nuestro grupo poético, las primeras palabras que le dirigí fueron aquellas “sí, quiero” que la sorpresa, en su
momento, me había impedido articular. Por supuesto no había comentado en el grupo nada de lo ocurrido . La verdad era que no podía juzgarle por dejar que le deslumbrara una revolución que, en un principio, había cegado a casi toda la isla. Ese hombre podía, sin duda, utilizar su
pertenencia al sistema y su profesión de director de televisión para ayudarme y
era conveniente mantenerlo cerca. Bueno,
si sus palabras eran sinceras. Cosa que mi intuición y la expresión que había
visto en su rostro me inclinaban a creer. ¿Sería posible que esos dos años
en la cárcel de mi aislamiento estuvieran a punto de convertirse en mi pasado? ¿O
era aquello tan solo otra trampa de mi negro destino? Lo sabréis en el próximo
capítulo.
El lento renacer. (Segunda parte.)
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