En uno de los balcones de la sala Prometeo |
Mis experiencias en el Ateneo, mis reuniones con el grupo de poetas habían sido como transfusiones de sangre valerosa. Y un día tuve la
bendita idea de ir a un estreno en la sala Prometeo, ¡el primer espectáculo al
que asistía desde hacía dos años!
Francisco Morín |
Esa pequeña
sala-teatro rebosaba del prestigio que su director, Francisco Morín, se había
ganado a base de años de hacer buen teatro, teatro sin concesiones, de enfrentamientos con la mediocridad y
de un antagonismo total hacia todo lo establecido. Se contaba que en el año 48,
siendo director del grupo ADAD, en contra de la opinión en pleno de la directiva, había
luchado con dientes y uñas para estrenar Electra
Garrigó, del inmenso Virgilio Piñera, jugándose con ello su cargo y hasta
sus amigos. Eso le valió, dentro del teatro y desde entonces, la fama de luchador empecinado y progresista.
La primera vez que mis pies se detuvieron frente a la sala Prometeo experimenté una avalancha de sensaciones. Subí la estrecha escalera que conducía al hall como si toda mi vida hubiese estado esperando ese momento. Una vez arriba, los postreros rayos del sol que penetraban por los balcones, tiñendo mi cuerpo de oro viejo, sumergiéndome en una eclosión de dorados y rojos tan irreales, me parecieron premonitorios de bellas y luminosas cosas por venir. Y no me equivocaba. Ese mismo día conocí a personas que iban a ser de una importancia vital en mi vida.
Gladys Triana |
Esa misma
tarde Gladys me presentó a Francisco Morín quién, de esa forma suya tan directa, me preguntó el
porqué de mi actual ausencia del mundo teatral. Con una
espontaneidad poco frecuente en mí, le
conté la historia de mi veto y él, impactado por lo absurdo de la situación, obedeciendo a su innata rebeldía, me ofreció el papel protagónico de su
próxima obra, Tierra Baja, del autor catalán Ángel Guimerá.
Estas fueron sus palabras en ese momento; “mira
muchachita, yo soy Francisco Morín, un hombre libre que no admite absurdas
imposiciones. Ni en mi vida ni en mi profesión. Te llamaré muy pronto para
empezar los ensayos.”
Ensayo general de Tierra Baja. Sala Prometeo |
Y ya estábamos ensayando Tierra Baja Raúl Xigés,
Jorge Martínez, Estela Padrón, Luisa María Güell, yo y varios actores más que
completaban el amplio reparto, cuando un día, tras una de las reuniones de nuestro
grupo de poetas,
Mitjans me repitió con sigilo esas palabras, “tengo algo importante
que decirte”, que tanto me habían
conmocionado dos semanas antes. Así que quedamos en vernos, como la vez anterior, en el Parque del Río
Almendares. Sabía que ese momento iba a ser trascendental para mí.
Allí se decidiría mi futuro, se acabarían las incertidumbres y, para bien o
para mal, me enfrentaría cara a cara al monstruo que me había
mantenido, con total iniquidad, dos años en un mundo de zozobra. Ni yo ni mi familia, a la que como es natural tenía al tanto de todo lo que estaba sucediendo, pudimos pegar ojo aquella
noche. Los tres me presionaban para acudir conmigo a la cita y al fin
conseguí que solo mi padre me acompañara, con la condición de que su presencia
fuese invisible a los ojos de Mitjans. Le hice jurarme que, a menos que
observase alguna actividad alarmante, se mantendría alejado y en
total anonimato. Así que, aquella
mañana, con mi padre escondido entre los árboles como en una
película de espías, sentada en el mismo banco que la vez anterior, esperé
la llegada del “mensajero de mi destino”.
Nada más verle acercarse, vestido con el temible uniforme verde olivo, pistola al cinto, paso
militar, pero en esta ocasión con una expresión de evidente alegría en el
rostro, todos los músculos de mi cuerpo se fueron “descontracturando” y los
hermosos colores de la naturaleza que nos rodeaba comenzaron a cobrar ante mis ojos su
verdadero fulgor. Era como si mi vida estuviese pasando de ser una película en
blanco y negro a una en maravilloso tecnicolor. Y estas fueron
sus palabras. “He indagado en todas las fuentes que me ha sido posible. He
mencionado tu nombre y tu problema a altos cargos políticos y ni a diestra ni a
siniestra han podido darme una explicación. Nadie del gobierno o de la policía parece saber de
tu caso y en lo que se refiere a tu veto, te aseguro que en ningún sitio figura
constancia oficial de su existencia. Así que, dado lo kafkiano de la situación, he
decidido que actuarás en mi programa Intermezzo dentro de dos semanas. Veremos si alguien se atreve a hacer objeciones”.
¿Qué estaba pasando? ¿Tal
vez las malignas erinias, aburridas ya de la monotonía de mi vida, se habían
mudado? ¿Acaso los dragones que vigilaban mi mazmorra se habían jubilado? ¿Qué
sucedería dentro de dos miércoles, cuando mi imagen, transportada por las ondas
hertzianas, penetrara de nuevo en los hogares cubanos?
Pues, bien, llegó el miércoles de marras y salvo que hice el peor trabajo profesional de mi vida, atenazada como estaba por el miedo y los nervios, no pasó NADA. Tras la emisión en directo, Mitjans y yo permanecimos en el plató, ya vació, sentaditos en sendas sillas y con nuestros corazones palpitando al unísono, esperando una llamada de reprobación o alguna visita uniformada. Pero nada sucedió. Ni ese día ni en los sucesivos. Como si nunca hubiese existido en realidad aquel veto. ¿Sería tal el terror reinante en Cuba que las solas palabras de una odiosa mujer hubiesen causado esa avalancha de rechazos? ¿Que aquella frase “¡tu presencia está prohibida aquí, gusana!” pronunciada tiempo atrás por Violeta Jiménez,* hubiese sido tan solo un acto de rencor personal, sin base oficial alguna? (Ver Instantánea 27. La Odisea.) ¿Hasta tal punto era corrosivo y paralizante el temor general que nadie osó siquiera hacer un intento por llegar al fondo de aquel veto que había castrado mi vida?
Pues, bien, llegó el miércoles de marras y salvo que hice el peor trabajo profesional de mi vida, atenazada como estaba por el miedo y los nervios, no pasó NADA. Tras la emisión en directo, Mitjans y yo permanecimos en el plató, ya vació, sentaditos en sendas sillas y con nuestros corazones palpitando al unísono, esperando una llamada de reprobación o alguna visita uniformada. Pero nada sucedió. Ni ese día ni en los sucesivos. Como si nunca hubiese existido en realidad aquel veto. ¿Sería tal el terror reinante en Cuba que las solas palabras de una odiosa mujer hubiesen causado esa avalancha de rechazos? ¿Que aquella frase “¡tu presencia está prohibida aquí, gusana!” pronunciada tiempo atrás por Violeta Jiménez,* hubiese sido tan solo un acto de rencor personal, sin base oficial alguna? (Ver Instantánea 27. La Odisea.) ¿Hasta tal punto era corrosivo y paralizante el temor general que nadie osó siquiera hacer un intento por llegar al fondo de aquel veto que había castrado mi vida?
La cuestión fue que, gracias
al coraje y la amistad de Humberto Mitjans, a partir de ese programa de prueba, me convertí en personaje casi fijo de aquel
hermoso Intermezzo que, con tanta
sensibilidad, él dirigía.
Poco después estrenaríamos, en la Sala Prometeo, Tierra baja, en una magnífica puesta en escena de Francisco Morín.
Y de esta manera estaba a
punto de empezar para mí un fecundo año1963.
* No es la primera vez que narro mi terrible encontronazo con Violeta Jiménez ocurrido en Cuba en 1960, pero en esta ocasión voy a dar un salto hacia adelante en el tiempo para contar mi último encuentro con ella, ya en España, y en el año 1971.
Tras mi exilio, el cual debido a mi nacimiento español fue en realidad una repatriación, durante los primeros años en mi patria, solía trabajar a menudo con un prestigioso productor-director de teatro llamado Manolo Collado. El reencuentro con Violeta tuvo lugar durante el tercer montaje que iba a hacer con él, Romeo y Julieta, en el cual yo interpretaría a la señora Capuleto, madre de Julieta. El día antes de la primera reunión de compañía, el director y amigo me llamó con el fin de notificarme que tenía una sorpresa para mí. Iba a contratar a una actriz cubana, una "compatriota". Cuál no sería, en efecto, mi sorpresa cuando, al llegar al teatro, me encontré frente a frente con aquel ser que había torturado mi vida: Violeta Jiménez. Collado me dijo entonces que estaba recién exiliada y me pidió referencias de su trabajo en Cuba.
* No es la primera vez que narro mi terrible encontronazo con Violeta Jiménez ocurrido en Cuba en 1960, pero en esta ocasión voy a dar un salto hacia adelante en el tiempo para contar mi último encuentro con ella, ya en España, y en el año 1971.
Miguel Llao, Armando Soler y Violeta Jiménez. Foto de la TV cubana, cortesía de J. Cueto-Roig |
Tras mi exilio, el cual debido a mi nacimiento español fue en realidad una repatriación, durante los primeros años en mi patria, solía trabajar a menudo con un prestigioso productor-director de teatro llamado Manolo Collado. El reencuentro con Violeta tuvo lugar durante el tercer montaje que iba a hacer con él, Romeo y Julieta, en el cual yo interpretaría a la señora Capuleto, madre de Julieta. El día antes de la primera reunión de compañía, el director y amigo me llamó con el fin de notificarme que tenía una sorpresa para mí. Iba a contratar a una actriz cubana, una "compatriota". Cuál no sería, en efecto, mi sorpresa cuando, al llegar al teatro, me encontré frente a frente con aquel ser que había torturado mi vida: Violeta Jiménez. Collado me dijo entonces que estaba recién exiliada y me pidió referencias de su trabajo en Cuba.
Durante unos segundos me debatí entre la repulsa que me provocaba el recuerdo de su comportamiento conmigo, su archiconocida actitud proselitista y radical en la
isla, y lástima por la angustia que se dibujaba en sus prematuramente envejecidas facciones. Pensé que era el remordimiento lo que nublaba sus ojos y contraía los músculos de su cara. En aquel momento,
gracias a la amistad que me unía con Collado,
su futuro inmediato en España
estaba en mis manos. Curioso teje y maneje del destino. La cuestión es que decidí no sembrar cizaña, limitándome a decirle al director que en efecto, ella era una
actriz muy estimada en Cuba. Y la reunión de aquel día terminó mientras evitaba cualquier contacto personal con ella. Pero el pensar que tendría que compartir tiempo y
escenario con Violeta me resultaba tan doloroso que llegué a considerar el despedirme
del montaje. Para mi sorpresa eso no iba a ser necesario.
Al día siguiente, al
llegar al ensayo, mi amigo el director, con una irónica sonrisa en los labios
me preguntó qué le había hecho yo a mi "pobre compatriota” pues la susodicha
Violeta nada más acabar la reunión del día anterior le había dicho, llena de furia, que jamás volvería
a trabajar con "esa", es decir, conmigo, y le instó a que escogiera
entre las dos. "O ella o yo", así, sin más explicaciones. "¡Vaya mujer tan loquita!", apostrofó Collado. Huelga decir que yo
estrené la función y que a ella no volví a verla nunca.
Las vacas comienzan a engordar.
Como siempre, fascinante. Esto es mejor que una novela de espionaje. Yolanda, TIENES QUE SACAR ESTE LIBRO... Es que hasta para una pelicula. Tu vas tan al grano, y tan sincera en todo que es como hablar contigo.
ResponderEliminarYolanda Farr alcanzó el tamaño de mito en Cuba, pero nunca escuché nada sobre Violeta Jiménez. Y es la pura verdad.
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