La poesía alada, el movimiento más hermoso en perfecta simbiosis con la más bella música, el milagro de unos brazos convertidos en pájaros que dibujan utopías en el aire y de unas piernas a veces tornados, a veces tiernas lenguas de mar lamiendo la arena. Esa sensación cuando tus pies reniegan del suelo y, casi flotando en el aire, te domina hasta la locura un ansia de ingravidez. La más titánica lucha por vencer las limitadas posibilidades del cuerpo, limitaciones que nunca se está dispuesto a aceptar. Una inmersión total en un mundo de azúcares y hieles. El amante más complaciente, el déspota más exigente. Todo eso es el ballet que yo amaba más que a cualquier otra cosa en el mundo.
Aquella beca que
Fernando Alonso me había concedido en febrero del 58 trastornó mi
existencia. No era la primera vez que el
sendero de mi vida se bifurcaba formando
dos líneas divergentes pero en esta ocasión, desde la nueva senda elegida, me era posible
ver como las cosas que me habían sido importantes se iban desdibujando poco a poco y sin remisión. El
piano, mis amigas, hasta la familia iban desenfocándose. Y sin que
en mí brotara ni un mínimo de duda o arrepentimiento. Tal era mi devoción. Sin duda tenía que ver con esas endorfinas, tan de moda
en estos tiempos y desconocidas en aquellos, pero el hecho era que,
cuanto más agotado y dolorido terminaba mi cuerpo tras las clases de Fernando
Alonso, más eufórico salía a la calle mi espíritu.
De izquierda a derecha: Nora Casanova - Yolanda Padrón - Rosa Elena Álvarez Yolanda Farr - Mª Cristina Álvarez - Lourdes Moré |
Mi comienzo en la escuela
fue con un grupo de “novatas prometedoras” y dos meses después pasé al de
profesionales, ante mi sorpresa y satisfacción. Desde la perspectiva que da el
tiempo pienso que Fernando debía sentir una cierta debilidad por la “galleguita”, como muchos me llamaban, ya que nunca, en la vida, jamás, podría yo
haber llegado a ser una María Cristina Álvarez, integrante de esas “novatas
prometedoras”, y la que, tras llegar a ser solista en el ballet de Cuba, en
estos momentos es Profesora de la Cátedra y
directora artística del Ballet de Cámara de la Fundación Alicia Alonso de
Madrid. A pesar de mi innegable entusiasmo y devoción nunca tuve condiciones
para llegar a eso.
Ese mismo año en el mes
de agosto, que el tremendo calor reinante convertía en vacacional por necesidad, intenté en lo posible reanudar costumbres y amistades que tenía abandonadas. Volví a reunir al
quinteto de mi infancia y decidimos regalarnos un mes de compañía, en honor a
los viejos tiempos, retornando a los juegos y chiquilladas de nuestra
adolescencia, (etapa que a mis 17 años consideraba superada). Mimi, Zoilita,
Emilia, Lucy y yo volvimos a ejercitar una amistad que, como un regalo divino,
ha superado distancias y silencios, sobreviviendo hasta los presentes días.
Playa de La Concha. La Habana |
Volvieron nuestros festines en Woolworth, nuestros ataques de Rock and Roll,
nuestras escapadas a Conney Island y a la playa de la Concha. Y fue durante una
de estas ocasiones cuando el destino volvió a señalar un cambio dramático para mi
vida.
Hacía poco tiempo habían
instalado una enorme botella de Coca Cola en el centro de aquella pequeña bahía
que conformaba la playa. Su propósito era servir de trampolín a los más osados, y
¿quién podía serlo más que yo? No fue nada espectacular. Un perfecto salto del
ángel, una inmersión demasiado profunda, un inesperado fondo rocoso que logré evitar con brusquedad, unas brazadas algo dolorosas para alcanzar la
orilla y al llegar a la arena, donde mis amigas me aguardaban festejando mi
salto, un dolor en la espalda tan intenso que me hizo perder el conocimiento. Me había fisurado una de las vértebras lumbares. Acababa de
firmar la sentencia de muerte de todas mis Coppelias o mis Giselles. Tres meses
inmovilizada sobre una tabla, cuatro con un corsé que me impedía casi cualquier
movimiento, la advertencia del médico de que, si intentaba en un futuro seguir mis
durísimos entrenamientos, jamás me libraría de los dolores y la noticia de que mi flexibilidad se había quedado para siempre mermada....
Josefina Méndez Carlos Gacio Mirta Plá
|
Todo eso me abrió los ojos a que nunca más compartiría
clases con Ramona de Saa, con Marta Mahr, argentina de nacimiento que, tras
abandonar Cuba, inauguró el prestigioso School of Dancing en Coral Gables,
Miami, con Mirta Plá, fallecida en
España en el año 2003, con Eduardo Recalt, exiliado en Miami en el año 1966 y
desgraciadamente también fallecido, con mi admirado amigo Carlos Gacio, aún viviendo
felizmente en Viena, donde fue, durante 25 años, maestro del ballet de la Opera y donde, tras terminar sus funciones como bailarín y profesor, le fue entregada la Cruz de Honor de las
Ciencias y las Artes. Nunca volvería a compartir “pas de bourées” con Josefina Méndez, la que fue durante años “los ojos de
Alicia”, pues es bien conocida la discapacidad visual que la diva padece desde
su juventud. Esa Josefina que se adjudicó el papel de “lazarillo” y que a él fue fiel
hasta su muerte.
Alicia Alonso en clase. 1948 |
Por cierto que con ambas tropecé un día, muchos años más
tarde, en unos grandes almacenes
de Madrid. Josefina me saludó pero Alicia, con su acostumbrada
actitud de distanciamiento y soberbia, a pesar de que su lazarillo me identificase ante ella, me dedicó una hierática sonrisa mientras
decía, “vamos Yuyi, que tenemos prisa”. Actitud que no me extrañó, siendo yo
una exiliada y ella nada menos que Alicia Alonso, la acomodaticia gran diva que ha sido capaz de medrar durante el batistato,
consolidarse con Fidel Castro y, en ambos momentos, conquistar al mundo
entero.
Tras mi accidente sentía que mi vida se había acabado y un oscuro velo de desesperación cubrió como una mortaja aquel inacabable tiempo de forzosa inmovilidad. Ni los cariñosos esfuerzos de mi familia, ni la frecuente compañía de mis amigas lograban sacarme de mi depresión y la idea de la muerte se fue convirtiendo en el único punto de luz que veía al fondo del negro túnel en el que me sentía atrapada. El ballet había absorbido mi alma y sin alma no hay vida posible. Así que a planear la forma de mi muerte dediqué todos esos meses.
Naturalmente debía ser
algo trágico y hermoso. Mis muñecas abiertas como manantiales de roja muerte
tiñendo de gualda mi lecho... Bajo las ruedas de un coche mi cuerpo, como el de una dramática y rota Coppelia... Mi doliente humanidad flotando sobre las agitadas
aguas del malecón, chocando y desgarrándose contra las rocas hasta deshacerse
en ínfimas partículas…
Fue durante mi larga postración cuando puse atención por
primera vez al nombre de Fidel Castro. Mi padre, en cuya alma aún vivía el espíritu
revolucionario que le había llevado a apoyar la Segunda República Española, ese que
le impulsó a enfrentarse al dictador Francisco Franco hasta el punto de tener
que pasar largo tiempo en un campo de concentración, mi querido padre
progresista, escuchaba subrepticiamente, como muchos cubanos, Radio
Rebelde. Se trataba de una emisora
clandestina que emitía desde la Sierra Maestra, allá en Oriente, arengando al
pueblo y dando partes de una guerra contra Batista de la que la mayoría de los ciudadanos
no teníamos ni idea en esos momentos. Parece ser que durante la dictadura
batistiana, recordemos que “Don Fulgencio” había llegado al poder mediante un
golpe de estado, se cometieron tropelías y asesinatos. Pero ni tiempo ni interés había tenido yo, en años
precedentes, para ocuparme de problemas políticos, inmersa como estaba en mis estudios.
La cuestión es que la isla se estaba convirtiendo en un hervidero de
insurgencias. Aquel yate Granma, que había llegado a Oriente el año 56, resultó
portador de un virus mutante y letal. Al parecer todo comenzó cuando, años
atrás, en 1953 un grupo autodenominado “Generación del Centenario”, dirigido
en Santiago de Cuba por un tal Fidel Castro, intentó tomar el Cuartel Moncada.
Su finalidad era derrocar a Fulgencio Batista, pero el fracaso fue estrepitoso.
Fidel y varios de los participantes supervivientes, fueron detenidos,
enjuiciados, condenados y con posterioridad amnistiados atendiendo a presiones internacionales. Todo esto ya lo he mencionado en un capítulo anterior.
Batista en TV, señalando la zona del desembarco del Granma. 1957 |
Tras su liberación, Castro se dirigió a México donde consiguió el apoyo de miembros de las más variadas facciones políticas, incluyendo un sector de la CIA que llegó a financiar, a través del expresidente Prío Socarrás, el viaje del Granma. Los desmanes del gobierno batistiano, y sabrá Dios que otra serie de intereses creados, habían originado una animadversión general contra Batista.
De las 82 personas que desembarcaron del Granma tan solo una parte logró internarse en Sierra Maestra, pero fueron suficientes para protagonizar unas escaramuzas que a algunos encandilaban y a otros inquietaban. Todo esto había averiguado mi padre desde Radio Rebelde Y todo esto me contaba, capítulo a capítulo, supongo que intentando distraer mis horas de tedio y dolor. Pero poco podía importarme el futuro de Cuba cuando había decidido borrar ese vocablo de mi vida: futuro.
Después de cuatro meses de torturas psíquicas y físicas, el
médico me autorizó para dar largos paseos. Así que había llegado el momento de
realizar mi planeado suicidio.
Antes de abandonar este mundo, que no me ofrecía futuro alguno, decidí despedirme de los lugares de La Habana más amados y disfrutados por mí. Visitar aquel paseo del Prado que, durante los ya prohibidos Carnavales, había recorrido tantas veces montada en el convertible de algún amigo. Dar una última caminata bajo la espuma de las bravías olas que a menudo batían los muros del Malecón. Echar una postrera ojeada al Hotel Riviera, donde mi vida profesional se había iniciado. Hacer una furtiva pasada frente al edificio de la Academia de Alicia Alonso, a la que mi cuerpo y mi espíritu tanto sudor e ilusión brindaran...Y para finalizar, efectuar una última parada en la cafetería de CMQ.
Precisamente en esa emisora había realizado mi última actividad profesional como bailarina. Un comercial de Regalias El Cuño, un pequeño baile en puntas que, sin ser ni remotamente el sueño de mi vida, al haber resultado mi última experiencia con la danza adquirió para mi tanta importancia como si hubiese sido un “solo” en el Bolshoi. Esa sería mi última “estación” antes de dirigirme a la muerte que había escogido: las aguas del malecón.
Precisamente en esa emisora había realizado mi última actividad profesional como bailarina. Un comercial de Regalias El Cuño, un pequeño baile en puntas que, sin ser ni remotamente el sueño de mi vida, al haber resultado mi última experiencia con la danza adquirió para mi tanta importancia como si hubiese sido un “solo” en el Bolshoi. Esa sería mi última “estación” antes de dirigirme a la muerte que había escogido: las aguas del malecón.
En aquellos primeros días de diciembre las tardes eran sombrías. Una tormenta
azotaba la isla y, sin duda, las aguas tendrían la furia suficiente para conducirme
hasta el final de mis angustias.
Las Bailarinas de Degás. |
Con estos tenebrosos pensamientos me senté a la barra de esa cafetería en
la cual, unos meses atrás, había soñado con cisnes y princesas hechizadas, con
tutús y mallas, con Delibes y Tchaikovski.
Y allí permanecí un largo rato, casi ausente, sin
sospechar que estaba a punto de ocurrir un milagro que daría, de nuevo, un cambio radical
a mi sigzagueante vida.
Próximo capítulo. Cuba 1959. El amor, la revolución y el desencanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario