Lucy y yo. 1956 |
Solo mis amigas Lucy, Mimi, Zoilita y Emilia lograron
hacerme más soportable esa terrible época de la adolescencia. Tal vez porque
las cinco éramos distintas al entorno generacional habíamos convertido nuestra
amistad, tras un melodramático pero hermoso pacto de sangre, en una especie de
bunker pentagonal, cada una de nosotras una firme pared, y en el cual nada
externo o lesivo podía penetrar. Creíamos.
La primera que llegó a mi vida, al mudarnos a 5 y 12,
Ampliación de Almendares, fue Lucy. En
aquellos días yo no sabía que existieran niñas de chocolate con ojos de miel, así que desde el primer momento que la vi me enamoré de ella. 9 años
tenía yo y Lucy 8. ¡Cuántos años pasamos juntas, jugando, experimentando
ilusiones, desengaños, sueños que se esfumaban y más tarde esas heridas que la pubertad inflige y
que intentábamos restañarnos mutuamente! Ella fue mi primera amiga en el exilio
y del brazo recorrimos 18 años de la historia de Cuba, muchas veces a
trompicones y puñetazos con la vida.
Yo era tímida y sensible. Aquella violación de la que
había sido víctima en mi niñez española (de la cual tarde años en poder
hablar sin angustias), me había convertido en un ser renuente a los contactos
físicos, fuesen estos del género que fuesen. Mientras mis amigas y compañeras
conocían y aceptaban sus cuerpos, yo detestaba todos los síntomas de madurez
que iban surgiendo en mi.
Zoilita, Mimi y yo haciendo el tonto. Año 1955 |
Woolworth. (Ten Cent Store) |
Emilia, por el
contrario, era un ser de extrema fragilidad y prácticamente enferma de
introversión. Su espíritu lastimado, sabe Dios por qué heridas infantiles, la
llevaba a aislarse de la gente. Sus grandes ojos negros, sus oscuros cabellos salpicados
de canas desde la adolescencia, eran la imagen misma del sufrimiento. Sin embargo, a veces conseguíamos arrancarla de su mundo de soledad y, gracias a nuestros
juegos y cotorreos, podíamos ver asomarse a sus pupilas la niña que se había
perdido en algún momento de su vida.
Zoilita era el retrato fiel de la primavera. Mientras mi cuerpo era poco más que un garabato formado por líneas rectas y largas el suyo, a los once años, ya prometía exuberancias y ella aceptaba esos obsequios sin mojigaterías ni complejos. Una limpia y floreciente sensualidad emanaba de ella de forma contagiosa.
Zoilita era el retrato fiel de la primavera. Mientras mi cuerpo era poco más que un garabato formado por líneas rectas y largas el suyo, a los once años, ya prometía exuberancias y ella aceptaba esos obsequios sin mojigaterías ni complejos. Una limpia y floreciente sensualidad emanaba de ella de forma contagiosa.
Zoilita y yo. 1955 |
Juntas las cinco
hablábamos de lo humano y lo divino, por supuesto en diminutivo, y allí en el salón
del chalet de Zoilita, casi pegado a mi casa, disfrutábamos oyendo brotar música
americana de aquellos LPS que con tanto cuidado había que
tratar. Pat Boone, Los Platters o Ricky
Nelson para embelesarnos y Fats Domino o el disco “Rock Around the Clock”, (el
arrollador hit de Bill Halley and the Comets), para bailar hasta quedar
exhaustas. Y un poco después llegó él, aquel torbellino de sexualidad que era Elvis
Presley, alborotando el gallinero mundial y convirtiéndose, como no, en nuestro ídolo.
Estas “bacanales” tenían lugar solamente durante los meses de vacaciones y algún que otro fin de semana. En esa casa pasé los momentos más auténticos de aquella época, observando desde el porche las hojas caer en otoño, el cielo desplomarse en época de ciclones, las flores brotar en la omnipotente primavera o simplemente viendo el tráfico fluir. Y fue en ese fluir del tráfico donde intentó fraguarse mi primer romance.
Dodge Cadillac Ford
|
Al volante de una de sus unidades iban unos hermosísimos ojos azules, una pícara sonrisa y un pelo negro azabache y ensortijado, el cual su propietario dejaba asomar con generosidad bajo la gorra de su uniforme de guaguero. es decir, una réplica cubana de Tony Curtis. Y de esa atractiva imagen se enamoraron todos y cada uno de mis 15 hambrientos años, con un “platonicismo” que no excluía enloquecidas palpitaciones o extraños calores que recorrían todo mi cuerpo y acababan concentrándose bajo mis braguitas. Sensaciones nunca experimentadas anteriormente y que hacían tambalearse mi ascetismo. Razón por la cual siempre evitaba coincidir con él en mis viajes.
Mis amigas, al verme alternativamente enardecerme y languidecer al paso de mi galán y ante las indudables sonrisas que él me dirigía, decidieron actuar de “celestinas”.
Una tarde me comunicaron que, habiendo establecido a mis espaldas contacto con mi guagüero y tras hablarle de mi timidez y averiguar que su nombre era Segundo Díaz Delgado, (que curiosa es la memoria), habían concertado nuestra primera cita. El domingo, en su último viaje, a las siete de la tarde y ya de recogida, yo subiría a su guagua y seguiría con él hasta las cocheras.
Aunque parezca imposible, mi corazón había logrado sobrevivir tres días a 160 pulsaciones por minuto. Y sobre todo, había conseguido que los síntomas de mi “enfermedad” no fuesen detectados por mi familia. Y llegó la hora cero.
En la parada de la guagua, cuatro alebrestados lebreles acorralaban a una aterrada liebre con palabras como “es tu momento”, “el amor es maravilloso”, “arréglate la cola de caballo”, “ay, que ilusión”…Cuando finalmente el vehículo se detuvo ante nosotras ocho manos me empujaron hacía adentro.
Entre eso, la excitación y la confusa luz del atardecer tropecé con el escalón de entrada, de tan tremebunda manera que sobre el asfalto quedó el tacón derecho de mis únicos zapatos de fiesta y sobre el suelo de la guagua el garabato de mi cuerpo desparramado. Poco más recuerdo con claridad de ese bochornoso momento o del posterior viaje hasta las cocheras. Tan solo tengo memoria clara de una dicotomía de voces gritando en mi cerebro: “¡Yo me bajo en la próxima!”, “¡Ni lo sueñes, tú sigues hasta el final!”
Segundo aparcó en una recóndita, solitaria y oscura esquina del hangar. Las cálidas oleadas que hasta entonces me había provocado su lejana presencia, ante lo inminente de su proximidad se estaban convirtiendo en un frío polar que recorría mi columna y, paradójicamente, se convertía en fuego al llegar a mi cabeza.
Él quedó totalmente paralizado. Yo, levantándome de un salto y soltando un absurdo “gracias” que debió de acabar de fundir sus meninges, me alejé por el estrecho pasillo que formaban las dos filas de asientos, caminando con toda la dignidad y el donaire que me permitía la falta de aquel tacón que, quizá intentando prevenirme, se había quedado en la acera de mi calle, negándose a ser testigo de tan lamentable experiencia.
NECROLÓGICAS.
Pepe Rubio |
Francisco Valladares |
En el año 1998 sufrió un infarto que le alejó durante un
tiempo de los escenarios, para desgracia de sus fans y amigos.
Hace cuatro años le fue diagnosticada una leucemia y la
forma en que llevó su enfermedad y tratamiento fue una lección para todos. Al
ser dado de alta todos creímos que la enfermedad estaba superada, pero el mes pasado, en una de las periódicas revisiones,
le detectaron una recaída. Recuerdo perfectamente sus palabras durante una de nuestras frecuentes charlas y ante el primer dictamen médico “Esta cabrona
no podrá conmigo”. Y así fue. El día 17 de este mes Paco Valladares moría de
una neumonía, dándole esquinazo a la leucemia que, al menos directamente, no pudo vencer a la más hermosa voz del teatro
en España.
(Retratos por cortesía de JESÚS ALCÁNTARA)
(Retratos por cortesía de JESÚS ALCÁNTARA)
Lei tu articulo, sobre Cuba en la decada de los 50, segunda parte,(Adolescencia)y me resulto algo excepcional; no solo eres una gran escritora, sino tambien una persona extraordinaria que conoci meses atras en Madrid. Me hiciste pasar momentos muy agradables al compartir juntas unas horas. Me emocione leyendo tu resena de adolescente, yo tambien tuve muy buenas amigas en aquella epoca. Vicky
ResponderEliminarQuerida Vicky, gracias mil por tus palabras. Estoy deseando volver a verte. Conocerte tambien fue estupendo para mi. Un abrazo
EliminarYolanda