Foto Jesús Alcántara |
Supongo que recordáis la histeria colectiva que provocó
el “efecto 2000”, o Y2K, en el mundo de los ordenadores. La amenaza
de una debacle informática se sumó, el mes de diciembre de 1999, a las
catastróficas predicciones del fin del mundo sostenidas por “Nostradamus and company”. Los informáticos temían que una vez
alcanzado el año 2000, es decir el final del milenio, si el planeta
tierra aún existía, las fechas en los ordenadores marcarían tan solo 00, lo
cual nos retrotraería al 1900. ¿Cuál era la causa? Algo tan sencillo como
incomprensible en tan doctas mentes. Las limitaciones iniciales de los equipos, la falta de memoria y
capacidad de almacenamiento habían hecho que los programadores señalaran los
años con tan solo las dos cifras finales; 68 por 1968 o 90 por 1990, por ejemplo. Es decir
que 2000 quedaría marcado como 00, indicando eso automáticamente que estábamos ¡en
1900! Las consecuencias, en un mundo que vivía regido por la cibernética,
podrían haber sido catastróficas. Al descubrir este fallo garrafal los países
invirtieron miles de millones en tratar de remediar tal absurda falta de previsión.
Por fortuna los daños fueron mínimos y puntuales y a las pocas horas
del nuevo siglo estaban solucionados. Es
decir que llegamos a enero del XXI vivitos, coleando y ubicados
en el tiempo con corrección.
Genocidio en Namidia. 1904. Campo de concentración Nazi. 1945 |
El siglo XX se había marchado llevando sobre sus
espaldas algunos importantísimos descubrimientos científicos, muchos útiles
inventos, emblemáticos acontecimientos que propiciaron libertades civiles, pero
también grandes contiendas y terribles masacres.
Parecía que no hubiese pasado un solo día de esos
largos cien años sin asesinatos indiscriminados, genocidios, guerras mundiales
o tribales y luchas sangrientas por
defender o expandir fronteras. El siglo de los extremismos, (hambre
aniquiladora junto a la más exagerada riqueza), de la tecnología, del nacimiento o muerte de mártires y de asesinos había dejado lugar a un siglo XXI que nos
asustaba por la velocidad con que la técnica se desarrollaba, llegando incluso
a inspirar en el individuo el temor a resultar desplazado por las máquinas. Pero también
nos dejaba, a los optimistas, la esperanza de que el ser humano hubiese
aprendido con sus errores. Viéndonos supervivientes de tan negros vaticinios tal
vez recapacitásemos y enmendásemos el daño que nos hacíamos los unos a los
otros y, aún más importante, a nuestra Gran Madre, esa tierra que desde hacía
tiempo esquilmábamos y maltratábamos.
María Luisa Merlo y yo en Ocho mujeres |
Y daba la impresión de que el 2000 venía con
buenas intenciones, al menos para Jesús y para mí. Aquella función, Ocho mujeres, estrenada el 11 de
noviembre de 1999 en el Teatro Fígaro, estaba teniendo un éxito espectacular
gracias a las actrices que componíamos el reparto y a la flexibilidad del
director, Ángel García Moreno. Paso a explicar el porqué de mi afirmación.
Durante los ensayos fuimos descubriendo que la obra, concebida por el autor
parisino Robert Thomas como un thriller puro y duro, con tan solo darles una “vuelta
de tuerca” a los personajes, podía convertirse en una divertida comedia de
suspense. Las situaciones, muchas veces límites, se prestaban bien para ello. Y
así, sin cambiar ni una palabra del texto, día a día fue brotando sobre el
escenario la versión que los franceses
llevarían al cine con posterioridad y que tantas veces se ha representado
desde entonces. Cuando el film llegó a Madrid las actrices que estrenáramos la
obra, llenas de curiosidad, nos reunimos
para ir a verla y vaya si nos llevamos una sorpresa:
era como si el director hubiese estudiado nuestro montaje imitándolo sin pudor
alguno. Y aquello no podía ser una coincidencia pues
incluso parte del vestuario era similar.
Pero volvamos a nuestras representaciones en el
Fígaro.
De izquierda a derecha, Verónica Luján, María Luisa Merlo, Eva Higueras, Queta Claver, Ana Labordeta, Elena Maurandi, Yolanda Farr y Elisenda Ribas en Ocho mujeres |
Estas eran las actrices y estos sus roles: María
Luisa Merlo, la madre de familia de la que yo, ex cabaretera y oscuro
personaje, era antagonista, Elisenda Ribas, la inquietante ama de llaves, Eva
Higueras, Ana Labordeta y Verónica Luján, las tres hijas, revestidas de una
inocencia demasiado subrayada para resultar creíble, Queta Claver, la
escurridiza y mentirosa abuela, y Elena Maurandi, la casquivana doncella. Todas
éramos sospechosas del asesinato de un dueño y señor de la casa que nunca
llegaba a aparecer físicamente. Así, con gran inteligencia, se iba desarrollando
la trama hasta llegar al más sorprendente final, el cual no voy a contar pues
sería destripar la obra para cualquiera que decida ver el montaje o la película.
Con María Luisa Merlo |
Como en el mejor de los sueños, aquellas mujeres y
yo, fuera de escena, nos convertimos en una familia bien llevada. La Merlo
resultó ser una persona entrañable, a veces hasta demasiado ingenua y soñadora
pero siempre plena de bondad y compañerismo. Hasta tal punto era una profesional
que, a pesar de haber sufrido una fractura de tibia unos días atrás y estar
escayolada, se negó a retrasar el estreno. Esa mujer, que llegaba de la calle
arrastrando su blanca y elefantiásica pierna como si le pesara treinta kilos,
en el escenario manejaba su escayola con la gracia y el donaire de la bailarina
de ballet que un día fue.
En los
entreactos o entre funciones solía contarnos historias de su padre, el gran
actor Ismael Merlo, nos narraba momentos vividos junto a su veleidoso ex marido Carlos Larrañaga, o nos relataba anécdotas de esos hijos que tan orgullosa le hacían sentirse: Juan Carlos, Pedro,
Luis, y Amparo, (por cierto que estos últimos, Luis Merlo y Amparo Larrañaga
han resultado ser unos estupendos actores).
Elisenda Ribas |
Elisenda Ribas se convirtió en mi gran hallazgo.
Aunque conocía con anterioridad su buen hacer teatral jamás hubiese podido sospechar la ternura y la
generosidad que se escondían tras su avasalladora personalidad. Virtudes estas que consolidaron
una amistad entre nosotras que llegaría hasta nuestros días.
Con Eva Higueras |
Con Elena
y Eva, jóvenes y neófitas pero ansiosas
de aprender, se estableció desde el principio una relación provechosa para las tres. Cada día
antes del primer pase se dirigían a mi camerino y allí les enseñaba y
practicábamos ejercicios de respiración, de colocación de voz, de expresión
corporal… Huelga decir cuanto nos beneficiábamos de esto, pues nunca un
actor está lo suficientemente preparado
como para abandonar los calentamientos previos. Muchas lesiones musculares y de cuerdas vocales se hubiesen podido evitar siguiendo esta sencilla regla, cosa poco frecuente entre los a menudo
indisciplinados actores españoles.
Ana Labordeta era una agradable muchacha, de
carácter un poco retraído, pero muy eficiente como actriz y fácil como
compañera.
En cuanto a Queta Claver, aquella hermosísima mujer
que durante su juventud había sido una importante vedette de revista con sobrado poder para enloquecer a los hombres, logró con los años convertirse en una buena actriz dramática.
Lo que nunca consiguió fue abandonar las actitudes de estrella adquiridas durante su apogeo. Aunque
sin exageración, nos miraba a todas con un aire de superioridad que, teniendo
en cuenta su edad y su inevitable deterioro físico, en realidad nos hacía
gracia y nos inspiraba ternura. Nunca formó al cien por ciento parte de la
familia pero todos la aceptamos como a una pariente excéntrica pero, en el fondo, querible.
Y con pleno éxito se mantuvo Ocho Mujeres en el teatro Fígaro de Madrid durante más de un año.
Como suele suceder cuando las obras tienen una larga duración en cartel, hubo
que hacer sustituciones, en este caso a Labordeta y a Luján, pero con tanta fortuna que las
sustitutas, Pepa Sarsa y Marisa Lahoz, encajaron en el grupo y en sus papeles a la
perfección.
Montaje de Jesús en la galería Margarita Summer |
Por su parte Jesús expuso su obra en la prestigiosa
sala Margarita Summer de Madrid en Marzo del 2000. Hay que admitir que fue un
éxito más de crítica que de ventas. Su estilo seguía levantando roncha. Sus
colores explosivos y su originalidad encandilaban a una gran parte del público
pero el tamaño de sus lienzos y su peculiar forma de tratar las figuras ahuyentaban
a conservadores y pequeños compradores.
Frente a uno de sus cuadros |
De izquierda a derecha, Roberto Cazorla, Carlos Sánchez, Tete Blanco, Norberto Sosa, yo, José María Salmerón y Jesús |
Ya que era muy difícil vivir de la pintura, su
trabajo como fotógrafo del Teatro de la Zarzuela y del teatro
Español era la base principal de nuestros ingresos. Sin duda a Jesús le hubiese gustado dedicar
todo el tiempo a su verdadera vocación, pero muchas veces la vida se opone a
nuestros deseos. A lo largo de mi
azarosa existencia yo había comprobado que contra eso nada se podía hacer.
Pero no quiero terminar este capítulo sin reiterar
lo maravillosa que fue aquella etapa de Ocho
Mujeres para mí. Y no solo a nivel profesional: de esa experiencia conservo grandes amigas. Por ejemplo Elisenda Ribas, Pepa Sarsa y Eva Higueras, de las que hablaré más adelante.
Volveremos a vernos la próxima semana.
Fotos de Ocho mujeres, Jesús Alcántara.
Fotos de Ocho mujeres, Jesús Alcántara.
Necrológica.
Michey Rooney |
A pesar de que
continuó trabajando casi hasta el final de sus días, siempre será recordado por
su época de niño prodigio o de revoltoso adolescente en el cine hollywoodiense.
En esos films, a menudo acompañado por Judy Garland, consiguió despertar la adoración del público gracias a su
desbordante energía y su gracejo. Adiós a otro de esos niños a los que la fama
arrebató la infancia.
Próximo Capítulo. Mi encuentro con Chicho Ibáñez Serrador.
Próximo Capítulo. Mi encuentro con Chicho Ibáñez Serrador.
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