Foto Jesús Alcántara |
El interior del hospital de La Fuenfría resultó tan amplio y luminoso como su
exterior hacía prever. Amplios pasillos, desahogadas habitaciones con tan solo
dos camas y provistas de un balcón por donde entraba a raudales la luz y desde
el cual se podía admirar la maravillosa vista del bosque circundante. El médico
director de las dos plantas dedicadas a enfermos terminales, con el cual inmediatamente establecí contacto, era encantador.
En nuestro primer encuentro, al ver aquella increíble radiografía
del deformado cerebro de mi madre me confirmó este diagnóstico: el proceso de
deterioro era imparable y, por supuesto, no había esperanza alguna de
recuperación. Al mismo tiempo me aseguró que allí se ocuparían de que su final fuese apacible
e indoloro. Aceptar que solo eso se podía hacer por aquella mujer
tan importante en mi vida me rompía en mil pedazos.
Dos meses estuvo allí ingresada y ni una sola vez falté a
mi promesa. Cuando a Jesús le era posible me llevaba en nuestro coche. Cuando
no era así, por la mañana temprano tomaba en Atocha el tren de cercanías hasta
Cercedilla y, una vez en el pueblo hacía uso de un autobús de la empresa Larrea
dedicado en exclusiva a cubrir, cuatro veces al día, el viaje de ida y vuelta
al hospital. En total, un recorrido de casi dos horas. Con el fin de darle yo
misma la comida siempre estaba allí antes de que sirvieran el almuerzo y me iba
después de la cena. Me empeñaba en que comiera, con un tesón casi enfermizo, como
si eso fuese a devolverle la vida. Y así pasaron largos días, viendo como aquel
manantial de energía y brillantez iba agotándose pacíficamente, sin
estridencias pero de manera irremisible.
Hasta que una mañana se desataron todos los demonios
del infierno.
Desde La Fuenfría me comunicaron telefónicamente
que, durante la madrugada, mi madre se había caído de la cama fracturándose por varios lugares un fémur. Cuando llegué a su lado la imagen de su pierna
escayolada hasta la ingle me hizo romper a llorar con desconsuelo. Me garantizaron
que no tenía dolores, drogada como estaba, y que así la mantendrían, pero yo
sabía el significado de todo aquello: había llegado el auténtico final. Nunca
más volví a ver esa radiante sonrisa con la cual muchos años atrás deslumbrara a
amigos y admiradores, la misma que hasta ese accidente había encandilado, durante
sus numerosos ingresos, a médicos y enfermeras. Nunca más su mano agarró la mía.
Y el 17 de febrero de 1999, pocos meses antes de cumplir los 90 años, Dora
Pfarr de Mariño, la inseparable melliza de Yenny, la abnegada esposa de
Arsenio, una de las integrantes de esa pareja de bailes, Las Farry Sisters, que
el público tanto había admirado durante las décadas de los 20, 30 y 40, mi madre, dejaba este
mundo en el que tanto había luchado y del que también había disfrutado a plenitud.
Dora y Yenny, las Pfarry Sisters |
No pienso extenderme en la narración de cuan larga y
profunda fue mi depresión tras su muerte. Solo os contaré que, en los meses
siguientes, rechacé varias propuestas de trabajo y la invitación de amigos a pasar en sus hogares,
dentro y fuera de España, el tiempo que desease. No me sentía capaz de
abandonar mi casa. Aunque suene increíble añoraba enfermizamente los años
de cuidados y hasta la falta de libertad dedicados a la invalidez de mi madre,
estaba tan aferrada a ese olor suyo impregnando cada rincón, que Jesús
decidió que debíamos mudarnos. Con un
resto de lucidez comprendí cuanta razón tenía. Aquella actitud morbosa de
refocilarme en los recuerdos era insana, debía pasar página y
reanudar mi vida, como Dora, aquella valerosa superviviente de tantas pérdidas,
hubiese deseado.
Nuestro adosado en Estrecho de Corea |
Por lo tanto en noviembre de 1999 nos mudamos a un chalet
adosado de tres plantas en la Calle Estrecho de Corea, una zona residencial
prácticamente en el centro de Madrid.
Nochebuena del 99 |
Y la terapia funcionó. La mudanza, la ardua labor de
acondicionar nuestro nuevo hogar, su “presentación en sociedad” hizo que mis
biorritmos fuesen poco a poco recobrando una relativa normalidad.
Jesús y yo, primera nevada en el chalet |
La cuestión es que llegó el 1 de enero del nuevo
siglo sin que el negro vaticinio de Nostradamus sobre el fin del mundo se
cumpliera: la tierra siguió girando, la nieve cayó límpida y hermosa ese
invierno y, al llegar la primavera no solo los árboles renacieron y las plantas
florecieron; también milagrosamente lo había hecho mi carrera.
Rodeando a Maria Luisa Merlo, desde el suelo y siguiendo las agujas del reloj; Eva Higueras, Yolanda Farr, Ana Labordeta, Verónica Luján, Elisenda Ribas, Queta Claver y Elena Maurandi |
Ángel García Moreno, director y
gestor del teatro Fígaro de Madrid me había ofrecido, en septiembre del 99, hacer una de las dos protagonistas en “Ocho mujeres”, de Robert Thomas. Y os aseguro que jamás he disfrutado tanto con un papel ni me he sentido más cómoda
y arropada como entre aquellas siete actrices que completaban el
reparto: María Luisa Merlo, Elisenda Ribas, Queta Claver, Eva Higueras,
Verónica Luján, Ana Labordeta y Elena Maurandi. Si, amigos finalizar ese terrible año haciendo “Ocho mujeres” fue un bálsamo para mi
tristeza.
Próximo capítulo. La Merlo y otras siete grandes mujeres más.
Próximo capítulo. La Merlo y otras siete grandes mujeres más.
No sabes cuánto te comprendo, pero fuiste una buena hija y eso consuela mucho. Bella la foto que encabeza este magnífico Post.
ResponderEliminarEncantado de leerte, como siempre.
ResponderEliminarEmilio