sábado, 29 de marzo de 2014

Instantánea 113 - Los últimos años del siglo XX. (2ª parte).


Foto Jesús Alcántara

Como os contaba en el capítulo anterior, la noche en que Jesús y yo vimos actuar al grupo Elé, la sorpresa y la emoción que nos embargaron fueron enormes. No solo por la calidad de las polifonías que Lucy había conseguido en canciones tan conocidas como El manisero, Siboney, La Macorina o Alfonsina y el mar, sino también por la divertida e inteligente manera en que los cantantes imitaban el sonido de tumbadoras, contrabajos y hasta   de una armónica que no existían más que en la garganta de alguno de los integrantes del grupo.

Actuación del grupo Elé

En un principio el público los recibió con cierta frialdad. Era obvio lo que esperaban de un grupo de jóvenes cubanos: salsa y meneíto. Pero tras un par de interpretaciones los aplausos eran  entusiastas. Lo cual demuestra que lo bueno acaba abriéndose paso entre la mediocridad, es decir, que los espectadores, capaces de tragarse casi todo lo que se les echa, en el fondo de sus almas conservan la virtud de reconocer  la belleza y la calidad. Solo hay que abrirles las puertas a su disfrute y dejar de adocenarlos con productos basura.  

Mi amigo Pedro
Los componentes de Elé eran Tamara, soprano, Tatiana, contralto, Lucy, soprano o mezzo, según se terciara (y como ya he dicho, directora), Luis, tenor, Franquel, tenor, Denis, barítono y como bajo Pedro, que años más tarde vino a vivir a España y con quién mantengo una buena amistad: siete cubanos de pura cepa llenos de vitalidad, simpatía y, como era de esperar, deslumbrados por el mundo que estaban descubriendo.

La emoción con que se enfrentaban a esta experiencia los llenaba de una fragilidad que me hacía temer por ellos, así que intenté informarles someramente sobre las peligrosas alucinaciones, los espejismos que la opulencia del capitalismo solían producir. Todo lo imaginable estaba al alcance del pueblo, pero nada era gratis. Las tensiones que imponía el consumismo eran en realidad frustrantes y agotadoras.  Pero sobre todo quise abrirles los ojos a la despótica forma en que algunos empresarios trataban a los artistas de la isla, traídos por medio de un “intercambio cultural” que les dejaba  desprotegidos y  explotados. 


CD del grupo

Por fortuna ellos tuvieron suerte. Salvo el  hacerles viajar cada día a una plaza distinta de la geografía nacional, apretados los siete y el representante en una furgoneta con capacidad para seis, el tener que actuar en jardines públicos, polideportivos sin condiciones, centros culturales donde desconocían el significado de la palabra cultura, sin tiempo para un ensayo o para familiarizarse con la megafonía, en el caso que la hubiese, salvo por la dificultad de alimentarse con la escuálida dieta que tenían asignada, ellos se declaraban felices y agradecidos por la experiencia. Sobre todo en los frecuentes casos en  que, a causa de las exigencias del público, una representación que debía durar hora y media, pasaba de las dos a consecuencia de bisar y bisar.

Mi Lucy

En las dos semanas que estuvieron en España tuvimos la oportunidad de volver a verles actuar en Cuenca, con el mismo éxito rotundo. Pero poder gozar de la compañía de Lucy fue imposible. A ellos los tenían demasiado ocupados y para mí el desplazamiento a Zaragoza era imposible. Ya conocéis el forzoso enclaustramiento al que la salud de mi madre me tenía sometida. Cuando marcharon a Cuba en mi alma quedó una mezcla de desazón y alegría. Lucy se había convertido en una estupenda músico y su corazón se conservaba tan cálido y puro como cuando, recién llegada a la isla a finales de los 40, yo descubriera gracias a ella que existían “niñas de chocolate y ojos de miel”. 

La cuestión es que, en agosto de 1998, la compañía en pleno de La rosa tatuada estaba de nuevo actuando en el teatro Alcázar de Madrid. Pero la zozobra convirtió para mí los meses que duró nuestra rentrée en una tortura. 


Mami y yo en su último cumpleaños
A partir del 88 cumpleaños de mi madre los síntomas de su depauperación se iban acentuando  con una  agresividad aterradoras. La primera constancia que tuve fue comprobar que ya no reconocía a los amigos de siempre cuando la visitaban. Personas que habían formado parte de nuestras vidas desde hacía años se convirtieron de pronto en desconocidas para ella. Pero solo cuando perdió el apetito vi con claridad precipitarse el final. Aquella mujer que tanto disfrutara de cualquier plato, mientras más picante y sabroso mejor, comenzó a rechazar la comida. Su incontinencia urinaria me obligaba a ponerle durante todo el día unos pañales  humillantes para ella pues por aquel entonces aún tenía consciencia de lo que le estaba pasando. Su angustia era patente y mi dolor al no poder ayudarla, una corona de espinas sobre mi corazón.


Yo como Miss Yorke en
La rosa tatuada

A consecuencia las horas que debía pasar  en el teatro me resultaban una agonía. A pesar de que contratamos una enfermera para que permaneciera a su lado durante mis horas de trabajo, ni un segundo logré recuperar, durante ese periodo, mi usual disfrute del escenario. Los compañeros,  conociendo  mi situación, intentaban inútilmente solidarizarse con un dolor cuya magnitud les era imposible aquilatar. 

No os debe, pues,  sorprender mi alivio cuando Paco Marsó nos comunicó que a principios de noviembre se disolvería la compañía. Concha Velasco había decidido terminar antes de tiempo en Madrid y suspender la gira para irse a rodar la película París-Tombuctú, dirigida por Berlanga, con Michel Piccoli y Amparo Soler Leal. Eso resultó un palo inesperado para los compañeros, ilusionados con la promesa de una larga y exitosa temporada de bolos. Para mí, en cambio, fue un alivio.

Visto eso, en el mes de noviembre Yolanda ya estaba en casa, acompañando las veinticuatro horas del día a su madre en su desmoronamiento, siendo testigo de cómo esa catedral de fortaleza y coraje iba convirtiéndose en ruinas. Y fue entonces cuando comenzó la peor parte de esta historia.

El brillante cerebro de Dora comenzó a sufrir micro infartos cerebrales. Hasta dos veces en una semana fue ingresada en urgencias, estabilizada y dada de alta. Pasaba de confundirme con su madre a mascullarme palabras en su idioma natal, un alemán que poco tiempo antes  ella aseguraba no recordar en absoluto. Y ni siquiera se daba cuenta. En uno de esos ingresos, durante los cuales yo permanecía  sujetando su mano toda la noche, un joven médico, el único que  nos había prestado la debida atención, quiso tener una conversación conmigo. Una vez en el pasillo me explicó que los micro infartos de mi madre serían cada vez más frecuentes y devastadores.

Me mostró entonces una radiografía cerebral que me dejó pasmada; de los dos hemisferios en que se divide el cerebro el izquierdo presentaba una imagen mucho más pequeña y arrugada, algo parecido a una nuez seca. Me aseguró estar sorprendido de que la portadora de ese cerebro aún conservara la consciencia y me aconsejó ingresarla en un hospital donde estuviera debidamente atendida durante el poco tiempo que le quedara de vida. Me habló entonces de uno administrado por la Seguridad Social, poseedor de dos plantas especializadas en enfermos terminales y me prometió que, a pesar de la larga lista de espera para los ingresos, él me conseguiría una plaza. Nunca supe por qué, pero aquel muchacho se preocupó por nuestra situación con un interés encomiable. Demasiadas veces había comprobado  en esos días la frialdad, cuando no la incompetencia, con que los pacientes eran tratados en Urgencias y aquella actitud me conmovió.

La idea de alejar a mi madre de mí me parecía espantosa, pero estaba claro que yo no podía atenderla como ella necesitaba y que ni mi cuerpo ni mi alma eran lo suficientemente fuertes para soportar por mucho tiempo el esfuerzo físico de manejarla y el desgaste espiritual de verla irse sin poder hacer nada al respecto.

El hospital en cuestión se llamaba La Fuenfría. El único problema era que estaba en Cercedilla, pueblo situado en la sierra de Guadarrama y a sesenta kilómetros de Madrid.

El camino hacia el hospital
Cuando a la mañana siguiente comenté todo esto con Jesús, aprovechando que aquel médico-ángel había logrado ingresar a mi madre en planta, lo cual nos daba libertad de movimiento, decidimos inspeccionar el lugar antes de tomar una  decisión tan drástica. Y, tras un viaje de  casi una hora por carretera  hasta Cercedilla y una corta subida a los montes por un camino bordeado de hermosos pinos y abetos, nos topamos  con un gran y luminoso edificio que parecía dejado caer entre la frondosa vegetación por las hadas del bosque. (Continuará).


Hospital de La Fuenfría

Necrológica.

Los que viajan a Madrid por avión, a partir del 24 de este mes de marzo, ya no aterrizan en el aeropuerto de Barajas, sino en el de Adolfo Suárez-Madrid-Barajas, homenaje del pueblo y el gobierno español al que se reconoce, desgraciadamente tras su muerte, como el mejor y más honesto de nuestros presidentes democráticos. 

Adolfo Suárez

El fallecimiento de este hombre nacido en Cebreros, Ávila, en 1932, ha convulsionado a España entera, uniendo a antiguos detractores y seguidores en un sentido duelo. Las colas frente a Las Cortes madrileñas, lugar donde se veló durante dos días su cuerpo, tuvieron una longitud de varios kilómetros. Todos querían despedir al que fuese artífice y sustento de la afortunada Transición Española.



A pesar de provenir de las entrañas del franquismo, durante los 5 años que se mantuvo como presidente del gobierno, realizó grandes y arriesgadas jugadas que garantizaron para el país un futuro dentro de la democracia. Fue uno de los padres de la nueva Constitución Española, y de la importantísima Carta Magna, refrendada por el pueblo en 1978.  Restauró  la Generalidad de Cataluña, en la figura de su presidente Josep Tarradellas, limando así graves asperezas con esa autonomía. Y legalizó, tras años de clandestinidad, el partido comunista. Todo esto provocó las críticas y la aversión de la ultra derecha, hasta tal punto que su propio partido, compuesto por una derecha moderada y algunos centristas, UCD, (Unión de Centro Democrático) acabó dándole la espalda.

Pero por lo que será mayormente recordado es por la valentía que demostró enfrentándose en Las Cortes a las armas de Tejero y sus secuaces durante el intento de Golpe de Estado militar el 23 de febrero de 1981. (En la Instantánea 90 hablo extensamente sobre esa intentona).

Tal fue el acoso que soportó  de la ultra derecha, de los grupos terroristas ETA y GRAPO y hasta del grupo de la oposición, el PSOE (Partido Socialista Obrero Español), tal fue su desilusión al verse abandonado por el partido que él mismo había creado, que en febrero del 81 presentó su irrevocable dimisión. Para la ultra derecha resultaba demasiado liberal, para los conservadores demasiado joven e inexperto y para los socialistas era demasiado flagrante  su pasado franquista.

Todos coinciden en señalar como sus mayores virtudes un espíritu dialogante y un encanto personal que cautivaba. También su vida personal estuvo jalonada de obstáculos y tragedias. Su esposa Amparo murió de cáncer en 2001 y su hija Miriam le siguió tres años después.

Totalmente alejado de la política, se le diagnosticó una enfermedad de Alzheimer tan agresiva que en poco tiempo había olvidado incluso su condición de expresidente del gobierno español y de adalid de la Transición.

Próximo capítulo. Los últimos años del siglo XX. (3ª parte).


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