Foto Jesús Alcántara |
Lo que narro a continuación es una etapa de mi vida que he dudado mucho en
plasmar. Pero teniendo en cuenta que mi blog ha pretendido desde el
principio ser algo más que un recuento de mis éxitos artísticos, creo necesario
compartir también con vosotros los momentos difíciles y penosos.
Al regreso de Miami
encontré que mi madre había experimentado un evidente bajón. Es conocido que la vejez nos retrotrae a la infancia, a todo lo que
eso implica de inconsciencia y egoísmo, y mamá no se estaba librando de ese
proceso. Su deterioro comenzaba a ser no solo físico sino anímico.
Rechazaba injustamente a Ana su cuidadora, quejándose de nimiedades como que a veces llegaba
unos minutos tarde, que no le cocinaba lo que ella quería, que no había tema de
conversación entre ambas… Estaba claro que tras todos esos reproches subyacía una
exigencia: quería mis mimos y mi dedicación absoluta. Y poco a poco fui cayendo
en la trampa.
En un principio me
ofrecieron algunos trabajos que rechacé;
una temporada de seis meses en el teatro Goya de Barcelona, una película que se
rodaría en varios países de Sudamérica, en fin, cosas muy tentadoras pero que
me mantendrían fuera del hogar durante demasiado tiempo. Y por lo tanto
imposibles de compaginar con esa “dedicación absoluta” que mi madre quería más que
necesitaba. Como consecuencia, aquel
lobo cuyas orejas llevaba algún tiempo entreviendo, intentó tragarse de un bocado mis
muchos años de profesión. Casi todos los productores y directores dejaron de
contar conmigo. Y era en cierto modo comprensible. Cuando un actor firmaba un contrato de
trabajo este incluía unas cláusulas según las cuales se comprometía a
permanecer en la producción mientras esta se mantuviera en cartel y
a realizar, durante un tiempo
indefinido, la gira que el productor señalase. Se había propagado entre la profesión el comentario:“Yolanda Farr se niega a hacer giras” convirtiéndose, seguramente con algo de mala leche, en “Yolanda Farr YA
NO QUIERE TRABAJAR”. Debido al dramático desequilibrio que existía en nuestra
profesión entre oferta y demanda laboral, aquello era como una sentencia de
muerte.
Resultado: comprobé que ser enfermera, buena hija y artista en activo eran tareas
incompatibles. Pero no era solo esa inactividad profesional lo que me corroía.
Ver como el cuerpo de mi madre iba empequeñeciendo, observar que sus piernas,
cuya fuerza y destreza habían cautivado al público en su época de bailarina, se consumían hasta llegar a convertirse
casi en guiñapos, me hacía pensar en lo
triste e injusta que era muchas veces la vida. Y poco a poco caí en una
depresión que no fue profunda porque no me lo podía permitir. Mami necesitaba
de todas mis energías. En medio de una tristeza morbosa, me pasaba las horas y los días sumergida
en recortes de periódicos, en entrevistas que se me habían hecho y que lograban,
de momento, regresarme a un mundo de cuya realidad a veces hasta llegaba a dudar. Me "bebía" aquellos
reportajes, tanto cubanos como españoles, que demostraban la existencia de una
Yolanda Farr llena de actividad, fulgor y rodeada de personajes importantes. Leía y releía críticas teatrales, a las que en
su momento confieso no haber prestado su justa atención, en un intento por
revitalizar mi autoestima. Fueron unos años castrantes.
Para mi sorpresa, un día de
1995 llegó una oferta de trabajo que pude aceptar; Salvador Collado,
productor teatral y amigo de siempre, me
ofreció una colaboración especial en la obra Tres sombreros de copa, de Miguel Miura, bajo la dirección de
Gustavo Pérez Puig. Al tratarse tan solo
de una serie de bolos en grandes ciudades, esas funciones esporádicas que yo
llamo “de ida y vuelta”, decidí aceptar, sabiendo que podía recurrir de nuevo a
la encantadora Ana para cubrir mis ausencias diurnas y que Jesús se ocuparía
con fidelidad de las noches de mi madre. Debo confesar que mi aceptación se debió en
gran parte a su insistencia. El pobre veía como yo iba languideciendo sin poder
hacer nada para evitarlo.
Y aquella decisión fue un milagroso remedio para mi agonía. Cada día de función me tonificaba como si alma y cuerpo ingiriesen una gran copa de ambrosía servida por los dioses del Olimpo.
Con Manuel Galiana |
Para colmo de bondades el
amplio reparto estaba compuesto por compañeros
entrañables que convertían en placenteros los momentos en escena y fuera de
ella. Manuel Galiana, estupendo actor y la joven y buena actriz Lola Baldrich
eran la pareja protagonista de esa conmovedora obra de Miura.
Con Juanito Navarro en el camerino |
Con Jordi Soler caracterizado de Bubby |
En el resto del
reparto participaban grandes actores como Juanito Navarro, José María Escuer,
Paco Peña, Franky Huesca, Pascual Martín y un largo número de prometedores jóvenes entre los cuales debo
señalar, tanto por su estupenda interpretación del “negro Bubby” como por la
amistad que se estableció entre nosotros, a Jordi Soler.
Como la Mujer Barbuda en el primer acto de Tres sombreros de copa |
Confieso que hacer el
papel de La mujer barbuda, interpretado
años atrás por Elvira Quintillá en el Teatro Español, en vez de
resultarme incómodo por lo grotesco, me divertía enormemente. (En realidad todo
el texto de Tres sombreros de copa es un dechado de poesía y tierna imaginación).
Con Manolo Galiana en el segundo acto |
La compañía de Tres sombreros de copa en pleno |
Pero poco tiempo duraron
mis alivios. Tan solo durante la escasa veintena de plazas que hicimos sentí que en mi
cuerpo vivía de nuevo aquella
Yolanda Farr realizada y vital. El decorado era demasiado costoso de mover,
el reparto excesivo para que pudiese ser rentable. Así que tres
meses después del estreno, la compañía
se disolvió y yo hube de regresar a mis nuevas profesiones de acompañante,
enfermera y buena hija.
Alfredo Kraus en la ópera Rigoletto. Foto Jesús Alcántara |
Puesto que mi madre gozaba de una claridad mental envidiable, algunos días podía dejarla, durante unas pocas horas, sentada frente a ese televisor que habíamos colocado en su cuarto para su exclusivo “uso y disfrute”. Horas que yo aprovechaba para ir con Jesús a alguna de las óperas o zarzuelas que él retrataba en el Teatro de la Zarzuela o disfrutando de refrescantes charlas con nuestros amigos. Pero tampoco aquello era demasiado satisfactorio ya que mi preocupación por mami y mi premura por regresar a casa le restaba placer a cualquier evento. Aun así, os aseguro que sin esas escapadas habría enloquecido.
Monserrat Caballé en Tristán e Isolda. Foto Jesús Alcántara |
Pero como “no hay mal que dure cien años”, en el año 1996, esa vida que parecía haberse olvidado de mí, me trajo un estupendo y revitalizante regalo. Nada menos que participar en el estreno mundial, como obra de teatro, de Pantaleón y las visitadoras, la famosa novela del escritor peruano, Premio Príncipe de Asturias y Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.
Necrológica.
Philip Seymour Hoffman |
El gran actor de 46 años
Philip Seymour Hoffman, varias veces nominado a los Oscar y finalmente ganador por
su trabajo en el film Capote, fue
encontrado muerto en su apartamento de New
York. Según se comenta, su cadáver tenía,
clavada en el brazo, una aguja conteniendo heroína. Resulta increíble que
alguien tan importante, con toda una encomiable carrera y un
prometedor futuro, se dejase dominar tan totalmente por las
drogas. Cuesta comprender hasta qué punto, contra toda lógica, un ser
humano admirado y valorado puede vivir sumergido en un mundo de soledad e
inseguridades capaz de conducirle a tan
oscura muerte. Los artistas de todos los gremios parecen ser proclives a caer en dependencias patológicas, lo
cual con frecuencia nos priva de sus vidas y consecuentemente de sus talentos.
Algo lamentable. Espero que Philip
Seymour Hoffman al fin haya encontrado la paz.
Tuve la suerte de ver Tres sombreros de copa con este reparto cuando era adolescente y es algo que no olvidaré jamás.
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