Foto de Jesús Alcántara |
Aquel 1985, que yo
había elegido como mi “año sabático”, se
convirtió en un continuo manantial de emociones contradictorias. Conmovedores
reencuentros, y grandes y dolorosas despedidas. Despedidas de esas que cambian
tu vida y dejan en tu corazón agujeros imposibles de rellenar. Todo empezó con
una desbandada de los amigos que durante años fuesen proveedores de cálida
compañía y bulliciosa felicidad para mí. Por una de esas
casualidades del destino habían decidido abandonar Madrid casi al unísono,
buscando otros derroteros para sus carreras, para sus sueños, en fin, para sus vidas.
De derecha a izquierda Tomás Picó, Almudena Cotos, Salvador Vives Jesús y yo en 1976 |
Salvador Vives volvió a su ciudad natal, Barcelona, con el fin de dedicarse a la difícil y poco
apreciada profesión de doblador de cine, en la cual, con su bella voz de
barítono, se convirtió casi de inmediato
en una gran estrella. Tomás Picó decidió alejarse del “mundanal ruido” y de ese
Madrid que no había sabido apreciar toda su valía. Dirigió sus pasos a
la hermosa e indómita región de Tarifa, Andalucía, y allí formó una compañía de
teatro de aficionados con la que, al pasar el tiempo, consiguió un gran prestigio nacional.
Carlos, Jesús, Norberto y yo en una de nuestras muchas fiestas de carnaval |
Norberto Sosa que, bajo el nombre artístico de Norton, había tenido su “minuto de gloria” como cantante a principio de los setenta, tras comprobar que no sólo de arte y del bien hacer se nutre esta profesión, volvió a la hermosa isla donde había nacido, Gran Canaria, para hacerse cargo de los negocios familiares. Y aunque ya debía estar acostumbrada a estos frecuentes desgarros, teniendo en cuenta mis exilios de España a Cuba y viceversa o la disolución de aquella comuna que había aliviado las nostalgias y penurias de mis primeros años en España, despedirme de personas tan entrañables me llenó de una sensación de soledad y hasta de desamparo. Pero el más triste y dramático de los adioses fue el que vi en la mirada de nuestro querido foxterrier Bobby en el momento de su última entrada a un quirófano. Carcomido por un cáncer contra el que no valieron ni rezos ni cirugías, perdió las fuerzas y el deseo de vivir, así que un día tomamos la terrible decisión de acabar con sus sufrimientos.
Rodeando a mi madre, Norberto, Carlos, Picó y yo |
Tan solo los que hayan pasado por esta disyuntiva pueden comprender cuán difícil y doloroso nos fue sacrificarle, pero, viendo su diario sufrimiento, tanto Jesús y yo como mi madre decidimos no prolongar su inútil agonía. Pensábamos que, puesto que le habíamos dado una vida plena y feliz, debíamos proporcionarle también una muerte digna, un acceso, libre de más dolores, hacia ese cielo de las mascotas que para mí sin duda existe. Así que en una camilla de la clínica veterinaria de nuestro amigo Salmerón, Bobby se durmió plácidamente y por última vez mientras en casa mi madre derramaba abundantes dosis de lágrimas y yo, incapaz de verle partir, vertía las mías derrumbada en una silla de la antesala del quirófano.
No había transcurrido más
de un mes cuando Salmerón me hizo una propuesta a la vez apetecible
y amedrentadora; emprender juntos un viaje a Cuba. Si lo hacíamos ese sería el regreso de ambos a parte de la infancia, a la totalidad
de la adolescencia y a los primeros años
de nuestra plenitud, ya que teníamos unos antecedentes muy
similares; españoles llevados a la isla durante la niñez y repatriados a España
a finales de los 60. Era aquella una
decisión difícil de tomar; o bien nos enfrentábamos al triste presente
en que se había convertido nuestro pasado cubano o seguíamos, como hasta entonces,
sumidos en las ensoñaciones y la idealización de un tiempo que ya no existía. Eso
aparte del temor a las posibles represalias
que podíamos sufrir en la isla como venganza por nuestra “huida”. Aunque el formar
parte de un grupo de turistas en un viaje organizado por una agencia y el estar
provistos de esos pasaportes españoles
que nunca habíamos perdido nos hacía confiar en que pasaríamos inadvertidos, el temor persistía.
Jesús y yo en el aeropuerto de Barajas, Madrid, momentos antes de que yo tomara el avión para Cuba |
Finalmente ambos decidimos descorrer las espesas cortinas del miedo y la nostalgia y desafiar a los poderes de la autocracia que dieciséis años atrás nos habían obligado a abandonar en Cuba la casi totalidad de nuestras vivencias.
Ni él ni yo teníamos ya
parientes en la isla, pero sí contábamos con grandes amigos que se alegrarían de volver a vernos. Así que cargados con algunas de tantas y
tantas cosas que faltaban en ese infortunado país, desde los sencillos polvos
de talco o la pasta de dientes hasta la
ropa y el calzado, desembarcamos una noche en un aeropuerto José Martí que nos
pareció tan solo un deteriorado hangar. (Más
tarde supimos que nuestra llegada coincidió con obras de ampliación y restauración del lugar.)
Foto de Jesús Alcántara |
Una vez dentro, casi escondida
tras mi tembloroso pasaporte y ya cara a cara con el miliciano encargado de
ponerle el ansiado sello, las luces se apagaron de súbito y sobre mi corazón
cayó algo parecido a la losa de un sepulcro. ¡Estaba perdida! ¡Me habían
reconocido y el fantasma del juicio popular con el que me amenazaran años atrás
y que había logrado eludir gracias a mi salida en diciembre de 1967, al fin me
poseería y me destruiría! (Ver Instantánea 44). Nunca iba a volver a Madrid,
jamás me arrebujaría de nuevo en el cálido amor de mi madre y de Jesús. Mi
angustia convirtió la oscuridad en una masa solida y pegajosa que me impedía
respirar. De pronto oí una voz gritando desde fuera del cubículo cerrado en el que me
encontraba; “¡Esto es un apagón general, compañeros turistas, agarren sus
equipajes porque no nos hacemos responsables de los robos!”. Durante los pocos
minutos que pasé sumida en la oscuridad,
prisionera entre esas puertas de hierro que, al funcionar por
electricidad, habían quedado bloqueadas, experimenté algunos de los momentos más angustiosos de mi vida. (Insisto
en intentar describiros el lugar para que compartáis conmigo la opresiva sensación de claustrofobia que provocaba estar allí encerrada).
Por suerte con el regreso de la electricidad la puerta de
salida que daba acceso al pasillo se abrió.
Entonces, el desagradable individuo que había permanecido, en aterrador
silencio, conmigo en la oscuridad me entregó, sin siquiera mirarme, el pasaporte sellado y con un
gesto de la mano indicó que me fuera. Ni una palabra de disculpa brotó de su
boca.
Pero mi odisea en el
aeropuerto no había terminado.
La recogida de los
equipajes se hizo eterna. Los milicianos abrían cada maleta, revolvían un poco
en su interior, hacían algún comentario al respecto y la devolvían a sus propietarios con gesto de condescendencia.
El gran problema fue que, al llegar mi turno, yo llevaba ¡tres valijas llenas
hasta rebosar de las más diversas prendas! Y aquello requirió un largo proceso de
explicaciones y negociación. “Pero, ¿cuántos días te piensas quedar en Cuba,
compañera?”, “Trece”, le respondí con mi más cuidado acento castellano y mi más
cautivadora sonrisa, “Lo que pasa es que me han dicho que aquí se suda mucho y
yo soy muy limpia”. Para mi sorpresa aquello le hizo soltar una carcajada. A
medida que iba revolviendo mi equipaje hacía comentarios como “¡lo que daría mi
negra por un par de medias de estas!”, o “fíjate, esta camiseta es de la talla
de mi hijo”. Como imaginaréis, cuando al fin recogí mis tres maletas su
peso se había aligerado a causa de mis “donaciones”.
Foto de Jesús Alcántara |
Al salir por fin al
exterior vi que una guía turística, de la que emanaba un inconfundible hedor a
comisaria política, esperaba y reunía a “mi grupo” alrededor de la guagüita que
nos debía conducir al hotel contratado para nosotros por la agencia. Y entre
ellos distinguí a mi amigo Salmerón, iluminado por una sonrisa de felicidad que le atravesaba la
cara de este a oeste. Así que hacia allí me dirigí.
Pero cuál no sería mi
sorpresa al escuchar a mis espaldas un pequeño coro de voces entonando con
entusiasmo mi nombre. Sí, Lucy, mi
inolvidable “niña de chocolate” su marido, Tomás, su hijo pequeño, Gabriel y su
otro hijo y ahijado mío, Alejandro, habían conseguido un viejo coche prestado y
estaban esperando mi arribo exultantes
de emoción. Aquello fue una sorpresa enorme pues, aunque yo me las había
arreglado para comunicarles los detalles de mi llegada, al no tener ellos auto, la posibilidad de que se desplazaran hasta
Boyeros era prácticamente nula.
Hay que aclarar que el servicio de transporte público en la isla era muy
escaso, y a ciertas horas, inexistente.
Por supuesto aquel encuentro cambió mis
planes. Abrazando a Salmerón le dije que me iría con mis amigos y que, al día siguiente nos veríamos en el hotel. De
pronto, como surgida de la nada, apareció a nuestro lado la supuesta guía
diciéndome de forma imperativa, “¡compañera, usted no puede separase del
grupo!” a lo que mi inmediata respuesta
fue, “pues a ver cómo me lo impides”. ¡De pronto el dulce aire nocturno
habanero y la luz de alegría que irradiaban los rostros de Lucy and company me habían llenado de valor!
Hotel Presidente y Hotel Habana Libre, (antiguo Hilton) |
A
medida que me alejaba de aquella mujer oí unas palabras a las que, en esos
momentos de gran emoción, no di importancia,” ¡Oiga, compañera, que no vamos al Habana Libre, que nos han reubicado en el
hotel Presidente!” Por cierto, una arbitrariedad de la cual no quisieron hacerse
responsables ni los cubanos ni la agencia de viajes española. Nosotros habíamos
pagado por un hotel de primera, el anteriormente llamado Habana Hilton, sito en
el meollo de L y 23, rodeado de lugares que habían sido testigos de gran parte
de mi vida y ahora, sin explicación coherente, nos colocaban en uno de bastante
menos categoría y ubicado en Calzada y G, es decir, alejado de aquella Rampa y aquel
Radiocentro por los cuales yo había planeado pasear mis recuerdos. Afortunadamente, y gracias a las agrias protestas de todo el grupo, una semana más tarde éramos trasladados a nuestro destino inicial, el hotel que tantos recuerdos me traía y que siempre sería para mí "El Hilton." (Ver Instantánea 22).
La cuestión es que,
tras los besos, abrazos y sollozos, ya apretujados en aquel
Buick del 54 que mis amigos habían conseguido para ir a recogerme, me dirigí a
su casa, dispuesta a disfrutar, entre
charlas, mimos y rememoraciones, de cada
minuto de esa mi primera noche en Cuba.
En casa de Lucy. De derecha a izquierda el primo Ulises, mi ahijado Alejandro, yo, Lucy, Gabriel y Tomás. En el centro la abuela paterna Aleja |
Y en el próximo capítulo, queridos todos, os seguiré narrando mis experiencias en una isla que reencontré desconocida y hasta a veces inhóspita.
Próximo capítulo: Entre las despedidas y los reencuentros. (Segunda parte).
No hay comentarios:
Publicar un comentario