Foto Jesús Alcántara |
¿Alguna vez, al entrar
en un lugar desconocido, una sensación de dejá
vu os ha dejado anonadados? ¿Y en ese momento, sumidos en una especie de
euforia, habéis sentido que todas las vibraciones positivas circundantes acudían
a recibiros, como si os hubiesen
estado esperando? Pues esas habían sido mis sensaciones cuando, en 1970, acudí por primera vez al Teatro de La Comedia con objeto de comenzar los ensayos de la
obra Tiempo del 98, esa aguda crítica política que durante el
franquismo habíamos logrado, con gran coraje, colar por entre las faldas de la
censura. Aquel teatro a la italiana me cautivó desde nuestro primer encuentro.
14 años más tarde, un
día de principios de julio, en compañía de Adolfo Marsillach, de José
Sazatornil, “Saza” y de algunos otros compañeros, al atravesar sus puertas para
asistir a la primera reunión de compañía de Cinematógrafo
Nacional, el milagro volvió a repetirse con toda su intensidad. Mi corazón
se arrebató de alegría. Otros teatros
conocidos, y ya eran muchos y diseminados por todo el territorio español, me resultaban, en el mejor de los casos,
respetables moradas de Talía o Terpsícore. Pero estar en La Comedia despertaba en mi alma
sentimientos tan intensos, tan personales que me hacían llegar a creer que ese templo en particular había sido en realidad edificado para mí. Los desconchones de sus paredes me
parecían esbozos de sonrisas, el olor a polvo del patio de butacas me provocaba
el ansia de aspirar profundamente, como si mis pulmones necesitasen de ese aire
viciado para funcionar y los algo ajados terciopelos de las cortinas me
llamaban con la urgencia de cálidos amantes cuyos brazos ansiaran cobijarme. Por
esas razones, al regresar a mi adorado teatro, al irrumpir en su afrancesado vestíbulo
me volví a sentir enamorada. Sí, a veces, no se sabe por qué, el alma de un lugar
se apodera de la tuya y la fascina. ¿Nunca os ha ocurrido algo semejante?
Carteles del estreno de Cinematógrafo y Cuadros Disolventes y foto de La Gatita Blanca |
Marsillach recurrió a
mí en esa ocasión porque le estaba resultando muy difícil encontrar una actriz
capaz de cantar La chispa eléctrica, un
aria en tesitura de soprano, con orquesta en el foso y sin megafonía alguna. Es
decir, en el más estricto de los directos. La intención del autor-director era
conservar al máximo la ambientación de principios del siglo veinte, momento en
el que se había estrenado en España Cinematógrafo
Nacional, esa revista cómico lírica de un acto cuyos autores eran Perrín, Palacios y Giménez.
El invento de Adolfo había consistido en hacer una ligera poda de los diálogos e incluir en el segundo acto parte de otras dos obras del género, también en un acto; La gatita blanca, de Jackson Veyán, Giménez y Vives y Cuadros disolventes, de Perrín, Palacios y Nieto, todas estrenadas entre 1896 y 1907. Por supuesto el vestuario era un remedo perfecto del que aparecía en fotos de cupletistas y de personajes populares de entonces. Es decir que el espectáculo era preciosista, colorido, variado y un bello homenaje a tiempos pasados de la farándula.
"Saza" y yo en La gatita blanca. Segundo acto de Cinematógrafo Nacional |
El reparto lo componían Blaki, Natalia Duarte, Mara Ruano, Alberto Fernández y Francisco Portes, todos actores-cantantes, y era protagonizada por José Sazatornil, “Saza”, y por mí. También contábamos con un coro-ballet de 16 personas. La orquesta estaba dirigida por Pepe Nieto, la coreografía era de Skip Martinsen y la escenografía del gran Carlos Cytrinowski. Por supuesto lo mejor de lo mejor para Marsillach.
“Saza” era, además de un hombre de exquisita educación y maneras decimonónicas, un importantísimo actor de comedia, con una filmografía interminable y una bonita voz abaritonada. La mía era pequeña pero poseía un timbre agradable y una tesitura que abarcaba desde la de mezzo hasta la de soprano, sin lo cual no me hubiese sido posible interpretar, confieso que dejándome la garganta en el empeño, aquella aria de La chispa eléctrica con la que comenzaba la función.
Yo en la aparición de La chispa eléctrica. Primer acto |
¿Me imagináis en el fondo del escenario, sobre una alta plataforma provista de una estrecha escalera, vestida con un traje que pesaba 23 kilos, bajando deslumbrada los escalones mientras cantaba a todo pulmón con el fin de hacerme oír sobre una orquesta de 14 despiadados músicos? ¿Y para colmo sin megafonía alguna? “Saza” y yo, durante los ensayos, intentamos con denuedo convencer a Marsillach de lo absurdo de ese purismo, de que incluso sería perjudicial de cara a un público que ya estaba acostumbrado al sonido de las voces pasadas por el micro y los bafles, pero fue en vano. Así que todos los intérpretes vivimos, durante los dos meses de representación, aterrados ante la posibilidad de coger un catarro o una afonía.
Tal y como nos
temíamos, el público no logró engancharse al espíritu nostálgico del espectáculo, por lo cual aquella experiencia se puede catalogar como un gran
fracaso. Algo que sorprendió y humilló a un Adolfo Marsillach acostumbrado a
los éxitos y considerado en esos momentos, más que un actor, un intelectual de
gran prestigio. El hecho es que, sin querer dar su brazo a torcer con respecto
a lo del sonido, después del estreno nos abandonó para iniciar
su labor actoral en una serie de TVE, dejando a cargo del seguimiento de la
función a Roberto Alonso, uno de sus ayudantes.
Adolfo Marsillach |
Marsillach fue, a lo
largo de toda su vida artística, un personaje importante y difícil de
catalogar. Él se describía como un luchador por las libertades durante el
franquismo y sin embargo había sido nombrado director del Teatro Español en el
año 65, cosa imposible para quien no tuviese el beneplácito de la
dictadura. Tiempo después, llegada la democracia fue acogido por el nuevo sistema
y por el público bajo el epíteto de persona progresista. Hasta tal punto que en
el 78, en plena democracia y por supuesto con todo el apoyo gubernamental,
fundó el Centro Dramático Nacional y con posterioridad creó la Compañía
Nacional de Teatro Clásico, ocupando para su uso exclusivo ese Teatro de la
Comedia del que hablo con amor al comienzo de este capítulo. La cuestión es que
siempre ha estado clara su buena relación con los gobiernos españoles, fuesen
de la tendencia que fuesen. En mi opinión Adolfo fue un hombre camaleónico y
poseedor de una inteligencia aguda. Todo
un personaje. Estas palabras deben
entenderse más como un halago que como una crítica adversa, pues en el fondo de
mi corazón siempre he admirado a los “supervivientes natos”.
Y paso a contaros una anécdota correspondiente a ese malogrado espectáculo
Una tarde, antes de
comenzar la función, el regidor me comunicó que Justo Alonso, el productor, estaba en el camerino de “Saza”
y que ambos querían hablar conmigo. Así que hacia allí me dirigí temiéndome lo
peor. Pero aquella reunión no iba a versar sobre suspender las representaciones
del Cinematógrafo, como yo pensaba. De
hecho, ambos estaban buscando, según ellos, una solución para salvar el
espectáculo. Y no sé a cuál de los dos se le ocurrió que, con el fin de “alegrar”
los textos, “Saza” se dedicara a incluir en ellos chistes subiditos de tono y hasta alguna que
otra alusión a políticos del momento. Mientras, yo debía apoyarle con “frasecitas”
que dieran entrada a sus gracias, convirtiendo así mi personaje en su “pared de
frontón”.
"Saza" y yo en La gatita Blanca. Segundo acto. |
Y no es que eso me molestase, en peores garitas había hecho guardia, pero aquello transformaba la función en algo peor que una revista al uso, en un híbrido, arrebatándole su bella cualidad de “reliquia de tiempos pasados”, de amena clase de historia de la revista cómico lírica, género totalmente olvidado, y de los usos y personajes de finales del diecinueve y principios del siglo veinte. Lo cual era para mí su mayor encanto y originalidad.
Mi respuesta a la proposición fue clara y tajante: aceptaría cualquier cambio siempre que fuese el propio autor-director quien me lo plantease. Aquello no gustó mucho al productor ni a “Saza” pero yo insistí en que la orden partiese de Marsillach en persona, pues me temía que le estaban intentando hacer una jugarreta y no era cuestión de ser cómplice en algo que me pusiese a mal con tan insigne personaje.
Un par de días después
Roberto, el apocado ayudante de dirección, se presentó en mi camerino y me
comunicó que Adolfo no tenía tiempo para venir a vernos pero que sus palabras habían sido, “diles que hagan lo que
quieran con la obra”. Es decir que, para mi sorpresa, el gran hombre se
desentendía. Con lo cual no había más que hablar al respecto.
Desde esa misma función se incluyeron en los sketches unos chascarrillos que salvo algunas risas de los asistentes, no nos aportaron ningún beneficio. Muy por el contrario nos hizo perder el apoyo de ese público inteligente que había apreciado, en un principio, el elegante y minucioso trabajo de rebusca en el pasado que eran las principales virtudes de Cinematógrafo Nacional.
Nunca he logrado
entender la actitud de Marsillach, sobre todo teniendo en cuenta su fama de
director estricto y autor puntilloso.
La cosa es que mi objeción
inicial fue la causante de que las relaciones con el productor, Justo
Alonso y con José Sazatormil, “Saza” se
enfriaran. Aquello no me sorprendió. Pero sí lo hizo el hecho de que Adolfo nunca
tuviese una palabra de reconocimiento para con mi arriesgada actitud en defensa
de su creación. Nuestro trato durante los ensayos había sido perfecto, yo ejecutando
al pie de la letra sus indicaciones y él llegando incluso a aceptar alguna
sugerencia mía. Pero bueno, parece que así son los genios, autosuficientes hasta tal punto que cualquier intento de ayuda
ajena les molesta. A pesar de todas las experiencias adversas que
había tenido a lo largo de mi agitada vida, creo que fue a partir de ese momento cuando comencé a entender que mi capacidad cognitiva, la forma demasiado
estricta de ver mi existencia y mi profesión
era la herencia de unos padres honestos a la vez que muy disciplinados, una aleación que estaba resultando nada maleable y por lo tanto poco
práctica.
Desde que comencé a
tener uso de razón, mi mundo soñado había sido, ya podéis comenzar a reír, un lugar
donde el arte fuera tan puro que pudiese estar divorciado de la
política, donde no existiesen fronteras terrestres y mucho menos raciales,
donde las clases sociales no fuesen tan drásticamente definidas, donde el amor y el sexo no tuviesen más límites que los estipulados por las partes
interesadas, donde existiese un Dios poseedor de un corazón compuesto por enormes montañas de comprensión y benevolencia. Sin embargo estaba
comprobando que las tendencias marcadas por las “mentes brillantes” que regían
nuestras vidas eran opuestas a mis sueños. Ahora resultaba que TODO era
política, se apoyaba a los países que pretendían fragmentarse escudados tras autonomías o nacionalismos, la sociedad se dividía cada vez más en
ricos y pobres, nos creíamos con el derecho a juzgar, criticar y legislar hasta sobre el “sexo de los ángeles” y surgían
de continuo nuevas religiones regidas por supuestos dioses llenos de furia y codicia de almas y bienes materiales.
Y para finalizar este
casi impúdico striptease que ha hecho
mi alma, pasaré a compartir con vosotros el único recuerdo en verdad agradable
que guardo de Cinematógrafo Nacional.
La noche de nuestra
despedida el jefe de sala se acercó a mi camerino para entregarme un bonito
álbum de cuero que “su admirador secreto ha
dejado para usted”, dijo. Como era idéntico a uno que había llegado a
mis manos, rodeado del mismo misterio y tras otra última función, la de El Rey de Sodoma de Arrabal,de inmediato supe lo que contenía. Por lo tanto me apresuré a abrirlo, confieso que con el
insano propósito de dejarme llevar por la emoción y derramar alguna lagrimita.
Y no me equivocaba. Al igual que en el caso anterior en sus páginas venían, primorosamente pegados y clasificados, todos los recortes sobre Cinematógrafo que habían salido
publicados en la prensa española. Así que, haciendo una pausa en el siempre
triste proceso de recoger por última vez los enseres personales, acto en este
caso acompañado por la nostalgia de “lo que pudo haber sido y no fue”, sentada por
vez postrera ante la coqueta de mi camerino dediqué a ese admirador secreto un imaginario
beso de agradecimiento que, estaba segura, nunca le llegaría . O al
menos así lo creía a finales de ese mes de noviembre de 1984. Pero ¿conocéis la
letra de la canción que reza, “sorpresas te da la vida, la vida te da
sorpresas”?
Necrológica
Amparo Rivelles Foto J. Alcántara |
El jueves día 7 del corriente fallecía en Madrid, a la edad de 88 años, la gran dama del teatro; Amparo Rivelles. Tras haber triunfado, desde muy temprana edad, en el teatro y en el cine español, corriendo los años 50 partió hacia México donde vivió y triunfó durante 24 años. A su regreso a España retomó su carrera convirtiéndose en el paradigma de la primera actriz. Hija y nieta de actores vivió en y para su profesión siendo incontables los premios recibidos y los grandes éxitos obtenidos frente a un público que la idolatraba en ambos lados del Atlántico. Un personaje así nunca desaparecerá de nuestra memoria y gracias a sus importantísimas películas, será siempre admirada por las generaciones venideras.
Próximo capítulo. "...unos que vienen, otros que se van"...
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