sábado, 9 de noviembre de 2013

Instantanea 98 - Marsillach y el Cinematógrafo.



Foto Jesús Alcántara
¿Alguna vez, al entrar en un lugar desconocido, una sensación de dejá vu os ha dejado anonadados? ¿Y en ese momento, sumidos en una especie de euforia, habéis sentido que todas las vibraciones positivas circundantes acudían a recibiros,  como si  os hubiesen estado esperando? Pues esas habían sido mis sensaciones cuando, en 1970, acudí por primera vez al Teatro de La Comedia con objeto de comenzar los ensayos de la obra Tiempo del 98,  esa aguda crítica política que durante el franquismo habíamos logrado, con gran coraje, colar por entre las faldas de la censura. Aquel teatro a la italiana me cautivó desde nuestro primer encuentro.

14 años más tarde, un día de principios de julio, en compañía de Adolfo Marsillach, de José Sazatornil, “Saza” y de algunos otros compañeros, al atravesar sus puertas para asistir a la primera reunión de compañía de Cinematógrafo Nacional, el milagro volvió a repetirse con toda su intensidad. Mi corazón se arrebató de alegría.  Otros teatros conocidos, y ya eran muchos y diseminados por todo el territorio español,  me resultaban, en el mejor de los casos, respetables moradas de Talía o Terpsícore.  Pero estar en La Comedia despertaba en mi alma sentimientos tan intensos, tan personales que me hacían llegar a creer que ese templo en particular había sido en realidad edificado para mí. Los desconchones de sus paredes me parecían esbozos de sonrisas, el olor a polvo del patio de butacas me provocaba el ansia de aspirar profundamente, como si mis pulmones necesitasen de ese aire viciado para funcionar  y los algo ajados terciopelos de las cortinas me llamaban con la urgencia de cálidos amantes cuyos brazos ansiaran cobijarme. Por esas razones, al regresar a mi adorado teatro, al irrumpir en su afrancesado vestíbulo me volví a sentir enamorada. Sí, a veces, no se sabe por qué, el alma de un lugar se apodera de la tuya y la fascina. ¿Nunca os ha ocurrido algo semejante?

 Carteles del estreno de Cinematógrafo y Cuadros Disolventes y foto de La Gatita Blanca
Marsillach recurrió a mí en esa ocasión porque le estaba resultando muy difícil encontrar una actriz capaz de cantar La chispa eléctrica, un aria en tesitura de soprano, con orquesta en el foso y sin megafonía alguna. Es decir, en el más estricto de los directos. La intención del autor-director era conservar al máximo la ambientación de principios del siglo veinte, momento en el que se había estrenado en España Cinematógrafo Nacional, esa revista cómico lírica de un acto  cuyos autores eran Perrín, Palacios y Giménez.

El invento de Adolfo había consistido en hacer una ligera poda de los diálogos e incluir en el segundo acto  parte de otras dos obras del género, también en un acto; La gatita blanca, de Jackson Veyán, Giménez y Vives y Cuadros disolventes, de Perrín, Palacios y Nieto, todas estrenadas entre 1896 y 1907. Por supuesto el vestuario era un remedo perfecto del que aparecía en fotos de cupletistas y de personajes populares de entonces. Es decir que el espectáculo era preciosista, colorido, variado y un bello homenaje a tiempos pasados de la farándula.
"Saza" y yo en La gatita blanca. Segundo acto
de Cinematógrafo Nacional

El reparto lo componían Blaki, Natalia Duarte, Mara Ruano, Alberto Fernández y Francisco Portes, todos actores-cantantes, y era protagonizada por José Sazatornil, “Saza”, y por mí. También contábamos con un coro-ballet de 16 personas. La orquesta estaba dirigida por Pepe Nieto, la coreografía era de Skip Martinsen y la escenografía del gran Carlos Cytrinowski. Por supuesto lo mejor de lo mejor para Marsillach.

“Saza” era, además de un hombre de exquisita educación y maneras decimonónicas, un importantísimo actor de comedia, con una filmografía interminable y una bonita voz abaritonada. La mía era pequeña pero poseía un timbre agradable y una tesitura que abarcaba desde la de mezzo hasta la de soprano, sin lo cual no me hubiese sido posible interpretar, confieso que dejándome la garganta en el empeño, aquella aria de La chispa eléctrica con la que comenzaba la función.
Yo en la aparición de La chispa eléctrica.
Primer acto

¿Me imagináis en el fondo del escenario, sobre una alta plataforma provista de una estrecha escalera, vestida con un traje que pesaba 23 kilos, bajando deslumbrada los escalones mientras cantaba a todo pulmón con el fin de hacerme oír sobre una orquesta de 14 despiadados músicos? ¿Y para colmo sin megafonía alguna? “Saza” y yo, durante los ensayos, intentamos con denuedo convencer a Marsillach de lo absurdo de ese purismo, de que incluso sería perjudicial de cara a un público que ya estaba acostumbrado al sonido de las voces pasadas por el micro y los bafles, pero fue en vano. Así que todos los intérpretes vivimos, durante los dos meses de representación, aterrados ante la posibilidad de coger un catarro o una afonía.

Tal y como nos temíamos, el público no logró engancharse al espíritu  nostálgico del espectáculo, por lo cual aquella experiencia se puede catalogar como un gran fracaso. Algo que sorprendió y humilló a un Adolfo Marsillach acostumbrado a los éxitos y considerado en esos momentos, más que un actor, un intelectual de gran prestigio. El hecho es que, sin querer dar su brazo a torcer con respecto a lo del sonido, después del estreno nos abandonó para iniciar su labor actoral en una serie de TVE, dejando a cargo del seguimiento de la función a Roberto Alonso, uno de sus ayudantes.

Adolfo Marsillach
Marsillach fue, a lo largo de toda su vida artística, un personaje importante y difícil de catalogar. Él se describía como un  luchador por las libertades durante el franquismo y sin embargo había sido nombrado director del Teatro Español en el año 65, cosa imposible para quien no tuviese el beneplácito de la dictadura. Tiempo después, llegada la democracia fue acogido por el nuevo sistema y por el público bajo el epíteto de persona progresista. Hasta tal punto que en el 78, en plena democracia y por supuesto con todo el apoyo gubernamental, fundó el Centro Dramático Nacional y con posterioridad creó la Compañía Nacional de Teatro Clásico, ocupando para su uso exclusivo ese Teatro de la Comedia del que hablo con amor al comienzo de este capítulo. La cuestión es que siempre ha estado clara su buena relación con los gobiernos españoles, fuesen de la tendencia que fuesen. En mi opinión Adolfo fue un hombre camaleónico y poseedor de una inteligencia aguda. Todo un personaje. Estas palabras deben entenderse más como un halago que como una crítica adversa, pues en el fondo de mi corazón siempre he admirado a los “supervivientes natos”.

Y paso a contaros una anécdota correspondiente a ese malogrado espectáculo

Una tarde, antes de comenzar la función, el regidor me comunicó que Justo Alonso,  el productor, estaba en el camerino de “Saza” y que ambos querían hablar conmigo. Así que hacia allí me dirigí temiéndome lo peor. Pero aquella reunión no iba a versar sobre suspender las representaciones del Cinematógrafo, como yo pensaba. De hecho, ambos estaban buscando, según ellos, una solución para salvar el espectáculo. Y no sé a cuál de los dos se le ocurrió que, con el fin de “alegrar” los textos, “Saza” se dedicara a incluir en ellos  chistes subiditos de tono y hasta alguna que otra alusión a  políticos del momento. Mientras, yo debía apoyarle con “frasecitas” que dieran entrada a sus gracias, convirtiendo así mi personaje en su “pared de frontón”.
"Saza" y yo en La gatita Blanca.
Segundo acto.



Y no es que eso me molestase, en peores garitas había hecho guardia, pero aquello transformaba la función en algo peor que una revista al uso, en un híbrido, arrebatándole su bella cualidad de “reliquia de tiempos pasados”, de amena clase de historia de la revista cómico lírica, género totalmente olvidado, y de los usos y personajes de finales del diecinueve y principios del siglo veinte. Lo cual era para mí su mayor encanto y originalidad.

Mi respuesta a la proposición fue clara y tajante: aceptaría cualquier cambio siempre que fuese el propio autor-director quien me lo plantease. Aquello no gustó mucho al productor ni a “Saza” pero yo insistí en que la orden partiese de Marsillach en persona, pues me temía que le estaban intentando hacer una jugarreta y no era cuestión de ser cómplice en algo que me pusiese a mal con tan insigne personaje.

Un par de días después Roberto, el apocado ayudante de dirección, se presentó en mi camerino y me comunicó que Adolfo no tenía tiempo para venir a vernos pero que sus palabras habían sido, “diles que hagan lo que quieran con la obra”. Es decir que, para mi sorpresa, el gran hombre se desentendía. Con lo cual no había más que hablar al respecto.



Desde esa misma función se incluyeron en los sketches  unos chascarrillos que  salvo algunas risas de los asistentes, no nos aportaron ningún beneficio. Muy por el contrario nos hizo perder el apoyo de  ese público inteligente que había apreciado, en un principio, el elegante y minucioso trabajo de rebusca en el pasado que eran las principales virtudes de Cinematógrafo Nacional.

Nunca he logrado entender la actitud de Marsillach, sobre todo teniendo en cuenta su fama de director estricto y autor puntilloso.

La cosa es que mi objeción inicial  fue la causante  de que las relaciones con el productor, Justo Alonso y con José Sazatormil, “Saza”  se enfriaran. Aquello no me sorprendió. Pero sí lo hizo el hecho de que Adolfo nunca tuviese una palabra de reconocimiento para con mi arriesgada actitud en defensa de su creación. Nuestro trato durante los ensayos había sido perfecto, yo ejecutando al pie de la letra sus indicaciones y él llegando incluso a aceptar alguna sugerencia mía. Pero bueno, parece que así son los genios, autosuficientes hasta tal punto que cualquier intento de ayuda ajena  les molesta.  A pesar de todas las experiencias adversas que había tenido a lo largo de mi agitada vida, creo que fue a partir de ese  momento  cuando comencé a entender que  mi capacidad cognitiva, la forma demasiado estricta de ver mi existencia y mi profesión  era la herencia de unos padres honestos  a la vez que muy disciplinados,  una aleación que estaba resultando nada maleable y por lo tanto poco práctica.

Desde que comencé a tener uso de razón, mi mundo soñado había sido, ya podéis comenzar a reír, un lugar donde el arte fuera tan puro que pudiese estar  divorciado de la política, donde no existiesen fronteras terrestres y mucho menos raciales, donde las clases sociales no fuesen tan drásticamente definidas,  donde el amor y el sexo no tuviesen más  límites que los estipulados por las partes interesadas, donde existiese un Dios poseedor de un corazón compuesto  por enormes montañas de comprensión y benevolencia. Sin embargo estaba comprobando que las tendencias marcadas por las “mentes brillantes” que regían nuestras vidas eran opuestas a mis sueños. Ahora resultaba que TODO era política, se apoyaba a los países que pretendían fragmentarse escudados tras  autonomías o nacionalismos, la sociedad se dividía cada vez más en ricos y pobres, nos creíamos con el derecho a juzgar, criticar y legislar hasta sobre el “sexo de los ángeles” y surgían de continuo nuevas religiones regidas por supuestos dioses llenos de furia y  codicia de almas y  bienes materiales. 

Y para finalizar este casi impúdico striptease que ha hecho mi alma, pasaré a compartir con vosotros el único recuerdo en verdad agradable que guardo de Cinematógrafo Nacional.


La noche de nuestra despedida el jefe de sala se acercó a mi camerino para entregarme un bonito álbum de cuero que “su admirador secreto ha  dejado para usted”, dijo. Como era idéntico a uno que había llegado a mis manos, rodeado del mismo misterio y  tras otra última función, la de El Rey de Sodoma de Arrabal,de inmediato supe lo que contenía. Por lo tanto  me apresuré a abrirlo, confieso que con el insano propósito de dejarme llevar por la emoción y derramar alguna lagrimita. Y no me equivocaba. Al igual que en el caso anterior en sus páginas venían, primorosamente pegados y clasificados, todos los recortes sobre Cinematógrafo que habían salido publicados en la prensa española. Así que, haciendo una pausa en el siempre triste proceso de recoger por última vez los enseres personales, acto en este caso acompañado por la nostalgia de “lo que pudo haber sido y no fue”, sentada por vez postrera ante la coqueta de mi camerino dediqué a ese admirador secreto un imaginario beso de agradecimiento que, estaba segura, nunca le llegaría . O al menos así lo creía a finales de ese mes de noviembre de 1984. Pero ¿conocéis la letra de la canción que reza, “sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas”?

Fotos de Cinematógrafo Nacional, Jesús Alcántara

Necrológica
Amparo Rivelles
Foto J. Alcántara

El jueves día 7 del corriente fallecía en Madrid, a la edad de 88 años, la gran dama del teatro; Amparo Rivelles. Tras  haber triunfado, desde muy temprana edad,  en el teatro y en el cine español, corriendo los años 50 partió hacia México donde vivió y triunfó durante 24 años. A su regreso a España retomó su carrera  convirtiéndose en el paradigma de la primera actriz. Hija y nieta de actores vivió en y para su profesión siendo incontables los premios recibidos y los grandes éxitos obtenidos  frente a un público que la idolatraba en ambos lados del Atlántico.  Un personaje así nunca desaparecerá de nuestra memoria y gracias a sus importantísimas películas, será siempre admirada por las generaciones venideras.




Próximo capítulo. "...unos que vienen, otros que se van"...

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