Yolanda Farr. Foto Alcántara |
¡Por fin aquella noche
del mes de Junio de 1982 sería la última de nuestras representaciones de Nunca es tarde si la dicha es buena en
el teatro Maravillas!
Programa del teatro Principal de Castellón durante la gira |
Esa función de
despedida no gozó de los típicos
componentes emotivos. El mal ambiente había contaminado las relaciones entre el
grupo. Yo, en particular, me alegraba de
terminar con ese capítulo de mi vida que me obligaba a ver en los
camerinos y besar en el escenario a Menéndez. Su amenaza de sacrificar al perro
y mi agrio enfrentamiento con él, mi rotunda negativa a aceptar lo que para mí
era un crimen, habían convertido el inevitable trato diario en una tortura.
(Ver capítulo 92).
Pero la llegada
de Don José a nuestro
hogar estuvo también rodeada de desazón.
Bobby, el Foxterrier que convivía con nosotros desde hacía años, no se
caracterizaba por su actitud amistosa con los de su misma especie, por lo tanto
introducir en su territorio a otro animal, por pequeño y mono que fuese, no auguraba
en absoluto buenos resultados. Y eso sin contar con que ambos eran machos.
¡Qué cara de bueno..! |
Antes de abrir la
puerta esa madrugada, con el cuerpecito del Yorkshire en mis brazos, me abrumaban las dudas sobre
si me habría precipitado al adoptarle, al prometer a mi ex compañero de viajes
y escenarios un feliz futuro a mi lado. Mi madre nos esperaba despierta y expectante. Jesús, con ese
optimismo que le caracteriza, insistía en asegurar que todo iría bien, que
entre ellos se entenderían y aprenderían a convivir. Sin embargo, conociendo
las reacciones de Don José y su enfermizo apego a mí, la duda llevaba días
corroyéndome. Recordaba su agresividad cuando alguien desconocido se me
acercaba, esa actitud proteccionista que, viniendo de un ser diminuto, tanta
gracia solía producir en la gente. En
esta situación, nueva para todos, su excesivo celo podía ser el peor
enemigo de nuestro futuro.
Pero el primer encuentro me deparaba una agradable sorpresa;
tras los interminables minutos que duró el obligatorio y detallado olisqueo mutuo, cada uno de los animales tomó
su camino, Bobby se subió a su sillón preferido y Don José se lanzó a la
conquista de mi madre, cosa que cuando quería se le daba de maravilla. Ella,
advertida de que hiciera
todo lo posible por no despertar los celos del foxterrier, luchaba con
desespero por no demostrar que los coqueteos del nuevo inquilino le derretían el
corazón. Cuando nos fuimos a la cama, tras largo tiempo de
observación y suspense, una llamita de esperanza latía en mi corazón. Ambos canes
dormían tranquilamente.
Homenaje a Bobby, cuadro de Jesús Alcántara. Oleo sobre tela de 100x81 cms |
Pero no estaba
escrito que aquella idílica paz durara mucho tiempo. Poco a poco Don José
comenzó a mostrar sus intenciones de convertirse en el “jefe de la manada”. Empezó
por interponerse entre el foxterrier y yo cada vez que este se me acercaba. Al
principio lo hacía de forma sigilosa pero,
a medida que fueron pasando los días y se afianzaba su sensación de
seguridad, este acto comenzó a ir
acompañado por un sordo gruñido y el vano
intento de enseñarle a su rival unos dientes que el pobre anciano ya no tenía. Pero
como bien dicen, “es la intención lo que cuenta”, y Bobby notaba que aquello era el prolegómeno de una
declaración de guerra.
A pesar de mis conversaciones con ambos la situación se fue enervando más y más. Y una noche mi posesivo ex compañero hizo algo que firmó su sentencia. Debo admitir que Bobby había aguantado con paciencia mucho más de lo que yo esperaba, pero cuando Don José intentó, entre ladridos acompañados por sus inevitables toses, arrebatarle el sitio en el que desde hacía tanto tiempo dormía, un cojín colocado en el suelo a mi lado de la cama, mi primogénito consideró que la cosa había ido demasiado lejos. Y de pronto me encontré con esta imagen aterradora: la cabeza del provocador había desaparecido íntegra dentro de las fauces del Foxterrier. ¡Horror! Por fortuna tan solo fue necesario un grito mío de “¡Bobby, suéltalo!” para que el perro obedeciera.
El Yorkshire Terrier |
Aullando despavorido Don José corrió hacia mí en busca de protección y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que estaba ileso, que no tenía ni un arañazo alrededor de su cuello. Dos cosas quedaron claras para la familia: primera, que Bobby no había intentado matarle pues hubiera bastado una pequeña presión de sus potentes colmillos para atravesarle la piel o una sacudida para desnucarle; segunda, que aquel altercado ponía fin a cualquier posibilidad de convivencia entre ellos.
Nuestra inmediata
decisión fue llevar a Don José al estudio de fotografía y pintura de Jesús y
allí dejarle hasta que le halláramos un nuevo dueño, aunque aquello me
destrozara el corazón. No iba a ser fácil encontrar a alguien que estuviese
dispuesto a cargar con un perro de diez años, desdentado y bronquítico, pero
mis amigos del alma, que acudieron en mi ayuda, no tardaron en presentarme
a una mujer, amante de los animales, cuya mascota había
fallecido hacía unos días y que se sentía feliz de albergar en su casa a
alguien con tan interesante curriculum vitae.
Y, algunos años después, en los cuales
nunca falló mi seguimiento, con su nueva dueña acabó
sus días ese tan especial Yorkshire Terrier, sin duda refocilándose en los recuerdos de su gloriosa época como semental,
alimentando su ego con las memorias de su exitosa experiencia de actor y
envaneciéndose de cómo, durante largos meses, había tenido a una actriz hasta
tal punto loquita por sus encantos que no hubo mimo o capricho que le negase. Y
hasta aquí la historia de mis conflictivas relaciones con Don José.
En el próximo
capítulo narraré, entre otras cosas que conmocionaron Madrid, mis experiencias en el estreno de El rey de Sodoma, obra teatral del enloquecido personaje que es
Fernando Arrabal, ese eterno enfant
terrible.
Próximo capítulo: La "movida madrileña".
Fernando Arrabal |
Próximo capítulo: La "movida madrileña".
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