sábado, 5 de octubre de 2013

Instantánea 93 - Aventuras y desventuras de Don José. Segunda parte.



Yolanda Farr. Foto Alcántara

¡Por fin aquella noche del mes de Junio de 1982 sería la última de nuestras representaciones de Nunca es tarde si la dicha es buena en el teatro Maravillas! 


Programa  del teatro Principal de Castellón durante la gira
 Esa función de despedida  no gozó de los típicos componentes emotivos. El mal ambiente había contaminado las relaciones entre el grupo. Yo, en particular, me alegraba de terminar con ese capítulo de mi vida que me obligaba a  ver en los camerinos y besar en el escenario a Menéndez. Su amenaza de sacrificar al perro y mi agrio enfrentamiento con él, mi rotunda negativa a aceptar lo que para mí era un crimen, habían convertido el inevitable trato diario en una tortura. (Ver capítulo 92).

Pero la  llegada de Don José   a nuestro hogar estuvo también rodeada de desazón. Bobby, el Foxterrier que convivía con nosotros desde hacía años, no se caracterizaba por su actitud amistosa con los de su misma especie, por lo tanto introducir en su territorio a otro animal, por pequeño y mono que fuese, no auguraba en absoluto buenos resultados. Y eso sin contar con que ambos eran machos.

¡Qué cara de bueno..!
Antes de abrir la puerta esa madrugada, con el cuerpecito del Yorkshire  en mis brazos, me abrumaban las dudas sobre si me habría precipitado al adoptarle, al prometer a mi ex compañero de viajes y escenarios un feliz futuro a mi lado. Mi madre nos esperaba despierta y expectante. Jesús, con ese optimismo que le caracteriza, insistía en asegurar que todo iría bien, que entre ellos se entenderían y aprenderían a convivir. Sin embargo, conociendo las reacciones de Don José y su enfermizo apego a mí, la duda llevaba días corroyéndome. Recordaba su agresividad cuando alguien desconocido se me acercaba, esa actitud proteccionista que, viniendo de un ser diminuto, tanta gracia solía producir en la gente. En  esta situación, nueva para todos, su excesivo celo podía ser el peor enemigo de  nuestro futuro.

Pero el primer  encuentro me deparaba una agradable sorpresa; tras los interminables minutos que duró el obligatorio y detallado  olisqueo mutuo, cada uno de los animales tomó su camino, Bobby se subió a su sillón preferido y Don José se lanzó a la conquista de mi madre, cosa que cuando quería se le daba de maravilla. Ella, advertida   de que hiciera todo lo posible por no despertar los celos del foxterrier, luchaba con desespero por no demostrar que los coqueteos del nuevo inquilino le derretían el corazón. Cuando  nos fuimos a la cama, tras largo tiempo de observación y suspense, una llamita de esperanza latía en mi corazón. Ambos canes dormían tranquilamente.

Homenaje a Bobby, cuadro de Jesús Alcántara. Oleo sobre tela de 100x81 cms
Los primeros días que siguieron me animaban a confirmar esa esperanza. Cuando Jesús y yo salíamos ambos canes eran fieles a ese “tratado de paz” que parecían haber firmado y no molestaban en nada a mi madre. “Si es que parece que no hay perros en la casa”, decía ella.  Al  volver al hogar yo tenía buen cuidado de atenderles por igual, una caricia para uno, una caricia para el otro. Era hermoso y conmovedor tener a esos dos preciosos ejemplares, cada uno a un lado de mis piernas, mientras acariciaba sus cabecitas y recibía, en agradecimiento, algún que otro lametazo. Ya sabéis cuál ha sido desde la infancia mi sentimiento hacia los animales. (Ver Instantánea 23)

Pero no estaba escrito que aquella idílica paz durara mucho tiempo. Poco a poco Don José comenzó a mostrar sus intenciones de convertirse en el “jefe de la manada”. Empezó por interponerse entre el foxterrier y yo cada vez que este se me acercaba. Al principio lo hacía de forma sigilosa pero,  a medida que fueron pasando los días y se afianzaba su sensación de seguridad, este  acto comenzó a ir acompañado por  un sordo gruñido y el vano intento de enseñarle a su rival unos dientes que el pobre anciano ya no tenía. Pero como bien dicen, “es la intención lo que cuenta”, y Bobby  notaba   que aquello era el prolegómeno de una declaración de guerra.

A pesar de mis conversaciones con ambos la situación se fue enervando más y más. Y una noche mi posesivo ex compañero hizo algo que firmó su sentencia. Debo admitir que Bobby había aguantado con paciencia mucho más de lo que yo esperaba, pero cuando Don José intentó, entre ladridos acompañados por sus inevitables toses, arrebatarle el sitio en el que desde hacía tanto tiempo dormía, un cojín colocado en el suelo a mi lado de la cama, mi primogénito consideró que la cosa había ido demasiado lejos. Y de pronto me encontré con esta  imagen aterradora: la cabeza del provocador había desaparecido íntegra dentro de las fauces del Foxterrier. ¡Horror! Por fortuna tan solo fue necesario un  grito mío de “¡Bobby, suéltalo!” para que el perro obedeciera.
El Yorkshire Terrier


Aullando despavorido Don José corrió hacia mí en busca de protección y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que estaba  ileso, que no tenía ni un arañazo alrededor de su cuello. Dos cosas quedaron claras para la familia: primera, que Bobby no había intentado matarle pues hubiera bastado una pequeña presión de sus potentes colmillos para atravesarle la piel o una sacudida para desnucarle; segunda, que aquel altercado ponía fin a cualquier posibilidad de convivencia entre ellos.

Nuestra inmediata decisión fue llevar a Don José al estudio de fotografía y pintura de Jesús y allí dejarle hasta que le halláramos un nuevo dueño, aunque aquello me destrozara el corazón. No iba a ser fácil encontrar a alguien que estuviese dispuesto a cargar con un perro de diez años, desdentado y bronquítico, pero mis amigos del alma, que  acudieron en mi ayuda, no tardaron en presentarme a una  mujer, amante de los animales, cuya mascota había fallecido hacía unos días y que se sentía feliz de albergar en su casa a alguien con tan interesante curriculum vitae.  Y, algunos años después, en los cuales nunca falló mi seguimiento,  con su nueva dueña acabó sus días ese tan especial Yorkshire Terrier, sin duda refocilándose en los  recuerdos de su gloriosa época como semental, alimentando su ego con las memorias de su exitosa experiencia de actor y envaneciéndose de cómo, durante largos meses, había tenido a una actriz hasta tal punto loquita por sus encantos que no hubo mimo o capricho que le negase. Y hasta aquí la historia de mis conflictivas relaciones con Don José.


Fernando Arrabal
En el próximo capítulo narraré, entre otras cosas que conmocionaron Madrid, mis experiencias en el estreno de El rey de Sodoma, obra teatral del enloquecido personaje que es Fernando Arrabal, ese eterno enfant terrible.



Próximo capítulo: La "movida madrileña".
 




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