Con José Luis Pellicena en El Rey de Sodoma (Fijarse en la moqueta rosa chicle) |
Son incontables las horas que hubimos de pasar encerrados en el Teatro María Guerrero durante esos tres días de ensayos generales. Casi sin darnos cuenta las mañanas se convertían en tardes, las tardes en noches y después en madrugadas. Toda nuestra atención estaba dedicada a resolver las docenas de problemas que surgían en el intento por poner sobre el escenario El Rey de Sodoma, esa endemoniada obra de Fernando Arrabal.
El encontronazo con la moqueta rosa-chicle de largos y asesinos cabellos que cubría la totalidad del suelo había sido tan solo el primero entre muchos obstáculos a vencer. Por supuesto José Luis Pellicena y yo teníamos bien memorizados los textos de los cinco personajes que debíamos interpretar cada uno, bien diferenciados los caracteres, pero ahora tocaba encontrar el tiempo para vestirlos y desvestirlos sin que hubiese un bache en el ritmo de la obra. El autor creía haber solucionado el problema con el manido recurso de dejar a uno de los actores en escena, soltando un cortísimo monólogo o interpretando una pincelada musical, mientras el otro hacía mutis para disfrazarse de su próximo personaje. Y creedme que disponíamos como máximo de un minuto y medio para aquellas transformaciones completas. Como llegar a nuestros camerinos era algo imposible por falta de tiempo, se había habilitado en la chácena, en el escaso espacio que quedaba tras el decorado, lo que en teatro se llama “un camerino de transformación”, es decir varios listones de madera sujetando unas cretonas que hacían el oficio de cortinas. En este caso el improvisado habitáculo era largo y muy estrecho, con un trozo de tela que separaba la parte de Pellicena de la mía.
El Rey de Sodoma |
El segundo día de ensayos, cuando llegó el abundante vestuario, casi me da un patatús al comprobar que las faldas y los bodys venían terminados con cremalleras y corchetes. ¿Os imagináis un actor en esas condiciones que he descrito, rodeado de total penumbra y en silencio, intentado acertar a toda velocidad con un pequeño corchete o subiéndose en la espalda una de esas cremalleras tan dadas a engancharse en el peor momento? ¿Pero para qué se había inventado el velcro, esas benditas tiras adhesivas que tantas urgencias solucionaban? Así que ante mi demanda, esa misma mañana el vestuario íntegro regresó al taller de Ana Lacoma para ser arreglado y a última hora de la tarde ya estábamos de nuevo colgándolo en las alcayatas que para ese fin se habían clavado en la pared. Aquello me hizo corroborar que ni figurinistas ni modistos pensaban en los artistas a la hora de idear o realizar esos fabulosos ropajes salidos de la poco realista imaginación de los diseñadores. Para ellos éramos tan solo maniquís de escaparate sobre los que lucir sus creaciones. La cuestión es que a aquellas tardías horas hubimos de comenzar un proceso que ya debía estar superado; el de mecanizar los cambios y ajustarlos al escaso tiempo de que disponíamos. Con lo cual mi cuerpo agotado se derrumbó sobre su lecho pasadas las 5 de la madrugada.
Y así llegamos al tercer y
último ensayo general. Los periódicos bullían con la noticia del estreno
y el público, que se dedicó con suma diligencia a agotar desde fechas atrás las
entradas, ardía de expectación.
El pase mañanero salió, como
era de esperar, hecho un desastre en cuanto a fallos de iluminación, entradas de la música y demoras
en nuestros cambios. A pesar de la innegable ayuda que el velcro nos aportaba, estaban también los zapatos y esas pelucas que,
en las tinieblas y con las prisas, tenían la mala costumbre de entrar siempre sobre
las cabezas al revés. Ay, las malévolas pelucas, indispensables para completar las grandes transformaciones.
Es decir que todos llegamos algo deprimidos al corto descanso que nos permitíamos
para cubrir la irremediable necesidad de echarle combustible a nuestros
cuerpos.
Con Pellicena en la escena de la monja |
Pellicena, yo, Arrabal y Narros durante el ensayo |
A causa de su
desaforado entusiasmo, hubimos de hacer un corte para que el hombrecillo
pudiera subirse al escenario, revolcarse por la frondosa moqueta, zarandear aquellos
grandes falos que eran parte del atrezzo, y, finalmente abrazarnos y plantarnos,
tanto a Pellicena como a mí, un largo y apasionado beso en la boca. Como
comprenderéis aquello rompió todo el ritmo del ensayo.
Cuando por fin lograron
hacerle bajar, reanudamos el trabajo de manera chapucera. No había tiempo para
retomar la obra desde un principio. Era ya de madrugada. Nos encontrábamos en
medio de un descoloque general pero, siendo a la noche siguiente el estreno era
necesario llegar hasta el final, sobre todo para fijar los numerosos cambios de
luces.
Con Pellicena en El Rey de Sodoma (Fijarse en la pared del decorado) |
Estábamos en la penúltima escena cuando ocurrió la catástrofe. Ni durante todos mis años como bailarina, ni en aquellos espectáculos de cabaret en los cuales realizara arriesgados giros y saltos sobre altísimos tacones, mis tobillos sufrieron la mínima torcedura. Claro que nunca había tenido un enemigo tan poderoso como aquella especie de yaciente monstruo peludo que con tan malos ojos me miró desde nuestro primer encuentro.
La cuestión es que, al
efectuar un salto desde la cama al suelo, ya ensayado varias veces sin problema,
el tacón de mi pie izquierdo se enganchó entre la maraña de pelos rosa-chicle
haciendo que todo mi peso, aumentado por la inercia del brinco, se desplomara sobre mi tobillo izquierdo. Nunca
olvidaré el “crac” que escuché aún antes de sentir el tremendo dolor. En los
primeros instantes nadie dio gran importancia a mi caída pero mis gemidos,
acurrucada en un suelo del que me era imposible levantarme, les hicieron concienciarse
de la gravedad del asunto.
Cuando, tras varias
radiografías y una resonancia magnética, el traumatólogo me dijo que el hueso
no estaba roto mi corazón intentó volver a su ritmo normal y el puño que
atenazaba mi garganta comenzó a aflojar su presión. Pero esto solo duró lo que
tardé en escuchar el dictamen del médico: tenía un esguince de tercer grado, el
más grave, acompañado por un desgarro a valorar cuando bajase la inflamación.
Era indispensable ponerme una venda
elástica hasta casi la rodilla y no podría andar al menos durante 20 días.
Portada del programa |
Si hubiese sido una comedia al uso, aunque dolorida, cojeando y con muleta, yo habría salido al escenario, pero tratándose de un musical la cosa era bien distinta. En esas condiciones ¿qué iba a ser de mí y del tan esperado estreno de El Rey de Sodoma? Dios mío, ¿qué iba a ser de todo aquel costosísimo proyecto?
(Fotos de El Rey de Sodoma, Jesús Alcántara)
Próximo capítulo: La mala pata (segunda parte).
Yolanda Farr.
ResponderEliminarDesde hace un año asisto a las clases de literatura que Daniel Fernández imparte en el Miami Dade College. Por una recomendación de Daniel, llegue hasta su blog. Lo he disfrutado a plenitud. Viví en Madrid de 1970 a 1973 por esa razón sus escritos me son tan familiares y amenos.
En “Instantáneas 92 – Aventuras y desventuras de Don José” menciona usted la discoteca Boccacio, un sitio al que asistí en varias ocasiones. Ver las fotos de su barra y su interior y la descripción que hace usted me trasladó a aquel Madrid, al magnífico lugar donde servían los tragos en finas copas de tallo largo. Y claro, removió mi nostalgia.
Durante mi estancia en Madrid trabaje de bar tender, en un bar/cafetería. Uno de los vecinos y uno de mis mejores clientes era el señor Vicente Alcolea, regente del bar New Sunset. Una gentil recomendación de Vicente me abrió las puertas de la discoteca del mismo nombre y las de Boccacio. Vicente era amigo de ambos gerentes y nunca me cobraban el consumo. Con mi presupuesto personal de café con leche no hubiese podido frecuentar ninguno de aquellos dos sitios. La amistad en aquellos tiempos tenía otro significado.
Gracias por sus magníficos relatos Yalanda. Los seguiré leyendo. Orgulloso de que una cubana triunfara como lo hiso usted en aquel Madrid que jamás olvidare.
Gracias a tí, amigo Miguel, por seguir mis relatos. Por lo que leo tú también tienes una historia de trabajo y sacrificio. Démosle gracias a Dios por ser de los supervivientes, pues muchos han caído en la lucha por vencer al exilio. Cuando veas a mi estimado Daniel dale recuerdos de mi parte. Un fuerte abrazo
Eliminar