sábado, 2 de febrero de 2013

Instatánea 61 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro.(1ª parte).


Adolfo Marsillach

Adolfo Marsillach y Leonardo Echegaray, director y productor, respectivamente, de la Segunda Campaña Nacional de Teatro consideraron, con gran acierto, que Galicia era el mejor  lugar para iniciar esa turné que duraría seis meses. Otro acierto fue hacerlo con la obra Águila de Blasón, del insigne autor gallego Ramón María del Valle Inclán. Así que, tras arduos ensayos de las tres piezas que llevábamos en el  repertorio, el dos de octubre de 1969 debutábamos, con un montaje espectacular, en el teatro Rosalía de Castro de La Coruña. 
Valle Inclán



Valle Inclán había sido un personaje genial, furioso y controvertido. Nacido en Compostela en 1869 abandonó sus estudios de medicina por la literatura. De tendencias anárquicas, en el año 31 recibió con entusiasmo   la llegada de la Segunda República. Por ese motivo tras el triunfo franquista, se convirtió en un autor prohibido y el sufrido pueblo español hubo de permanecer muchos años sin disfrutar de tan impresionantes textos. Su carácter irascible está más que demostrado por la absurda manera en la que perdió un brazo: una jornada, durante esas famosas tertulias de intelectuales de la época, Valle se enzarzó en una acalorada discusión con otro escritor, Manuel Bueno, la cual terminó con una mutua y desgraciada agresión física. Al ver que Valle empuñaba contra él una botella, Bueno le propinó un bastonazo en la muñeca causándole una herida  que se fue infectando hasta llegar a gangrenarse, lo que hizo necesaria la amputación del brazo.

La trilogía de Las Comedias Bárbaras, Águila de blasón, Romance de lobos y Cara de plata fueron la gran realización "valleinclanesca". Con posterioridad dio el nombre de “Esperpentos” a cuatro imperecederas piezas; Luces de Bohemia, Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán, consiguiendo en ellas su propósito de plasmar la deformación grotesca de la civilización europea.

En aquellos días  no cabía en mí de gozo. Codearme con actrices y actores del prestigio de Marisa de Leza, Luis Prendes, Arturo López o la inefable Maruchi Fresno, y además bajo la dirección del famoso Adolfo Marsillach,  era más de lo que había soñado para mis inicios teatrales en España. Yo cubría, junto con Terele Pávez, los papeles que solemos llamar de “las segundas”, siempre apetitosos y hasta a veces más lucidos que los de “las primeras”. Interpretaba “la Pichona” de Águila de Blasón, la maravillosa Olga de Después de la caída, esa obra que Arthur Miller escribiera inspirándose, tras su conflictivo divorcio, en Marilyn Monroe, hecho que muchos consideraron  de un mal gusto supino.  También llevábamos  Tiempo del 98, de Juan Antonio Castro, en la que, interpretando a “La cupletista”,  llevaba el peso de toda la parte musical de la obra.
Parte de la compañía junto al autocar en nuestro primer viaje
Hicimos el interminable viaje de once horas de Madrid a La Coruña en un autocar sin calefacción, de duros y estrechos asientos, como era usual en esos años. Más de veinte personas apiñadas en el afán de darnos mutuamente calor, algunos desplomando las agotadas cabezas sobre el hombro del sufrido compañero de asiento, otras, más previsoras y generosas,  intentando compartir pequeñas mantas con quien les hubiese tocado al lado.  Fue allí donde aprendí la arcaica  jerarquía que aún reinaba  en el teatro, incluso en los autobuses: los asientos eran ocupados según  la categoría y el puesto  del actor en la compañía, es decir los "primeros papeles" tenían adjudicados  los  delanteros, siendo los únicos con derecho a dos plazas, a los "segundos" les tocaban los  siguientes y el resto se apiñaba en lo que quedara de espacio. El intentar alterar este orden podía proporcionarte un buen rapapolvo, ya por parte de las propias primeras figuras o  por la del representante de compañía. 

Aquella era una empresa importantísima. No solo por la calidad artística de la cabecera y del director, no solo por el mérito de las obras que íbamos a representar, sino también porque seis meses de trabajo continuado constituían un regalo celestial. Casi todos los componentes éramos muy jóvenes, muchos hasta neófitos, pero incluso los más curtidos resultaron  absolutos devotos de esta profesión.

El viaje sin duda resultó agotador. Pero al día siguiente de nuestra llegada nos esperaban reconfortantes experiencias.


Por entonces, recibir a grandes compañías de teatro en provincias  era celebrado por alcaldes y concejales con actos honoríficos. Así que esa primera mañana en La Coruña, habiendo sido convocados la noche anterior en el autocar por el representante de compañía, José Carpena, todos nos dirigimos al ayuntamiento y allí fuimos obsequiados con un ágape. Yo había pedido permiso al mencionado Carpena para que mi Jesús viajara con nosotros así  que juntos iniciamos aquella gira, buscando, al bajarnos del autobús y tras una paliza de largas horas de traqueteo, alguna pensión  barata, por lo general recomendada por uno de los compañeros más experimentados, o alguna fonda fiable para comer, cosa en la que los técnicos eran auténticos expertos. Eso de las giras lo tenían ya muy trillado.

No era fácil afrontar los gastos de dos personas con el diminuto sueldo que yo percibía, 700 pesetas diarias,  descuentos no incluidos, (no olvidemos que Jesús ya no recibía ayuda económica de su familia) pero hasta la choza más humilde era preferible a cortar el lazo físico que nos unía.
En el ayuntamiento de Santiago de Compostela
con el inevitable retrato del Generalísimo Franco al fondo
Fueron muchas las plazas que cubrimos en aquella primera parte de nuestro tour  y en todas, Pontevedra, Vigo, Orense, Santiago de Compostela,  autoridades, público y crítica nos  recibieron con entusiasmo.   Pero es de  Santiago de donde guardo los contrapuestos sentimientos de admiración e indignación que me provocó la visita, guiada por el señor alcalde, letrado Paz Sueiro, a los tesoros escondidos en las entrañas de la suntuosa catedral.

Frente a la Catedral de Santiago de Compostela

No podía evitar pensar en la  miseria  que  una ínfima parte de tanto oro, piedras preciosas y obras de arte, podían mitigar en una España aún llena personas que vivían situaciones de total precariedad. Nunca había entendido las incoherencias de la Iglesia Católica pero  en esa ocasión pude aquilatar su magnitud.

Allí  tuvimos la fortuna de conocer a un personaje maravilloso: Carlos Luis del Valle Inclán, hijo del afamado autor.

Imagen de una queimada
La misma noche del estreno de Águila de Blasón,  don Carlos convocó a la compañía para que asistiera tras la última función (en aquella época hacíamos dos diarias y  los siete días de la semana), a una “queimada” en plena campiña, rito típico de Galicia desde el Medioevo,  acariciados por la luz de la luna y con pronunciación de conjuro incluido. Al ser informados de que el mismo tenía la finalidad de proteger contra los maleficios y los malos espíritus a todo el bebiese del brebaje, rodeados por aquella envolvente atmósfera de misterio, ¡cualquiera se abstenía de  participar!

A pesar del frío y el cansancio fue una experiencia sublime. Un momento en el cual ese 50 por ciento de sangre celta que trasiega por mis venas, se unió a las “meigas” invocadas y danzó alrededor de la gran fogata y de aquel recipiente de barro donde la bendita "queimada"  bullía sin cesar y en apariencia sin mermar, como si los dedos invisibles de las brujas que habitaban ese bosque lo rellenaran de continuo. Fue una noche de ensueño por la cual, al día siguiente, muchos pagamos con la consecuente resaca. Por la mañana me contaron  que  el líquido ardiente que habíamos bebido de aquella olla cubierta de azules y bellísimas llamas  estaba compuesto de orujo, azúcar, cáscara de limón y granos de café. Sin duda, una pócima mágica.
 En casa de don Carlos del Valle Inclán. (Marcado con una flecha)

El día de nuestra despedida,  Carlos Luis del Valle Inclán tuvo el detalle de invitarnos a Jesús, a mí y a unos cuantos más de la compañía a visitar su casa y allí  estuvimos, casi hasta la hora de la función, escuchando  anécdotas y viendo fotos de su padre.

Aquella  etapa  gallega fue placentera e ilustrativa pues, aparte de las magnas recepciones de las que éramos objeto, del descubrimiento de gentes y monumentos esplendorosos,  los viajes, entre plaza y plaza eran bastante cortos. Momentos mucho más terribles llegarían cuando, a las tres de la mañana, tras el arduo trabajo teatral, hubiésemos de recorrer cientos de kilómetros en aquel autocar, desprovisto de cualquier comodidad, hasta llegar a la próxima ciudad concertada.

Toda esa primera parte de la gira está llena de  hermosas y hospitalarias ciudades gallegas que recuerdo con amor.  ¡Salvo aquel  Orense  inolvidable! Esa ciudad donde la vida clavó de nuevo  en mi pecho un puñal cuyo dolor me parecía imposible de soportar.  La ciudad en la que mi Jesús y yo hubimos de separarnos.


Próxima Instantánea. La Segunda Campaña Nacional de Teatro. (Segunda parte)

2 comentarios:

  1. Querida Yolanda, espero que al escribir tus viviendas sea un placer para ti recordar, volver a vivir aquella "época realmente placentera e ilustrativa",...una terapia que para personas de nuestra respetable edad, da mucho autoestima. Me sigue siendo realmente interesante tu biografia.
    Te deseo seas feliz en tu nueva casa y que ya la estes convirtiendola a tu forma, a tu manera...Besos desde Varna! Rey Gonzalez...un cubano con muchas cosas en comun contigo y otros miles de compatriotas que estamos regados por este mundo globalizado...:)

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  2. Conociste al hijo de Valle Inclán!Qué maravilla de dramaturgo! No tenía idea de la historia sobre la pérdida de su brazo.
    Yolanda es muy fácil identificarte en las fotografías de grupo,eres siempre la más guapa! jajajjaja Saludos!

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