Era increíble que en tan solo seis meses hubiese olvidado
la decrepitud de aquel ascensor de
madera y cristales y su desesperante lentitud. Había marcado el cuarto piso
pero el ritmo del vetusto y estrecho artefacto me hacía sentir que no iba a
llegar nunca. Sumida en el amodorramiento del cansancio, aferrada a esa pesada maleta que me
había acompañado durante toda la Segunda Campaña Nacional de Teatro, el salto
producido por el brusco y habitual frenazo me anunció que había llegado a mi destino; el cuarto piso, letra D del número ocho de la calle Fuente del Berro
en Madrid. “La Comuna”.
Miré mi reloj de pulsera adquirido en Canarias durante la gira y vi que eran las cinco y media de la madrugada. La alegría de regresar se mezclaba con la prematura nostalgia por los escenarios y los compañeros, produciéndome un marcado aturdimiento. Con esa sensación salí del ascensor. Con esa misma sensación busqué la llave en mi bolso, la introduje en la cerradura y noté como giraba con una facilidad que demostraba su alegría al darme la bienvenida. Y tras un suave empujón la puerta se abrió . Al fin estaba en casa, aunque sin Jesús, que aún hacía la mili y dormía en el campamento. Yo no quería despertar a los compañeros, así que mi intención era atravesar en silencio el pasillo que conducía a nuestra habitación y allí esperar que los amigos fuesen despertando para dirigirse a sus trabajos mañaneros. Pero la cosa no iba a ser tan fácil.
Miré mi reloj de pulsera adquirido en Canarias durante la gira y vi que eran las cinco y media de la madrugada. La alegría de regresar se mezclaba con la prematura nostalgia por los escenarios y los compañeros, produciéndome un marcado aturdimiento. Con esa sensación salí del ascensor. Con esa misma sensación busqué la llave en mi bolso, la introduje en la cerradura y noté como giraba con una facilidad que demostraba su alegría al darme la bienvenida. Y tras un suave empujón la puerta se abrió . Al fin estaba en casa, aunque sin Jesús, que aún hacía la mili y dormía en el campamento. Yo no quería despertar a los compañeros, así que mi intención era atravesar en silencio el pasillo que conducía a nuestra habitación y allí esperar que los amigos fuesen despertando para dirigirse a sus trabajos mañaneros. Pero la cosa no iba a ser tan fácil.
Al abrirse la puerta, el rostro de una mujer desconocida,
vestida con un largo camisón y rulos en la cabeza, me miró con sobresalto. Lo
próximo que recuerdo es oír mi voz diciendo “ay, perdóneme” y recular dando un portazo. Permanecí
con mi mano en el picaporte unos segundos que me parecieron eternidades,
paralizada. Sin duda me había equivocado de puerta, pero
una D de cobre clavada sobre la madera decía lo contrario. Entonces me había
equivocado de piso. Miré a mi alrededor pero el letrero sobre la pared decía
con claridad CUARTO. Llegué incluso a contemplar la posibilidad de que, en medio
del cansancio y el aturdimiento, hubiese entrado en otro edificio.
Estaba totalmente desconcertada cuando la puerta se abrió de nuevo y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola, Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto, aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, o “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
Estaba totalmente desconcertada cuando la puerta se abrió de nuevo y de la boca de aquella mujer salieron estás palabras, “hola, Yolanda, no te asustes, no te esperábamos hasta más tarde. Soy Marujita Calvo, mi marido y yo estamos de paso por Madrid y Carlos Rodríguez nos ha ofrecido quedarnos en tu habitación hasta que regresases. La cuestión es que nos has cogido desprevenidos. Déjanos un ratito para acabar de recoger nuestras cosas y desalojaremos tu cuarto.” Así que, aún bajo los efectos del sobresalto, aguardé sentada en el salón mientras la casa se iba despertando con gritos algo somnolientos de “¡qué alegría de verte!”, “¡pero qué guapa estás!”, o “¡cuántas cosas tienes que contarnos!”
Maruja Calvo |
Y esta es la historia de algo que, durante nuestra convivencia en la comuna se repetiría, con algunas variaciones, infinidad de veces. A Marujita por supuesto la conocía de Cuba ya que pertenecía al grupo de artistas españoles adoptados por aquella generosa isla, como Ana Lasalle, Adela Escartín o yo pero no la había identificado tras su logrado disfraz de ama de casa. Esa mañana ella y su marido se fueron pero muchos cubanos más llegaron, algunos pernoctando durante días, recién arribados y buscando donde ubicarse, otros tan solo acudiendo para los frijoles negros o las “timbitas”, es decir, en busca del alimento que, como buenos exiliados, no podían pagarse. Y todo esto porque mi querido amigo Carlos se dedicaba, en sus horas de asueto, a recoger a todo cubano con cara de exilio que encontraba vagando por la inmensa ciudad que es Madrid.
También recibíamos con regularidad a un grupo selecto y variado de visitantes que participaba en nuestros “saraos nocturnos”. En ellos, todos en círculo y la mayoría sentados en el suelo nos pasábamos, como si fuese la pipa de la paz, una enorme copa de cristal llena de brandy del más barato, celebrando así el milagro de estar vivos. En esas tertulias se hablaba de lo humano y de lo divino.
Gloria Fuertes, José Bergamín y Carlos Miguel Suárez Radillo |
Por allí pasaron intelectuales como José Bergamín y Gloria Fuertes, grandes poetas españoles, el escritor Suárez Radillo (aún conservo con amor libros dedicados por estos personajes), el cineasta Roberto Fandiño, la inolvidable soprano Sara Escarpanter… Y parte importante eran los “adictos” como José María Salmerón, veterinario, Gustavo del Valle Carral, pintor, Charles, psiquiatra del equipo de López Ibor, Pepe Hervás, el actor que durante los meses de gira se había convertido en mi mejor amigo, así como cualquier eventual que por allí se descolgase o fuese la súbita aportación de algún inquilino fijo. Así era aquella maravillosa casa de locos.
Sara Escarpanter Foto extraída de vivalavoz.net |
Fueron muchas las historias que estos entrañables personajes protagonizaron, algunas tan divertidas que merecen ser narradas en otro capítulo. Y es que el tema de aquella comuna en la España franquista podría dar para infinitos folios de divertida escritura.
Roberto Fandiño |
Memorables solían ser las disertaciones de los intelectuales que nos visitaban, como también lo eran las discusiones de Hervás, que se proclamaba comunista, con Fandiño, ese cubano tan culto e informado, y en las cuales mi pobre amigo actor quedaba siempre a la altura del zapato. Pero durante este gran mejunje la sangre jamás llegó al río y la madrugada solía terminar entonando a coro, pero a media voz, para molestar lo menos posible a los vecinos, La guantanamera, Asturias patria querida o algo por el estilo.
Tan solo un problema tuvimos en aquella época. Y no fue moco de pavo. La inquilina del apartamento colindante..
En pérfida venganza matutina, esta anciana mujer, además de poner a las 7 de la mañana a todo volumen en la radio un programa de Zarzuela que casi nos hizo detestar el género, llegó a hacer algo mucho más peligroso para ese convulso 1970 en el que las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas por ley; nos denunció a la policía por escándalo y reunión ilegal. Pero con tal mala suerte para ella que el joven policía que acudió a investigar llegó en una noche de relativa calma y, tras ser agasajado con una “timbita”, (para el que no lo sepa, pasta de guayaba entre dos galleticas), y un vasito de jugo de guanábana que alguien había encontrado en un supermercado y aportado a la “comuna”, terminó entablando con nosotros una amistosa conversación y haciendo preguntas sobre Cuba. “Allí tengo un tío al que le han quitado una tienda en Belascoaín y, además, ahora no le dejan salir”, nos contó. Así que nos hicimos íntimos y más de una vez acudió a nuestras tertulias, por supuesto vestido de paisano. Esa fue la condición que le impusimos. Es bien sabido que los uniformes siempre coartan y nosotros éramos, sobre todo, espíritus libres.
El caso es que la Doña Vecina había ya denunciado a todo el edificio por una causa u otra y en la comisaría del barrio estaban hartos de ella. Hasta tal punto debía ser insoportable la convivencia con esa señora que tenía como mascota una tortuga suicida. El pobre galápago, cada dos por tres se arrojaba desde el balcón a la calle y más de una vez hubimos de recogerlo en la acera, patas arriba y boqueando. Entonces le reparábamos el destrozado caparazón con esparadrapo y, con la mejor de nuestras sonrisas, se lo devolvíamos a su dueña la cual nos lo agradecía con un gruñido y un sonoro portazo.
En aquellos días era corriente oír a algún compañero de trabajo despotricar, en la calle o en alguna cafetería, sobre la “terrible dictadura franquista”. Al principio intenté hacerles comprender que lo que en España se vivía era una “dictablanda” en comparación con lo que el pueblo cubano llevaba años soportando, que sin duda Franco había sido, y era aún, un dictador pero que, por ejemplo, en la isla nadie se atrevería a criticar a Fidel en público y los que lo hacían sencillamente desaparecían.
El emblemático edificio que fue la temida Dirección General de Seguridad |
Cierto que aquí existía represión, que quien era llevado a la Dirección General de Seguridad, sita en la Puerta del Sol de Madrid, sabía cuando entraba pero no cuando o como salía, que con frecuencia a los peatones se les obligaba a presentar sus papeles de identidad, que la censura "estrangulaba" aún a autores y actores, pero que todo eso no podía compararse con la represión y falta absoluta de respeto a los derechos humanos que reinaba en Cuba. Yo intentaba hacerles ver que por muy dura que fuese una dictadura de derechas jamás se podría comparar con una de izquierdas, pues en la primera siempre tenías la opción de ser neutral. Pero ni me creían ni querían hacerlo. Había una sublimación incomprensible a todo lo que tuviese que ver con el castrismo.
La cuestión es que, a pesar de los gratos momentos vividos en la “comuna”, al poco tiempo mi sangre y mi bolsillo añoraban los escenarios.
Una tarde llamó a la puerta el más estrafalario personaje que imaginarse pueda. Altísimo, desgreñado y desarrapado, nuestra primera impresión fue que se trataba de un mendigo y casi soltamos la carcajada cuando, con gran educación, me dijo desde el umbral; “señorita Farr, la vi trabajar en Badajoz y me dije que en cuanto terminase su gira me pondría en contacto con usted para ofrecerle ser la protagonista de mi próximo proyecto, Un sereno debajo de la cama. Y aquí me tiene, libreto en mano”. Aquello parecía de cachondeo. Con toda la cortesía que me fue posible le contesté que tenía algún que otro proyecto pero que sopesaría su oferta y le contestaría en una semana. Confiaba en que se le pasase el arrebato y me dejara en paz, pero, al mismo tiempo, me daba lástima aquella figura tan parecida a la del Quijote en sus peores momentos y no quería ser ruda con él. Por supuesto no había ningún otro proyecto para mí, Por desgracia. Ni lo hubo en los próximos días.
Una semana más tarde, cuando el individuo en cuestión, Cecilio de Valcarcel, se presentó con su desafortunada imagen en la puerta de la casa, yo ya había tomado una decisión.
Necrológica.
Maritza Rosales |
Próximo
capítulo. Bolos vuelta y vuelta y algunas “verduras”.
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