En octubre de 1968 Jesús y yo tomamos una drástica
decisión: nos fuimos a vivir juntos. Él ocultaría el hecho a sus padres. Considerábamos
que, entre lo que le enviaban para su manutención y lo que yo ganara en mis
actuaciones esporádicas, podríamos mantener un apartamento. Al igual que a
todos los amantes, el tiempo que permanecíamos separados se nos hacía un
infierno y, con esa urgencia y esa ceguera propias del
amor, no nos dábamos cuenta de que un secreto así no podía ser mantenido por mucho
tiempo.
Pero aquella fue una época de avasalladora plenitud. Cada mañana, al abrir los ojos, una oleada de pasión me convulsionaba de tal manera que parecía brotar de mí a borbotones, perfumando cada cosa que me rodeaba. Amaba aquel bajo interior de la calle Eduardo Benot que habíamos alquilado como si fuera un castillo flotando en el más hermoso y cristalino de los cúmulos, amaba su poca luz, que calificaba de romántica e incitadora, amaba aquellas húmedas paredes que nos daban cobijo e intimidad. Pero sobre todo adoraba a aquel joven de ojos de cielo, con manos artífices de mi felicidad, y el descubrimiento de ese amor me golpeaba hasta aturdirme. Tal era mi estado de éxtasis que llegué a preguntarme cómo había creído estar viva antes de llegar él.
A medida que íbamos descubriendo nuestros cuerpos yo sentía que nuestras almas se fundían convirtiéndose en una. Y no era el viajar ascendente de sus dedos por mis muslos, ni el manjar de su lengua, no era la forma en que mis senos se henchían buscando sus labios, no era el estremecerse de mi carne lo que más me conmovía, era la forma en que aquello colmaba mi espíritu. Los días pasaban como minutos plenos de felicidad. Mi reloj biológico me despertaba diariamente casi al amanecer pues cada hora de sueño me parecía una hora de gozo perdida. ¡Había tantas cosas que ver con esos nuevos ojos que me daba la pasión…!
Jesús solía llevarme a la Casa de Campo donde árboles, erguidos y orgullosos, me deslumbraban con una orgía de rojos y ocres otoñales, como alardeando, antes del inevitable y cercano desnudo total que les esperaba. Aquello se me antojaba una gloriosa exhibición dedicada a mi en exclusiva .
Hacía un par de meses, el rumor de que “el niño” estaba liado con “una artista”, es decir, con una “pilingui”, había llegado a oídos de su familia y aunque a todo “buen machote” español eso no sólo le estaría perdonado, sino hasta celebrado, los padres de Jesús consideraron que el asunto estaba entorpeciendo sus estudios de aeronáutica, esa profesión que con indudable esfuerzo le estaban costeando. El caso es que enviaron un “espía” a Madrid, alguien que les informara de lo que en realidad estaba sucediendo; Pedro, el novio de Meli, la hermana de Jesús. Pero con tanta fortuna que desde el primer momento aquel guapo y simpático muchacho y yo congeniamos. Sin duda él, hombre enamorado, había identificado el fulgor de auténtico amor que me nimbaba. Así que la información sobre mí, de la que fue portador a su regreso a Málaga, hizo el efecto de tranquilizar a la familia y durante un tiempo no surgieron más problemas al respecto.
Pero en lo artístico, aquel otoño de 1968 tenía indicios de ser una estación de fiascos laborales, de posibilidades frustradas. Mariano Méndez Vigo, un importante hombre del mundo de la música y con grandes influencias en la discográfica Phillips, me ofreció hacer una maqueta para esa firma. Él me presentó a un trío de guitarristas con los cuales ensayé y grabé tres temas; dos boleros cubanos, Nosotros, del pinareño Pedro Junco y Lágrimas negras, de Miguel Matamoros. No es que fueran mis favoritos pero aquello era a lo más que llegaba el conocimiento bolerístico de una España ignorante de las ricas nuevas tendencias del filin. Y para mi desgracia, a petición de Méndez Vigo, incluí en la grabación la ranchera Que seas feliz, de la mejicana Consuelo Velázquez.
Pedro Junco, Consuelo Velázquez y Miguel Matamoros |
Esa fue mi perdición. Los directivos de la Phillips, al oír la maqueta y conocerme personalmente, quedaron encantados con mi voz y mi físico y me ofrecieron un contrato de un año para cantar en exclusiva canciones mejicanas. De nada valió mi insistencia en "presentarles" las nuevas tendencias del bolero cubano o en ofrecerme como cantante de jazz. Nada innovador les interesaba.
Detrás de aquella oferta estaba el hecho de que una firma discográfica competidora acababa de lanzar al mercado, con gran éxito, rancheras cantadas por una famosa actriz española, María Dolores Pradera, y ellos vieron en mí alguien con voz más potente que podía hacerle la competencia. Aquello me molestó. Yo había oído a María Dolores cantar y me parecía que su mayor acierto era interpretar las rancheras con su dulce e intimista voz. Así que, ante la imposibilidad de hacerles cambiar de opinión, rechacé la importante oferta.
Un día Giannini me concertó una cita con un nuevo
productor de teatro que tenía la intención de estrenar “Los Fantásticos”, un musical con gran éxito en Broadway. “El zorro
plateado”, al cual bauticé así por sus cabellos grises y su sofisticada actitud zorruna. Nada se había sabido de él hasta el momento, siendo como era un recién
llegado a este mundillo, pero solo por tener el valor de enfrentarse a una
empresa tan arriesgada ya merecía toda mi admiración. Enorme fue nuestra
ilusión al saber que había superado la audición y que el papel principal
femenino sería para mí. Eso colmaba mis sueños. ¡Un musical de Broadway! Se nos
dijo que los ensayos comenzarían en el plazo de un mes y que muy pronto nos
notificarían las fechas, pero como los
ingresos pecuniarios eran una necesidad perentoria, hube de seguir esos
meses otoñales recorriendo la geografía española, de caseta de ferias a cabaret donde aceptaran que “LA CANTANTE NO ALTERNA”, condición que
continuaba siendo irrebatible.
Días más tarde, “El zorro plateado” llamaba a mi representante comunicándole que el proyecto de hacer “Los fantásticos” se había caído, al menos por un tiempo, pero que su intención era seguir en el mundo del teatro y que contaba conmigo para próximos montajes. Una enorme desilusión.
Cuando mi representante me ofreció un contrato con las ventajas de ser en Madrid y de tener la duración de un mes prorrogable vi los cielos abiertos. Un mes entero en mi nidito de amor y recibiendo un sueldo diario era un regalo de los dioses.
El lugar, situado en la calle de La Palma y que iba a ser inaugurado por mí, se llamaría El último cuplé en homenaje a las películas de Sara Montiel y a los deliciosos cuplés de finales del siglo 19 y principios del 20. No hay que olvidar que España había sido, en aquellos años, fértil cuna de cupletistas como Raquel Meyer o Concha Piquer y de las sicalípticas La Chelito, que enloquecía a su público masculino mientras se buscaba "la pulguita", La Fornarina o La Bella Otero, causantes todas de la ruina de muchos hombres y hasta de algún que otro suicidio.
Era aquel un sitio abovedado mezcla de cave existencialista parisiense y “café cantante” español con un pequeño escenario, sobre el que un viejo y destartalado músico aporreaba un piano de sus mismas características. Cada noche, durante dos meses, me subí a ese tablado como si la vida me fuese en ello, cantando La boheme, La vie en rose o dramáticos cuplés como El Relicario o Nena que alternaba con otros pícaros y divertidos como el Ven y ven o La regadera. Allí debuté el mes de octubre del 68, en un homenaje a los modistos españoles. Dos meses más tarde terminé mis actuaciones allí y en mi lugar entró Olga Ramos, una conocida cupletista con muchos más años de experiencia que yo en ese campo y a la que aquel entorno le venía, indiscutiblemente, mejor que a mí. (De hecho fue, durante más de 30 años, la auténtica reina de El último cuplé).
La Bella Otero y La Fornarina |
Raquel Meyer, Concha Piquer y Estrellita Castro |
Casi sin darme cuenta llegaron las navidades. Nochebuena en casa de los Ortega y un acogedor fin de año con Ramón y los Bobadilla, enturbiado tan solo, y tan mucho, por la ausencia de mis seres más queridos; mi familia y mi Jesús, quien, como cada año, hubo de pasar esas fiestas en Málaga con los suyos.
Y con aquellas doce campanadas emitidas desde el reloj de la Puerta del Sol se despidió de mí un 1968 lleno de experiencias contrapuestas y me saludó un 1969 en el que se alzaría para mí, por primera vez, el telón de la escena española.
Necrológica:
Anna Lizarán |
Me temo que esta semana el obituario es extenso y muy doloroso.
Hace un par de días se apagó en el firmamento de Barcelona una fulgurante estrella, una actriz que dedicó al mundo del espectáculo toda su vida y energías, mi estimada amiga Anna Lizarán. Nunca olvidaré la entrega que depositaba en sus trabajos ni la minuciosidad con que elaboraba sus personajes. Poseedora de infinidad de premios sólo mencionaré el Gaudí, por su trabajo en el film Forasteros y el Max de teatro por su labor en aquella versión de Esperando a Godot de la que disfruté con absoluta admiración. Una gran pérdida para el teatro pero sobre todo para nosotros, sus amigos, y para todos aquéllos que alguna vez tuvieron el placer de ver como iluminaba los escenarios con su presencia. Anna estará para siempre con nosotros.
Fernando Guillén |
Armando Roblán |
Próxima instantánea. Al fin, se alza el telón.
Cierto que el amor es un potro desbocado, alguna que otra vez hasta he perdido los estribos jajajj Qué suerte que hayas encontrado el amor de tu vida en plena juventud. Cuántas vivencias juntos! Un abrazo.
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