La noticia de mi rechazo al
“importante mánager de artistas”, el señor B, llegó con rapidez a conocimiento
de mis tíos costarricenses. Era inevitable. Sin duda Ana Esther, ignorante de las
consecuencias que me iba a acarrear, lo había comentado con la familia Ortega y esta, desconociendo los
escabrosos detalles de la humillante oferta de aquel “señor”, comunicaron mi decisión al “querido”
primo Oscar. Y así se encendió la mecha,
así tuvo lugar la explosión que arrasaría con esa ayuda que se me había
brindado durante menos de dos meses.
Oscar se apareció en la residencia una mañana de mediados de febrero del 1968, pero no para preguntar cómo me iba, no para darme su apoyo o compañía, cosa que nunca hizo, ni siquiera para indagar sobre lo que me había impulsado al drástico rechazo. Tácitamente me comunicó este ultimátum; tenía hasta finales de ese mes para aceptar alguno de los trabajos que se me ofrecieran o mis tíos me retirarían toda ayuda económica. Es decir, que debería abandonar la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas y prescindir de las miserables 75 pesetas que constituían mi asignación mensual. En ese momento hubiese podido explicar a mi primo la causa de mi rechazo a B, contarle en qué consistían las condiciones de la oferta rechazada, pero una mezcla de vergüenza y amor propio mantuvo mis labios sellados. Por otra parte la duda de que mis palabras tuvieran la facultad de macular el prestigio de aquel “importante mánager”, ese hombre que en su faceta pública y respetable representaba a grandes artistas, contribuyó a un silencio que, tan solo ahora, pasados tantos años, he decidido romper. La cuestión es que, al marcharse mi primo, en un arranque de orgullo tomé una drástica decisión. Con la inconsciencia de la juventud aquella misma tarde hice mi famélico petate, me despedí de la residencia y sus habitantes, y trasladé mis pocas pertenencias a casa de los Ortega, con la petición de que me las guardaran hasta que pudiera recogerlas. Sin un plan específico, obnubilada por la decepción y la humillación, me lancé a la calle en uno de los febreros más gélidos que en Madrid se recordaba.
Oscar se apareció en la residencia una mañana de mediados de febrero del 1968, pero no para preguntar cómo me iba, no para darme su apoyo o compañía, cosa que nunca hizo, ni siquiera para indagar sobre lo que me había impulsado al drástico rechazo. Tácitamente me comunicó este ultimátum; tenía hasta finales de ese mes para aceptar alguno de los trabajos que se me ofrecieran o mis tíos me retirarían toda ayuda económica. Es decir, que debería abandonar la Residencia para Estudiantes Iberoamericanas y prescindir de las miserables 75 pesetas que constituían mi asignación mensual. En ese momento hubiese podido explicar a mi primo la causa de mi rechazo a B, contarle en qué consistían las condiciones de la oferta rechazada, pero una mezcla de vergüenza y amor propio mantuvo mis labios sellados. Por otra parte la duda de que mis palabras tuvieran la facultad de macular el prestigio de aquel “importante mánager”, ese hombre que en su faceta pública y respetable representaba a grandes artistas, contribuyó a un silencio que, tan solo ahora, pasados tantos años, he decidido romper. La cuestión es que, al marcharse mi primo, en un arranque de orgullo tomé una drástica decisión. Con la inconsciencia de la juventud aquella misma tarde hice mi famélico petate, me despedí de la residencia y sus habitantes, y trasladé mis pocas pertenencias a casa de los Ortega, con la petición de que me las guardaran hasta que pudiera recogerlas. Sin un plan específico, obnubilada por la decepción y la humillación, me lancé a la calle en uno de los febreros más gélidos que en Madrid se recordaba.
Aquella infernal noche la pasé en el
metro, recorriendo de norte a sur su línea más larga: la Uno. Bajándome y
subiéndome de los trenes según llegaban al final de su trayecto y escondiéndome en
el suelo del último vagón cuando, a las 2 de la mañana, cesó el
tráfico normal y los trenes fueron a reposar, vacíos y agotados de tanto
ajetreo, en los oscuros hangares.
Supongo que, en algún
momento, el sueño me vencería, pues lo próximo que recuerdo es la sacudida de
una súbita arrancada. Tan solo tardé unos segundos en aquilatar mi situación y
recapacitar sobre mi reacción del día anterior. “Dios, qué he hecho, Dios, qué
voy a hacer” eran las palabras que martillaban incesantes en mi cerebro.
Durante bastante tiempo reanudé aquel subir y bajar de vagones de la noche anterior, esperando una
hora prudencial para dirigirme al pub Quique (ver Instantánea 53) donde mis únicos amigos, Ramón y Jesús, solían
desayunar y así poder contarles mis desventuras y mi, cada momento más
angustiada, decisión de vivir en la calle.
La primera foto de Jesús y mía |
Al conocer mi infortunio Ramón, como impulsado por un resorte, fue a la barra a pedir el periódico del día mientras el que se convertiría en mi eterno compañero, Jesús oprimía mi mano en demostración de apoyo. Y allí, en la mesa de “Quique”, buscando en las páginas de anuncios clasificados, entre los tres escogimos la dirección de una pensión, basándonos tan solo en su céntrica ubicación; la calle Fuencarral. Ya que todos los teatros y salas de fiesta de Madrid estaban en esa zona, se haría más fácil mi deambular en busca de trabajo. Ramón, que disfrutaba de una desahogada posición económica y que se distinguía por su generosidad, se brindó a pagarme el hospedaje durante el tiempo que fuese necesario.
Juntos fuimos a casa de los
Ortega, recogimos mi único bártulo y nos encaminamos a la pensión que yo pretendía convertir en mi refugio hasta que se normalizara mi situación laboral. Mi
hospedaje incluía desayuno y una comida. A pesar de que mi habitación era
austera y muy estrecha aquella esa noche dormí como un tronco, arropada por
el acogedor calorcillo de la calefacción central. Solo a la mañana siguiente pude apreciar el lugar donde me encontraba.
Un solo baño de uso común se hallaba al final de un oscuro pasillo con puertas a ambos lados. Al otro extremo había un salón comedor donde se servían las comidas. Hacia él dirigí mis pasos en busca de ese desayuno que levantara mis fuerzas y mi ánimo. Solo cinco personas rodeaban la mesa, un matrimonio y tres individuos, ancianos y bastante desarrapados. Ante mi entrada y mi saludo, durante tan solo un segundo, los diez pares de ojos se clavaron en mí con una extraña expresión que no llegué a comprender. Inmediatamente sus cabezas parecieron hundirse en los humeantes tazones de café con leche y, de sus bocas, más que una respuesta a mis buenos días, salió un desganado farfullo. Pero no estaba yo para suspicacias y detallismos así que ingerí mi frugal desayuno y tomé la puerta de salida, ansiosa por sumergirme en la libertad y la vida de aquella gran ciudad que era Madrid. Cinco días transcurrieron así, cinco jornadas en las cuales, tras mis caminatas por las calles de mi niñez que ahora me eran desconocidas y tras los diarios encuentros con Jesús en la cafetería Nebraska de la calle Gran Vía, cercana a mi alojamiento, llegaba a la pensión tan agotada que mi sueño se parecía más a una enfermiza modorra que a un reparador descanso.
Un solo baño de uso común se hallaba al final de un oscuro pasillo con puertas a ambos lados. Al otro extremo había un salón comedor donde se servían las comidas. Hacia él dirigí mis pasos en busca de ese desayuno que levantara mis fuerzas y mi ánimo. Solo cinco personas rodeaban la mesa, un matrimonio y tres individuos, ancianos y bastante desarrapados. Ante mi entrada y mi saludo, durante tan solo un segundo, los diez pares de ojos se clavaron en mí con una extraña expresión que no llegué a comprender. Inmediatamente sus cabezas parecieron hundirse en los humeantes tazones de café con leche y, de sus bocas, más que una respuesta a mis buenos días, salió un desganado farfullo. Pero no estaba yo para suspicacias y detallismos así que ingerí mi frugal desayuno y tomé la puerta de salida, ansiosa por sumergirme en la libertad y la vida de aquella gran ciudad que era Madrid. Cinco días transcurrieron así, cinco jornadas en las cuales, tras mis caminatas por las calles de mi niñez que ahora me eran desconocidas y tras los diarios encuentros con Jesús en la cafetería Nebraska de la calle Gran Vía, cercana a mi alojamiento, llegaba a la pensión tan agotada que mi sueño se parecía más a una enfermiza modorra que a un reparador descanso.
Foto de 1969 |
Ese sábado, la quinta noche de mi estancia en la pensión, se convirtió en una pesadilla. Violentos golpes en la endeble puerta de mi habitación me despertaron sobresaltada y una voz masculina que gritaba “¡ábreme, puta!” me llenó de terror. Acurrucada en mi lecho oí acercarse los gritos de la dueña y poco a poco, los golpes y el jaleo se fueron alejando. No atreviéndome a abrir permanecí hasta el amanecer sobre la cama, hecha un ovillo. Cuando la siguiente mañana, ya en el comedor, pedí a la “dueña” explicaciones sobre lo ocurrido, sus burdas evasivas y la sarcástica sonrisa de los huéspedes presentes me hicieron comprender. Aquello era, los fines de semana, una casa de citas. Eso explicaba el porqué del silencio diurno, de las muchas y pequeñas habitaciones. Así que, ante el temor de que alguna aciaga noche un despistado y enardecido borracho lograra derribar los miserables muros de mi "vetusto castillo", salí de allí tarifando en busca de mis caballeros andantes, Ramón y Jesús, con la confianza de que ellos me ayudarían a solucionar mi nuevo problema. ¡Y con qué premura lo hicieron!
Foto de 1969 |
La habitación que se me
asignó era amplia y con un balcón a la calle que, en mi inconsciencia, me
pareció algo maravilloso. Tan solo al llegar la gélida noche invernal pude comprobar como el frío entraba por los viejos y desajustados batientes. Aquella “señora
viuda respetable” resultó tan ahorrativa que no solo no encendía jamás la calefacción central, si no que me prohibía usar un pequeño
calentador eléctrico que mis amigos me habían conseguido, a resultas de lo cual
pasaba las noches en la cama envuelta en papeles de periódico, remedio usado en invierno
por los "sin hogar". Es decir que mi escaso sueño estaba acompañado por el
cric-crac de los papeles al moverme. Otro indicio de su férrea economía era que
cobraba por el uso de la ducha. A causa de mi costumbre del baño diario la buena señora me preguntó, algo mosca, si mi necesidad de tanta limpieza obedecía a alguna enfermedad.
Una mañana mi “ángel de la
guarda” me susurró al oído, “vamos, Yolanda, levántate, demos un paseo por las
calles adyacentes”. Así que, guiada por su mano invisible, comencé a
callejear. Sin duda fue él quien me hizo girar por la Calle del Desengaño y quien
alzó mi rostro hacia la fachada de aquella casa en cuyo segundo piso lucía un
gran letrero que rezaba “Gianinni. Representante Artístico”. Sin duda fue mi
ángel pues solo de su divina protección pudo surgir ese impulso, ese hallazgo que
cambiaría mi vida de forma radical.
Próximo capítulo. Nunca llovió que no escampara.
Muy dramatica tu vida...mas de lo que imagine al principio...Es verdad que uno tiene siempre, gracias a Dios! algun angel de la guarda y tu lo tuvise y seguramente llenaste los ojos de lagrimas a varios lectores con esta entrada... No hay mal que dure cien anios...Besos Yolanda...te espero proximamente otra vez...
ResponderEliminarFeliz Anio 2013 Yolanda para ti y familia!
Muy duros tus comienzos en tu patria nativa Yolanda! Coincido con Rey . Sobrevivistes porque en mi opinion tuvistes una solida formacion en tu familia (me refiero a tus padres). Ellos te inculcaron valores que se cimentaron, crecieron y formaron una fuerte personalidad y character que te hicieron invencible! Dejastes todo en Cuba porque tus principios te impidieron adaptarte y aceptar lo que no considerabas justo y nuevamente tuvistes que renacer , crecer fuerte y segura solo amparada por esos principios. Un abrazo desde Miami para ti y al companero de tu vida. Happy New Year!
ResponderEliminarAlfonso