Nada más finalizadas las representaciones del show “Los tiempos de mamá y papá” en el Salón Rojo del Hotel Capri, aunque yo aún no había comunicado oficialmente mi intención de abandonar Cuba, comencé a notar cambios inequívocos en el desarrollo de mi carrera. Por ejemplo, aquellas pruebas en colores que me habían mostrado de la portada y contraportada para la revista Romances, mis divertidas fotos vestida de novia frente a la catedral de La Habana, no acababan de salir a la luz.
Romances, revista para la mujer editada por primera vez en la
década de los 50, había conseguido, he de señalar que con gran dignidad, pasar de ser prensa
independiente a pertenecer a las publicaciones controladas por el gobierno, las
cuales en realidad eran todas.
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Reportaje en la revista Romances. De fondo pinturas de Gladys Triana Vestuario realizado por mi madre y mi tía |
En sus páginas se incluían con frecuencia reportajes de artistas no vinculadas con el régimen, como era mi caso. Mantenían una página fija dedicada a publicar poesía, en la cual yo figuré con frecuencia, y que llegó a incluir obras de mi amiga, la gran poeta Carilda Oliver Labra, personaje que en esos tiempos estaba muy mal visto por el régimen.

Pero estaba claro que mi situación laboral se deterioraba. De repente la televisión dejó de solicitarme y pasaron bastantes días hasta que el I.N.I.T. me asignase un nuevo lugar de trabajo.
I.N.I.T., como he dicho con anterioridad, eran las siglas del Instituto Nacional de la
Industria Turística, fundado en noviembre del 1960. Su finalidad era llevar a cabo
un proceso de intervención y nacionalización de instalaciones turísticas como
“reacción defensiva contra las agresiones del Gobierno de los EE.UU”. (Cito
textualmente estas paranoicas declaraciones oficiales). Entre otras muchas cosas,
la contratación de los artistas corría a cargo de este Instituto. Ellos te
“ubicaban”, según su libre albedrío y su concepto de tu categoría. De este estamento hablaré con amplitud en una futura Instantánea.
Cuando fui
enviada al Cabaret Nacional, con Marta Picanes y la vedete Amparito Valencia, en
un simple show de variedades, al Cabaret Bahía de Matanzas, en las mismas condiciones o
al Jagua de Cienfuegos, con Ricky Orlando y los Hermanos Bermúdez, todos lugares
de segundo orden, advertí, con toda claridad, que la información sobre mis intenciones había llegado de alguna forma a las alturas. Las represalias comenzaban a mostrar sus garras..
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Mi padre Arsenio, mi tía Yenny y mi madre Dora |
Mis madres, las mellizas alemanas que tanto me apoyaron en los malos y buenos momentos, mi adorado padre gallego, aquel luchador republicano cuyas ilusiones de igualdad y libertad habían resultado destruidas por la realidad del comunismo castrista, aunque heridos por el dolor de contemplar la posibilidad de nuestra primera gran separación, me dieron el definitivo impulso. ¡Debía partir hacia España, naturalmente con el propósito de mandarles buscar lo antes posible!
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Gladys y yo |
La siguiente en conocer mi decisión fue Gladys Triana. Siendo tan
íntima nuestra amistad ambas considerábamos casi imposible vivir sin
compartir cada día nuestros planes, nuestras inquietudes, nuestros amigos, pero
aún así, ella comprendió que yo necesitaba abrir las puertas de la jaula en que
se había convertido para mí la isla. Necesitaba volar. Y me dio su total apoyo.
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Lucy y su madre Sira |
Mi amiga de chocolate, Lucy, casada ya y con un hijo al que, un par de años atrás, yo había visto brotar de su cuerpo mientras su mano estrujaba la mía en medio de los consabidos dolores del parto, y al que habíamos bautizado Alejandro Homero, en homenaje a mi primer amor, mi hermana de sangre y su adorable madre Sira, fueron las siguientes en aunar sus lágrimas a las mías en un doloroso y anticipado adiós.
Después reuní a mis amigos, Gilberto Álvarez, Julio Gómez,
Sergio Salom y José Urfé, y les comunique mi ya firme propósito de abandonar la
hermosa isla que desde 1948 me había dado cobijo y de cuyos frutos, dulces y
agrios, se habían nutrido los mejores años de mi vida. Por supuesto no fue una
sorpresa para ellos, ya que todos compartíamos las angustias y precariedades
que el sistema nos imponía, así como aquella sensación de claustrofobia que la absurda prohibición de salir de Cuba producía.
No habiendo perdido nunca la nacionalidad española todos creíamos
que mi partida sería rápida y sin impedimentos, no como la odisea que tenían que
sufrir los cubanos cuando solicitaban abandonar el país, y digo textualmente abandonar ya que,
una vez fuera de Cuba, el regreso estaba prohibido. Los
solicitantes de ipsofacto debían dejar sus puestos de trabajo y
sus propiedades, por escasas que fuesen, eran inventariadas con el fin de que
nada faltase en el momento en que tomaran el avión. Entonces eran enviados a “trabajar
al campo” y obligados a realizar durísimas faenas agrícolas mientras llegaba el
añorado permiso que podía tardar hasta
años . Y en esa espera se desgastaban, entre agotadores trabajos físicos,
humillaciones, malos tratos, angustias y temores de que sus papeles, por
desidia o ex profeso, se perdieran en el maremágnum burocrático. Y todo
esto a pesar de que solo podían pedir la salida aquellos
afortunados cubanos a los que algún amigo o familiar enviarse en dólares,
desde el extranjero, el coste de su pasaje de ida y de una vuelta que estaba prohibida. ¡Que ironía!
Como he dicho con anterioridad, siendo yo española, pensábamos que todo sería más fácil.
Así que me dirigí al Consulado de España en La Habana y pedí al cónsul la
repatriación, cosa que, en mi situación, estaba obligado a concederme.
Aquel señor, un venerable anciano, me recibió con sonrisas y
halagos y me aseguró que mi problema se solucionaría en un par de semanas y que
España estaría feliz de recibir a tan prestigiosa “hija pródiga”. Pero el par
de semanas pasó, y pasaron tres, así que decidí regresar al Consulado para
preguntar el motivo.
Lo que sucedió entonces podría muy bien ser la escena
de una película muda. Ponedle imaginación a lo que describo, acelerad la
moviola, añadid carteles con los diálogos y os va a resultar tan divertido como
para mí fue dramático.
(La
protagonista abre la puerta del despacho y se encuentra frente al anciano
cónsul, cómodamente sentado en su buró con un enorme puro H. Upmann en la boca.)
El Cónsul ‑ “Hola, preciosa, que bien que me vuelves a visitar. Entra, entra. ¿Qué
puedo hacer por ti?”
(Primer plano
del rostro de Yolanda.)
Yolanda - “Buenos días, señor
cónsul, pues verá, como han pasado tres semanas sin noticias me he atrevido a
venir a molestarle”.
(Plano general
del despacho que incluye a los dos actores)
El Cónsul ‑ “Una belleza como tú jamás puede molestar y menos a un anciano como yo. La visión de tu juventud me alegra la vida. Acércate y dame un beso”
(La joven se
acerca confiadamente, rodea el enorme buró y se inclina para besar la frente
del cónsul. Pasamos a primer plano de las huesudas y venosas manos del anciano
mientras, con brusquedad, sujeta la cara de la chica intentando depositar un baboso
beso en los sorprendidos labios. A continuación, primer plano de la protagonista
con los ojos desorbitados mientas, tras forcejear, inicia el retroceso. Saltamos a
plano general. El hombre, con una inusitada agilidad para su avanzada edad, brinca
de su sillón y comienza a perseguir a Yolanda. Ambos dan varias vueltas
alrededor de la gran mesa hasta que, agotado, el cónsul se deja caer en su
acolchado sillón. Vamos a primer plano de su libidinoso rostro sudoroso
mientras pronuncia estas palabras).
El Cónsul ‑ “¡Por mi parte estás perdida! ¿Sabes lo que te digo? Que lo
único que voy a hacer por ti es mandarte cigarrillos a la cárcel”.
(Vemos plano
medio de la protagonista mientras, con la cara desencajada y las lágrimas en
los ojos, llega a la puerta del despacho, la abre y desde el
dintel dice con voz entrecortada).
Yolanda - “¡Pero si yo no fumo!”.
(La joven atraviesa la puerta cerrándola tras su inestable paso. Es la imagen misma
de la desolación. Sobre el plano de la puerta cerrada vemos sobre imponerse la palabra FIN.)
Y ese fue el final de mis relaciones directas con el Consulado de España en Cuba. Si
no he mencionado el nombre de ese individuo no es por un respeto que, según mi
opinión, no se merece. Sencillamente mi cerebro no lo ha archivado y mi
búsqueda en Internet ha sido infructuosa.
En el próximo
capítulo os descubriré el turbio porqué de los ocho meses de miedos y espera que tuve
que soportar antes de que mis pies se posaran sobre territorio español, es decir, hasta que se hallaran dentro del avión de Iberia que me transportaría a la incertidumbre de un futuro en una
Patria que me era ajena y amedrentadora.
Próximo capítulo.
La nueva amenaza