“Tierra baja”, aquel drama rural catalán que
representamos en Prometeo fue, para mí, el mayor éxito que imaginarse pueda. No por el
número de espectadores que asistieron, los cuales solían ser escasos aunque
entregados en cuerpo y alma, no por las críticas que nos lapidaron,
tachando la obra de “absurdamente anodina y totalmente desposeída del espíritu
revolucionario que debe impregnar todo proyecto teatral”. Aquel fue
para mí, repito, el mayor éxito puesto que me devolvió el sonido de mis pasos sobre el escenario,
el eco de mi voz rebotando entre butacas y telones, la confirmación de que aún podía
ejercer la magia de mentir con tanta sinceridad que nadie pudiera intuir la
existencia de la máscara tras la
máscara, de la felicidad tras el desgarro, del miedo tras el arrojo. Es
decir, me devolvió la condición de actriz.
Nadie interrumpió mis parlamentos con gritos de “¡contrarrevolucionaria!”, ni me esperó al terminar mis actuaciones para conducirme a las mazmorras del G2. En fin, nada de aquello con lo que había sido amenazada sucedió y eso a la vez que me producía un tremendo alivio me llenaba de indignación. La sensación cada vez más firme de que había perdido, sin justificación alguna, dos años de mi vida me enfurecía. Solía pensar, y aún ahora lo hago, que solo en medio del surrealismo y el terror que reinaban en Cuba podía haberse dado un caso como el mío.
Programa Intermezzo. Jorge Pais y Yolanda Farr |
La cuestión es que gracias a los bien puestos atributos masculinos de Morín y de Mitjans, mi vida renacía. De pronto me convertí en la mascota de Morín y en la carta de ajuste del programa músico-cultural de televisión Intermezzo que dirigía Mitjans. En él canté desde boleros hasta fragmentos de operetas, me acompañé al piano canciones internacionales, interpreté dúos con Jorge Pais, Armando Pico, con José LeMatt, recité hermosos poemas de amor junto a mis queridos “parnasianos” Roberto Cazorla y Carilda Oliver Labra… Sí, cada miércoles salía al aire, en el más riguroso directo, uno de aquellos programas que con tanta sensibilidad creaba su director. Y ya que menciono lo del “riguroso directo” os voy a relatar una anécdota que, aunque divertida de recordar, no lo fue en absoluto de vivir.
Mi madre y mi tía, entusiasmadas con mi resurgimiento personal y artístico, me confeccionaban para cada programa un traje distinto. No sé cómo se las arreglaban, teniendo en cuenta las carestías de todo tipo que sufría Cuba. Parece ser que adaptaban uno ya usado, logrando como por magia que pareciera otro, o compraban a alguna clienta un trapito que tuviese en desuso convirtiéndolo, gracias al arte de sus manos, en un “modelito francés”.
Un día me hicieron un precioso vestido “strapless” o “palabra de honor”. La ausencia en el mercado de las “ballenas” necesarias para sostenerlo en su honesto sitio no supondría obstáculo, pues mis jóvenes senos ignoraban aún los problemas de la ley de gravedad. Para esta ocasión Mitjans me había colocado, a la manera de la Maja de Goya, tumbada en un sofá Luis XV desde el que entonaba una canción. En medio de mi actuación, para mi desconcierto, noté un "correcorre" de gentes y cámaras y un soterrado murmullo que salía de la penumbra del plató. En esas condiciones, a duras penas logré terminar ese número que cerraba el programa. Al escuchar el “estamos fuera”, indicador de que ya no estabamos en el aire, observé que los cámaras, el sonidista y demás componentes del staff evitaban mirarme. Lo que no podían evitar era la sonrisita maliciosa que se dibujaba en sus rostros.
Programa Estampas de España. "El gran amor de Becquer" con Humberto Diez. |
Sala Prometeo. Antígona |
En la faceta teatral, tras terminar Tierra Baja, Morín me dio la oportunidad de interpretar a
un torturado pero “corajudo” personaje, Antígona, en la versión de Jean Cocteau. Esta
vez tuvimos buenas críticas, sobre todo la de
Alejo Beltrán, al que siempre hube de agradecer palabras de estímulo y apoyo. Tanto
él como Montes Huidobro hacían esas “críticas constructivas” que tanto se agradecían.
Sala Prometeo. La Endemoniada. Carlos de León, Yolanda Farr y Roberto Cabrera |
Después, para mi absoluto disfrute,
Morín puso en mis manos ese “bombón” con el que todo interprete sueña, el papel
de La Mujer en la obra de Carl
Schoenherr La endemoniada. Se trataba de un
intenso melodrama austriaco, erótico y brutal, que daba la oportunidad a sus tres
protagonistas, La Mujer (Yolanda Farr), El Marido, (Carlos de León) y El
Gendarme (Roberto Cabrera), de recorrer toda la escala de los sentimientos más violentos
y primitivos. Una de las críticas, en
este caso de mi admirado Virgilio Piñera, extensa y pormenorizada, comenzaba
con este título; “Morín sigue teniendo demonio”, y elogiaba el trabajo del director, la maestría de Schoenherr y la
excelente labor de los actores. Morín, sacando del fondo de su
talega las mejores monedas de su taumaturgia, supo extraer de la pieza, y de
nosotros, los actores, todo el jugo. Este trabajo me valió ser elegida la
mejor actriz del año 1963.
Entonces llegó el Festival
de Música Popular en el Teatro Amadeo Roldán la dirección del cual, para mi fortuna, encargaron
también a Francisco Morín. Se escogió para la ocasión reponer dos piezas del teatro
bufo-cubano que habían sido estrenadas en las primeras décadas de 1900 y en el famoso Teatro Alhambra. Estas eran La casita criolla y La Isla de las cotorras, ambas con amplísimos
repartos en los cuales yo participaba con papeles muy lucidos, la Caña de Azucar en La Casita…y La Abeja Reina en La Isla…Gladys
Puig, Celeste Mendoza, Armando Pico, Idalberto Delgado, Carlos Badías,
Reinaldo Miravalles y María de los Ángeles Santana eran solamente algunas de
las figuras que componían los lujosos repartos.
El crítico Calvert Casey resaltó mi trabajo en La isla de las cotorras con una "mención aparte" y con la afirmación de que mi Abeja Reina era uno de los números más conseguidos.
José Urfé |
Y fue durante los ensayos musicales de estas obras que conocí a quién se iba a convertir en uno de mis mejores amigos: José Urfé. Él llevaba la parte musical del espectáculo y, como siempre me sucedía con los músicos, el hecho de que habláramos el mismo idioma de arpegios, sostenidos y bemoles, hizo que nos sintiéramos, desde el primer ensayo, identificados. Pero con Urfé la cosa iría mucho más lejos. José escribía hermosas y difíciles corales polifónicas a las que yo me dediqué a poner letra durante años. Así ganamos varios premios nacionales y el prestigioso Concurso de Canciones Polifónicas de Karlovy Vary. Nuestra relación se volvió tan personal y afectuosa que, años más tarde,estando yo ya en España, él solía mandarme nuevas partituras suyas. “Galleguita” me decía, “nunca encontraré alguien que sepa plasmar mis sentimientos como lo haces tú. Para siempre serás mi letrista”. Una vez fuera de Cuba seguimos comunicándonos con asiduidad así que, cuando sus cartas dejaron de llegar, supe que solo la muerte podía haber roto el hermoso hilo de nuestra amistad.
Recital de canciones en el Ateneo. José Urfé y Yolanda Farr |
Aprovecho este
capítulo para rendirle un homenaje a este gran músico y amigo que siempre
estará en mi corazón. José Urfé.
Próximo capítulo. Un caso muy misterioso
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