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22 de diciembre de 1940.
Una oscura habitación interior del apartamento al que mis padres se habían
mudado con objeto de evitar
los resquemores que, sin duda, provocarían en el anterior vecindario el encarcelamiento
y posterior liberación de Arsenio. Pero esto ya está descrito en mi anterior
capítulo: tristes historias de venganzas y muerte durante la posguerra. No reincidiré en ello.
Alonso Cano 44, Madrid,
España. Eran las 11 de la noche cuando la matrona auguró, “no os hagáis ilusiones
que este bebé no pasa de las 48 horas”. Algo menos de dos kilos de piel y huesos era
todo lo que en ese momento acababa de ser
arrancado del útero de mi madre. Cuál no sería mi aspecto y hasta qué punto
resultarían creíbles aquellos negros pronósticos que mi familia tardó dos días,
hasta el 24 de diciembre, para inscribirme en el registro civil con estos "bonitos
nombres": Yolanda, por capricho de mi madre, Gloria, como homenaje de mi padre
hacia su progenitora y Rocío, por mi tía
Jenny, la cual adoraba todo lo que oliese a Andalucía.
Nadie me cree cuando digo que mis primeros recuerdos musicales son los de algunas notas de “El Danubio Azul” de Strauss, retazos del tango “Cambalache” de Santos Discépolo, jirones de la música de algún danzón o rumba cubana, piezas que las mellizas habían elevado al nivel de arte enriqueciéndolas con estilizadas coreografías, y las cuales yo bailé dentro de mi madre hasta sus siete meses de gestación. Sin duda los bailes más suaves del repertorio de las Pfarry Sisters, escogido para la “embarazosa” ocasión. Con frecuencia, durante mi infancia, se despertaban en mí pensamientos como, “¡basta ya de tantos zarandeos!”, o “¡vaya manera de estrujarme!”, sensaciones que yo seguramente había pretendido, en el útero materno, convertir en palabras y que resultaron asfixiadas por las apretadas vendas con las que mi madre intentaba esconder su preñez ante el público.
La desastrosa situación económica general y la total imposibilidad paterna de obtener trabajo, a causa de sus antecedentes como rojo y excarcelado, habían obligado a la pareja de bailes a continuar aportando el indispensable sustento diario durante el mayor tiempo posible.
Para colmo, una vez en este mundo, me encontré con que los pechos de Dora se negaban a alimentarme. Nada brotaba de esas fuentes de las que debía manar mi supervivencia. Parece que la vida no me lo iba a poner nada fácil. Pero ni ellos ni yo estábamos dispuestos a darnos por vencidos. Yo me obstiné en seguir respirando y ellos en buscar una solución a nuestro problema.
Y la hallaron. Había en el mercado negro una leche en polvo suiza llamada Matermax, carísima y difícil de conseguir pero, como la muy bendita demostró, “perfecta sustituta de la leche materna”. Y fue en ese momento cuando entraron en juego los pocos pero buenos amigos que mi familia conservaba. Sobre todo Jacinto, mi padrino. ¡Vaya personaje! Desde hacía años seguía con fervor la carrera de las "Pfarry Sisters", habiendo llegado a convertirse en paño de lágrimas y hasta benefactor de la familia. Pseudo falangista y dueño de una fábrica de harina, fue Jacinto quien localizó ese producto que me brindaría la oportunidad de estar, en estos momentos, escribiendo estas líneas. Varios fueron los amigos generosos que colaboraron , cada uno según sus posibilidades, para adquirir en el mercado negro aquella especie de elixir milagroso, inasequible para muchísimos españoles. La leche en polvo Matermax.
Luego llegó mi vaca Paca, aquel adorable ser que en una vaquería cercana a nuestra casa, cuyo acceso estaba prohibido al pueblo, llegó a convertirse, hasta bien cumplidos yo los dos años, en mi más entrañable amiga. Mi padre, por medio de soborno y coraje, nos había conseguido a mi madre y a mí permiso extraoficial para el “uso y disfrute de esas instalaciones”, es decir, para la ingestión in situ y a escondidas de aquella leche que sustituiría el zumo de amor que Dora no podía brindarme.
Allí, sentada sobre el regazo materno, mientras el lechero exprimía el manantial de vida que eran sus ubres, yo sostenía con Paca balbuceantes e infantiles charlas que ella celebraba con dulces mugidos y alegres coletazos al tiempo que me miraba con sus cálidos y enormes ojos. ¡Cómo recuerdo el espeso y dulzón sabor de ese blanco líquido que, conservando aún el calor de su cuerpo y mezclado con el potente olor del estiércol, componían una experiencia gustativa inigualable! Sí, con qué claridad y amor recuerdo mis infantiles relaciones con mi vaca Paca…
Y así, poco a poco, aquel
arrugado y esquelético bebé se fue cubriendo de carne y los largos huesos fueron
adquiriendo la dureza necesaria para sostenerle. La macabra predicción de la matrona perdió
credibilidad y mi padre y las mellizas se permitieron el lujo de
aceptar y disfrutar de la autenticidad de mi existencia. Los tres habían tenido
una hija.
Con la música en mis genes y los aplausos en mi memoria prenatal poco tardé en formar parte activa del mundo artístico. Con ellos iba allá donde el trabajo les reclamara y sobre más de un baúl dormí, cuando el cansancio me vencía, en la chácena de algún teatro, con Terpsícore y Euterpe velando mi sueño y arrullada por repiqueteos de castañuelas, coplas o taconeos.
Un día memorable Estrellita Castro, una de las más grandes figuras de variedades que han existido en España, solicitó de mi familia sacarme al escenario. Yo debía aparecer en sus brazos, encogiendo algo las piernas con el fin de disimular mi "excesiva" edad de casi dos años. Ese fue el primer rol de mi carrera: un bebé envuelto en una mantita al que Estrellita Castro cantaba una aflamencada nana. Tampoco nadie me ha creído nunca cuando afirmo recordar sus palabras: “Yoly, no abras los ojos ni te muevas demasiado pues debe parecer que estás dormida”. Ese fue el día en que el virus del teatro me fue inoculado, el día en que descubrí, entre mis ojitos semicerrados, en el cielo del escenario, aquellas pequeñas constelaciones que de inmediato comprendí me estaban marcando un destino inexorable. Yo también sería artista. Esto ocurría en 1942.
Rodaje de Casablanca Bambi Carátula del NO-DO
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Por esos tiempos, se estrenaba una película que pocos años más tarde me haría llorar y reír: “Bambi”, de Walt Disney. Otro film de estreno fue “Casablanca”, con Ingrid Bergman, Humphrey Bogart y dirigida por Michael Curtiz. Este film, rodado con el fondo de la guerra europea, causó un impacto tal que se vio convertida en un clásico intemporal. En nuestros cines se comenzaba a exhibir con obligatoriedad el noticiero No-Do“con el fin de mantener "con impulso propio y dirección adecuada, la información nacional,” según expuso la vicesecretaría de Educación Popular del gobierno franquista
Suicidio de S.Zweig y esposa |
En febrero de 1942 el gran escritor judío Stefan Zweig, nacido en Viena, desesperado ante la visión de una Europa que creía abocada sin remedio al nazismo, se suicidaba, junto con su esposa, en su exilio de Brasil.
El campeón del mundo de ajedrez, José Raúl Capablanca, nacido en La Habana, Cuba el año 1888, moría en Nueva York de una hemorragia cerebral. Había comenzado a jugar en el “Club de Ajedrez de La Habana” a la edad de cinco años y fue llamado “el Mozart del Ajedrez” por su precocidad.
Aretha Franklin Carole Lombard Barbra Streisand
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En Tennesse, USA ,en el mes de Marzo nacía la gran cantante de
soul Aretha Franklin, apodada “Lady
Soul”. Su gran popularidad durante los años 60 y su concienciación política la llevaron
a convertirse en un elemento influyente dentro del movimiento racial y de
liberación femenina. Ese mismo mes la bella Carole Lombard, a los 33 años y en
el apogeo de su vida y su carrera, moría en un accidente de avión cuando
regresaba de una campaña en apoyo a la compra de bonos de guerra. En abril Barbra Streisand, la cantante que más
discos ha vendido en EE.UU., venía al mundo en Brooklyn.
También en abril, los
bombarderos B5 norteamericanos descargaban sus entrañas sobre la ciudad de Tokio
como venganza por el ataque a Pearl Harbor que habían efectuado los japoneses el 7 de diciembre del 1941, sin previa declaración de guerra, aquel devastador
bombardeo que causó la destrucción de la flota naval norteamericana en el Pacífico y la
propagación de la guerra a nivel mundial.
En marzo y en España, tras
una azarosa vida, moría en prisión el gran poeta Miguel Hernández. Este convencido luchador republicano fue dos
veces encarcelado tras el triunfo de los nacionales y en su última captura, mientras
se encontraba retenido en una cárcel de Alicante, (en la que compartió celda
con otro gran escritor, Buero Vallejo), contrajo una bronquitis que, por falta
de atención médica, degeneró en la tuberculosis. Aquello acabó causando su muerte
en la enfermería de la misma prisión.
Hitler y su nazismo seguían haciendo de las suyas en Europa. En junio de ese año, en Lídice, pequeño pueblo de la ocupada Checoslovaquia, los nazis cometían una de sus más conocidas masacres. En venganza por el atentado contra el dirigente de las SS Reinhold Heydrich, perpetrado en Praga unos días antes, Hitler dictaba estas medidas a su policía militar: “Todo hombre mayor de 15 años habitante de Lídice debe morir. Todas las mujeres llevadas a campos de concentración. Los niños que cumplan los criterios raciales para ser germanizados serán trasladados a Alemania y serán adoctrinados, el resto será enviado a campos de concentración y el pueblo entero debe ser destruido y borrado de la faz de la tierra”. Así se hizo. Este hecho pasó a conocerse históricamente como “la Masacre de Lídice. No sintiendo satisfecha su sed de venganza con este acto, Hitler ordenó hacer lo mismo en el pueblo de Lezäky unas semanas más tarde. En total, 1300 personas inocentes acabaron pagando por aquel atentado.
Nobuto Fujita |
Y en septiembre un hecho insólito provocaba la más sorprendente historia bélica de la Segunda Guerra Mundial. Un solitario avión despegaba de un descarriado submarino japonés y, tripulado por Nobuto Fujita, llegaba a Brookings, Oregón, EE.UU. con la intención de bombardear e incendiar los grandes bosques del parque nacional Mount Emily. A causa de las copiosas lluvias recientes los árboles y la tierra rezumaban humedad lo que impidió la propagación de las llamas causadas por las bombas incendiarias. Pero este es solo el comienzo de la historia. En 1962, convertido Nobuto en comerciante y residiendo en su patria, Japón, por uno de esos extraños designios del destino, entabló excelentes relaciones comerciales con Brookings, a consecuencia de lo cual fue invitado por el ayuntamiento a visitar Oregón. Movido quizá por un sentimiento de culpa decidió aceptar. Pero, temiendo que, una vez allí, su secreto pasado fuese descubierto y procediesen a juzgarlo por crímenes de guerra, llevó con él su sable familiar con el propósito de hacerse el haraquiri en caso necesario. La cuestión es que, al ser recibido con afecto inesperado por el pueblo, al comprobar que su acto de guerra pasaba inadvertido, decidió donar el arma al ayuntamiento de la ciudad donde está expuesto desde entonces. Varias veces volvió Nobuto a Brookings llegando a sembrar un árbol en el lugar donde otrora cayera una de sus bombas. Finalmente fue nombrado ciudadano honorario de la ciudad. Tras su muerte, ocurrida en Japón en el año 1997, por expreso deseo del fallecido, su hija enterró parte de sus cenizas en el mismo bosque que años atrás su padre intentara incendiar. Y esta es la simpática historia del primer y único ataque aéreo al territorio continental norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial.
Así era, a grandes trazos, el mundo que me rodeaba.
Mientras, en un teatro de Madrid, en los brazos de Estrellita Castro y con las emblemáticas luces de las diablas abriéndose paso a empujones por mi ojitos entrecerrados, a los dos años de edad me reencontraba con aquel sonido ensordecedor y excitante, aquel estrépito que, estando aún en el vientre de mi madre, me había parecido como de cascos de caballos ligeros o como el aleteo de congregaciones de ángeles. Un sonido que ahora reconocía como el maná de los artistas: los aplausos.
Y desde ese momento supe que ya nunca podría vivir fuera del portentoso entorno de la farándula. Que el estigma del teatro había quedado grabado en mi vida indeleblemente . Que había sido abducida para siempre por ese insondable e imprevisible ser de mil cabezas que, en adelante, regiría mi vida desde el patio de butacas. El público.
Patio de butacas del Teatro de la Zarzuela. (Madrid) |
Próximo capítulo: El veneno del teatro
Yolanda, tan exceleente este como todos los anteriores, es un placer leer tus paginas llenas de recuerdos, anecdotas y datos historicos y recuentos del mundo artistico.
ResponderEliminarFORMIDABLE !
Un carretoncito de carinios y abrazos
para ti. Pedro
Gracias, Pedro, por tus estimulantes comentarios, por tus interesantes e informativos envios y, sobre todo, por seguirme. Es maravilloso comprobar que se aprecia nuestro trabajo. Te mando un fuerte abrazo
ResponderEliminarYolanda