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Óleo de Jesús Alcántara |
Primera parte.
Poco tiempo después de nuestra mudanza al chalet de
Estrecho de Corea llegó Robin. Su triste historia nos hizo olvidar el
“firme” propósito de nunca más tener una mascota. Los dramáticos fallecimientos de mi madre y de mi inolvidable perro Labrador, Alex, sucedidos
pocos años atrás, me habían hipersensibilizado frente a la enfermedad y la
muerte de mis seres queridos. Sobre todo ya no me sentía capacitada para
hacerme responsable de un ser frágil e incapaz de contarme sus males. Pero el angustioso
presente de aquel perrito y su trágico futuro nos obligaron a tomar la rauda decisión
de adoptarlo.
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El primer día de Robin en casa |
La cuestión fue que una amiga de un amigo había
comprado hacía un mes, ante el capricho de su hijo pequeño, un cachorrito de
West Higland Terrier y, seguramente asumiendo que se trataba de un peluche movido a
pilas, su sorpresa fue morrocotuda al comprobar la cantidad de pis y caca que
el supuesto muñequito expulsaba diariamente. Porquerías que ella
debía recoger. Así que, al poco tiempo de tenerlo, decidió que aquello era
demasiado trabajo y optó por dejarlo encerrado en un pequeño servicio durante
todo el día. Como es de suponer el pobre bebé enloquecía en su aislamiento.
Ante sus constantes lloros y lo que ella llamaba “mi falta de tiempo para encontrarle otro amo”, la dueña decidió
sacrificarlo. Así, aunque os parezca mentira.
Para suerte del Westy y nuestra, una hora más tarde de llegar a mi
conocimiento la historia, Jesús y yo estábamos en casa de esa mujer y aquella misma tarde Robin Hood, Robin para los
amigos, entraba en nuestra vida y se adueñaba del chalet y de nuestros
corazones. Nos resultaba imposible comprender que un ser humano pudiese ser tan
insensible, tan frío como para no enamorarse de aquella bolita de nieve, aquel animalito que, desde que lo tomé en mis brazos, no paró de abrazarse a mí, llenándome de besos
mientras movía con desenfreno su largo y coqueto rabito.
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En la piscina |
Habiendo tenido animales en casa desde la niñez,
habiéndolos criado y conociendo de sobra todos los sacrificios que educar a un
perro y convivir con él implican, jamás he recomendado indiscriminadamente su tenencia.
Por desgracia demasiados seres humanos están incapacitados para empatizar con
un animal. Y quiero decir por desgracia para ellos ya que no pueden imaginar los
regalos de fidelidad, amor y compañía que recibirían tan solo a cambio de
un poco de atención. (Para finalizar
esta parte de mi blog os diré que Robin sigue con nosotros, tan juguetón y
cariñoso como de cachorro, siempre a nuestro lado, siguiéndonos de habitación a
habitación, como si supiese de lo que le salvamos y a la vez temiese
perdernos).
Segunda parte.
Tengo muy claro que aquel 1/1/ 2001 había
significado para mí mucho más que el comienzo de un
nuevo siglo. En ese esperado siglo XXI una nueva era comenzaba para Yolanda
Farr, esa mujer vapuleada por la vida desde la niñez, desarraigada y vuelta a
desarraigar, malnutrida por la posguerra civil española, maltratada por el
régimen castrista cubano, al principio de su repatriación asfixiada por una España que no la
reconocía como hija legítima, a veces menospreciada pero, en contraste, otras muchas
loada en ese veleidoso mundo del arte que adoraba, siempre víctima de los mareantes
altibajos a los que la sometía esa montaña rusa que era su vida. La eterna
luchadora sentía que algo iba cambiando en su interior.
Una nueva Yolanda se abría paso en su pecho para
reemplazar a la agotada española-alemana-cubana con la que cargaba desde hacía
más de sesenta años, una Yolanda sin apremiantes metas, capaz de disfrutar de
las cosas cotidianas, sin premuras ni autoexigencias, decidida a gozar de los
sencillos deleites de la amistad, la majestuosidad de la naturaleza y la paz
hogareña. Alguien desconocido pero con quien estaba decidida a lograr una completa simbiosis. En parte
convencida de que la farándula ya no era aquella gran familia de soñadores en cuyo
seno tanto sus padres como ella se habían desenvuelto, y en parte consciente de que
el mundo estaba sufriendo una transformación de la que no podía ni quería participar,
decidió hacer de su hogar un “centro de acogida” para los buenos amigos de
siempre y para los que fueran llegando.
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Pepa Sarsa, yo, y Elisenda Ribas con su perra, Chanel en nuestro patio |
Así fue como nuestro chalet de Estrecho de Corea se
convirtió en lugar de tertulias “internacionales, interraciales, e
interprofesionales”, es decir un remedo
de aquella “comuna” que durante los setenta, nos había hecho disfrutar de reuniones entrañables. (Ver Instantánea 63).
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A la izquierda yo, Jesús, Juan José Ortega y su esposa Ana A la derecha con Antonio Collado y Mari Carmen Calleja |
Personajes
eternos como José María Salmerón, Antonio Collado y Mari Carmen Calleja, que fueran mis
impulsores, mis representantes teatrales en la década de los 70, mi “primo”
Juan José Ortega, miembro de aquella familia política mía tan convencional y
despegada que encontré al llegar a España y el único con el cual hubo auténtica conexión,(ver
Instantáneas 48, 49 y 50), el periodista
y poeta Roberto Cazorla, Carlos Rodríguez y Sergio González, Gladys Triana y Lyda Triana, mi gran Mequi
Herrera, (con estos últimos me mantenía en continuo contacto gracias a sus anuales
viajes a España y últimamente a Internet), eran visitantes habituales.
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María Gracia Mateu, yo, y María Krysler |
María Gracia Mateo y María Krysler, las
responsables de uno de mis mejores trabajos al tiempo que de una de mis mayores decepciones, el Music-hall Lola (ver Instantánea 101) y el
eterno amigo Paco Marsó se mezclaban sin problema con nuevas y entrañables
adquisiciones.
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De izquierda a derecha Susana Canales, Evelyn, yo y Paco Marsó |
Por poner algunos ejemplos, mi compañera de Aprobado en castidad, Susana Canales, la admirable Analía Gadé, mi exprofesor de baile Guido González del Valle, Pepa Sarsa y Elisenda Ribas,
con la cual, gracias a nuestra terrible experiencia en Hay motín, compañeras se había
establecido una íntima y sincera relación, Francisco Puñal, periodista cubano o el concertista de
piano Luis Rojas que, cada vez que visitaba España, nos honraba con sus visitas.
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Nuestro patio en primavera |
Y así, durante años nuestras reuniones se fueron
repitiendo, siempre incrementándose con amigos de
amigos que acababan convirtiéndose en adictos. En verano disfrutando en nuestro jardín de las
plantas regadas por mí con dedicación, mimadas y cobijadas durante esos helados inviernos madrileños. Esas que
al llegar la primavera nos deslumbraban con su aroma y verdor.
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José María Salmerón, yo, Guido González del Valle y Mequi Herrera |
El resto del año las tertulias tenían lugar en los
salones que, no sin esfuerzo, yo había conseguido convertir en acogedores. Sin
duda aquellos coloridos y hermosos cuadros pintados por Jesús que llenaban las
paredes, los muebles, mezcla de madera cruda y cálido cuero negro y los
cortinajes que yo había querido coser con mis propias manos, como muestra el
retrato de Jesús que encabeza este capítulo, lograban impregnar los
desangelados habitáculos primitivos de fulgor hogareño. “¡En esta casa hay miel!”,
afirmaban los visitantes cubanos. “¡Qué lugar tan lleno de buenas vibraciones!”,
decían los amigos españoles. Y aquello debería ser cierto pues uno sabía cuando llegaban los invitados
pero nunca a qué hora se irían. ¡Cuántas cálidas madrugadas veraniegas vimos
desembocar en mañanas mientras, sentados en el patio y estimulados por los
mojitos que no cesaban de brotar de mis manos como por arte de magia, charlábamos sobre lo humano y lo divino!
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Roberto Cazorla, Lyda Triana, Guido González del Valle, yo y Gladys Triana |
No era que hubiese roto definitivamente mis
relaciones con el teatro. Tal vez las malas experiencias recientes, quizá el sentir
como los años pasaban consiguieron que mis
ojos se abrieran a un mundo fuera de los escenarios, cámaras y focos,
haciéndome comprender que mi existencia había estado demasiado circunscrita a
una profesión absorbente y a veces desagradecida. Ya no me pasaba las horas al
lado del teléfono esperando una llamada de trabajo ni me enzarzaba con mis
compañeros en diatribas contra la situación del arte en el país. Habían otros muchos temas interesantes para debatir.
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Izquierda con Luis Rojas. Derecha con Francisco Puñal |
Y así, durante un tiempo, disfruté de una
anticipada jubilación, con la consciencia tranquila, sabiendo que había dado a
mi trabajo todo el amor heredado de mis padres y que lo había alimentado en abundancia, a lo largo de seis
décadas de fortunas e infortunios, con el mío propio.
Una temporada aquella que podría compendiarse en una palabra hasta entonces desconocida para mí: paz.
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Jesús, Robin y yo |
Hasta que un día de nuevo Cuba me enviaría un
regalito que iba a convulsionar mi vida.
Próximo capítulo. Ha llegado un genio
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