Foto de Jesús Alcántara |
Fue algo inenarrable. Una
semana antes había recibido el telegrama anunciándomelo y desde entonces mi
corazón no había bajado de las 120 pulsaciones por minuto. Morfeo, por su parte,
había adoptado hacia mí una actitud desdeñosa.
Ya llevaba más de un mes
ensayando Romeo y Julieta, en versión del reciente nobel
de literatura Pablo Neruda, cuando llegó la ansiada noticia. Ni siquiera podía concentrarme en mi personaje. Hasta tal punto que
Morera, el director de la obra, llegó a preguntarme qué era lo que me sucedía. No estaba
acostumbrado a mis "ausencias" ni a la tontorrona media sonrisa que llevaba puesta
desde unos días atrás.
Durante las representaciones de Tiempo del 98 en el Teatro de la Comedia, Manolo Collado, el productor, me había ofrecido hacer el papel de la madre de Julieta, en este caso María José Goyanes. “No te sientas ofendida, Yolanda, según el texto de Shakespeare la señora Capuleto tenía 13 años al parir a su hija”, me dijo a manera de excusa inútil pues una actriz está dispuesta incorporar personajes de toda índole, mayores o menores, castos o impúdicos y cuanto más dispares o ajenos al propio yo más apetecibles nos resultan. Al menos en mi caso.
Durante las representaciones de Tiempo del 98 en el Teatro de la Comedia, Manolo Collado, el productor, me había ofrecido hacer el papel de la madre de Julieta, en este caso María José Goyanes. “No te sientas ofendida, Yolanda, según el texto de Shakespeare la señora Capuleto tenía 13 años al parir a su hija”, me dijo a manera de excusa inútil pues una actriz está dispuesta incorporar personajes de toda índole, mayores o menores, castos o impúdicos y cuanto más dispares o ajenos al propio yo más apetecibles nos resultan. Al menos en mi caso.
María José Goyanes |
El supuesto problema estribaba en que María José y yo éramos contemporáneas, aunque ella tenía, y tuvo durante mucho tiempo, un aspecto adolescente y yo, siendo alta y angulosa, siempre había aparentado mayor. Estaba previsto estrenar en el Teatro Fígaro el 9 de octubre de ese 1971, justo el día después de la llegada a Madrid de las bellas mellizas alemanas y del estoico gallego de mi alma, es decir de mi madre, mi tía y mi padre.
¿Cómo podría describir mi estado mientras, aquella mañana del día ocho en el aeropuerto de Madrid, esperaba el siempre retrasado arribo del avión de Cubana? Los minutos se me hacían horas que se enrollaban alrededor de mi cuello como una soga, impidiéndome respirar. Jesús, a mi vera, con su brazo sobre mis hombros, intentaba contener los temblores que me azotaban. Inútilmente.
Casi cuatro años me separaban de aquel diciembre de 1967 en el cual mi cuerpo, que no mi corazón, abandonase a la fuerza familia, amigos y vivencias en mi patria adoptiva, Cuba, obligada al exilio, como tantos y tantos cubanos, por los desatinos e injusticias de un lobo con piel de cordero que nos había engañado a todos; Fidel Castro. Casi cuatro años había soportado la ausencia y ahora, aquellos minutos esperando el desembarco, se me hacían inaguantables. Ay, la relatividad del tiempo…
Y entonces, desde una de las terrazas del aeropuerto, los vi descender por la escalerilla del avión. ¡Señor! No recuerdo cómo llegué a la sala de espera. Ignoro quién o qué puso alas a mis pies pero la cuestión es que, mucho antes de que traspasaran la aduana, yo estaba ya ahí, flotando sobre una nube de ansiedad, desligada de todo lo que no fuese devorar con los ojos y el alma aquella puerta.
Ante mis súplicas, los “comuneros” y los adictos habían quedado en casa, preparándolo todo para darles la gran la bienvenida, me temo que picados por el mosquito de la envidia. Pero esa iba a ser una experiencia que yo quería vivir en la intimidad. Manana y Ramón, que nos prestó su coche para ir al aeropuerto, estaban organizando una fiesta para agasajar a mi familia cuando nos fuese propicio. Ellos sabían que el día de mi estreno y los tres o cuatro siguientes no tendría ni tiempo ni ánimo para distracciones. Desgraciadamente mi amiga del alma, la pintora Gladys Triana, que había llegado a España en Junio del 69, ya había partido para EE.UU. en busca de un ambiente más receptor para su pintura. España no era sitio para jóvenes y rompedores artistas de la plástica. Ni siquiera pudo asistir a la primera exposición de Jesús Alcántara, que había descubierto su vocación pictórica seguramente gracias a la pasión por ese arte que yo le había contagiado. El acontecimiento fue en la sala Tramontana de Madrid, con buenas críticas y hasta varias ventas, cosa harto difícil para un joven primerizo. Lo cierto es que todo el que veía sus cuadros quedaba admirado por su originalidad y pasión colorista, tan tropical, cosa sorprendente en un español.
Bodegón. Pintor Jesús Alcántara |
Su vocación inicial había sido estimulada por la obra y los consejos de Gladys, quien
desde hacía ya años vivía entregada a la pintura con una devoción casi
sacerdotal. Con ella Jesús solía asistir
a la escuela de grabado de San Fernando o al popular Rastro madrileño, donde pintores jóvenes exponían,
los domingos, parte de su obra en plena calle. Muy al estilo del bohemio
barrio de Montmartre, París.
Gladys Triana y yo en el Rastro |
A pesar de la reconfortante compañía de Jesús, mi espera
en aquel aeropuerto de Barajas se estaba
haciendo cada vez más tensa cuando, al fin,
vimos que los viajeros, mayormente cubanos exiliados, tras pasar el
control de aduanas y recoger el mísero equipaje que estaban autorizados a sacar
de Cuba, comenzaban a salir por esa puerta que para ellos era como la
frontera entre la opresión y la libertad. Decenas de rostros
desconcertados cruzaban ante nosotros cuando, de
pronto, tres frágiles figuras aparecieron entre la gente y una explosión de
deslumbradora luz celestial eclipsó para
mí lo que me rodeaba. Con paso inseguro, agarrados del brazo, como
niños temiendo perderse, intentaban atravesar la barrera de cuerpos
que nos separaba.
Dos segundos tardé en llegar a su lado. Quince minutos tardamos en dejar de llorar y abrazarnos. De sus cuerpos brotaba un perfume a salitre y amor que yo inhalaba con la desesperación de un náufrago muerto de sed. Aquellos olores tan amados y por tanto tiempo ausentes… Y así estuvimos hasta que la voz de Jesús nos hizo reubicarnos en el tiempo y el lugar. Eran las 11 y media de la mañana. Solo entonces tuvieron lugar las presentaciones y Jesús, con su rostro angelical y su dulce y embaucador acento andaluz, se ganó desde el primer instante el cariño de esa familia mía tan proclive al afecto.
A pesar del cansancio que sabíamos les embargada, decidimos, tal y como estaba planeado, llevarlos a la “comuna” donde comuneros y adictos estaban ansiando recibirles. Mi intención era que, desde el primer momento, se sumergieran en un baño de amistad, que sintieran como todos los que me querían, y eran bastantes, también les querían.
Primera foto de mi madre, mi padre y mi tía en la "comuna" |
Tras momentos emocionantes y un banquete pantagruélico, el cual a causa de sus estómagos empequeñecidos por los nervios y la estricta dieta cubana apenas probaron, a las 5 de la tarde les llevamos al apartamento que Jesús y yo habíamos alquilado y habilitado para ellos. Era un lugar muy cercano a la “comuna”, en la zona de Ventas, franqueado por árboles y de fácil comunicación. Desde allí, cuando estuviesen repuestos y centrados, podrían desplazarse hacia el Madrid de su juventud en busca de los lugares y las personas que habían sobrevivido al paso del tiempo. Nuestros cuerpos se negaban a separarse. ¡Teníamos tantas cosas que decirnos y un retraso de tantos besos que darnos! Pero como la fecha de la esperada llegada no había resultado idónea, aquella misma tarde, a las 6, hube de dejarles. “Jesús se quedará con vosotros hasta que os acostéis, y mañana por la mañana estaremos aquí de nuevo,” les dije al salir. Y la escena de la despedida fue casi tan dramática como la acaecida cuatro años atrás en nuestra casa de 70 y 13, Ampliación de Almendares.
La familia Mariño-Pfarr, al fin, en Madrid |
Con el corazón oprimido salí hacia el Teatro Fígaro para atender a la ineludible
obligación de participar en un ensayo general que duraría sabe Dios hasta qué
hora de la madrugada, ya que al día siguiente, 9 de octubre del 71,
estrenaríamos en el teatro Fígaro el tan complicado y carísimo montaje de la
obra Romeo y Julieta.
Pero aquello no me preocupaba. Lo único importante era que la familia Mariño-Pfarr, vencedora de tantas escaramuzas, estaba nuevamente reunida y ya nada malo podía pasarnos.
Próximo capítulo.
Ni el mayor fracaso podía afectarme.
"Pero a lo largo de mi existencia he comprobado que las cosas se desarrollan generalmente según un plan ajeno a nuestros deseos"...Me quedo con estas palabras que, como en otras ocaciones de tu relato me gustan por parecerse a mi propia vida...'Mis cosas' llegan siempre, pero mas tarde de lo que esperaba, tengo que currarmelo mucho...
ResponderEliminarTu historia alegra los corazones en esta parte de tu vida. Singular y linda familia la tuya Yolanda! Besos desde Varna /agitada en estos dias con las mas grandes protestas de los ultimos veinte anios!/
Tierno, conmovedor y emotivo tu capítulo de hoy.
ResponderEliminarTal como imaginaba desde el sábado anterior, al anunciar el titulo de esta Instantánea, así debió ser el reencuentro de los cuatro, tras casi la misma cantidad de años de forzada ausencia.
Inolvidable para todos los que hemos pasado por situaciones similares. Gracias por compartir estas vivencias. Estoy seguro que al rememorar, has sentido la misma felicidad del día en cuestión.
Un beso y todo mi cariño.
Llore como una niña leyendo esta instantanea, al fin! llego ese añorado dia de reunion, yo ya me desesperaba por que lo contaras, bello.
ResponderEliminarGracias Yolanda
Conmovedor y muy bien escrito,como Vana ya esperaba también este reencuentro. Continúo por dentro de la historia. Saludos!
ResponderEliminar