sábado, 6 de octubre de 2012

Instantánea 48 - Navidades negras. (Primera parte)





La Cibeles. Detrás el Palacio de Comunicaciones. Madrid
Aquella mañana, al entreabrir los ojos, la visión de un entorno desconocido saltó sobre mí, agrediéndome   a  puñaladas. Mi reacción inmediata fue volverlos a cerrar en un intento por despejar mi mente de las brumas de una pesadilla. Todo el cuerpo me dolía y en mi cerebro se agitaba una borrasca de imágenes inconexas. Permanecí inmóvil durante unos minutos, pidiéndole a Dios que se llevara esa desazón que iba invadiéndome. “Ha sido el rebelde girón de un mal sueño”, me decía, “cuando te despiertes verás tu amable   habitación,  tu perrita Laura estará al lado de tu cama moviendo  su rabo, saludándote como cada mañana, tu papi estará dando su paseo matutino  y,  mezcladas con los ladridos de la Nana escucharás, al fondo de la casa, las voces de tus mamis, enzarzadas en una charla en ese idioma alemán que nunca han dejado de usar entre ellas.”  Los latidos de mi corazón sonaban en mis oídos como tambores amenazadores. No había ningún otro ruido. Del ambiente circundante  brotaba un silencio que solo conseguía aumentar mi angustia.   Sabía que no podía mantener eternamente esa actitud de falsa durmiente pero  cuando, llenándome de valor abrí los ojos, la visión de las cosas que me rodeaban me arrebató sin misericordia las últimas esperanzas.

Estaba en una habitación con tres camas, dos de ellas  embozadas con extrema pulcritud, tras cada cabecera  colgaba un crucifijo, había tres armarios unipersonales y, al fondo del cuarto, una amplia ventana desde la cual  los rayos de la tímida luz del amanecer intentaban dulcificar la austeridad del recinto. Y de pronto volví a caer, como noqueada, en un pesado sueño.
Plaza Mayor, cuando aún mantenía sus jardines interiores.
 Al fondo el Palacio de Oriente.

Al despertar de nuevo, a mazazos se abrieron paso dentro de mi cerebro los recuerdos. Las despedidas en Cuba, el largo viaje, la “espera desesperada” en el aeropuerto de Barajas y después mi llegada, acompañada de mi primo Oscar, al lugar que me había sido destinado como alojamiento. Me parecía que una amable mujer me había acompañado hasta la habitación donde en esos  momentos me encontraba, creía rememorar como mi cuerpo se desplomaba sobre un colchón y después de eso la más absoluta oscuridad  . Me era imposible recordar más detalles. De súbito volvieron a mi mente las últimas palabras de Oscar la noche anterior, “Mañana por la tarde te recogeré, prima. Pasaremos la Nochebuena en casa de unos parientes de mi padre”.

¡Señor, estaba a punto de enfrentarme a mi primera Navidad lejos de todo lo que amaba y de todos los que me amaban! En ese momento me abrumó la magnitud de mi dolor y abrazada a la almohada lloré ríos de añoranza, manantiales de tristeza, diluvios de miedo y soledad. No sé cuánto tiempo duró esto pero de pronto noté, entre las espesas nubes de mis lágrimas, que unos rayos de sol  ya maduros penetraban  por la ventana. Sin necesidad de arreglarme, puesto que el cansancio me había hecho caer  sobre el lecho completamente vestida, salí en busca de algún ser humano.

Atravesando  un largo pasillo flanqueado por puertas cerradas, llegué a un salón cuyos protagonistas eran un gran ventanal y dos cuadros, de considerables  dimensiones, colgando en las paredes; una imagen de Jesús Cristo y una foto de Francisco Franco que removió mis peores recuerdos y me provocó las más nefastas comparaciones. También vi que habían  varios sillones, dos de los cuales estaban ocupados por mujeres maduras de amable rostro y vestiduras laicas, pero que sostenían en sus manos sendos rosarios. Al verme entrar, una de ellas, en la que me pareció identificar a la persona que me había recibido la noche anterior, se me acercó sonriente y me dirigió estas palabras. “Buenos días, Yolanda, te hemos dejado dormir ya que anoche parecías agotada. Lamento no poder servirte desayuno, pues los horarios aquí son muy estrictos, pero, saltándome las reglas, te puedo traer un croissant que yo dejé esta mañana y un vaso de leche. Son las once  A.M.”

Desde una esquina de la habitación un árbol de navidad me  miró con ojos de conmiseración. Sus hermosas bolas de colores parecieron desdibujarse mientras las observaba y los brillantes hilos de plata que colgaban de sus ramas se fueron transformando  en lágrimas interminables. ¡Sin duda era Navidad, pero la más triste de mi vida!

Esa mañana  fui informada de muchas cosas, algunas tan sorprendentes que  me dejaron boquiabierta. Estaba en una Residencia para Señoritas Estudiantes Sudamericanas, ubicada en una calle cercana a la Plaza de Castilla. El lugar era regentado por una orden religiosa.; el Opus Dei. En estos momentos estaba casi vacía pues la mayoría de las huéspedes habían volado a sus respectivos países para pasar esas fechas con sus familias. Tan solo tres muchachas quedaban en la casa, una de las cuales compartiría habitación conmigo. Me habían colocado con ella  porque   su familia y la de mi tía eran amigas, allí en Costa Rica. Es decir,  que aquella chica había sido asignada para  ser mi compañera. Congeniáramos o no. Me temí que más bien sería no, pues pocos puntos de contacto podríamos tener una muchacha de veinte años, estudiante de derecho y yo, una mujer de veintisiete, de vuelta de tanta experiencia y envuelta en tanto dolor. Más adelante supe que aquella costarricense, la cual resultó ser alguien encantador,   tenía la misión secreta de “observar mi conducta”. 
Plaza de Castilla

Las reglas de la residencia acabaron por llenarme de desconcierto. El desayuno era de siete y media a ocho y media, la comida de una a tres y la cena de ocho a nueve y media. Condición irrevocable; el que no estuviese en el comedor a esas horas se perdía las comidas. Y lo más complicado; las puertas de la calle se cerraban a las 10 de la noche y quien no hubiese llegado aún  ¡se quedaba fuera! Aquella última disposición me llenó de alarma. Cuando comenzara a trabajar ¿cómo podría acatarla? Tanto si fuese en teatro o en cabaret mi labor comenzaría más o menos a esa hora. ¿Cómo era posible que mi tía, consciente de mi profesión, hubiese cometido tal error?  Con una candidez impropia de mi edad yo estaba segura de que, teniendo conmigo el abultado álbum de mis recortes, de mis críticas, de todo lo que demostraba mis años de profesión y mi posición artística en Cuba, conseguir un contrato no sería nada difícil. Nadie me había avisado que mi pasado laboral cubano no iba a interesar ni un ápice, y lo que es aún peor, que la propia palabra Cuba era, o bien totalmente desconocida o “símbolo de valentía y justa lucha contra el imperialismo yanqui”. Nunca habría sospechado que muchas personas me echarían en cara haber abandonado “la isla de las libertades” para vivir en un país sometido a “la criminal dictadura franquista”. Pero de estas confrontaciones escribiré más adelante. Ahora, volvamos a mi primer día en mi patria.

El arreglo económico con la residencia era éste: Oscar pagaría cada mes mi hospedaje, que ascendía a 925 pesetas, y el resto hasta mil se me entregaría para mis gastos. En esos momentos yo ignoraba que 75 pesetas no daban ni para moverse a diario en metro, cosa indispensable cuando comenzara a buscar trabajo, ya que la Plaza de Castilla, al final del Paseo de la Castellana,  estaba muy alejada del centro de Madrid y, por ende, de los teatros y cabarets. Nadie iba a venir a buscar a alguien de cuya existencia ni siquiera tenía noticia. Eso lo tenía bien claro.
Metro de Madrid

Otra información que me suministró la amable señora del croissant fue que Oscar había llamado ese día temprano   para que me comunicaran la hora de mi recogida; a las 7 de la tarde y en aquel momento eran las 11 y pico de la mañana. ¿En qué llenaría esas horas, tan sola y en una casa tan ajena?  Por supuesto atravesar la puerta de la calle estaba  descartado, sin tener aún aquellas 75 pesetas que me habían asignado,  en una ciudad que me era desconocida, con una temperatura bajo cero y sin la ropa adecuada…  Sabía que si me alejaba dos cuadras nunca podría encontrar el camino de regreso. Lo sabía. Así que decidí sumergirme en la especie de hemeroteca que había en una pequeña habitación de la casa e intentar reanimar mi antigua y desatendida sed de información mundial  Y allí pasé unas interminables horas de mi primer día  en España.


Próxima Instantánea. Navidades negras. (Segunda parte)

4 comentarios:

  1. http://www.cinestel.com/yolanda-farr-la-mujer-incognita-de-memorias-del-subdesarrollo/

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  2. Ay Yolanda que duros son esos primeros años en exilio, aunque volvias a tu tierra natal imagino te sentias exilada por lo que nos cuentas, ansiosa de continuar con la historia de tu vida, no me has defraudado, interesantisima!

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  3. Yoly, eres lo mejor y lo peor que nos sucede cada semana. Lo mejor, porque cada sábado esperamos ansiosos que nos abras una vez más las puertas a tu vida, a tus recuerdos, inquietudes y añoranzas que vivimos como nuestras. Lo peor, porque al leer la última de tus palabras, nos separan siete infinitos días para recibirte ávidamente otra vez.
    Besos infintos para vosotros
    Os queremos
    P&J

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  4. Un invierno en Europa, sin la ropa adecuada, sin familia y sin los amigos... También pasé por eso, es duro y es triste. Cara Yolanda ya me he puesto al día otra vez con la historia de tu vida. Excelente, como siempre.
    Saludos!

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