sábado, 20 de octubre de 2012

Instantánea 50. Navidades negras. (Tercera parte)


Las familias católicas españolas, en sus festividades navideñas,  prescindían   tanto del nórdico árbol de Navidad como de  Papá Noel, rito que por estas tierras se consideraba “herético”. Los hogares, desde los más pobres a los  bendecidos por la fortuna, exhibían en su casa un belén que era a la vez muestra de devoción y símbolo de  clase social y nivel adquisitivo.
Estos iban desde el simple pero entrañable pesebre donde tan solo cabían María, José, la cuna con Jesús en su seno  y la acostumbrada pareja de animales, hasta enormes montajes con abundantes figuritas primorosas representando a labradores, a pastores con sus cabras que subían o bajaban por montañas de atrezo. Y distribuido por este decorado, un pueblo entero con casas y hasta vegetación y  pequeños canales con agua continuamente corriendo . Todo daba sensación de alegría y esperanza. Claro que no faltaban los tres Reyes Magos a los cuales,  a medida que se  aproximaba la Nochebuena, alguna mano creativa iba acercando  al establo donde sucedería el Advenimiento. Toda esta parafernalia dependía de la imaginación y, como ya dije, de la situación  económica familiar.
En casa de los Ortega había,  aquella Nochebuena, un sencillo pero cuidado belén.
Sin duda aquellas personas resultaron seres encantadores y me recibieron con afecto sincero. ( Eran familiares de Rafael, el marido de mi tía Olimpia).  Todos me preguntaron cosas sobre mi familia y sobre Cuba y a todos respondí como pude, de forma bastante somera, intuyendo que, por más que lo intentaran, jamás comprenderían lo que había sido mi vida, lo que en la isla estaba sucediendo y el dramático porqué de mi exilio.

Vivíamos en universos demasiado diferentes. Una buena familia burguesa no podría nunca colocarse en la piel de los Pfarr -Yeck, huyendo hacia Cuba desde Alemania  tras la Primera Guerra Mundial, ni en la de aquel niño, Arsenio Mariño, abordando como polizonte un barco,  en la Galicia de principios del siglo veinte, con el único objetivo de llegar a la soñada isla y poder sacar del la penuria a su madre y a sus tres hermanas. Una buena familia burguesa no conseguiría, ni con la mejor de las intenciones, aceptar los amores, en un principio clandestinos,  de mi madre y mi padre, ni la potencia de esa pasión  que pudo superar todo tipo de obstáculos, morales y familiares. (Ver Instantánea 5). Esa clandestinidad que, muchos años después se repetiría en mi trágica historia con Homero Gutiérrez. (Ver Instantánea 28). Nada más dispar a mi mentalidad, siempre  imbuida de un espíritu liberal y  bohemio,  que la de esa buena familia conservadora.

A pesar del ambiente hogareño que reinaba en la casa aquella fue una noche infernal, tragándome las lágrimas cada vez que les oía reírse o les veía abrazarse, sintiendo como los tentáculos de mi dolor se extendían fuera de mí, fuera de aquella casa, fuera de este país y atravesaban el mar para unirse a mi  gente en un abrazo lleno  de añoranza.  En esos momentos tuve que hacer uso de todas mis facultades histriónicas para que no notaran el suplicio al que me sometía su felicidad.



Juanjo, el hijo de la familia, estudiante de odontología y a punto de graduarse y contraer matrimonio, era un ser jovial y encantador. Me dijo que pertenecía a “la tuna” de la Facultad de Medicina y se ofreció a darme una serenata nocturna bajo el balcón de mi cuarto en la residencia. Me explicó que “la tuna” era una tradición y que estaba formada por un grupo de estudiantes los cuales, cantando y tocando algunos instrumentos,  se divertían yendo por  calles y "colmaos" disfrazados de caballeros del siglo 18. Aquel apuesto muchacho insistió en que le llamara “primo”, con una afectuosidad que me enterneció.




Al llegar el momento de las despedidas Doña Rosa fue al armario de su habitación y me trajo un  calentito abrigo de “lana de camello”. “Tómalo, Yolanda”, me dijo, “tú lo necesitas y lo vas a disfrutar mucho más que yo”. Aquello fue conmovedor y de gran ayuda pues, como si los Hados quisieran de nuevo poner a prueba mi entereza, ese invierno de 1967 era, según decían, especialmente frío y nevoso.



Y fueron pasando los últimos días del año sin que el abotargamiento que me dominaba me permitiese pensar con claridad o eliminar de mí esa especie de agorafobia que me impedía  salir a la calle sola. Ese terror a perderme en las fauces de la gran ciudad y no poder nunca encontrar el regreso a la calefacción central y las tres comidas diarias que tenía aseguradas en la Residencia para Estudiantes Latinoamericanas.  Mis días transcurrían entre la cama, en la que permanecía largas horas, sumida en los recuerdos y la depresión, las comidas a las que me obligaba, ya que mi estómago estaba estrangulado por la tristeza, y aquella habitación de  lectura que me proporcionaba los únicos momentos de evasión.



Poniendo especial atención a las carteleras del Diario Ya fui archivando nombres de las últimas películas estrenadas, sobre todo de las americanas que hacía tantos años estaban prohibidas en Cuba, y de las del cine español, por aquello de ampliar mi información sobre lo que se movía dentro de mi profesión.

Fay Dunaway y Warren Beatty en Bonnie and Clyde, cartel de A sangre fría y foto de Sofía Loren, Charles Chaplin y Marlon Brando durante el rodaje de La condesa de Hong Kong



Durante ese 67 se habían estrenado mundialmente, entre muchas más,  Bonnie and Clyde, dirigida por  Arthur Penn y protagonizada por Warren Beatty y Fay Dunaway, El graduado, de Mike Nicholds, con Anne Bancroft y Dustin Hoffman en los papeles estelares, La condesa de Hong Kong, bajo la dirección de Charles Chaplin,  con Marlon Brando y Sofía Loren,  Belle de jour, película francesa pero dirigida por el español Luis Buñuel y protagonizada por Catherine Deneuve,  A sangre fría, de Richard Brooks y la más reciente creación de los estudios Disney, El libro de la selva… Todas,  acogidas con gran éxito de público y magníficas críticas,  despertaban mi apetito cinematográfico, ahíto de ver films rusos, checos, chinos o de cualquier país del bloque comunista,  plúmbeos y politizados.



Carteles de Marisol en Las 4 bodas  de Marisol y de
Pili y Mili en Un novio para dos hermanas

El cine español era harina de otro costal. Lo más abundante parecía ser una producción   superficial, con títulos como Las 4 bodas de Marisol, dirigida por Luis Lucia y cuya protagonista era  Marisol, aquella "niña prodigio" que amenazaba con convertirse en mujer o Un novio para dos hermanas, de Luis Cesar Amadori,  con más "ex niñas prodigio", dos mellizas llamadas Pili y Mili que tenían una gran aceptación entre el público.

También se había estrenado Sor Citroën, de Pedro Lazaga, con Gracita Morales, José Luis López Vázquez y un amplísimo reparto, así como Las que tienen que servir, de José María Forqué, con Concha Velasco, Lina Morgan, Alfredo Landa y muchos más de esos nombres tan desconocidos para mí. Sólo había una película que, según los críticos, sobresalía en el reciente  panorama cinematográfico, Peppermint Frappé, bajo la dirección de Carlos Saura, al cual catalogaban como “cineasta serio, prometedor y avanzado”. Los protagonistas eran Geraldine Chaplin, Alfredo Mayo y José Luis López Vázquez.
Cartel de Sor Citroën, Alfredo Landa y Concha Velasco en Las que tienen que servir y
cartel de Peppermint Frappé, con José Luis López Vázquez y Geraldine Chaplin

En fin, así pasaba las horas, sumergida entre olas de papel periódico y algo drogada por el olor de su tinta, intentado archivar nombres de personas que me pudieran ser útiles. Una noche un inesperado sonido de música  me sacó de la abulia. Desde la calle subía una oleada de alegría revoloteando entre las notas del chotis Madrid . Era mi "primo putativo" Juanjo Ortega que había cumplido su promesa de darme una serenata. Él y cinco compañeros más de su Tuna. Sin duda fue el único momento  feliz en aquellos mis nefastos días iniciales en mi Patria. Efímero pero hermoso. Hubiese deseado que la residencia no estuviese tan  vacía para poder compartir con gente joven aquel hermoso momento. 


Foto de Juanjo Ortega (marcado con una flecha) con la Tuna de la
Facultad de Medicina. 1964

Mi primo Oscar me llamó el día 30 para comunicarme que la  Nochevieja la pasaríamos de nuevo  en casa de los Ortega y que me recogería a las 8 de la tarde. Juro que hubiese preferido poder quedarme en la soledad de la residencia, asistir a la iglesia con las dos monjas que permanecían  a su cargo y así aprovechar para dirigir a Dios, desde su propia casa, mis ruegos y hasta mis reproches.  No podía soportar la idea de tener que disimular mi dolor frente a esa buena gente entre la que me sentía como “un elefante en una cacharrería”. No me creía capaz de repetir esa “actuación” del día 24 que  me había arrancado a trocitos el corazón. O lo que de él había logrado sacar de Cuba.

A las ocho del día 31 Oscar llamaba a la puerta de la residencia. No a las ocho menos cinco  o a las ocho y cinco. Con puntualidad germánica a las ocho. Y en su coche volvimos a dirigirnos,  sintiéndonos aún como los extraños que en realidad éramos, a casa de aquella buena familia, los Ortega, pero esta vez calentita dentro del   abrigo de lana de camello que Doña Rosa me había regalado. Hice el camino sumida en mis añoranzas, sin imaginar  que, esa noche,  al llegar a mi destino  me esperaba una gran sorpresa.


Próximo capítulo: De nuevo en la lucha.


2 comentarios:

  1. Me dejas en vilo con la sorpresa... que será? Mis navidades lejos de mi madre han sido igualmente tristes, lo mismo si los amigos me han acogido con mucho cariño. La familia siempre nos hace falta.

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  2. Bueno Yolanda al parecer esa familia te trato mejor que tu propio primo, ahora me quedo esperando la sorpresa.

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