Se dice que en el País de las Tinieblas vivía una niña
que conoció personalmente al demonio. Por supuesto, no al clásico demonio
de cuernos, rabo y tridente. ¡Por favor! Ya en aquellos días el infierno estaba
mucho más modernizado.
Se comenta que el padre de la niña, un príncipe de
reluciente armadura, tras luchar contra los infieles, había sido apresado y
conducido a una mazmorra y que fue allí donde, totalmente ignorante de la
verdadera entidad de ese ser maléfico, entabló relaciones con un demonio que vagaba
entre las miserias de los penados ataviado con larga sotana,
perfecta tonsura y crucifijo sobre el pecho. ¡Qué mejor disfraz podía haber
adoptado! Parece ser que el príncipe, tras su liberación, lo recibió en su
castillo, permitiendo, en agradecimiento por las palabras de consuelo que el
falso monje le diese durante su
martirio, que entrara y saliera a voluntad de sus dominios y de la vida de sus
seres amados.
Cuentan que la madre de la niña era una hermosísima diosa de dos cabezas siempre vigilantes, pero que ni siquiera ellas pudieron reconocer a Lucifer tras aquel perfecto disfraz de santidad.
La leyenda dice que un aciago día, la diosa de dos
cabezas y el príncipe de radiante armadura, debiendo atender a cosas de sus súbditos,
montaron en sus blancos corceles dejando
a su hija, la princesita de siete años, al cuidado del travestido demonio y que fue en ese
momento cuando se desataron todas las furias del infierno. Rayos fulminantes surcaron el pacífico cielo que
hasta ese momento había habitado en los ojos de la niña, diluvios incontenibles
manaron de ellos y aterradores truenos sacudieron su piel mientras, despojado
de su disfraz clerical, Satanás le mostraba su auténtica imagen. Ahora un negro
lobo cuya áspera lengua de fuego quemaba la infantil piel, luego un dragón cuyo fétido aliento infestaba la
pequeña boca, o una resbaladiza serpiente que penetraba en el cuerpo de la niña
entre aullidos que provenían de ella misma.
No se conoce a ciencia cierta el tiempo que el demonio martirizó
a la princesita, pero dicen algunos pájaros que revoloteaban por la almenas del
castillo, que escucharon estas sibilantes palabras saliendo de la pestilente
boca de una hiena, "como cuentes algo de esto tus padres hervirán eternamente
en las calderas de Pedro Botero y tu cuerpo será despellejado por los buitres
hasta el fin de los días”
Esto se dice que ocurrió un día en el País de las Tinieblas. España.
La familia Mariño-Pfarr recibió el 1948 trabajando en las
Islas Canarias. Arsenio había conseguido un contrato con el director de sendas
salas de fiesta en Las Palmas de Gran Canarias y en Tenerife, así que las
mellizas, con Jenny en forma y haciendo ver al mundo que nada
perturbaría su entereza, siguieron conquistando a su público. En cuanto a mí,
increíblemente libre de ciertos terribles recuerdos, seguía siendo una niña
vital y despierta. El príncipe volvió a ser mi padre, la diosa de dos cabezas mis queridas mellizas y el demonio y sus actos desaparecieron de mi cerebro y de mi vida como por ensalmo. A veces he llegado a pensar que
esa virgen de Guadalupe que me regalara Irma Vila había hecho conmigo un
milagro, empujando hasta el fondo de mi subconsciente imágenes, sonidos y sensaciones de mi violación que mi
consciente no hubiese podido soportar. Y allí se quedaron durante muchos años.
Fue feliz aquel 31 de diciembre cálido y soleado, tan
distinto a los que hasta entonces había vivido en la península. Bellos
aquellos viajes en barco entre las islas y más hermosos aún los paisajes y sus
gentes. TODO era hermoso.
A nuestro regreso a Madrid yo traía para mi amigo Pepín una fruta maravillosa que acababa de descubrir; un mango. Segura de que la disfrutaría y ansiosa por ver su delicioso jugo deslizarse por sus sonrosados mofletes, fui a su casa a buscarle. Entonces comprendí que las desgracias no habían terminado, que la aventura isleña había sido como estar momentáneamente en el ojo del huracán, todo paz y calma engañosa. Pepín había muerto de neumonía.
Sus padres, pobres y desesperados, habían recurrido al estraperlo para conseguir la penicilina que podía haberle salvado, pero que aún era imposible de encontrar en el mercado oficial. Aquello del contrabando se había convertido en algo peligroso y salvaje. En Madrid, individuos desalmados, vendían medicamentos adulterados o caducados y en las garras de uno de esos asesinos había caído el padre de Pepín. El único amigo que me quedaba se había ido, haciéndome sentir que el helado Madrid de ese febrero se convertía en una mortaja para mi corazón.
España, tras el bloqueo de las Naciones Unidas, a veces agonizaba con resignación y a veces se revolvía en estertores, como una fiera moribunda. Los suministros alimenticios fallaban y llegó un momento en que las peladuras de esas patatas que de vez en cuando distribuían por la libreta, se convertían en un manjar. El pueblo, que ni siquiera durante los bombardeos a la ciudad había prescindido de su gran afición al teatro, languidecía juntamente con España y los espectáculos teatrales fueron dejando lugar a aquellos del luto y la miseria que nos rodeaban.
Celia en la República |
Solamente la argentina Celia Gámez y sus revistas, convertidas para la ocasión en comedias musicales edulcoradas y moralizantes, parecía tener abundante público: las damas de Acción Católica y la nueva y ultra conservadora alta sociedad franquista. Celia era lo que yo llamo una “superviviente” que supo, de forma camaleónica, adaptarse. Pasó de ser una atrevida vedette, durante la república y la guerra, a convertirse en una comedida y elegante cantante-actriz en la posguerra. Y de ambas formas triunfadora.
Una ocasión en que los fallos de suministro habían afectado hasta al indispensable pan, a mi familia y a mí se nos ocurrió una idea. Figuraba en la cartelera una película, Gilda, que conmocionaba los cimientos de aquella sociedad super católica, llegando incluso la Iglesia a amenazar con la excomunión a quién osara ir a verla. Pocos asistieron a las proyecciones pero aquel Amado mío, que Rita Hayworth doblaba secretamente sobre la voz de Anita Ellis, sonaba en las radios y en las gargantas de todas las españolas, sirvientes o servidas, jóvenes o maduras, vencedoras o vencidas, convertida casi en un himno. La imagen de Gilda en los carteles, esa Rita de verdadero nombre Margarita Cansino y origen español, vestida de raso y con largos guantes, se había transformado en un icono libertario para el género femenino .
Así que las alemanas y yo planeamos que, del extenso vestuario de las "Pfarry Sisters",
me confeccionaran un traje y unos guantes que remedaran aquella famosa imagen de Gilda, y que así vestida me presentara en una cercana tahona
mientras entonaba la melodía de Amado
mío. Todos sabíamos que los tenderos guardaban a escondidas, para disfrute propio o
venta ilegal, pequeñas raciones de los
productos que les llegaban y siendo la panadera un ser
encantador hacia su tienda nos dirigimos con la esperanza de que,
conmovida, nos vendiera algún chusco de esos que sin duda “disimulaba”. Cuando
me coloqué en la puerta, moviendo mis escuálidos bracitos
y lo que deberían haber sido mis caderas al ritmo de esa melodía , convertida en una
caricatura de mellada sensualidad, sus risas y sus aplausos me llenaron de satisfacción. Pero mucho más nos llenó la hogaza de pan que pudimos llevarnos escondida
en el zurrón. Y además gratis.
Muchos años más tarde, en la España de 1984, cuando me tocó interpretar a Rita en el Music Hall Lola y vi por primera vez la película “Gilda” al completo, descubrí que la imagen de Rita envuelta en raso y enguantada y la canción Amado mío no coincidían. El seductor traje y los largos guantes pertenecían a la memorable escena de la bofetada, donde ella interpretaba “Put the Blame on Mame”, mientras que en Amado mío Gilda vestía un bello traje claro. ( Leyendo últimamente Mis episodios nacionales, he comprobado que hasta su autor, Fernando Vizcaíno Casas, tan informado sobre la época de la posguerra, había incurrido también en ese error. Mi conclusión es que la memoria ha jugado una mala pasada a muchos españoles de esos días, fundiendo la imagen de la más impactante escena de Rita con aquella canción que, quizá por comenzar en castellano y ser de melodía muy pegadiza, había calado en el corazón de los españoles).
En fin, tan exitosa fue mi
actuación en la tahona que,
usando el mismo sistema, logré varias veces llevar a casa alguna racioncilla de lentejas, con
gorgojos, por supuesto, (a los cuales mi padre llamaba irónicamente “proteínas”), de garbanzos y hasta en
una ocasión un cuartillo de auténtico aceite de oliva. Consolidada mi carrera
de artista ambulante hube de ampliar mi repertorio y mi vestuario. Lo
segundo no era problema, ya que en casa había un variado surtido de trajes provenientes
de “épocas mejores”. Lo primero tampoco lo fue. Me aprendí canciones de moda
como La vaca lechera o Mi casita de papel y con ello dejaba a mi público satisfecho.
Pero aquella situación no podía continuar. El escaso trabajo, la falta
de higiene y de defensas orgánicas provocaban toda clase de infecciones por
hongos o por parásitos… Raro era el español que no había dado cobijo en su
cabellera a los piojos o sufrido algún brote de sarna. Horrible imagen, lo sé,
pero en absoluto exagerada.
El día que vi salir de casa fastuosos vestidos de teatro
y no los vi volver a entrar, la famosa mosca comenzó a revolotear
insistentemente tras mi oreja. Pero la constatación absoluta del desastre
inminente vino cuando mi padre me pidió las queridas cadena y medalla de la Virgen de
Guadalupe, esos objetos de oro que colgaban de mi
cuello desde que Irma Vila me los regalara. “No hay dinero para nada y es necesario
vender las cosas de valor para ir sobreviviendo”, me dijo Arsenio con sus ojos húmedos y una voz tan compungida que mi
corazón se estrujó como una pelotita de papel. No recuerdo exactamente mis palabras
pero debieron ser algo así como “no te angusties, papi,
cógelas, lo único que yo necesito de verdad es a mis padres y su cariño”. De lo que estoy segura es de que
aquella escena terminó como un auténtico melodrama; todos llorando y abrazándonos.
Días más tarde, sentados
a la mesa de la cocina y alumbrados por la azulada luz de la lámpara de petróleo
“Petromax”, a la que los continuos cortes en el suministro
de luz nos tenían acostumbrados, esa única lámpara que precedía con su fantasmagórico
alumbrando nuestro camino por la casa, como en una película de terror, mi
familia me hizo partícipe de tanta información que me resultaba imposible asimilarla.
Por ejemplo; existían un tío y un abuelo maternos viviendo en
Chicago, con los cuales habían perdido contacto, y, por otra parte, mi padre tenía otras dos hermanas, además de Mercedes, la cual era mi madrina.
Mi tía Olimpia |
Una de esas hermanas era Olimpia, que
vivía con Gloria, mi abuela paterna, su marido y sus hijos en Costa Rica; la
otra era Carmen, casada en Sevilla y cuyo trato se había roto a causa de
antagonismos políticos durante la guerra civil. Y luego estaba mi abuela materna
Jenny, que continuaba en Cuba, allí donde el trío Dora-Arsenio-Jenny se habían
conocido años atrás y donde había brotado ese incombustible “amor a tres”, que
tras mi nacimiento se convertiría en “amor a cuatro”. Supe que ambas partes de
mi familia, la gallega y la alemana, habían recurrido al generoso cobijo de
aquella isla huyendo de la maltrecha Europa y de los desastres de la Primera
Guerra Mundial. Y finalmente me informaron de que mi abuela materna, Jenny, nos había
enviado los pasajes en barco para que pudiéramos unirnos a ella en Cuba.
España, pues, era tema zanjado para nosotros. No había futuro para mi familia aquí, así que, a principios de 1949 completamos el duro camino hacia el adiós subiéndonos al vapor Habana. Él nos llevaría a un lugar donde el aire olía a galán de noche y madreselva, donde el azul del cielo era incorruptible, una isla divorciada de la nieve, la miseria y la tristeza y cuya calidez se filtraba en el alma de sus habitantes haciendo de ellos seres constantemente ebrios de música y risas. La isla de Cuba.
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