miércoles, 23 de septiembre de 2015

Saludos, amigos.





Mis queridos amigos, espero que mi larga ausencia no os haya hecho olvidarme. Os diré que tras mi operación de la pierna caí en un pozo tan oscuro y profundo que las musas se negaron rotundamente a visitarme. Así mismo confieso que reencontrarlas me está resultando difícil. Tres meses inmovilizada, tres en silla de ruedas y luego los de rehabilitación fueron tan dolorosos y deprimentes que perdí los deseos de comunicarme. Seguro que lo comprendéis y me perdonáis. Muchos me escribisteis en su momento reclamado, con justicia, saber el desenlace de mis experiencias. Entonces os fallé pero prometo que pronto me pondré a ello.

Ahora mi propósito es otro. Si habéis entrado en mi Facebook ya conoceréis el cambio que he hecho en mi blog. Paso a explicaros el porqué he decidido dividir mis Instantáneas en bloques. Me parece que de esta manera cronológica le será más fácil, al que quiera revisar mi historia entera, acceder a cualquier momento de ella.  Como estará dividida por épocas, quien desee leer sobre alguna en particular solo deberá entrar en  la página principal y pinchar, en las pestañas situadas en la parte superior, el título que le interese. 

Por ejemplo ya he subido  Mis Raíces, España 1939 al 49, Cuba y la Adolescencia, Cuba. La Década de los 50, Cuba. De Nuevo en el Candelero, Cuba. Luces y Sombras y Cuba. El Comienzo del Final.

Os ruego que me comentéis si el este sistema os parece útil.

Tened la seguridad de  que siempre mi corazón y mi agradecimiento por vuestra fidelidad está con vosotros.

Los mejores deseos para todos.
Yolanda Farr

P:D:  Aquí os envío mis dos fotos más recientes. Ambas están tomadas este mes de septiembre en la playa.


En Málaga. La playa de la Malagueta.



sábado, 12 de julio de 2014

Instantánea 124 - Sobre ruedas.


Foto Jesús Alcántara. Año 2007

Un mes después de finalizar la frustrante gira con Tres sombreros de copa, Mara Recatero estaba ya en disposición de  poner en pie Un marido de ida y vuelta, la genial comedia de Enrique Jardiel Poncela. Habiendo sido un éxito desde su estreno en el  Madrid del 1939, la obra se fue convirtiendo con el tiempo en baza segura para empresarios y en el disfrute  de un público que, a medida que pasaban los años, se identificaba cada vez más con el especial e inteligente humor de su autor. (Tal fue la repercusión tras su estreno que, en 1941, Noël Coward estrenaba en el Manchester Opera House de Inglaterra Un espíritu burlón, una obra con demasiadas similitudes en su argumento para ser admitidas como coincidencias: un trío amoroso formado por un matrimonio y el fantasma de un anterior cónyuge que volvía para intentar romper la esa unión.)


Enrique Jardiel Poncela

Dicen de Jardiel las “lenguas de doble filo” que siendo un hombre de baja estatura, pero empedernido mujeriego, en sus años de gloria tuvo a sus pies a las mujeres más bellas de Madrid. Sin duda su gran talento contribuyó a ello. No obstante, esa pasión por las mujeres no se refleja en sus obras. Más bien hay, en muchas de ellas, una disimulada misoginia. Nacido en Madrid en 1901, al comenzar la guerra civil fue encarcelado bajo una falsa acusación y, por fortuna, puesto en libertad poco después, hechos estos que le llevaron a emprender un exilio voluntario. 

Más  no permaneció fuera mucho tiempo.  Antes de terminar la fratricida contienda  el autor volvió a Madrid, estrenando en el 39 dos de sus mejores comedias; Carlo Monte en Montecarlo, opereta con música de Jacinto Guerrero y Un marido de ida y vuelta. A pesar de su agitada vida sentimental y de sus innegables valores literarios Jardiel murió en el  año 1952   sumido, a causa de sus costumbres disipadas, en la miseria y en la soledad dejándonos como legado una fecunda labor teatral y unas increíbles novelas que han formado parte, desde mi adolescencia, de mis lecturas preferidas: Espérame en Siberia, vida mía, Pero, ¿existieron alguna vez 11.000 vírgenes? Y mi favorita, La tourné de Dios. En su epitafio hizo grabar, para la posteridad, constancia de su afilada ironía: “Si queréis los mayores elogios, moriros”.

Desde hacía algún tiempo, Mara Recatero  me había anunciado que en su próximo montaje no había papel para mí. Los protagonistas eran gente joven y solo le faltaba por cubrir el rol de una anciana paralítica, malgeniosa y cizañera, de afilada lengua,  a la que toda la familia temía; la tia Etelvina. Me aseguró que no me veía en su piel y con eso dio por terminada la cuestión. ¡Pero yo no! Infectada de nuevo por lo que he dado en llamar “el virus del teatro”, me impuse el reto de demostrarle que estaba equivocada, ideé una caracterización espectacular y Jesús, en su estudio, me hizo una foto. Os aseguro que en aquellos momentos me sentí como Marlon Brando llenándose los carrillos de algodón para convencer a  Francis Ford Coppola, el director de El padrino, de que el papel de Don Vito Corleone  estaba escrito para él, a pesar de haber sido en primer momento rechazado.

Mi caracterización

Mi estratagema tuvo el resultado esperado; al mostrarle mi posible imagen, Mara cambió de opinión. (Nunca acaba de sorprenderme la estrechez de miras de muchos directores, esa ignorancia, o aun peor, ese desprecio por la capacidad de transformación  que tenemos los  actores.) Es decir que, para mi satisfacción,  me integré a los ensayos y en febrero del 2007 estrenábamos la función en el teatro Reina Victoria de Madrid.

El reparto, amplio como en casi todas las comedias de Jardiel, estaba compuesto por Andoni Ferreño, Juan Calot y Abigail Tomey en los protagonistas. Y en la piel de otros ingeniosos personajes estaban José Lifante, Jordi Soler, Carlos Urrutia, Antonia Paso, Esperanza Lemos, Carmen Martínez Galiana, Manuel Medina, Pepe Sanz, María Ansón, Crismar López, Victoria Alvás y una Yolanda Farr irreconocible, moviéndose por escena en una silla de ruedas ¡que solo le había sido entregada el día del ensayo general!

Abigail Tomey y tia Etelvina, es decir, yo
Aquello reclamaba de mí un doble esfuerzo. Además de ocuparme de la parte interpretativa debía sortear el mobiliario que constituía el decorado,  con  la dificultad añadida de  luchar contra ese cinco por ciento de inclinación hacia el público que tienen los escenarios. Es decir que me pasaba el tiempo alternativamente dándome impulso con una mano y  usando con la otra el freno para evitar que el desnivel me hiciera caer al patio de butacas. A consecuencia pasaron varios días antes de que lograra sentirme  cómoda y capaz de disfrutar con mi divertido personaje. Pero la obra encantaba al respetable. Por lo general la gente nos esperaba a la salida del teatro para felicitarnos y pedirnos autógrafos, cosa que en España no era frecuente. Una  noche, mientras yo salía del teatro,  cierta elegante señora se acercó a mí preguntándome si la anciana de la silla de ruedas ya había salido, pues quería darle la enhorabuena por su trabajo. Como imaginaréis, aquello me produjo una gran satisfacción. Tan buena era mi caracterización que no me pudo reconocer.

En la exposición de Jesús. De izquierda a derecha Elena Maurandi, Marisa La Hoz, Pepa Sarsa
Pilita Lurueña, yo, Rosa Fontana, Ana Soriano y Eva Higueras.
Al tiempo que  me deslizaba cada vez con más soltura por el escenario del teatro Reina Victoria sobre mi “brioso corcel” de cuatro ruedas, las pinturas de Jesús eran expuestas en el gran salón que Caja Murcia tenía habilitado para esos eventos. 

Justo Alonso, productor de teatro
Autorretrato de Jesús Alcántara
Mister Terry Shwering y su perro Picaso
Como  de costumbre el resultado fue espectacular y notable la afluencia de visitantes. El hecho de que hubiese incluido retratos de amigos y gente de la farándula, siempre tratados en su forma tan personal, añadió un incentivo a la exposición. Muchas  personas le hicieron encargos, pero la falta de tiempo del que disponía le forzó a rechazar la mayoría de ellos. Su trabajo como fotógrafo era nuestra mayor e irrenunciable fuente de ingresos.

De izquierda a derecha, Juan Calot, Abigail Tomey, Pepe Sanz, José Lifante, Andoni Ferreño, Esperanza Lemos, Jordi Soler,
María Ansón, Antonia Paso, Manu Medina, Andrés Arenas, Crismar López, Carlos Urrutia, Carmen Martínez Galiana y yo, sobre un canapé.
Así transcurrió para mí el año 2007 y parte del siguiente, gozando de los ingeniosos textos de Jardiel Poncela y de las risas con las que los espectadores celebraban las ocurrencias de mi esperpéntico personaje, sin sospechar lo que el otoño del 2008 me tenía deparado, es decir  la forma en que un intruso de 1.6 milímetros iba a alterar mi vida, colgando sobre mi cabeza una espada de Damocles contra la que hube de luchar durante años. (Continuará.)

Fotos de Un marido de ida y vuelta. Jesús Alcántara.

POSTDATA.





El sábado 12 de julio, en la biblioteca pública de Coral Way y la Avenida 94, Miami, Juan Cueto-Roig presentará su nuevo libro Verycuetos II. Os incluyo un extracto del blog de Ena Columbié, El Exégeta, en el cual la bloguera ofrece su visión de unos textos que yo  recomiendo encarecidamente a todos mis seguidores. No os defraudará. Él nunca lo hace.

El segundo tomo de Verycuetos, del escritor Juan Cueto-Roig, nos regala una vez más la posibilidad de reforzar nuestro bagaje cultural, lanzándonos estocadas referenciales que no sólo nos abren la risa, sino también las entendederas.”



Juan Cueto-RoigTambién os adjunto un párrafo de la crítica publicada por Daniel Fernández en el Diario El Nuevo Herald el miércoles 9 de Julio.

Con Verycuetos II, Juan Cueto Roig reincide en el raro placer de la brevedad. Al igual que en Verycuetos, este cultor de la viñeta, del rasgo sobrio, del trazo sutil a mano alzada, expone un variado buffet de distintos manjares culinarios….”

Enhorabuena, querido y admirado Juan. No sabes cuánto me gustaría estar allí éste sábado día 12 y así gozar con tu éxito bien merecido.



Próximo capítulo: Una torva mirada.


sábado, 5 de julio de 2014

Instantánea 123 - Ay, la vida de los artistas


 
Foto Jesús Alcántara




Muchos piensan que el mundo de los artistas es un paraíso lleno de risas, fiestas, luces, libertades y hasta libertinajes. Nada más lejos de la verdad, la mayoría de las veces. Deslumbrados por el boato y la belleza inherentes a esta profesión no pueden ni imaginar la  cantidad de sacrificios, aprendizaje, renunciamientos, inseguridades y desengaños que sufrimos los auténticos devotos.  

Por supuesto este no es el caso de los advenedizos, de aquellos que por tener un físico agraciado y ansias de aventuras se adhieren a esta profesión como rémoras a la brillante piel de un atún. Nada provechoso hacen, pero suelen disfrutar, en demasiados casos y sin esfuerzo alguno, de los viajes por el proceloso mar del teatro. Pensadlo; ninguna otra profesión recibe con los brazos abiertos a personas sin estudios adecuados y hasta sin verdaderas condiciones.



Ahora os voy  a hablar  del  alto precio que han de pagar, por obedecer a sus corazones, los practicantes de las que yo llamo “artes mayores”. Por ejemplo el ballet, despótico tirano del que ya he escrito con anterioridad, y cuya práctica es acompañada de continuo por el dolor, la más estricta disciplina, el sudor, y cuya recompensa es una plenitud de escasa duración y un dudoso futuro. Lo sé por experiencia propia. O el bel canto que convierte a sus ejecutantes en obsesionados esclavos de sus gargantas, limitando sus vidas a prácticas vocales diarias, al estudio de idiomas e intrincadas partituras, pendientes, con un echarpe siempre a mano, de los mínimos cambios de temperatura. En cuanto a la música y a su estudio, que nunca termina, algo he adelantado en el capítulo anterior. Os reitero que cuando oía a Gabriel Urgell tocando impecablemente las complicadas notas de ese largo Concierto Número 2 de Rachmaninoff, estaba segura de que un muy bajo porcentaje de los espectadores había sido capaz de entrever y apreciar, tras esas brillantes y apasionadas notas, los años de dedicación absoluta al estudio, el cansancio de permanecer horas y horas diarias al piano, hasta el punto de haber perdido gran parte de la niñez y la adolescencia en su honor. Todo ese mundo de esfuerzos que subyacía tras tanta perfección.


Esas son para mí las más egoístas, a la vez que hermosas, vocaciones artísticas, aquellas en las que debes hacer dejación de todo lo que no sean ellas y sus exigencias.



Pero tampoco la actuación es parca a la hora de exigirte esfuerzos y dedicación. Con el agravante de no haber sido nunca, a lo largo de la historia, una práctica bien vista ni justamente apreciada. Y puedo remontarme al Medioevo, cuando “cómicos de la legua” recorrían las aldeas en sus carretas para llevar risas y camufladas críticas sociales a los campesinos, siendo, en el mejor de los casos, recompensados tan solo con viandas, y en el peor y más frecuente, echados del pueblo a cajas destempladas. No olvidemos esa larga etapa en la que estaba prohibido enterrarles en sagrado, al hábito de colgar en muchas posadas letreros cuyos textos rezaban “prohibida la entrada a artistas, gitanos y gente de mal vivir”, y  a esos gritos de “¡esconded las gallinas que llegan los cómicos!” con que, hasta no mucho tiempo atrás, se anunciaba en los pueblos la llegada de una troupe de artistas. Aunque las   cosas 
han cambiado bastante  os aseguro que nuestra profesión aún despierta recelos en amplios sectores de la sociedad y que a menudo se sigue dudando de nuestra honestidad, moralidad y hasta cordura. Eso lo he vivido en propias carnes y lo he narrado en capítulos anteriores.

Presa fácil para buitres y empresarios, los actores durante siglos hemos sido objeto de explotación, sobre todo aquellos que, sin llegar  al estrellato o no habiendo sabido mantenerse en él, tienen en el diario trabajo su medio de subsistencia.

Escena de la fiesta en Tres sombreros de copa.

En el año 2005, durante el cual transcurre mi actual relato, resultaba muy difícil para todos el encontrar trabajo y limitaba para jóvenes novatos las oportunidades de adquirir el rodaje y la sabiduría que tan solo el escenario puede proporcionar.

Estando la compañía de Tres sombreros de copa compuesta principalmente por estos muchachos deseosos de integrarse  al mundo del teatro y considerándome ellos una “respetada veterana”, solían asaetearme con preguntas sobre mis experiencias. Era un primor ver el asombro en sus caras cuando les contaba que, no tanto tiempo atrás, los actores solíamos despedirnos de una obra en curso por que estábamos ya contratados para estrenar otra, que las giras eran de fechas continuas y que duraban meses o que  las “compañías de repertorio” representaban hasta dos obras distintas en un mismo día y cada día en una plaza diferente. Se asombraban cuando les hablaba de los muchos “cafés teatros” que funcionaban en las madrugadas del Madrid de los 70 y 80 o de que  Televisión Española emitiera durante la semana varios espacios, en directo,  de dramáticos. Pero el colmo de su estupefacción llegaba al decirles que muchas veces los actores compaginábamos las tres actividades en el mismo día. Al no haber tenido oportunidad de curtirse en estas lides se creían incapaces de poder realizar ese “pluriempleo” agotador.

Con Jordi Soler
Recuerdo con satisfacción ese año de representaciones en el teatro Príncipe. Los compañeros eran estupendos, las funciones clamorosas y los ratos de espera en los camerinos estaban llenos de amenas conversaciones, ya fuese con mis amigos Miguel de Grandy, Carlos Urrutia, Manu Medina, Jordi Soler, Pepe Álvarez o Pepe Sanz, o con los encantadores neófitos. Tal vez donde más se apreciaba nuestra general camaradería era en las cenas que todos organizábamos en los camerinos, entre función y función del sábado, y en la que cada uno contribuía trayendo “un platillo de mi especialidad” (el cual en el caso de los chicos era sin duda generosa aportación materna). Así la hora y pico de descanso volaba entre sabrosas y variadas ingestas y chascarrillos.

Un día, al llegar al teatro, la sorprendente presencia de policías acompañados por grandes perros recorriendo el patio de butacas y los camerinos me sobresaltó. Mi primera impresión fue que se había recibido una amenaza de bomba, cosa que el grupo terrorista ETA solía hacer con  frecuencia. Pero mi temor, y el de los compañeros que iban llegando, se disipó al saber que los Reyes habían anunciado su asistencia a la representación de la tarde. Aquello era un gran honor y las medidas de seguridad sin duda indispensables. Así que hicimos la función con la emoción de trabajar para la realeza.

Toda la compañía con los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía
Una vez finalizada, Pérez Puig, nuestro director y productor, nos convocó a todos al escenario.  Los regios visitantes deseaban saludarnos. Un detalle muy de estimar y que aportaría prestigio y propaganda gratuita a la función.

A pesar de no considerarme yo una forofa de las monarquías he de admitir que la entrada de los Reyes fue impresionante; el rey Don Juan Carlos moviéndose como un caballo sin demasiado control y la reina Doña Sofía rodeada por un halo de  innata majestuosidad que no entorpecía la sensación de calidez humana que de ella emanaba. Difíciles cosas de conjugar.  Las diferencias entre ambos, así en persona y fuera del protocolo, eran más que notables.

Con la reina Doña Sofía. Flanqueándome Luis Hacha, Pepe Sanz y Carlos Urrutia, El negro Buby

Ambos insistieron en que suprimiéramos las reverencias pero una cosa en particular me llamó la atención;  El Rey lucía una  campechana sonrisa que se ensanchaba cuanto más joven era la actriz a la que saludaba mientras que Doña Sofía tuvo para todos y cada uno de los presentes un comentario sobre su trabajo. Estas son las simpáticas palabras que en ese momento me dirigió: “Yolanda,  has demostrado que es cierto lo que dicen; “no hay papel pequeño”. Pero estás mucho más guapa sin barba. Supongo que cuando terminen estas representaciones te la afeitarás”.

Fueron meses hermosos y reconfortantes. Pero no lo fue tanto la mal llamada gira que siguió a nuestra despedida de Madrid.

Con Luis Hacha
Como en varias ocasiones he mencionado, los contratos que se firmaban en esos momentos, y que siguen en vigencia, estipulaban que “fulanito o fulanita” se comprometía a permanecer en la compañía durante todo  el tiempo que la obra se mantuviese en cartel, ya fuese en la capital o en provincias. Esto pretendía asegurar a los empresarios que el reparto original sería el mismo  durante la posterior gira, aunque, para ser sinceros, esa cláusula era con frecuencia incumplida por las estrellas de turno las cuales, como estrellas al fin, eran veleidosas e intocables. Lo que injustamente no contemplaba el contrato era asegurar al actor un número determinado de actuaciones al mes.

En este caso, por una mala gestión de programación, los bolos resultaron demasiado esporádicos para que nuestra economía pudiese soportarlo. No olvidéis  que los actores tan solo cobrábamos por día de trabajo. A pesar de tener la empresa en sus manos  un producto tan apetitoso, un éxito tan rotundo y de tan larga duración en Madrid, hubo meses en los que hicimos tan solo cuatro o cinco actuaciones y mal repartidas. Lo curioso, o tal vez lo más indicativo de la crisis por la que estaba pasando la profesión, es que no hubo en la compañía desmembramiento alguno. Así que, después de un año de irregular trashumancia, todo se acabó  tras la notificación previa de quince días a los que la empresa estaba obligada por ley y para frustración de los componentes que tanto habíamos disfrutado con nuestro trabajo en la maravillosa obra de Miura, Tres sombreros de copa. Al igual que me pasara en la anterior ocasión en que representaba a Madame Olga, un par de años atrás, transformarme en una mujer barbuda  llena de sencilla y tierna filosofía de la vida me había encantado.

Madame Olga, la mujer barbuda.

Y ahora os contaré la curiosa historia de cómo esta función, considerada en nuestros días la mejor comedia española del siglo XX, escrita en 1932 pero desdeñada por las empresas de la época, permaneció arrinconada en un cajón del escritorio del autor hasta que, dos décadas después, en el año 1952, un Gustavo Pérez Puig jovencísimo y amigo de Miguel Miura, convenció al autor para que le permitiera estrenarla. La obra había sido escrita, por encargo, para una famosa pareja de actores de los años 30 que la rechazaron, catalogándola de “irrepresentable, de humor absurdo y demasiado literario”. Y con ese sambenito sobre sus espaldas fue guardada por su creador e ignorada por el público hasta el día de su estreno dos lustros después. 

Desde el primer momento el texto encandiló a todos, incluida la crítica, hasta llegar a convertirse en la comedia española contemporánea traducida a más idiomas. En mi opinión los personajes de Tres sombreros… son los más poéticos de la literatura española actual y la crítica social implícita en sus textos resulta atrevida, aguda e intemporal. Un verdadero disfrute para los espectadores y para los intérpretes.

Tal vez he sido reiterativa en esta narración, seguramente algunos de los detalles sobre la vida de los artistas los recordáis de otros capítulos. Si es así, disculpadme, la cuestión es que siento  la perentoria necesidad de reivindicar nuestra a menudo vilipendiada profesión.

Próximo capitulo. Sobre ruedas.

sábado, 28 de junio de 2014

Instantánea 122 - De Cuba llega un genio



Foto Jesús Alcántara

A modo de introducción, como nota curiosa y muy significativa os diré que en Cuba la primera conversación telefónica  se realizó en octubre del año 1877, tan solo siete meses después de que Graham Bell patentara su teléfono. A principios del siglo veinte, por supuesto bajo el férreo tutelaje de EE.UU., la American Telephone and Telegraph Company y Cuba firmaban un acuerdo para crear la Cuban Telephone Company,   lanzando  un cable submarino entre La Habana y Cayo Hueso.  Este cable estableció lo que fue la línea telefónica más larga del mundo en aquellos tiempos.

Central telefónica del siglo XIX

Y todo siguió su proceso, siendo  introducidas en la isla las mejoras que EE.UU iba incorporando a su propio sistema de comunicaciones.  Hasta que en el año 1960 las instalaciones de la Cuban Telephone Company fueron expropiadas y nacionalizadas por el recién estrenado gobierno de Fidel Castro. A medida que pasaban los años, la falta de recursos materiales, el uso chapucero y el inexorable deterioro que ocasiona el tiempo, hicieron que el contacto telefónico con la isla resultara cada vez más caótico llegando a convertirse con frecuencia en  imposible.

En el año 86 una drástica avería en el cable submarino provocó que las llamadas debieran ser establecidas a través de terceros países. Era necesario por lo tanto recurrir al servicio internacional de larga distancia. Esto te dejaba en las manos de unas telefonistas que generalmente, no sé el porqué, asumían una desagradable y displicente actitud cuando pedías hablar con la isla de Cuba. Casi nunca había línea y si la había  no era extraño que algún cubanito desconocido contestara a tu llamada desconcertado y desde un número equivocado.

Años después, cuando por fin se restableció la línea directa con Cuba, mi comunicación con Lucy pudo ser mucho más fluida. Al menos dos veces al mes nos poníamos al día de nuestras respectivas vidas y avatares. Gracias a eso pude seguir el progreso de los estudios musicales de su hijo Gabriel, el cual desde pequeño dio señales de poseer grandes condiciones pianísticas.  Ya en su temprana adolescencia el muchachito participó en celebrados conciertos y ni siquiera esa difícil etapa de la vida logró distraerle de su devoción hacia la música.

Yo con Gabriel
Y un día mi amiga me dijo, llena de emoción, que Gabriel había sido seleccionado para participar en un concurso internacional de piano que se celebraría, en fechas muy cercanas, en la ciudad de Valladolid, España. A pesar de la vergüenza que aún le provocaba el comportamiento de su otro hijo, Alejandro, ese ahijado mio que había traicionado, años atrás, nuestra confianza y desdeñado nuestros intentos por ayudarle, (ver Instantáneas 104 y 105) tras asegurarme que la situación y los personajes eran totalmente distintos, me rogó nos ocupáramos de Gaby durante el tiempo que durara su estancia en la península pues, como de costumbre en estos casos, el muchacho venía tan solo con los viajes sufragados por el gobierno de Cuba y muy escaso de equipaje. “Gabriel no les va a dar problema alguno”, me aseguró, “él y su hermano son como las dos caras de una moneda. Y no teman que intente quedarse en el país. Nunca  se le cruzaría esa idea por la cabeza. Su arraigo familiar es demasiado fuerte, al igual que su sentido de la responsabilidad.” Como comprenderéis, a pesar de saber hasta qué punto puede ser ciego el amor maternal, aceptamos encargarnos de “el niño”, (que por aquel entonces tenía tan solo veinte lucidos añitos). Lucy era mi hermana y siempre haría por ella todo lo que estuviera en mis manos.  Y os aseguro que nunca nos tuvimos que arrepentir de tener a Gaby con nosotros.

El chico resultó ser encantador y sus facultades al piano excepcionales. Durante las jornadas que permaneció en nuestra casa de Madrid solo una cosa nos pidió; que le consiguiéramos un piano para continuar sus prácticas. Debía sentarse al instrumento al menos cuatro horas diarias para no perder digitación.

Gabriel Urgell
Por fortuna en la calle donde vivíamos había una pequeña escuela de música a la cual me dirigí con el fin de alquilarle un salón. Y allí, estudiantes, maestras del centro, y por supuesto yo, nos enamorábamos cada día del Prokofiev, del Debussy, del Mahler que salía de los privilegiados dedos de aquel jovencísimo mulato.

Cuando lo dejamos en Valladolid para participar en las pruebas de selección, le di tan solo un consejo; “Gabriel, tienes una técnica impecable pero por favor no pierdas esa sensualidad que da a tus manos y a los matices de tus interpretaciones reminiscencias de lamentos y tambores africanos. Esa es tu gran baza y lo que te diferenciará de tus competidores.”

Por supuesto pasó sin problema la primera criba y fue aceptado como concursante en ese prestigioso premio “Flechilla Zuloaga”.

Eran muchos los participantes y a todos fue desbancando en las eliminatorias.  Hasta llegar a ser uno de los tres afortunados finalistas.

La gran final, que tuvo lugar en el Auditorio de Valladolid,  resultó un espectáculo inenarrable. Ver a ese muchacho, al que a  consecuencia de su escaso vestuario  habíamos tenido que comprar un traje de chaqueta  para la ocasión,  sentado al piano de cola, con una orquesta de cuarenta músicos detrás, nos emocionó  como si se tratara  de nuestro propio hijo. A medida que iba desgranando sobre el teclado las difíciles notas del Concierto Número 2 Opus 18 de Sergei Rachmaninoff, pieza que eligió para la ocasión, la tensión en la sala, casi sexual, se iba incrementando. No solo sus notas eran claras y precisas. Su imagen, fibrosa, trémula y llena de sensibilidad en los “pianísimos” y de fiereza y pasión en los “fortes”, era casi hipnótica. Al terminar su ejecución, con la totalidad de los asistentes en pie, hubo un estallido de bravos y una ovación que duró varios minutos. Y lo más significativo de todo fue ver a la orquesta en pleno levantarse y aplaudirle. A pesar de la excelente labor de los otros dos finalistas tan solo él recibió ese máximo honor que los músicos acompañantes ofrecen a veces a un solista o a un director.




(Os incluyo un vídeo actual de Gabriel tocando el Concierto de Rachmaninoff)

Paseando, aun emocionados, por los salones de aquel gran Auditorio, durante los minutos del intermedio fijado para que los jurados decidieran a quién otorgarían los premios, constatamos que los comentarios del público daban como innegable ganador a Gabriel.


Entonces, para nuestra sorpresa, el presidente del jurado se acercó a nosotros, “los padres postizos del artista”, y nos dijo con voz contrita: “Señores, tenemos un gran problema. Todos estamos de acuerdo en que el merecedor del primer premio es Gabriel Urgell. Pero en las bases del contrato se  estipula que el ganador, aparte de recibir 10.000 euros, se compromete a realizar, en el lapsus de un año, un alto número de conciertos en España patrocinados por nuestra fundación. Ayer hemos hablado con Cuba y nos han dicho que bajo ningún concepto le darían permiso para permanecer un año fuera del país y que la opción de que realizara tantos desplazamientos de ida y vuelta les saldría demasiado gravosa. Nosotros no podemos comprender semejantes razones pero eso nos impide obrar con justicia. Así que hemos decidido otorgarle el Segundo Premio y el  Premio del Público que se ha ganado de forma tan abrumadora”. Y así fue como la estupidez del gobierno castrista frustró un año de conciertos y experiencias que seguramente hubiesen cambiado la vida de aquel joven cubano y llevado a la isla el prestigio de un primer premio de interpretación pianística.  

Gabriel Urgell. Foto Jesús Alcántara
Un par de días más tarde despedimos en el aeropuerto de Barajas, Madrid, a aquel muchacho que nos dejaba en el alma la dolorosa sensación de impotencia de no poder hacer nada por quien tenía todas las posibilidades de convertirse en una estrella  y que, sin embargo, en su patria era ignorado.

(Durante los años que siguieron Gabriel Urgell continuó ganando, de forma esporádica, concursos internacionales, siempre regresando, más que a Cuba, al seno familiar. Un tiempo después consiguió una beca de estudios en el Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París. En la actualidad, con nacionalidad española que le conseguimos,  vive en Francia, realizando en ese centro las labores de profesor y haciendo a la vez exitosos conciertos para satisfacción inconmensurable de su madre Lucy.)

Hasta aquí la historia de ese gran pianista que, sin ayuda alguna de su país pero con tesón y sacrificio, ha logrado convertirse en un personaje notorio dentro del mundo musical europeo.

Aquella emotiva experiencia tuvo serias consecuencias en mi vida: mis adormilados instintos artísticos se despertaron hambrientos de escenarios y sedientos de aplausos. La paz y el distanciamiento de los que me había rodeado últimamente volvieron a parecerme tan solo una traición a mi verdadero yo. Así que cuando Gustavo Pérez Puig, el director y productor, me propuso volver a interpretar a la divertida Mujer Barbuda en la obra de Miura Tres sombreros de copa, me reintegré a la farándula más que encantada.



Tres sombreros de copa. De izquierda a derecha, Sara Montalvo, Pepe Álvarez, Begoña Blanco, Carmen Martínez Galiana
Jordi Soler, Miguel de Grandy, Cipriano Lodosa, Ángeles Martín,José Luis Coll, Carlos Urrutia, Yolanda Farr, Pepe Sanz, Luis Hacha y Estefanía Nusso.

Tal vez recordaréis que ya en el año 1995 había aceptado hacer esa colaboración especial en un proyecto que tan solo  duró unos meses de “bolos de ida y vuelta”. (Ver Instantánea 109). Ahora la oferta era de un año en Madrid, en el teatro Príncipe, y otro de gira por España. El reparto era distinto en su casi totalidad. Tan solo repetíamos Luis Hacha, Antonia Paso, Jordi Soler, que en esta ocasión interpretaba a Don Sacramento en lugar de al Negro Buby, y yo. Pero las nuevas incorporaciones eran magníficas: Cipriano Lodosa y Ángeles Martín, en la pareja protagonista, José Luis Coll, Carmen Martínez Galiana, Raquel Pérez Puerto, Sara Montalvo, mis amigos Miguel de Grandy hijo,  Carlos Urrutia, Manuel Medina, Pepe Álvarez, Pepe Sanz y Kike Espildora, Estefanía Nusso, Begoña Blanco, Paco Galindo y Andrés Arenas. Un magnífico reparto con grandes nombres y un grupo de actores jóvenes que formaron una refrescante y divertida compañía teatral. Y fue con ellos, durante esos ratos en los camerinos, mientras permanecíamos fuera de escena y los protagonistas se refocilaban cara al público en los maravillosos textos de Miura, cuando tuve la oportunidad de aquilatar las dificultades de los jóvenes y novatos actores para hacerse un sitio dentro del moribundo mundo del teatro de aquellos días. Pero de eso hablaré en el próximo capítulo.

Próximo capítulo. ¡Que vida la del artista!



sábado, 14 de junio de 2014

Instantánea 121 - Hogar, dulce hogar

Óleo de Jesús Alcántara


Primera parte.

Poco tiempo después de nuestra mudanza al chalet de Estrecho de Corea llegó Robin. Su triste historia nos hizo olvidar el “firme” propósito de nunca más tener una mascota. Los dramáticos fallecimientos de mi madre y de mi inolvidable perro Labrador, Alex, sucedidos pocos años atrás, me habían hipersensibilizado frente a la enfermedad y la muerte de mis seres queridos. Sobre todo ya no me sentía capacitada para hacerme responsable de un ser frágil e incapaz de contarme sus males. Pero el angustioso presente de aquel perrito y su trágico futuro nos obligaron a tomar la rauda decisión de adoptarlo.

El primer día de Robin en casa
La cuestión fue que una amiga de un amigo había comprado hacía un mes, ante el capricho de su hijo pequeño, un cachorrito de West Higland Terrier y, seguramente asumiendo que se trataba de un peluche movido a pilas, su sorpresa fue morrocotuda al comprobar la cantidad de pis y caca que el supuesto muñequito expulsaba diariamente. Porquerías que  ella debía recoger. Así que, al poco tiempo de tenerlo, decidió que aquello era demasiado trabajo y optó por dejarlo encerrado en un pequeño servicio durante todo el día. Como es de suponer el pobre bebé enloquecía en su aislamiento. Ante sus constantes lloros y lo que ella llamaba “mi falta de tiempo  para encontrarle otro amo”, la dueña decidió sacrificarlo. Así, aunque os parezca mentira.

Para suerte del Westy y nuestra,  una hora más tarde de llegar a mi conocimiento la historia, Jesús y yo estábamos en casa de esa mujer y aquella misma tarde Robin Hood, Robin para los amigos, entraba en nuestra vida y se adueñaba del chalet y de nuestros corazones. Nos resultaba imposible comprender que un ser humano pudiese ser tan insensible, tan frío como para no enamorarse de aquella bolita de nieve, aquel animalito que, desde que lo tomé en mis brazos, no paró de abrazarse a mí, llenándome de besos mientras movía con desenfreno su largo y coqueto rabito.

En la piscina
Habiendo tenido animales en casa desde la niñez, habiéndolos criado y conociendo de sobra todos los sacrificios que educar a un perro y convivir con él implican, jamás he recomendado indiscriminadamente  su tenencia. Por desgracia demasiados seres humanos están incapacitados para empatizar con un animal. Y quiero decir  por desgracia para ellos ya que no pueden imaginar los regalos de fidelidad, amor  y compañía que  recibirían tan solo a cambio de un poco de atención.  (Para finalizar esta parte de mi blog os diré que Robin sigue con nosotros, tan juguetón y cariñoso como de cachorro, siempre a nuestro lado, siguiéndonos de habitación a habitación, como si supiese de lo que le salvamos y a la vez temiese perdernos).

Segunda parte.

Tengo muy claro que aquel 1/1/ 2001 había significado para mí mucho más que  el comienzo de un nuevo siglo. En ese esperado siglo XXI una nueva era comenzaba para Yolanda Farr, esa mujer vapuleada por la vida desde la niñez, desarraigada y vuelta a desarraigar, malnutrida por la posguerra civil española, maltratada por el régimen castrista cubano, al principio de su repatriación asfixiada por una España que no la reconocía como hija legítima, a veces menospreciada pero, en contraste, otras muchas loada en ese veleidoso mundo del arte que adoraba, siempre víctima de los mareantes altibajos a los que la sometía esa montaña rusa que era su vida. La eterna luchadora sentía que algo iba cambiando en su interior.

Una nueva Yolanda se abría paso en su pecho para reemplazar a la agotada española-alemana-cubana con la que cargaba desde hacía más de sesenta años, una Yolanda sin apremiantes metas, capaz de disfrutar de las cosas cotidianas, sin premuras ni autoexigencias, decidida a gozar de los sencillos deleites de la amistad, la majestuosidad de la naturaleza y la paz hogareña. Alguien  desconocido pero con quien estaba decidida a  lograr una completa simbiosis. En parte convencida de que la farándula ya no era aquella gran familia de soñadores en cuyo seno tanto sus padres como ella se habían desenvuelto, y en parte consciente de que el mundo estaba sufriendo una transformación de la que no podía ni quería participar, decidió hacer de su hogar un “centro de acogida” para los buenos amigos de siempre y para los que fueran llegando.

Pepa Sarsa, yo, y Elisenda Ribas con su perra, Chanel en nuestro patio

Así fue como nuestro chalet de Estrecho de Corea se convirtió en lugar de tertulias “internacionales, interraciales, e interprofesionales”, es decir un remedo de aquella “comuna” que  durante los setenta, nos había hecho disfrutar de reuniones entrañables.  (Ver Instantánea 63).


A la izquierda yo, Jesús, Juan José Ortega y su esposa Ana
           A la derecha con Antonio Collado y Mari Carmen Calleja

Personajes eternos como José María Salmerón,  Antonio Collado y Mari Carmen Calleja, que fueran mis impulsores, mis representantes teatrales en la década de los 70, mi “primo” Juan José Ortega, miembro de aquella familia política mía tan convencional y despegada que encontré al llegar a España y el único  con el cual hubo auténtica conexión,(ver Instantáneas 48, 49 y 50),  el periodista y poeta Roberto Cazorla, Carlos Rodríguez y Sergio González,  Gladys Triana y Lyda Triana, mi gran Mequi Herrera, (con estos últimos me mantenía en continuo contacto gracias a sus anuales viajes a España y últimamente a Internet), eran visitantes habituales.


María Gracia Mateu, yo, y María Krysler
María Gracia Mateo y María Krysler, las responsables de uno de mis mejores trabajos al tiempo que de una de mis mayores decepciones, el Music-hall Lola (ver Instantánea 101) y el eterno amigo Paco Marsó se mezclaban sin problema con nuevas y entrañables adquisiciones.


De izquierda a derecha Susana Canales, Evelyn, yo y Paco Marsó





Por poner algunos ejemplos, mi compañera de Aprobado en castidad, Susana Canales, la admirable Analía Gadé, mi exprofesor de baile Guido González del Valle,  Pepa Sarsa y Elisenda Ribas, con la cual, gracias a nuestra  terrible experiencia en Hay motín, compañeras se había establecido una íntima y sincera relación, Francisco Puñal, periodista cubano o el concertista de piano Luis Rojas que, cada vez que visitaba España, nos honraba con sus visitas. 







Nuestro patio en primavera
Y así, durante años nuestras reuniones se fueron repitiendo,  siempre incrementándose con amigos de amigos que acababan convirtiéndose en adictos. En verano disfrutando en nuestro jardín de las plantas regadas por mí con dedicación, mimadas y cobijadas durante esos helados inviernos madrileños. Esas  que al llegar la primavera  nos deslumbraban con su  aroma y verdor.

José María Salmerón, yo, Guido González del Valle y Mequi Herrera

El resto del año las tertulias tenían lugar en los salones que, no sin esfuerzo, yo había conseguido convertir en acogedores. Sin duda aquellos coloridos y hermosos cuadros pintados por Jesús que llenaban las paredes, los muebles, mezcla de madera cruda y cálido cuero negro y los cortinajes que yo había querido coser con mis propias manos, como muestra el retrato de Jesús que encabeza este capítulo, lograban impregnar los desangelados habitáculos primitivos de fulgor hogareño. “¡En esta casa hay miel!”, afirmaban los visitantes cubanos. “¡Qué lugar tan lleno de buenas vibraciones!”, decían los amigos españoles. Y aquello debería ser cierto  pues uno sabía cuando llegaban los invitados pero nunca a qué hora se irían. ¡Cuántas cálidas madrugadas veraniegas vimos desembocar en mañanas mientras, sentados en el patio y estimulados por los mojitos que no cesaban de brotar de mis manos como por arte de magia, charlábamos  sobre lo humano y lo divino!

Roberto Cazorla, Lyda Triana, Guido González del Valle, yo y Gladys Triana
No era que hubiese roto definitivamente mis relaciones con el teatro. Tal vez las malas experiencias recientes, quizá el sentir como los años pasaban  consiguieron que mis ojos se abrieran a un mundo fuera de los escenarios,  cámaras y focos, haciéndome comprender que mi existencia había estado demasiado circunscrita a una profesión absorbente y a veces desagradecida. Ya no me pasaba las horas al lado del teléfono esperando una llamada de trabajo ni me enzarzaba con mis compañeros en diatribas contra la situación del arte en el país. Habían otros muchos temas interesantes para debatir.

Izquierda con Luis Rojas.          Derecha con Francisco Puñal
Y así, durante un tiempo, disfruté de una anticipada jubilación, con la consciencia tranquila, sabiendo que había dado a mi trabajo todo el amor heredado de mis padres y que lo había alimentado en abundancia, a lo largo de seis décadas de fortunas e infortunios, con el mío propio.

Una temporada aquella que podría compendiarse en una palabra hasta entonces desconocida para mí: paz.

Jesús, Robin y yo
Hasta que un día de nuevo Cuba me enviaría un regalito que iba a convulsionar   mi vida.


Próximo capítulo. Ha llegado un genio