sábado, 5 de abril de 2014

Instantánea 114 - Los últimos años del siglo XX. (3ª parte)



Foto Jesús Alcántara

El interior del hospital de La Fuenfría resultó tan amplio y luminoso como su exterior hacía prever. Amplios pasillos, desahogadas habitaciones con tan solo dos camas y provistas de un balcón por donde entraba a raudales la luz y desde el cual se podía admirar la maravillosa vista del bosque circundante. El médico director de las dos plantas dedicadas a enfermos terminales, con el cual inmediatamente establecí contacto,  era  encantador.

En nuestro primer encuentro, al ver aquella increíble radiografía del deformado cerebro de mi madre me confirmó este diagnóstico: el proceso de deterioro era imparable y, por supuesto, no había esperanza alguna de recuperación. Al mismo tiempo me aseguró que allí se ocuparían de que su final fuese apacible e indoloro. Aceptar que solo eso  se podía hacer por aquella mujer tan importante en mi vida me rompía en mil pedazos.

Mi madre Dora. 1928

 A la mañana siguiente, acompañé a mi madre en una ambulancia hasta La Fuenfría. No estaba segura de que entendiera mis palabras, pero le conté una mentira piadosa: estaba siendo trasladada a un hospital que contaba con los equipos técnicos y el personal idóneo  para curarla. Ella se limitó a tomarme la mano y sonreír. No es posible describir   el remordimiento que sentía al alejarla de mí y de su entorno, aunque ya había comprobado como su cerebro desorientado tenía consciencia casi nula de lo que la rodeaba. Cien veces le repetí, durante el largo viaje, que vendría a estar con ella a diario y cien veces me respondió con una sonrisa y un “ya, mama” que me envolvía en una mezcla de ternura y desolación.

Dos meses  estuvo allí ingresada y ni una sola vez falté a mi promesa. Cuando a Jesús le era posible me llevaba en nuestro coche. Cuando no era así, por la mañana temprano tomaba en Atocha el tren de cercanías hasta Cercedilla y, una vez en el pueblo hacía uso de un autobús de la empresa Larrea dedicado en exclusiva a cubrir, cuatro veces al día, el viaje de ida y vuelta al hospital. En total, un recorrido de casi dos horas. Con el fin de darle yo misma la comida siempre estaba allí antes de que sirvieran el almuerzo y me iba después de la cena. Me empeñaba en que comiera, con un tesón casi enfermizo, como si eso fuese a devolverle la vida. Y así pasaron largos días, viendo como aquel manantial de energía y brillantez iba agotándose pacíficamente, sin estridencias pero de manera irremisible.

Hasta que una mañana se desataron todos los demonios del infierno.

Desde La Fuenfría me comunicaron telefónicamente que, durante la madrugada, mi madre se había caído de la cama fracturándose por varios lugares un fémur. Cuando llegué a su lado la imagen de su pierna escayolada hasta la ingle me hizo romper a llorar con desconsuelo. Me garantizaron que no tenía dolores, drogada como estaba, y que así la mantendrían, pero yo sabía el significado de todo aquello: había llegado el auténtico final. Nunca más volví a ver esa radiante sonrisa con la cual muchos años atrás deslumbrara a amigos y admiradores, la misma que hasta ese accidente había encandilado, durante sus numerosos ingresos, a médicos y enfermeras. Nunca más su mano agarró la mía. Y el 17 de febrero de 1999, pocos meses antes de cumplir los 90 años, Dora Pfarr de Mariño, la inseparable melliza de Yenny, la abnegada esposa de Arsenio, una de las integrantes de esa pareja de bailes, Las Farry Sisters, que el público tanto había admirado durante las décadas de los  20, 30 y 40, mi  madre, dejaba este mundo en el que tanto había luchado y del que también había disfrutado a plenitud.

Dora y Yenny, las Pfarry Sisters

No pienso extenderme en la narración de cuan larga y profunda fue mi depresión tras su muerte. Solo os contaré que, en los meses siguientes, rechacé varias propuestas de trabajo y  la invitación de amigos a pasar en sus hogares, dentro y fuera de España, el tiempo que desease. No me sentía capaz de abandonar mi casa. Aunque suene increíble  añoraba enfermizamente  los años de cuidados y hasta la falta de libertad dedicados a la invalidez de mi madre, estaba tan aferrada a ese olor suyo impregnando cada rincón, que Jesús decidió que debíamos mudarnos. Con un resto de lucidez comprendí cuanta razón tenía. Aquella actitud morbosa de refocilarme en los recuerdos era insana, debía pasar página y reanudar mi vida, como Dora, aquella valerosa superviviente de tantas pérdidas, hubiese deseado.

Nuestro adosado en Estrecho de Corea

Por lo tanto en noviembre de 1999 nos mudamos a un chalet adosado de tres plantas en la Calle Estrecho de Corea, una zona residencial prácticamente en el centro de Madrid.

Nochebuena del 99
Y la terapia funcionó. La mudanza, la ardua labor de acondicionar nuestro nuevo hogar, su “presentación en sociedad” hizo que mis biorritmos fuesen poco a poco recobrando una relativa normalidad. 

Jesús y yo, primera nevada en el chalet

La cuestión es que llegó el 1 de enero del nuevo siglo sin que el negro vaticinio de Nostradamus sobre el fin del mundo se cumpliera: la tierra siguió girando, la nieve cayó límpida y hermosa ese invierno y, al llegar la primavera no solo los árboles renacieron y las plantas florecieron; también milagrosamente lo  había hecho mi carrera. 


Rodeando a Maria Luisa Merlo, desde el suelo y siguiendo las agujas del reloj;  Eva Higueras,
Yolanda Farr, Ana Labordeta, Verónica Luján, Elisenda Ribas, Queta Claver y Elena Maurandi


Ángel García Moreno, director y gestor del teatro Fígaro de Madrid me había ofrecido, en septiembre del 99, hacer una de las dos protagonistas en “Ocho mujeres”, de Robert Thomas. Y os aseguro que jamás he disfrutado tanto con un papel ni me he sentido más cómoda y arropada como entre aquellas siete  actrices que completaban el reparto: María Luisa Merlo, Elisenda Ribas, Queta Claver, Eva Higueras, Verónica Luján, Ana Labordeta y Elena Maurandi. Si, amigos finalizar ese terrible año haciendo “Ocho mujeres” fue un bálsamo para mi tristeza.


Próximo capítulo. La Merlo y otras siete grandes mujeres más.


















2 comentarios:

  1. No sabes cuánto te comprendo, pero fuiste una buena hija y eso consuela mucho. Bella la foto que encabeza este magnífico Post.

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  2. Encantado de leerte, como siempre.
    Emilio

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