sábado, 16 de noviembre de 2013

Instantánea 99 - Entre las despedidas y los reencuentros.


Foto de Jesús Alcántara
Aquel 1985, que yo había elegido como mi  “año sabático”, se convirtió en un continuo manantial de emociones contradictorias. Conmovedores reencuentros, y grandes y dolorosas despedidas. Despedidas de esas que cambian tu vida y dejan en tu corazón agujeros imposibles de rellenar. Todo empezó con una desbandada de los amigos que durante años fuesen proveedores de cálida compañía y bulliciosa felicidad  para mí. Por una de esas casualidades del destino habían decidido abandonar Madrid casi al unísono, buscando otros derroteros para sus carreras, para sus sueños, en fin, para sus vidas.
De derecha a izquierda Tomás Picó, Almudena Cotos, Salvador Vives
Jesús y yo en 1976
Salvador Vives volvió a su ciudad natal, Barcelona,  con el fin de dedicarse a la difícil y poco apreciada profesión de doblador de cine, en la cual, con su bella voz de barítono,  se convirtió casi de inmediato en una gran estrella. Tomás Picó decidió alejarse del “mundanal ruido” y de ese Madrid que no había sabido apreciar toda su valía. Dirigió  sus pasos a la hermosa e indómita región de Tarifa, Andalucía, y allí formó una compañía de teatro de aficionados con la que, al pasar el tiempo,  consiguió un gran prestigio nacional.
Carlos, Jesús, Norberto y yo
en una de nuestras muchas
fiestas de carnaval

Norberto Sosa que, bajo el nombre artístico de Norton, había tenido su “minuto de gloria” como cantante a principio de los setenta, tras comprobar que no sólo de arte y del bien hacer se nutre esta profesión, volvió a la hermosa isla donde había nacido, Gran Canaria, para hacerse cargo de los negocios familiares. Y aunque ya debía estar acostumbrada a estos frecuentes desgarros, teniendo en cuenta mis exilios de España a Cuba y viceversa o la disolución de aquella comuna que había aliviado las nostalgias y penurias de mis primeros años en España, despedirme de personas tan entrañables me llenó de una sensación de soledad y hasta de desamparo. Pero el más triste y dramático de los adioses fue el que vi en la mirada de nuestro querido foxterrier Bobby en el momento de su última entrada a un quirófano.  Carcomido por un cáncer contra el que no valieron ni rezos ni cirugías, perdió las fuerzas y el deseo de vivir,  así que un día tomamos la terrible decisión de acabar con sus sufrimientos.
Rodeando a mi madre, Norberto, Carlos, Picó y yo



Tan solo los que hayan pasado por esta disyuntiva pueden comprender cuán difícil y doloroso nos fue sacrificarle, pero, viendo su diario sufrimiento, tanto Jesús y yo como mi madre decidimos no prolongar su inútil agonía. Pensábamos que, puesto que le habíamos dado una vida plena y feliz, debíamos proporcionarle también una muerte digna, un acceso, libre de más dolores,  hacia ese cielo de las mascotas que para mí sin duda existe. Así que en una camilla de la clínica veterinaria de nuestro  amigo Salmerón, Bobby se durmió plácidamente  y por última vez mientras en casa mi madre derramaba  abundantes dosis de lágrimas y yo,  incapaz de verle partir, vertía las mías derrumbada en una silla de la antesala del quirófano. 

No había transcurrido más de un mes cuando  Salmerón me hizo una propuesta a la vez apetecible y amedrentadora; emprender juntos un viaje a Cuba. Si lo hacíamos ese sería el regreso de ambos  a parte de la  infancia, a la totalidad de la adolescencia y a los primeros años  de nuestra plenitud, ya que teníamos unos antecedentes muy similares; españoles llevados a la isla durante la niñez y repatriados a España a finales de los 60. Era aquella una decisión difícil de tomar; o bien nos enfrentábamos al  triste presente en que se había convertido nuestro pasado cubano o seguíamos, como hasta entonces, sumidos en las ensoñaciones y la idealización de un tiempo que ya no existía. Eso aparte del temor a  las posibles represalias que podíamos sufrir en la isla como venganza por nuestra “huida”. Aunque el formar parte de un grupo de turistas en un viaje organizado por una agencia y el estar  provistos de esos pasaportes españoles que nunca habíamos perdido nos hacía confiar en que pasaríamos  inadvertidos, el temor persistía.
Jesús y yo en el aeropuerto de Barajas, Madrid,  momentos
antes de que yo tomara el avión para Cuba

Finalmente ambos decidimos descorrer las espesas cortinas del miedo y la nostalgia y desafiar a los poderes de la autocracia que dieciséis años atrás nos habían obligado a abandonar en Cuba la casi totalidad de nuestras vivencias.

Ni él ni yo teníamos ya parientes en la isla, pero sí contábamos con grandes amigos que se alegrarían  de volver a vernos. Así que cargados con algunas de tantas y tantas cosas que faltaban en ese infortunado país, desde los sencillos polvos de  talco o la pasta de dientes hasta la ropa y el calzado, desembarcamos una noche en un aeropuerto José Martí que nos pareció tan solo  un deteriorado hangar. (Más tarde supimos que nuestra llegada coincidió con obras  de ampliación y restauración del lugar.)

Foto de Jesús Alcántara
La primera sorpresa con que nos topamos los viajeros al salir del avión fueron los “puntos de control de pasaportes”. Para nuestro asombro, tras descender del avión y atravesar la pista a pie, vimos ante nosotros cinco habitáculos de cemento que medían más o menos metro y medio por metro y medio, y que se hallaban adosados a una larga pared. Nos indicaron que hiciéramos cola ante ellos y allí nos quedamos durante largo tiempo las cinco filas de viajeros, como obedientes borreguitos, mientras nuestros ojos se clavaban, hipnotizados, en unas puertas de hierro que ocupaban parte del frontal y que se abrían automáticamente para dejar entrar a cada pasajero, cerrándose rauda tras su paso. Aquello nos permitía ver a las personas penetrar pero, ya que  las salidas de las diminutas habitaciones  iban a dar a un largo pasillo situado tras el muro,  la sensación era que, una vez dentro, esos seres desaparecían sin dejar rastro. La cosa era muy inquietante, acostumbrados como estábamos al diáfano mundo de cristales que en los aeropuertos españoles rodeaban los controles  aduaneros.  Cuando me llegó el turno de acceder al cubículo  estaba llena de ese sentimiento crónico  de culpa que el régimen cubano ha inculcado en todos los que, en un momento determinado, elegimos el exilio.

Una vez dentro, casi escondida tras mi tembloroso pasaporte y ya cara a cara con el miliciano encargado de ponerle el ansiado sello, las luces se apagaron de súbito y sobre mi corazón cayó algo parecido a la losa de un sepulcro. ¡Estaba perdida! ¡Me habían reconocido y el fantasma del juicio popular con el que me amenazaran años atrás y que había logrado eludir gracias a mi salida en diciembre de 1967, al fin me poseería y me destruiría! (Ver Instantánea 44). Nunca iba a volver a Madrid, jamás me arrebujaría de nuevo en el cálido amor de mi madre y de Jesús. Mi angustia convirtió la oscuridad en una masa solida y pegajosa que me impedía respirar. De pronto oí una voz gritando desde fuera del cubículo  cerrado en el que me encontraba; “¡Esto es un apagón general, compañeros turistas, agarren sus equipajes porque no nos hacemos responsables de los robos!”. Durante los pocos minutos que pasé sumida en la oscuridad,  prisionera entre esas puertas de hierro que, al funcionar por electricidad, habían quedado bloqueadas, experimenté algunos  de los momentos más angustiosos de mi vida. (Insisto en intentar describiros el lugar para que compartáis conmigo la opresiva sensación de claustrofobia que provocaba estar allí encerrada).

Por suerte  con el regreso de la electricidad la puerta de salida que daba acceso al pasillo se abrió.  Entonces, el desagradable individuo que había permanecido, en aterrador silencio, conmigo en la oscuridad me entregó, sin siquiera mirarme,  el pasaporte sellado y con un gesto de la mano indicó que me fuera. Ni una palabra de disculpa brotó de su boca.

Pero mi odisea en el aeropuerto no había terminado.


Foto de Jesús Alcántara
La recogida de los equipajes se hizo eterna. Los milicianos abrían cada maleta, revolvían un poco en su interior, hacían algún comentario al respecto  y la devolvían a sus propietarios con gesto de condescendencia. El gran problema fue que, al llegar mi turno, yo llevaba ¡tres valijas llenas hasta rebosar de las más diversas prendas! Y aquello requirió un largo proceso de explicaciones y  negociación. “Pero, ¿cuántos días te piensas quedar en Cuba, compañera?”, “Trece”, le respondí con mi más cuidado acento castellano y mi más cautivadora sonrisa, “Lo que pasa es que me han dicho que aquí se suda mucho y yo soy muy limpia”. Para mi sorpresa aquello le hizo soltar una carcajada. A medida que iba revolviendo mi equipaje hacía comentarios como “¡lo que daría mi negra por un par de medias de estas!”, o “fíjate, esta camiseta es de la talla de mi hijo”. Como imaginaréis, cuando al fin recogí mis tres maletas su peso se había aligerado a causa de mis “donaciones”. 

Al salir por fin al exterior vi que una guía turística, de la que emanaba un inconfundible hedor a comisaria política, esperaba y reunía a “mi grupo” alrededor de la guagüita que nos debía conducir al hotel contratado para nosotros por la agencia. Y entre ellos distinguí a mi amigo Salmerón, iluminado por  una sonrisa de felicidad que le atravesaba la cara de este a oeste. Así que hacia allí me dirigí.

Pero cuál no sería mi sorpresa al escuchar a mis espaldas un pequeño coro de voces entonando con entusiasmo  mi nombre. Sí, Lucy, mi inolvidable “niña de chocolate” su marido, Tomás, su hijo pequeño, Gabriel y su otro hijo y ahijado mío, Alejandro, habían conseguido un viejo coche prestado y estaban esperando  mi arribo exultantes de emoción. Aquello fue una sorpresa enorme pues, aunque yo me las había arreglado para comunicarles los detalles de mi llegada,  al no tener ellos auto,  la posibilidad de que se desplazaran hasta Boyeros era prácticamente nula.  Hay que aclarar que el servicio de transporte público en la isla era muy escaso, y a ciertas horas, inexistente.

Por supuesto aquel encuentro cambió mis planes. Abrazando a Salmerón le dije que me iría con mis amigos  y que, al día siguiente nos veríamos   en el hotel. De pronto, como surgida de la nada, apareció a nuestro lado la supuesta guía diciéndome de forma imperativa, “¡compañera, usted no puede separase del grupo!” a lo que mi inmediata respuesta fue, “pues a ver cómo me lo impides”. ¡De pronto el dulce aire nocturno habanero y la luz de alegría que irradiaban los rostros de Lucy and company me habían llenado de valor!
Hotel Presidente y Hotel Habana Libre, (antiguo Hilton)
A medida que me alejaba de aquella mujer oí unas palabras a las que, en esos momentos de gran emoción, no di importancia,” ¡Oiga, compañera, que no vamos al  Habana Libre, que nos han reubicado en el hotel Presidente!” Por cierto, una arbitrariedad de la cual no quisieron  hacerse responsables ni los cubanos ni la agencia de viajes española. Nosotros habíamos pagado por un hotel de primera, el anteriormente llamado Habana Hilton, sito en el meollo de L y 23, rodeado de lugares que habían sido testigos de gran parte de mi vida y ahora, sin explicación coherente, nos colocaban en uno de bastante menos categoría y ubicado en Calzada y G,  es decir, alejado de aquella Rampa y aquel Radiocentro por los cuales yo había planeado pasear mis recuerdos. Afortunadamente, y gracias a las agrias protestas de todo el grupo, una semana más tarde éramos trasladados a nuestro destino inicial, el hotel que tantos recuerdos  me traía y que siempre sería para mí "El Hilton." (Ver Instantánea 22).

La cuestión es que, tras los besos, abrazos y sollozos, ya apretujados en aquel Buick del 54 que mis amigos habían conseguido para ir a recogerme, me dirigí a su casa, dispuesta a  disfrutar, entre charlas, mimos y rememoraciones,  de cada minuto de esa mi primera noche en Cuba.

En casa de Lucy.
De derecha a izquierda el primo Ulises, mi ahijado Alejandro, yo, Lucy, Gabriel y Tomás.
En el centro la abuela paterna Aleja

Y en el próximo capítulo, queridos todos,  os seguiré narrando mis experiencias en una isla que reencontré desconocida y hasta a veces inhóspita.



Próximo capítulo: Entre las despedidas y los reencuentros. (Segunda parte).

No hay comentarios:

Publicar un comentario