sábado, 19 de octubre de 2013

Instantánea 95 - La mala pata (primera parte).


Con José Luis Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la moqueta rosa chicle)

Son incontables las horas que hubimos de pasar encerrados en el Teatro María Guerrero durante esos tres días de ensayos generales. Casi sin darnos cuenta las mañanas se convertían en tardes, las tardes en noches  y después en madrugadas. Toda nuestra atención estaba dedicada a  resolver las docenas de problemas que surgían en el intento por poner sobre el escenario El Rey de Sodoma, esa endemoniada obra de Fernando Arrabal.

El encontronazo con la moqueta rosa-chicle de largos y asesinos cabellos que cubría la totalidad del suelo había sido tan solo el primero entre muchos obstáculos a vencer. Por supuesto José Luis Pellicena y yo teníamos bien memorizados los textos de los cinco personajes que debíamos interpretar cada uno, bien diferenciados los caracteres, pero ahora tocaba encontrar el tiempo para vestirlos y desvestirlos sin que hubiese un bache en el ritmo de la obra. El autor creía haber solucionado el problema con el manido recurso de dejar a uno de los actores en escena, soltando un cortísimo monólogo o interpretando una pincelada musical, mientras el otro hacía mutis para disfrazarse de su próximo personaje. Y creedme que disponíamos como máximo de un minuto y medio para aquellas transformaciones completas. Como llegar a nuestros camerinos era algo imposible por falta de tiempo, se había habilitado en la chácena, en el escaso espacio que quedaba tras el decorado, lo que en teatro se llama “un camerino de transformación”, es decir varios listones de madera sujetando unas cretonas que hacían el oficio  de cortinas. En este caso el improvisado habitáculo era largo y muy estrecho, con un trozo de tela que separaba la parte de Pellicena de la mía.

 
El Rey de Sodoma


El segundo día de ensayos, cuando llegó el  abundante vestuario, casi me da un patatús al comprobar  que las faldas y los bodys venían terminados con cremalleras y corchetes. ¿Os imagináis un actor en esas condiciones que he descrito, rodeado de total penumbra y en silencio, intentado acertar a toda velocidad con un pequeño corchete o subiéndose en la espalda una de esas cremalleras tan dadas a engancharse en el peor momento? ¿Pero para qué se había inventado el velcro, esas benditas tiras adhesivas que tantas urgencias solucionaban? Así que ante mi demanda, esa misma mañana el vestuario íntegro regresó al taller de Ana Lacoma para ser arreglado y a última hora de la tarde ya estábamos de nuevo colgándolo en las alcayatas que para ese fin se habían clavado en la pared. Aquello me hizo corroborar que ni figurinistas ni modistos pensaban en los artistas a la hora de idear o realizar esos fabulosos ropajes salidos  de la poco realista imaginación de los diseñadores.   Para ellos éramos tan solo maniquís de escaparate  sobre los que lucir sus creaciones.  La cuestión es que a aquellas tardías horas hubimos de comenzar un proceso que ya debía estar superado; el de mecanizar los cambios y ajustarlos al escaso tiempo  de que disponíamos. Con lo cual mi cuerpo agotado se derrumbó sobre su lecho pasadas las 5 de la madrugada.

Y así llegamos al tercer y último  ensayo general. Los periódicos bullían con la noticia del estreno y el público, que se dedicó con suma diligencia a agotar desde fechas atrás las entradas, ardía de expectación.

El pase mañanero salió, como era de esperar, hecho un desastre en cuanto a fallos de iluminación, entradas de la música y demoras en nuestros cambios. A pesar de la innegable ayuda que el velcro nos aportaba, estaban también los zapatos y esas pelucas que, en las tinieblas y con las prisas, tenían la mala costumbre de entrar siempre sobre las cabezas al revés. Ay, las malévolas pelucas,  indispensables para completar las grandes transformaciones. Es decir que todos llegamos algo deprimidos al corto descanso que nos permitíamos para cubrir la irremediable necesidad de echarle combustible a nuestros cuerpos.

Con Pellicena en la escena de la monja
Sin embargo durante el ensayo de la tarde todo mejoró. La oscuridad de nuestros improvisados camerinos estaba atenuada por una pequeña luz de situación colocada en el suelo. La ropa, colgada por orden de uso en las alcayatas, estaba dispuesta a la perfección.  ¡Por fin nos habían proporcionado esa tan necesaria sastra! Además mis dedos corrieron con facilidad sobre las cintas de velcro en los rápidos cambios y hasta las pelucas encajaron a la primera sobre la  media que solía ponerme en la cabeza para facilitar su ajuste.  Estábamos ganando segundos preciosos en el ritmo de la obra.

Pellicena, yo, Arrabal y Narros durante el ensayo
Pero, durante la representación, algo entorpecía la fluidez de nuestros diálogos. De la oscuridad reinante en el patio de butacas, donde tan solo deberían estar la mesa del director, sus ayudantes y, en este caso, Jesús con su cámara, surgían murmullos que, a medida que avanzábamos en el desarrollo de la obra, se fueron convirtiendo en  escandalosas carcajadas y frases dichas a tono: “¡Joder, qué decorado!”, “muy buenos, estos chicos son muy buenos”. Estábamos desconcertados hasta que llegó a nuestros oídos aquel “ me cago en D…,¡si es que soy un genio!” que nos hizo comprender lo que estaba pasando. El insigne autor, eterno “enfant terrible” y controvertido creador Fernando Arrabal se hallaba observando el ensayo junto a nuestro director Miguel Narros. Jesús asegura que Arrabal llevaba dentro de su pequeña anatomía alrededor de dos litros de alcohol más de lo que un ser humano podría metabolizar. Cosa que, observando su comportamiento, no extrañaba en absoluto.

A causa de su desaforado entusiasmo, hubimos de hacer un corte  para que el hombrecillo pudiera subirse al escenario, revolcarse por la frondosa moqueta, zarandear aquellos grandes falos que eran parte del atrezzo, y, finalmente abrazarnos y plantarnos, tanto a Pellicena como a mí, un largo y apasionado beso en la boca. Como comprenderéis aquello rompió todo el ritmo del ensayo.

Cuando por fin lograron hacerle bajar, reanudamos el trabajo de manera chapucera. No había tiempo para retomar la obra desde un principio. Era ya de madrugada. Nos encontrábamos en medio de un descoloque general pero, siendo a la noche siguiente el estreno era necesario llegar hasta el final, sobre todo para fijar los numerosos cambios de luces.

Con Pellicena en El Rey de Sodoma
(Fijarse en la pared del decorado)


Estábamos en la penúltima escena cuando ocurrió la catástrofe. Ni durante todos mis años como bailarina, ni en aquellos espectáculos de cabaret en los cuales realizara arriesgados giros y saltos sobre altísimos tacones,  mis tobillos sufrieron la mínima torcedura. Claro que nunca había tenido un enemigo tan poderoso como aquella especie de yaciente monstruo peludo que con tan malos ojos me miró desde nuestro primer encuentro.

La cuestión es que, al efectuar un salto desde la cama al suelo, ya ensayado varias veces sin problema, el tacón de mi pie izquierdo se enganchó entre la maraña de pelos rosa-chicle haciendo que todo mi peso, aumentado por la inercia del brinco,  se desplomara sobre mi tobillo izquierdo. Nunca olvidaré el “crac” que escuché aún antes de sentir el tremendo dolor. En los primeros instantes nadie dio gran importancia a mi caída pero mis gemidos, acurrucada en un suelo del que me era imposible levantarme, les hicieron concienciarse de la gravedad del asunto.

Ya en los brazos de Jesús y mientras me trasladaban al hospital  en angustiada comitiva,  mi cerebro hervía de pensamientos deprimentes y dolor insoportable. No era posible. Aquello no me podía estar pasando. No  a  solo unas horas de uno de los estrenos más importantes de mi vida. Era inaudito que hubiese tenido mi primera fractura ósea de forma tan tonta y justo en esos momentos.


Portada del programa
Cuando, tras varias radiografías y una resonancia magnética, el traumatólogo me dijo que el hueso no estaba roto mi corazón intentó volver a su ritmo normal y el puño que atenazaba mi garganta comenzó a aflojar su presión. Pero esto solo duró lo que tardé en escuchar el dictamen del médico: tenía un esguince de tercer grado, el más grave, acompañado por un desgarro a valorar cuando bajase la inflamación. Era indispensable  ponerme una venda elástica hasta casi la rodilla y no podría andar al menos durante 20 días.

Si hubiese sido una comedia al uso, aunque dolorida, cojeando y con muleta, yo habría salido al escenario, pero tratándose de un musical la cosa era bien distinta. En esas condiciones ¿qué iba a ser de mí y del tan esperado estreno de El Rey de Sodoma? Dios mío, ¿qué iba a ser de todo aquel costosísimo proyecto?

 (Fotos de El Rey de Sodoma,  Jesús Alcántara)

Próximo capítulo: La mala pata (segunda parte).

2 comentarios:

  1. Yolanda Farr.
    Desde hace un año asisto a las clases de literatura que Daniel Fernández imparte en el Miami Dade College. Por una recomendación de Daniel, llegue hasta su blog. Lo he disfrutado a plenitud. Viví en Madrid de 1970 a 1973 por esa razón sus escritos me son tan familiares y amenos.
    En “Instantáneas 92 – Aventuras y desventuras de Don José” menciona usted la discoteca Boccacio, un sitio al que asistí en varias ocasiones. Ver las fotos de su barra y su interior y la descripción que hace usted me trasladó a aquel Madrid, al magnífico lugar donde servían los tragos en finas copas de tallo largo. Y claro, removió mi nostalgia.

    Durante mi estancia en Madrid trabaje de bar tender, en un bar/cafetería. Uno de los vecinos y uno de mis mejores clientes era el señor Vicente Alcolea, regente del bar New Sunset. Una gentil recomendación de Vicente me abrió las puertas de la discoteca del mismo nombre y las de Boccacio. Vicente era amigo de ambos gerentes y nunca me cobraban el consumo. Con mi presupuesto personal de café con leche no hubiese podido frecuentar ninguno de aquellos dos sitios. La amistad en aquellos tiempos tenía otro significado.

    Gracias por sus magníficos relatos Yalanda. Los seguiré leyendo. Orgulloso de que una cubana triunfara como lo hiso usted en aquel Madrid que jamás olvidare.

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    1. Gracias a tí, amigo Miguel, por seguir mis relatos. Por lo que leo tú también tienes una historia de trabajo y sacrificio. Démosle gracias a Dios por ser de los supervivientes, pues muchos han caído en la lucha por vencer al exilio. Cuando veas a mi estimado Daniel dale recuerdos de mi parte. Un fuerte abrazo

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